Siempre hace veinticinco años, medio siglo o siglo y medio de un suceso cultural importante. Al menos, lo suficientemente curioso o raro para que el comentarista rellene su demanda de contenidos. En este caso concreto, la celebración es personal y no responde a ningún oportunismo de calendario. Me sirve para acudir a una serie de personajes que no quiero olvidar.
Pretendo despertar —como todos los hombres honestos de mi generación— una inquietud política y cultural en mi país, así como dar testimonio de los días de oscurantismo que a mi patria y a sus hombres les ha tocado vivir. Mi actitud es de denuncia. (Alfonso Grosso Ramos,1928-1995)
Todas las primaveras, cuando comienza el ruido de noticias sobre el Rocío, me acuerdo de las novelas de Alfonso Grosso. Pasan por los telediarios las imágenes de la fantástica caravana de carros, carretas, tractores, folclóricas y burros, aquel año con extra de agua y barro hasta las rodillas cubiertas de lunares y paño fino. La fanfarria de salves, loores a la virgen y coplas con olor a manzanilla se mezcla con las protestas por el rastro de basura y caballos muertos que va dejando por donde pasa. Recuerdo la prosa del escritor sevillano. Para la literatura actual el nombre de Grosso es tan desconocido como los misterios de Pentecostés. Su obra ha corrido un destino que ni aquellos que le amenazaban de muerte en los años sesenta hubiesen imaginado: la mayoría está perdida para la lectura, solo recuperada en estudios y tesis doctorales. A menos que se tenga suerte en las librerías de segunda mano, es difícil hacerse con un ejemplar de sus novelas, en el pasado tan celebradas. Unas, por la crítica, otras, por el público.
Grosso llamaba al Rocío «la romería de la muerte». Como decía Francisco Umbral, casi todos los artistas españoles caen, antes o después, en el fatal «funebrismo». Grosso, con su estilo deudor del plateresco andaluz, fue uno de ellos, a pesar de su vitalismo y su vehemencia. Funcionario desde 1950 en el Instituto Nacional de Previsión de Sevilla, su actitud política, comprometida contra el régimen franquista, lo llevó camino del «destierro» a Barcelona en 1961 por «subversión política». Allí consiguió un contrato con la editorial Seix Barral y renunció a su carrera de administrativo del Estado. En Sevilla había escrito un buen número de relatos y parte de sus primeras novelas, pero la obra de la censura y la lejanía con centros editoriales postergaron su publicación. En algunos casos, hasta veinte años. En 1962 escribió De romería, sobre la famosa fiesta del Rocío. Iba a ser la segunda novela de una trilogía que él había titulado A la izquierda del sol. Empezaba con su libro Un cielo difícilmente azul y terminaría con Testa de copo. La primera se publicó en 1961, tras su debut en la novela con La zanja. Un cielo difícilmente azul fue la segunda de su etapa «realista», la que le dio más problemas pero también la que le ganó un nombre dentro del mundo literario, erigiéndose como uno de los mejores prosistas del país.
No es para menos. Su dominio de la palabra era apabullante. Grosso manejaba un amplísimo léxico, capaz de combinar términos culteranos con las expresiones y los giros del habla popular. Su minuciosa atención a los detalles se tradujo en páginas repletas de brillantes descripciones sobre objetos, paisajes y personas, y la enumeración continua en frases puntuadas con imágenes (adjetivos pictóricos, olfativos y auditivos), un estilo que se volvería mucho más radical en los años siguientes. Todo este despliegue de belleza, convulsa o no, trazada con amplitud de campo narrativo, tenía un único fin: la denuncia política y un negro fatalismo. Sus historias presentan a personajes condenados desde la primera página en un paisaje de belleza atroz (el campo reseco por el sol, el bosque verde, la playa o las marismas de Sevilla o Huelva), que contempla impasible la desgracia de los protagonistas. Grosso contaba, implicándose como parte defensora, las vidas de los jornaleros que trabajaban en pésimas condiciones por un parco salario, cuyas relaciones familiares y sentimentales estaban marcadas por la injusticia. Ya lo había hecho en su primer libro, La zanja (1961), relato casi cinematográfico sobre los habitantes de un pueblo de Sevilla y la lucha por la subsistencia de hombres y mujeres frente a la autoridad y los extraños: la guardia civil, los propietarios de los campos de olivos y los militares de la base norteamericana. Con la anécdota de una obra de canalización de agua, los jornaleros cavando la tierra, Grosso destripa los dramas de la sociedad andaluza: la enfermedad y el hambre, la falta de recursos, el atraso secular, los privilegios de unos pocos, el silencio cómplice de los intermediarios, el abuso sobre las mujeres y la emigración a Europa como única y soñada salida.
Un cielo difícilmente azul vuelve sobre el mismo tema, pero con tintes aún más siniestros. La novela es publicada, pero mutilada: varios fragmentos quedan fuera de la edición. La acción se desarrolla en un pueblo extremeño perdido en la sierra. Como si fuese una tragedia mexicana de Buñuel, hay un cacique brutal, una familia que obliga a abortar a la protagonista, adolescente, por haber sido deshonrada (por el cacique), a resultas de lo cual muere, un intento de robo y unos camioneros que perecen de mala manera. Pese al destrozo de los lectores del ministerio, Grosso no se arredra y emprende el Rocío. En la primavera del 62, hace el camino. Él no va en el camión de la hermandad a la que pertenece la familia del periodista y escritor Antonio Burgos, pero una vez allí, este le hará de cicerone por las carretas y los fenómenos de la feria. Burgos admira el personaje excesivo y el talento de Grosso. El escritor pierde la cámara de fotos en la borrachera del último día y culpa a Burgos: tardan años en volverse a hablar.
A finales de ese año, la editorial presenta a la autoridad el manuscrito. Los censores son unánimes: o se publica quitando las tres cuartas partes del texto o nada. Y lo más importante de todo: esta novela no puede, bajo ningún concepto, salir de España y ser leída en Europa. En opinión de los censores, la imagen de la moral y el sistema político quedarían severamente dañados. El libro es prohibido, a pesar de los recursos interpuestos por Carlos Barral. Saldría en 1981, con el texto íntegro y revisado por el autor, en la editorial Cátedra y con nuevo título, Con flores a María. En esos años de democracia, el libro pasó sin pena ni gloria. Los relatos sobre la injusticia social pasaron de estar prohibidos a no interesar al público. Sin embargo, un año antes, el escalofriante documental Rocío, filmado en los setenta por el director Fernando Ruiz Vergara, fue secuestrado tras su estreno, al haber interpuesto una demanda los familiares de alguno de los personajes que en él aparecían. Hoy sigue siendo una película maldita. Su director no volvió a trabajar como cineasta.
Pero ¿qué cuenta De romería? No es lo que cuenta, sino cómo lo cuenta. Ni siquiera es una de sus mejores novelas, pero es comprensible la alarma de las autoridades. Dividida en dos partes, en la primera —la mejor y más interesante— nos presenta a una prostituta mulata, descendiente de los esclavos negros que llegaron en el siglo XVIII vía Portugal a trabajar en las minas de Huelva y de los que todavía quedaban descendientes en localidades como Gibraleón o Niebla. La chica es una adolescente que vive en un prostíbulo (inmueble que pertenece a la diócesis, que cobra un diezmo de las ganancias) y atiende a los hombres que pasan por el territorio. Recuerda a su familia, hacinada en una chabola, y a su padre, el negro que murió en el tiroteo de los mineros de Río Tinto en julio del 36. La acción se corta de forma abrupta y comienza la segunda parte. Un señorito andaluz cuenta en monólogo interior sus cuatro días en el Rocío como parte de una de las hermandades más poderosas. La afirmación del lobby ganadero, el aristócrata, frente al agrícola. Grosso adorna al personaje con todos y cada uno de los defectos del cacique: machista, hipócrita, cínico, cursi, homófobo, iletrado, clasista, avaricioso… tanto tira de estereotipo y tanto exagera sus pecados que lo convierte en una caricatura, que mueve más a la risa que al lado tenebroso que debería encarnar. Esta parte apareció publicada en una antología de escritores españoles en Dinamarca. Como era de esperar, fue traducida al castellano y distribuida en fotocopias de extranjis por los cenáculos de Sevilla. Unos fanáticos amenazaron al escritor y le conminaron a abandonar Andalucía.
Grosso se fue a Suecia una temporada. Cuando volvió en el 64, las cosas no solo no se habían tranquilizado, sino que estaban peor. Su novela El capirote, que también fue prohibida por la censura y se publicó en una editorial mexicana, había hecho enfurecer a las hermandades de Semana Santa. Esta es una de sus historias más conseguidas dentro de la fase realista. El terrible vía crucis de un joven jornalero que siega el arroz dentro de una cuadrilla en las marismas sevillanas. Grosso describe la situación de estos trabajadores nómadas que van cambiando según la estación, sus dificultades frente a los latifundistas. Juan, el protagonista, es detenido por error. Le acusan de haber robado una medalla de la virgen del Rocío. Tras un juicio absurdo, es enviado a la cárcel. Cuando se demuestra que todo había sido un montaje, es puesto en libertad. Sin posibilidad de volver a los campos de trabajo, él y su mujer prueban fortuna en Sevilla. Es Semana Santa y, para ganarse un salario, se apunta como costalero en la procesión (los costaleros eran entonces trabajadores, no hermanos de las cofradías). La descripción del paso del Cristo en la madrugá del Viernes Santo es un cuadro de crueles contrastes entre la opulencia de los hermanos y los desgraciados que cargan con la imagen del Cristo, entre los que se encuentra el protagonista de la novela, y su patético final.
Las presiones políticas y policiales no disuadieron al escritor de sus objetivos. A pesar de los problemas, detención incluida a manos de la Brigada Político-Social por un ridículo malentendido, Grosso seguirá en sus trece. Viaja por Europa y Sudamérica en los primeros años sesenta. Además de reportajes para prensa, escribe interesantes libros de viajes, en la tradición realista de sus compañeros de generación. Lo hace a dos manos: uno, con Armando López Salinas, dirigente del PCE en la clandestinidad: Por el río abajo (1960-61), y A Poniente desde el Estrecho (entre dos banderas), con Manuel Barrios (1962). El primero sufrió los rigores de la censura, por documentar en un viaje a pie por el delta del Guadalquivir las condiciones de vida, el origen de la propiedad de la tierra o la reconstrucción de edificios con mano de obra de presos políticos del campo de concentración próximo a Sevilla. No vería la luz hasta 1977 y fue una de las referencias para escribir el guion de la película La isla mínima (2014). El segundo corrió peor suerte. Fue prohibido y hasta 1990 no se publicó, siendo imposible de encontrar. Otro libro de viajes, Hacia Morella, escrito por Grosso con José Agustín Goytisolo hacia 1961, se perdió en el tráfago de instancias y peticiones burocráticas.
En 1963, Seix Barral publica el libro que cerraba su trilogía imposible de dos, Testa de Copo (reeditado en 2006 por Clásicos Castalia). En él se demuestra con claridad que el estilo de Grosso no es, como muchos han creído, posiblemente porque no se han molestado en leer un libro suyo, un realismo simplón y acartonado. Su obra se hace cada vez más compleja en lo formal, y utiliza una gran cantidad de recursos (estilo indirecto, diversas voces en el discurso, elipsis e hipérbatos…). Esta novela nos lleva a la pesca del atún, una tragedia en el mar con aires de Melville, pero a la manera de la almadraba en dos épocas, las de su protagonista, el marinero Marcelo Gallo después de salir de la cárcel y cuando rememora su vida. Este estupendo libro es la transición entre la etapa del realismo y la «nueva novela» de Alfonso Grosso. Antes hay que mencionar la colección de cuentos que el autor escribió a finales de los cincuenta y fue publicada en 1962, tras haber ganado varios certámenes.
Germinal y otros relatos (reeditada en 2002 por Viamonte) es una de sus mejores obras. Textos directos, llenos de ternura, humor y rabia en los que refleja problemas urbanos de Sevilla.
La mía personal se mueve en dos niveles: uno, inevitablemente estético de proclamar su belleza, y otro crítico, en razón de sus condiciones económicas, de su feudalismo y de su subdesarrollo, el cual estoy obligado a denunciar. (Sobre el interés por Andalucía, en Ideal, 20-2-1975)
La nueva novela
En la opinión de los críticos más autorizados, la obra de Grosso aún no había alcanzado el grado de excelencia. Como simple lectora, creo que hay novelas y relatos de estos años que son más que sobresalientes, pero el autor tuvo que realizar una vuelta de tuerca en su estilo, que no sobre sus temas, para ser aplaudido por el exigente escrutinio de la crítica. La forma se retuerce hasta extremos casi ininteligibles, con recursos que utilizaron otros compañeros de generación, mucho más respetados y recordados como, por ejemplo, Juan Benet. Grosso utiliza su enorme dominio del léxico para supeditar la historia a su envoltorio, unidad de orfebrería preciosista en la que no importa tanto el protagonista o las tramas, sino el curso de los acontecimientos, siempre marcados por la fatalidad, la injusticia sociopolítica, y cuyo fin siempre es la muerte. Las tres obras son Inés Just Coming (1968), Guarnición de silla (1970) y Florido mayo (1973).
La primera se sirve del ciclón que se abatió sobre el Caribe para hacer una crítica de la situación no solucionada por el régimen de Castro en Cuba con un trasfondo melodramático, influida por los autores sudamericanos. La segunda es un caleidoscopio donde se superponen las imágenes/movimientos de una serie de personajes que se desplazan arbitrariamente en el tiempo y el espacio: una familia, estirpe de bodegueros de Jerez, y cuatro viajeros (un camionero desde Santander, acompañado de un autoestopista portugués, el conductor de un Cabriolet y el de un Land Rover, todos en dirección a Andalucía, que chocan fatalmente en algún punto de la meseta central). Florido mayo es la obra más personal del autor y la más hermética. En ella vierte sus recuerdos, sobre este monumento a la literatura que es el auge y caída de la familia Gentile, una acomodada estirpe de sevillanos (la «Ciudad Fluvial») que no soporta el paso del tiempo y los cambios. Allí está su infancia durante el inicio de la guerra civil, los miedos de la adolescencia, la enfermedad que padeció de joven, la desesperanza en la edad adulta, el amor no correspondido y una muerte sobrecogedora frente a los cuadros de Valdés Leal en la Capilla de la Caridad.
Los best sellers
Grosso fue muy prolífico. Tras los premios y los parabienes de la crítica, su estilo se volvió «convencional» en las formas y echó mano de temas siempre relacionados con la vida andaluza, pero esta vez del lado de lo detectivesco y la crónica negra, consiguiendo las ventas que no había tenido hasta entonces, así como las iras y las envidias de sus correligionarios. Escribió La buena muerte (1976) y Los invitados (1976), sobre el famoso crimen de los Galindos; un austero y seco libro-crónica que se ha revalorizado, y mucho, con el tiempo. Las dos fueron finalistas del Premio Planeta. En esta editorial publicó diversas novelas, buscando siempre el éxito, pero no estuvieron a la altura.
En 1990 Grosso había tocado fondo. La miseria económica y la enfermedad se apoderaron de su cuerpo y su mente. Quiso suicidarse en varias ocasiones, y el cuadro agudo de depresión se agravó con una pérdida de memoria que le hacía dar tumbos por las calles sin saber quién era, más la diabetes y el alcoholismo que arrastraba desde hacía años. El entonces ministro de Cultura, Jorge Semprún, y un grupo de intelectuales pidieron ayuda monetaria para enfrentar sus últimos años, igual que hicieron para Rosa Chacel y Javier Celaya. Gracias a esa especie de subvención de caridad, Grosso fue ingresado en un psiquiátrico de Málaga, conocido popularmente como «San José de los Locos». Salió para morir en su casa de Valencina de la Concepción, en 1995. Se fue antes de convertirse en otra autoridad apoltronada de la socialdemocracia. Su camino siempre fue el más difícil, el que se hace solo, acompañado de una portentosa voz para la literatura.