Solo en Nueva York hay más descendientes de alemanes que descendientes de nativos y hay más alemanes que en cualquier ciudad de Alemania excepto Berlín. Solo en Nueva York hay cerca del doble de irlandeses que en Dublín, tantos judíos como en Varsovia y más italianos que en Nápoles o Venecia. (Robert Hunter, sociólogo, 1912).
Por no arrancar con un imposible: es difícil aplicar en Estados Unidos la gama de modelos de emigración que existe en Europa. Mucho menos en Nueva York. La ciudad total se basó, se construyó y creció engullendo emigrantes que la engordaron hasta convertirla en lo que es hoy. Medio mundo se desparramó por Nueva York.
La fecha oficial acordada en la que se fundó es 1625, por comerciantes holandeses que se inclinaron por el nombre de Nueva Ámsterdam. El topónimo lo cambiaron los ingleses cuarenta años después tras un enfrentamiento del que salieron victoriosos y cuya gloria se llevó el duque de York. Instalados en la parte sur de Manhattan, la ciudad fue creciendo con paciencia hasta que llegó la explosión en el siglo XIX. Fue en aproximadamente la segunda mitad de ese siglo cuando tuvo lugar la Primera Gran Migración, que empujó a Nueva York a cientos de miles de extranjeros.
Casi todos los emigrantes que desembarcaron en la ciudad esos años se instalaron en Lower Manhattan, la parte sur de la isla. Tantos llegaron que el Lower Manhattan se convirtió en la zona con mayor densidad de población del mundo. Ante la avalancha, los distintos pueblos se abrieron paso mediante la autogestión: se asentaron en áreas diferenciadas creando una suerte de minimundos donde hablaban su lengua nativa, consumían su dieta de origen y comerciaban entre ellos. Desconfiaban de la frágil y jovencísima oficialidad neoyorquina, así que tenían sus propios sistemas de justicia, religiosos y hasta policiales. Un borrador del mapa del Lower Manhattan de aquellos años muestra que, en lo que actualmente es la turística Little Italy, estaban los italianos; en donde hoy está el bohemio East Village, se instalaron los alemanes; y el multiétnico actual Lower East Side acogió a irlandeses, judíos y afroamericanos, muchos de ellos recién liberados de la esclavitud. En el SoHo y Tribeca estaban las fábricas y almacenes. Los chinos estaban en Chinatown, donde hoy está Chinatown.
En pocos años, y debido a la superpoblación y desatención, la pobreza se hizo con la zona. Los nativos neoyorkinos propietarios de edificios subdividieron las viviendas hasta la indignidad creando los tenements, pisos interiores, mínimos y compartidos por varias familias que se iban instalando según llegaban; lo que hoy en día en España se conoce como «pisos patera». Los patrones de las fábricas del SoHo pagaban poco y mal y, en general, el paisaje era poco atractivo: muchas calles eran de tierra, la higiene tenía mucho margen de mejora y en las esquinas los niños dormían descalzos. Así era el Lower Manhattan no hace tanto: lo que hoy en día es una de las zonas más chic, cool y cara del mundo era una polvorienta barriada hace poco más de cien años.
La Segunda Gran Migración tuvo lugar en la primera mitad del siglo XX (y se extendió hasta casi los años setenta) y fue gestionada de otro modo. Comenzó a funcionar la isla de Ellis, puerta de entrada de la emigración a Nueva York (por aquí entró Vito Corleone niño en El Padrino II o Paul Bergot en The Strong Man, de Frank Capra) lo que ordenó y ayudó a los emigrantes. En esta nueva ola, a los europeos, asiáticos y africanos se les unieron los emigrantes hispanos y de Medio Oriente. La mayoría siguió acudiendo al Lower Manhattan. Con el paso de los años muchas comunidades fueron prosperando, lo que les llevó a abandonar las paupérrimas casas donde se hacinaban. Irlandeses, italianos, judíos y alemanes dejaron su sitio a los nuevos emigrantes chinos e hispanos. Los vecindarios étnicos se trasladaron al Bronx (italianos, irlandeses y afroamericanos), Queens (europeos y asiáticos) o Brooklyn (afroamericanos, judíos y asiáticos). Allí crecieron durante los cincuenta y sesenta inspirando películas, modas urbanas, subculturas y tradiciones. Con el paso de los años y de las generaciones también estas fronteras fueron diluyéndose hasta formar el paisaje de la actual Nueva York: una revuelta megápolis en la que se hablan unas quinientas lenguas (la ciudad del mundo en la que más idiomas se hablan) y donde casi el 40 % de la población nació fuera de Estados Unidos. Sin embargo —sin este sin embargo no habría artículo—, algunas de estas genuinas zonas étnicas del Lower Manhattan no desaparecieron, solo se trasladaron, y ciertos barrios sí mantuvieron —y mantienen— un espíritu local que los ha convertido en minimundos incluso en nuestros días, en ciudades dentro de la gran ciudad. No salen en las guías de turismo, pero logran transmitir la sensación de haber retrocedido en el tiempo.
La mudanza de Little Italy
En el siglo XIX el sur de Italia estaba abandonado. El industrializado norte apenas prestaba atención a una población rural, conservadora y socialmente muy atrasada. Una evidencia: a principios del siglo XX el 70 % de los italianos del sur eran analfabetos, un porcentaje diez veces superior al de ingleses, franceses o alemanes. Los sureños respondían dando la espalda al Estado que les despreciaba y organizándose por su cuenta: en núcleos familiares que asistían todas las necesidades. El supuesto «contra-Estado», con los años conocido como mafia, miraba solo por sus intereses sumergiendo a gran parte de los ciudadanos en la pobreza. Muchos vecinos decidieron largarse y gran parte eligió Estados Unidos, lo que convirtió a la italiana en la minoría europea más numerosa de Norteamérica. Nueva York fue el lugar predilecto.
Entre 1860 y 1880 se instalaron en la ciudad unos sesenta y ocho mil quinientos italianos. Cuando comenzó el siglo XX la tendencia se disparó, aupada por desastres naturales como la erupción del Vesubio o el terremoto en Sicilia. En 1920 casi cuatrocientos mil italianos vivían en Nueva York, casi todos ellos en el mencionado Lower Manhattan. Se agolpaban en lo que enseguida se conoció como Little Italy. Los recién llegados eran atraídos por no tener que hablar inglés, conocer a paisanos y estar a un paso de casi todas las partes interesantes de la ciudad.
Dentro del barrio, se dividieron según su procedencia: los del norte se instalaron en la calle Bleeker, los genoveses en Baxter y los sicilianos en la calle Elizabeth. Los napolitanos optaron por Mulberry y la mayoría de calabreses estaban en Mott y Lafayette. Todas estas son, hoy, calles con apartamentos de precios prohibitivos y excelentes para tomar el brunch. Entonces eran desaliñadas vías repletas de puestos ambulantes, carros de caballos y niños descalzos.
Cada comunidad hablaba su dialecto y crónicas de la época recogen, incluso, algunos enfrentamientos entre ellos. Casi todos se dedicaban a la construcción (el 90 % de los obreros de la construcción en Nueva York a principios del siglo XX eran italianos) y trabajos manuales, también al comercio de fruta y verdura. Sus condiciones de vida —como las de la mayor parte de inmigrantes de la época— no eran las mejores: vivían hacinados en tenements y trabajaban por salarios irrisorios, además de no poder contar con un Estado todavía en construcción. Little Italy estaba dominada por los «capos» que, a principios del siglo XX, tomaron el control del barrio.
El paisaje duró hasta los años treinta, época en la que muchas familias italianas decidieron moverse al norte, a East Harlem (hoy barrio hispano por excelencia) y, sobre todo, al Bronx, en busca de mejores y más económicas formas de vida. La Little Italy del Lower Manhattan comenzó entonces a perder vecinos italianos y no ha dejado de hacerlo hasta hoy. Solo los mafiosos sostuvieron la fama del barrio, ya que durante muchos años siguieron operando en los restaurantes que allí permanecen. El grueso de la población italiana salía adelante en el Bronx (también con mafia), especialmente en zonas como Belmont, al norte, donde se instaló la mayoría. Las viejas fotos de cientos de italianos con sombrero vendiendo fruta en atestadas calles dieron paso a las imágenes de peinados de gomina y cadenas de oro mientras sacaban brillo al Cadillac. Finalmente, también esas instantáneas se borraron: con los años el etnicismo geográfico fue perdiéndose y los italianos se mimetizaron con los nativos.
No todo se perdió. Belmont mantuvo su espíritu y hoy en día es considerada la auténtica Little Italy de Nueva York. A diferencia de otras zonas del Bronx, Belmont es un barrio seguro, de clase media-alta, con una universidad cercana y muchos visitantes los fines de semana. Si lo que se quiere es ver un verdadero barrio italiano en Nueva York es aquí a donde se tiene que acudir. Cada calle lleva añadido un cartel con el nombre de una región italiana: está la calle Piamonte, la Calabria, la Campania… banderas tricolor en las ventanas y escaparates, también pintadas en paredes y bocas de riego. A lo largo de la avenida Arthur se suceden las pizzerías, algunas escandalosamente buenas, como Roberto’s, donde se degusta el sabor del horno de leña. En una tienda de coches de segunda mano ondean banderas de Ferrari y un chico saca la basura con la camiseta del Nápoles. En mitad de la avenida hay un mercado, en el que se vende, además de pasta, todo tipo de productos frescos mediterráneos. También aquí se puede leer el periódico The Italian Tribune, el primero italoamericano de Estados Unidos. Belmont es, hoy, el verdadero oasis étnico italiano de la ciudad. El superviviente de una historia de emigración irrepetible.
Irlandeses: huida de Five Points
A mediados del siglo XIX Irlanda era un país que rozaba el subdesarrollo. La mayoría de su población dependía del cultivo de la patata y ocurrió lo que no tenía que ocurrir: en 1845 un parásito destruyó casi todas las plantaciones. El estrago —conocido como la Hambruna de la Patata— duró doce años, hasta 1857, dejando a millones de familias sin nada en la mesa. En este periodo de tiempo los irlandeses abandonaron la isla en masa. Casi setecientos mil eligieron Nueva York. Para hacernos una idea de la apabullante movilización: en 1847 mil nuevos irlandeses desembarcaban cada semana en Manhattan.
Sin nada se iban y sin nada llegaban, amontonándose en los barrios del Lower Manhattan. Sus condiciones fueron lamentables: sus barrios se convirtieron en pocos años en barrios de miseria y crimen. Fueron rechazados y estigmatizados por los nativos más que cualquier otra comunidad; los veían como ladrones, borrachos y violentos. Además eran católicos, algo que encolerizaba a los nativistas, patriotas protestantes. Especial fama alcanzó uno de sus barrios, Five Points (donde también vivían judíos y chinos), recreado por Martin Scorsese en la película Gangs of New York (basada en el libro de Herbert Asbury). Five Points, enclavado en el corazón del Lower Manhattan, fue durante la segunda mitad del siglo XIX el barrio más pobre de cuantos formaron los emigrantes. Era un agujero donde la miseria, la prostitución y la violencia convivían en una mezcla que llegó a provocar una epidemia de cólera y dos revueltas callejeras, las más sangrientas vistas en Nueva York. Entrar allí —como hizo Charles Dickens y después describió en sus Notas de América— sería el equivalente a pasearnos por el slum más miserable de Calcuta hoy en día. La denominación slum para barriada marginal se aplicó por primera vez en Five Points.
En 1888, unas impactantes fotografías del periodista Jacob A. Riis (disponibles en el libro Cómo vive la otra mitad) hicieron tomar conciencia al Ayuntamiento, que en 1900 desmanteló la barriada. La mayoría de irlandeses se trasladaron entonces al norte, a lo que hoy es el barrio de Hell’s Kitchen, cerca de Central Park. Con ellos llevaron la fama —cientos de viñetas satíricas de los periódicos les ridiculizaban e insultaban— y las bandas criminales. Sin ser tan populares ni cinematográficas como las mafias italianas, los irlandeses formaron decenas de gangs, como los Westies (dicen que todavía activos), los Cuarenta Ladrones o los Conejos Muertos.
Con los años la comunidad irlandesa se fue integrando y dejó atrás su patética fama. De ser mayoritariamente clase obrera, los irlandeses pasaron a ocupar cargos en casi todo el espectro neoyorquino y estadounidense. Su cambio fue total (ha habido hasta ocho alcaldes irlandeses en Nueva York) y, hoy en día, son una comunidad fundamental para entender la sociedad americana. Eso sí, su identidad sigue arraigada, gracias en parte a algunos barrios «supervivientes». Actualmente hay ocho barrios irlandeses en Nueva York, aunque muchos de ellos con cada vez menos densidad de población «verde». Uno que sí la mantiene es Woodlawn.
Woodlawn es un barrio situado en el extremo norte del Bronx, que también lo es de la ciudad de Nueva York. La mayoría de sus vecinos son irlandeses o descendientes de, pero en cualquier caso todos parecen recién llegados. Pasear por Woodland es como hacerlo por un pueblo irlandés, no cabe pensar que uno está en el Bronx. Las ventanas de sus bonitas y unifamiliares casas no perdonan la bandera irlandesa, ni tampoco los tréboles. En las puertas, cruces católicas y, en medio del barrio, una iglesia. Hay decenas de pubs donde, a media tarde, comienzan a llegar los obreros (gorro de lana y sudadera de capucha) a tomar pintas mientras ven el fútbol. Pero el de verdad, no el que se juega con las manos. Alguno ríe a carcajadas con la camiseta del Celtic de Glasgow, otro lee el Irish Echos, el periódico de la comunidad irlandesa, en cuya contraportada de hoy vienen los resultados de la última jornada de fútbol gaélico. El acento es el de la isla. Nada de slang neoyorquino, aquí se escuchan tonos de Dublín y jerga de Cork. Como buen barrio, en él todos se saludan y entre los jóvenes hay tatuajes de tréboles y cruces católicas en los bíceps. Es como una película, pero es real. Y se puede visitar. Y merece la pena.
Judíos, un viaje en el tiempo
Los judíos llegaron a Nueva York en dos oleadas. La primera fue entre 1830 y 1850. Arribaron a Manhattan cientos de miles de reformistas, la mayoría alemanes, lo que convirtió a la alemana en la tercera nacionalidad europea en cuanto a número de habitantes en Nueva York. A ellos les tocó el este del Lower Manhattan (conocido como Lower East Side) y a su llegada desarrollaron su vida en polvorientas calles, atestados talleres y ridículas casas a compartir entre familias. Las condiciones de la población judía empeoraron con la segunda oleada de emigración. Entre 1880 y 1900 llegaron otros miles provenientes de Europa del Este. Ya no eran judíos alemanes, burgueses, laicos. Era los procedentes de shtetls, pequeños pueblos de Polonia, Ucrania y Rusia en los que mantenían intactas sus costumbres, tradiciones y religión al margen del Estado al que pertenecían. Llegaron a Nueva York huyendo de los pogromos y se instalaron en el Lower East Side como un calco de su anterior vida: sus viejas vestimentas, su religión, su música, su dieta, su lengua yidis y, también, su pobreza. Los judíos se convirtieron en la enésima comunidad que se abrió paso entre la miseria y la violencia. La mafia judía (conocida en ocasiones como Kosher Mafia) tuvo enorme poder durante el siglo XIX y principios del XX, con bandas como la temida Yiddish Black Hand e históricos capos como Jacob «Johnny» Levinsky.
La huida de la miseria, sin embargo, llegó antes que en el caso de italianos e irlandeses. Los judíos prosperaron a una asombrosa velocidad y recién estrenado el siglo XX ya estaban mudándose a la parte norte de la ciudad, a mejores casas, a mejores vidas. Con los años, la población no ortodoxa se asimiló con el resto de neoyorquinos. Sin embargo, algunos descendientes de los llegados del Este han mantenido sus comunidades religiosas intactas. En Williamsburg (Brooklyn), a lo largo de Lee Avenue, vive la mayor comunidad hasídica de la ciudad, perteneciente a los Satmer, una recalcitrante secta ultraortodoxa.
Pasear por allí es viajar en el tiempo. Este barrio tiene sus propias «leyes», sus propias autoridades y sus propias costumbres al margen de la ciudad de Nueva York. Tal y como ocurría en el siglo XIX cuando desembarcaron en Lower Manhattan. La vestimenta: ellos, sombrero, pelo largo sobre las orejas (peyot), barba y abrigo negro. Ellas, pañuelo o peluca (no pueden mostrar el cabello), falda por las canillas y tupidas medias. El inglés pasa a un segundo plano: todos los negocios tienen sus rótulos en yidis, ni siquiera en hebreo. Lo mismo en los autobuses escolares, que llevan a los niños a unas yeshivas y a las niñas a otras. Durante el sabbat el barrio muere en el silencio y la inactividad. Por cierto, de banderas de Israel, ni rastro. Este grupo es contrario al sionismo, ya que creen que el pueblo judío solo debe retornar a la tierra santa con la llegada del Mesías.
A veces estas normas internas chocan con las de la ciudad. Hace dos años se descubrió que en la línea de autobús B-110, que atraviesa el barrio, las mujeres eran obligadas a sentarse en la parte trasera. Más grave resulta la existencia de una especie de autoridad paralela. Se trata de los misteriosos comités para las buenas costumbres, llamados Shomrim, grupos de vecinos que tratan de mantener las estrictas normas morales hasídicas en el barrio. Hace unos meses destrozaron una tienda que exhibía ropa femenina en maniquíes y amenazaron a varios comerciantes que vendían productos «no adecuados», como revistas o tecnología para jóvenes. Estos comités vigilan la forma de vestir, castran el acceso a internet en el barrio y hasta frenan el desarrollo urbanístico: en 2005 impidieron la inclusión del carril bici. Públicamente son condenados por los rabinos del barrio —portavoces oficiales de estas comunidades— y el resto de la amplia comunidad judía de Nueva York los rechaza, pero el barrio sigue regido por sus propias y conservadoras normas, ajeno al desarrollo liberal y frenético de la ciudad, sin que nadie haga nada por cambiarlo. Como en el siglo XIX.
Las nueve Chinatowns
Ah Ken es el nombre del considerado primer emigrante chino de Estados Unidos. Este hombre de negocios cantonés llegó a Nueva York en 1865 y fue la primera persona de nacionalidad china a la que le fue concedido el permiso de migración. Ah Ken se instaló en lo que hoy es Park Row (en el Lower Manhattan, cómo no) y allí montó una tienda de cigarros. Hoy, Park Row es el corazón de Chinatown.
La llegada de chinos a Manhattan fue más ligera. El primer grupo, compuesto por solo doscientos hombres cantoneses, llegó entre los años 1860 y 1880 y se instaló en la barriada de Five Points. Pese al escaso número fueron un grupo de históricos valientes: sufrieron el racismo más virulento de irlandeses e italianos, mucho más numerosos, y resistieron hasta el punto de que el lugar donde aquellos doscientos chinos pusieron sus pies por primera vez es la actual Chinatown.
La población creció a principios de la década de los ochenta, pero solo en dos mil chinos más, casi todos hombres, decididos a tantear el terreno para traer después a sus familias. La idea se les truncó en 1882, año en el que el Gobierno de Estados Unidos, arrastrado por las protestas del resto de emigrantes, decidió vetar la entrada de más chinos en el país mediante la Ley de Exclusión China. Fue, y sigue siendo, la primera ley estadounidense en tiempos de paz que impidió la entrada al país a emigrantes por motivos explícitos de su nacionalidad.
El motivo para esta discriminación era la cólera de trabajadores irlandeses, italianos y judíos que aseguraban que los chinos trabajaban por salarios inaceptables y sin restricciones de horarios, abocando a los demás a la miseria. Ante la prohibición, los dos mil chinos de la ciudad se quedaron aislados, ya que el Gobierno también impidió la venida de sus familias. Solo doscientas eran mujeres. A la desproporción se unió la limitación que también se les impuso en el acceso al trabajo y, como guinda, padecieron los rigores de la inmigración ilegal, ya que, pese a la ley de exclusión, unos cinco mil chinos más se colaron en la ciudad. Cuando el siglo XX se inauguró eran unos siete mil. Sin mujeres, sin trabajo y viviendo en Five Points, pronto pasaron a formar parte de la galería de la violencia y pobreza del Lower Manhattan.
La pequeña pero sólida comunidad china se organizó en tongs, asociaciones opacas de empresarios y comerciantes que contaban, cómo no, con su brazo armado. Estos tongs solían dividirse entre kuominntang (nacionalistas) y comunistas. Los tongs controlaban todas las facetas de la vida de los ciudadanos chinos: les ofrecían protección, justicia, dinero y también les exigían impuestos. Algunos de los más importantes fueron «Las sombras fantasma» o «Los dragones voladores». Los primeros controlaban calles tan turísticas hoy en día como Mulberry o Canal street. Los segundos, históricas como la bohemia Bowery o Grand street. Estas mafias siguieron activas durante el siglo XX y muchos creen que actualmente siguen operando. Sus principales actividades eran el comercio y los cigarros, pero también dirigían los fumaderos de opio y la prostitución.
La ley de exclusión terminó en 1943. Entonces miles de chinos emigraron a Estados Unidos. A su llegada a Nueva York fueron ocupando los tenements que el resto de emigrantes dejaban atrás. La nueva ola tomó también el relevo de los chinos que ya habían prosperado y se dirigían ahora a Queens y Brooklyn. Fue esta nueva llegada la que permitió mantener Chinatown en el mismo sitio en el que todavía sigue. Hoy, el barrio chino de Manhattan mantiene una homogeneidad étnica asombrosa. Enclavado entre rascacielos y modernos barrios, pasear por Chinatown es casi como hacerlo por un barrio de Shanghái.
La Chinatown de Manhattan, sin embargo, no es la más grande de Nueva York. En concreto es la tercera, de las nueve que hay en la ciudad, fruto de la llegada cada vez mayor de chinos durante la segunda mitad del siglo XX. Actualmente se estima la población china en Nueva York en unos setecientos mil, de los que más de cien mil viven en Flushing, la mayor y más alucinante Chinatown de Nueva York.
Flushing está situada en Queens, al lado del aeropuerto de La Guardia y pegada al estadio de los Mets, segundo equipo de béisbol de la ciudad, a la eterna sombra de los Yankees. Cada dos minutos un avión sobrevuela el barrio. Debajo, ajenos, miles de vecinos hacen vibrar las calles. La principal, Main St, está atestada de gente con prisa que siempre llega tarde a algún sitio. Tanta hay que se forman dos sentidos de peatones y es inviable ir en el contrario. Todos son chinos. Y todos quiere decir que solo muy de vez en cuando se ve a alguien no asiático. Es, directamente, como estar en una ciudad china. Todos los rótulos están en chino, hasta el McDonald’s de turno tiene sus caracteres en mandarín. Tiendas, karaokes, puestos de frutas y hasta tiendas de animales vivos listos para el consumo, con conejos y gallinas apilados en minúsculas jaulas. Si alguien hiciese esto en otro barrio le lloverían las denuncias.
Es, en síntesis, un viaje a otra civilización en una docena de paradas de metro. Es la supervivencia de una comunidad étnica como ninguna otra lo ha logrado en la gigantesca Nueva York. La ciudad que todavía esconde decenas de verdaderos barrios étnicos.
Magnífico, documentadísimo y absorbente artículo.
Excelente artículo.En relación a la llegada de chinos a Estados Unidos en el siglo XIX ¿que hay de los que llegaron para construir el ferrocarril?. El artículo se refiere explícitamente a Nueva York, pero agradecería un comentario a esos otros chinos.
Nueva York, la nueva Babilonia. La capital del mundo. Por detalles como los mencionados en el artículo es por lo que merece esos epítetos.
Excellente.
Un dato que probablemente muchos no conocen: la minoría étnica más grande de Estados Unidos no son los anglosajones, sino los alemanes. Hasta la I Guerra Mundial el alemán fue el segundo idioma más hablado, se publicaban centenares de periódicos en alemán y se utilizaba en las escuelas y en las iglesias. Hay incluso la leyenda urbana de que el alemán podía haber sido idioma oficial fe Estados Unidos, pero que se perdió por un solo voto. No fue así, pero lo cuestión se llegó a plantear.
https://en.wikipedia.org/wiki/German_language_in_the_United_States
Así es: muchos judíos que llegaron eran alemanes, y no sólo. Desde el mismo momento de la independencia, cuando llegaron masivamente alistados como «mercenarios del rey inglés», el componente germano fue muy importante. El propio George Washington los alistó en su ejército, alabando su disciplina y capacidad de sacrificio.
Otro aspecto de la historia estadounidense que ha sido ocultado o minimizado. No se habla tanto de ello porque muchos anglicanizaron su nombre (Müller pasa a Miller, Schimdt a Smith, etc…) y fueron perdiendo su idioma y costumbres.
Buenas buen señor
Cuando mencionas en el articulo a los nativos, a que te refieres a los naivos americanos o a los colonizadores ingleses/holandeses? Grazas por el articulo
Serán los nativos estadounidenses después de la independencia, es decir, los colonos.
Como en la película de Gangs of New York.
Yo creo que realmente los nativos son los indios que poblaban Manhattan, el resto son pobladores, que fueron sumando generaciones y nacionalidades.
Nadie lo duda. Pero los indios de esa área pronto la abandonaron.
El lugar donde se asienta New York es, por naturaleza, un pantano poco salubre. Las tribus iroquesas allí asentadas no sabían drenar y desecar el terreno. Los colonos holandeses, en cambio, eran expertos en ello. Pusieron el terreno en valor y… la colonia se volvió apetecible para los británicos. C’est la vie!
Esta contradictoria y cruel épica americana me acompañará hasta el final de mis días. Dios, si existe, salve la América. Muchísimas gracias por el artículo y por los comentarios. Y pensar que hubo intelectuales en mi país, en los mismos años de las grandes inmigraciones que estaban seguros de que Buenos Aires sería la otra NY, pero se fue todo al garete.
Era un gringo tan bozal
que nada se le entendía
talvez no era cristiano
porque lo único que decía
es que era pa po li tano.
(Pa, no Na) Martín Fierro.
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Me gustó el artículo!
Pero que hay de los afroamericanos? Esa es otra historia???? No han contribuído a «hacer su Nueva York» como los otros pueblos o etnias? Bastante extaña esta ausencia, no?