Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia. (Arthur C. Clarke)
Si digo superstición seguramente pienses en algo mágico y antiguo, ¿medieval, a lo mejor? Herraduras, gatos negros, la sal por encima del hombro y todo eso. Seguramente pienses en cosas que se siguen haciendo, pero cuya esencia es, sobre todo, que se vienen haciendo desde hace ya muchísimo tiempo; seguramente pienses en objetos o acciones indefectiblemente ligadas al pasado: porque en el pasado se creía que, porque entonces no tenían explicación para esto o aquello, o porque a alguien, en algún momento, le paso algo y desde entonces… Si digo superstición, es difícil que en lo primero que vayas a pensar sea en el último iPhone o en Pokémon, pero, ay amigo, la superstición es atemporal y está en todas partes. También en los mecheros, en la Nintendo y en las bolsas de snacks, ya lo verás. Y es que la realidad ha ido cambiando, pero nosotros no tanto. Nos sigue moviendo lo mismo que al monje del siglo XV y al cromañón: el miedo a la incertidumbre.
Quizás ya no soplamos pestañas para despistar al diablo —que, aparentemente, las coleccionaba durante la Edad Media— pero nuestro mundo sigue siendo incierto y estamos aterrados. Necesitamos desesperadamente recuperar el control y la agorería nos ofrece precisamente eso: la posibilidad de influir en lo impredecible. La superstición nos ayuda a mediar en esa relación con lo desconocido y, sobre todo, ofrece respuestas. Las experiencias individuales hacen el resto: a mí me funciona. O a mí me deja más tranquilo; porque esa es otra, la superstición hoy en día no va tanto de creerse que si tocas madera mantendrás «a flote» el avión en el que viajan tus padres, sino de arriesgarse a no hacerlo y vivir con el remordimiento cuando se estrellen. Estamos aterrados, somos cobardes. La superstición juega con la tensión y, por tocar madera, no perdemos nada. En serio, dejando al margen a esos extraños seres de ciencia pura (que haberlos, haylos) y que pierden cosas como la dignidad o los principios si hacen algo mínimamente irracional, la mayoría no tenemos nada que perder. Creo que somos muchos más los que no pondríamos nuestra vida en manos de un cara o cruz, pero nos quedamos bien a gusto cuando sale cruz. Y es que, si no existieran las supersticiones, decía el antropólogo Alfonso María di Nola, habría que inventarlas dada su utilidad en las crisis existenciales.
Naturalmente, todas estas neuras las acabamos volcando en lo que tenemos más a mano, y si ya no es una rama de sarmiento sino nuestro ordenador portátil, pues tan tranquilamente. Seremos cobardes, sí, pero también muy creativos. Igual adaptamos el imaginario tradicional —como los rusos, que antes consideraban de mal augurio cruzarse con un sacerdote por la calle y, ahora, pinchar en un hipervínculo oculto y entrar sin querer en una web de contenido religioso— que nos lo fabricamos de cero, como las propiedades letales del mechero blanco de BIC; por lo visto, la verdadera causa de la muerte de Kurt Cobain y los miembros del Club 27. Los mecheros, unos portadores de mala fortuna tan, pero tan, potentes que los encontraron en todas las autopsias, incluso años antes de que la compañía llegase a fabricarlos en ese color. Nunca hay que subestimar el poder de una superstición, ni la simplicidad humana. Por no ser, no somos más listos que una paloma. Para conseguir comida, las de Burrhus Frederic Skinner debían accionar pequeños mecanismos desde sus cajas aisladas. Fue uno de los primeros experimentos sobre la superstición (1948) y, sin duda, de los más conocidos. Cuando Skinner empezó a recompensar a los animales aleatoriamente, estos comenzaron a establecer asociaciones falsas, por ejemplo, que les darían comida si aleteaban o daban vueltas sobre sí mismas. Cada vez que, por casualidad, la recompensa coincidía con el comportamiento, la asociación se fortalecía.
Más recientemente, la Universidad de Pensilvania ha explicado nuestra humana tontería mediante la teoría de juegos. La idea es que el ser humano elige sus acciones según el valor o el significado público que tengan, de manera que las creencias acaban «compitiendo» entre sí por lograr la mayor aceptación social. La expansión de la superchería culmina con el equilibrio correlacionado, es decir, cuando nadie se aparta de la creencia más popular. La superstición se propaga por imitación y se perpetúa por su utilidad para coordinar el comportamiento de una sociedad. Puede parecer fácil mantenerse al margen, pero a menudo llegan a calar en toda una sociedad, varias generaciones y hasta las mismas instituciones de un país.
Es el caso de la cultura Kuai Kuai que, lejos de quedarse en leyenda urbana, se ha convertido en todo un fenómeno con manual de instrucciones. El ritual, que empezó a documentarse en 2008 aunque vendrá de lejos, consiste en poner bolsas snacks de maíz de la marca Kuai Kuai cerca de salas de servidores, ordenadores, cajeros automáticos y dispositivos electrónicos en general para garantizar su buen funcionamiento. Irónicamente, en este arte de lo aleatorio nada es cuestión de azar, no, todo tiene su explicación, como que kuai-kuai significa «obediente» o que las bolsas sean verdes, el mismo color que las luces que marcan el buen funcionamiento de las máquinas. Las cosas hay que tomárselas en serio, porque si no, pasa lo que pasa. Como al Ministerio de Finanzas de Taiwán, que sufrió un colapso monumental en los servidores durante la recaudación de impuestos de 2017 por llamar a la mala suerte usando la bolsa de color amarillo. El descuido llegó a discutirse en el parlamento. Qué absurdo todo, ¿no? ¿A quién se le ocurre? Vale que mantengamos alguna que otra cosilla (las uvas de Nochevieja, tirar arroz a los novios, las velas de cumpleaños…) pero es solo por tradición. Y sabemos distinguir perfectamente entre los tres o cuatro ritos que aceptamos por convención social, y el pensamiento mágico ¿no?
No. Seguimos necesitando la superstición para mediar en nuestra relación con las fuerzas que mueven el mundo, aunque ahora estas sean más tecnológicas que divinas. Primero, está el tipo de personas que todavía pican en las cadenas de maldiciones de WhatsApp. En el siguiente peldaño, mirándolos con condescendencia, los que no creen en la mala suerte, pero copian cosas como «NO, NO Y NO, POR SUPUESTO QUE NO DOY PERMISO. No doy permiso a Facebook ni a ninguna organización asociada a Facebook para usar mis imágenes, información, mensajes o publicaciones, tanto en el pasado como en el futuro, etc». Y un poquito más arriba, a los que nunca (¿nunca?) se la cuelan. Piénsalo, ¿cuántas de las cosas que haces cada día con tu ordenador, tu teléfono móvil o tus videojuegos se basan en un conocimiento real y cuántas supones o replicas sin más? Soplar los cartuchos de la Nintendo para limpiarlos de polvo, cerrar las apps en segundo plano para evitar el infortunio de quedarnos sin batería del iPhone… También hay miles de webs donde los jugadores comparten sus «tecniquillas» para vencer la malaventura, basadas en su vasta experiencia como cazadores Pokémon (un consejo: mantén pulsado B cuando entre en la pokeball para que quede atrapado). Nada de esto sirve para nada. Soplando los cartuchos, de hecho, no solo no se consigue nada, sino que, además, se puede tener la mala suerte de dañar los contactos. Y, sin embargo, hay que reconocerlo, todo esto parece tener su lógica. Al fin y al cabo, nadie haría algo que considerase inútil, y ese es quizás el mayor problema de la superstición: que el acto de quitar, soplar y volver a colocar el cartucho probablemente crease una oportunidad aleatoria más para que, esta vez sí, hiciese buena conexión. Y que, después de tantos años usando ordenadores, «sabemos» que tener muchas ventanas abiertas ralentiza el rendimiento. Esa es otra cosa interesante de las supersticiones: la tendencia a imitar lo que se conoce. A lo mejor no era tan tonto el que, hace veinte años se subía a un alto con el móvil en una mano y levantando la otra para coger señal, como una antena de radio. De los que piden a Google las cosas por favor, todavía quedan.
Me temo que, en el futuro, la mayoría vamos a ser uno de esos señores. Solo que a nosotros nos van a mirar con condescendencia cuando intentemos no darle mucho trabajo al móvil para que pueda concentrar su batería en lo que importa, cuando nos vean «espabilar» al ordenador en vez de aguardar racionalmente a que reaparezca la flechita —dime que eres la única persona en el mundo que no agita furiosamente el ratón del ordenador cuando se queda pillado— o cuando nos pongamos la mascarilla por el lado blanco y por el lado verde según la función que necesitemos «por si acaso».
Nota: durante la realización de este artículo una liebre —símbolo de ganancias y luna llena— cruzó el jardín de la autora. ¡Dos veces!
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