«Vivamos, querida Lesbia, y amémonos, y las habladurías de los viejos puritanos nos importen todas un bledo», escribía Catulo sobre su apasionado amor por la culta, bella y aristocrática Lesbia, aficionada como él mismo a los versos de Safo, para que legiones de estudiosos posteriores discutieran sobre la identidad de tan misteriosa mujer. Aunque hoy en día sigue sin haber consenso, la mayoría parece apuntar a que tras Lesbia se esconde Clodia Metela Pulcra, la mediana de las tres hijas de Apio Claudio y sin duda el miembro más influyente de esta poderosa familia patricia.
Los Apio Claudios no solo pertenecían a la más elevada categoría social romana, sino que además poseían una impresionante fortuna que los apuntalaba como la elite de la elite hacia el final del periodo republicano. Las obras públicas sufragadas por esta gens eran innumerables y espectaculares, pero no era simplemente este despliegue de poder lo que les mantenía en boca de todo el mundo romano, sino más bien el provocador estilo de vida que llevaban.
Joven, rica y guapa —pulcher en latín significa hermoso—, la última generación de los Apio Claudios disfrutaba de una vida de lujos sin medida. Toda una sucesión de glamurosas fiestas, tanto en Roma como en la exclusiva ciudad de vacaciones de Baiae, puso de moda costumbres provocadoras como dejarse la túnica suelta o el cinturón flojo. Los hombres jóvenes de clases pudientes lucían barba al estilo griego, para escándalo de las mentes más conservadoras, y copiando las maneras de sus ídolos, empleaban el latín de las clases populares. Este descaro chic atrajo la fascinación de muchos plebeyos romanos, que los consideraban de los suyos; la moda llegó al punto de que Claudia adoptó para sí misma la vulgarización de su nombre, pasando a llamarse Clodia. Un gesto que posteriormente imitó su famoso hermano, Publio Clodio.
Esta fachada de superficialidad oculta a medias una faceta política importante: los Claudios estaban alineados con la facción progresista de los popularis, y esta querencia por escandalizar a los sectores más tradicionales no era del todo un divertimento inocente. El propio Julio César se dejaba ver con este grupo selecto —su mujer Pompeya formaba parte del núcleo clodiano—, que gravitaba alrededor de Clodia. La boda con Quinto Cecilio Metelo, representante de la otra familia preeminente de Roma, no era una casualidad. Sin embargo, se trataba de un matrimonio que nunca pasó de la conveniencia política, así que cada cónyuge disponía de espacios separados para sus asuntos amorosos, lo que le granjeó a Clodia la mala fama correspondiente que solo padecían las féminas; es durante esta época donde tendría lugar el famoso romance con Catulo.
Aun así, Clodia no es simplemente una figura relacionada con los asuntos de alcoba o el chismorreo. Parece ser que manejaba influencia política y podía interceder ante destacados miembros de la elite romana, aparte de que administraba ella misma sus propiedades, como demuestra el hecho de que Cicerón intentara adquirir unos terrenos de Clodia para erigir un templo a su hija. Durante una época, el famoso orador frecuentó tanto la mansión de sus vecinos los Claudios que despertó los celos de su esposa Terencia. La situación se tornará explosiva a partir del escándalo de la Bona Dea y el juicio por sacrilegio a Publio Clodio —quien se disfrazó de mujer para colarse en esta festividad religiosa femenina—. Cicerón irrumpió como testigo de la acusación lanzando un terrible ataque contra sus antiguos aliados y poniendo la carrera política de Clodio en peligro.
A partir de entonces la enemistad entre los Clodios y Cicerón subió varios niveles de crudeza: hacia el 60 a. C. en sus escritos arreciaban los insultos y las acusaciones de incesto entre los hermanos. Resulta complejo determinar si en este cambio de actitud de Cicerón había motivos políticos, personales, sentimentales o una combinación de estos factores, pero su ferocidad va a dejar un legado muy negativo para la imagen posterior de Clodia. En su defensa de Celio (56 a. C.), acusado de varios delitos contra el orden público entre los que se contaba haber intentado envenenar a Clodia, Cicerón va a desplegar todo el juego sucio del que era capaz, llegando a llamarla quadrantaria, en referencia a las prostitutas de los baños públicos, cuya tarifa era un cuarto de as. Mala matrona, impúdica, prostituta, Medea… son algunas de las lindezas con las que se despachó a gusto el hijo pródigo de Arpinum. Sí, este es el nivel de la tan laureada oratoria romana en lo que se refiere a la crítica política, más cercano al Sálvame Deluxe que a eufemísticos recursos retóricos.
Por si no fuera suficiente con atraer las iras ciceronianas, por esta misma época y después de enviudar de Metelo, la relación con Catulo parece que no prosperó: el inmortal poeta no tuvo otra ocurrencia que dedicarse a ponerla verde en sus versos y acusarla, cómo no, de prostituta, cruel y licenciosa. Estas son, principalmente, las fuentes directas que nos han llegado sobre Clodia: el pecado de no dedicarse exclusivamente al hogar y los hijos se pagaba muy caro en la Antigua Roma.
A partir del juicio de Celio, el rastro de Clodia Metela se pierde y nada más se vuelve a saber de esta imponente mujer, admirada y odiada a partes iguales, de la que nos ha quedado poco más que los improperios de Cicerón y el terrible despecho de un poeta rechazado. Su desaparición de las fuentes antiguas viene armoniosamente sucedida por la espectacular irrupción de otra llamativa figura femenina, si bien de perfil muy distinto: su cuñada Fulvia Bambalia Flacca.
Las primeras noticias sobre Fulvia no pueden ser más impactantes: el 18 de enero del 52 a. C., Publio Clodio es asesinado por los matones de Milón en una escaramuza en la vía Apia, a la altura de Bovillae. Ante la multitud de partidarios del político popular reunida frente a su casa, Fulvia lanzó un agresivo y sentido discurso, exponiendo el cadáver de su marido, y dirigió a las masas hasta la tribuna de los rostra, en mitad del Foro. Bajo su liderazgo, los presentes se lanzaron a asaltar el Senado y, arrancando los bancos de madera para hacer una pira funeraria en su interior, se las arreglaron para incendiarlo junto a varios edificios colindantes.
Toda una demostración de carácter, además de declaración de intenciones: Fulvia es uno de los personajes políticos de «segunda fila» más destacados del periodo tardorrepublicano. A pesar de que la esfera política era un territorio vedado a las mujeres, Fulvia no tendrá mayor inconveniente en participar en el desarrollo de los acontecimientos. Partiendo de las bases de poder heredadas de Clodio —el control de las bandas callejeras de los collegia romanos y su red clientelar—, una inteligente selección de matrimonios con personajes de la facción de los populares le otorgará la influencia necesaria como para tener su propia agenda política e incluso militar.
Su segundo marido fue Cayo Escribonio Curión, un flamante fichaje del equipo popular, que con el cambio de bando —había empezado apoyando a Cicerón y poniendo a César a caer de un burro— aportaba una bolsa bien llena de dinero y mucha ambición, pero le dio por morirse durante la campaña de conquista de Numidia en el 49 a. C. Las esperanzas truncadas con esta alianza, pues todos los matrimonios de las elites romanas no eran más que arreglos políticos, dieron paso a un movimiento aún más importante y de enorme repercusión futura. Se sabe que Julio César ordenó a Marco Antonio que se casara, preocupado por la vida disoluta de juego, alcohol y promiscuidad que llevaba, así que es factible suponer que también sugiriese alguna candidata que pudiera ponerlo en vereda y aportara el suficiente poder como para trabar una coalición política firme. Lo propusiera Él o no, el matrimonio con Fulvia funcionó a pesar de las ocasionales excursiones de Antonio por la mala vida.
Tras el asesinato de César, durante el triunvirato de Antonio y Octavio, Fulvia va a jugar un papel destacado: casará a su hija Clodia con el joven cónsul, y durante las proscripciones se cobrará la tan largamente ansiada venganza sobre el enemigo principal de su casa. Es ella quien instiga a Antonio para que incluya a Cicerón en la lista de proscritos, y en otra escena terrible, será la propia Fulvia quien exhiba en el Foro la cabeza y las manos cortadas del orador. Dión Casio cuenta que, tomando la cabeza de Cicerón en sus manos, le escupió y procedió a atravesarle la lengua con su pasador para el pelo. Parece que Fulvia no se andaba con muchas sutilezas, aunque no tenemos otra fuente que lo confirme.
Pero escenas gore aparte, lo más interesante de este periodo es el despegue de su carrera en solitario. Cuando Marco Antonio y Octavio Augusto marcharon al este a perseguir a los asesinos de César, fue Fulvia quien se hizo cargo efectivo del gobierno de Roma, dado el carácter decorativo del tercer triunviro, Emilio Lépido. Al regreso de Asia, Octavio se va a ver metido en inesperados aprietos. Su idea de asentar a los cuarenta mil veteranos de la campaña tropezará con la oposición de poderosos terratenientes romanos, y el futuro Augusto vacilará cuando tanto ricacho se le eche encima.
Este momento de debilidad no pasó desapercibido para Fulvia, que ni corta ni perezosa se plantó ante los legionarios veteranos con sus hijos de la mano y les advirtió contra Octavio. Parece ser que esta tremenda mujer dominaba el arte del discurso apelando a diversos recursos estilísticos romanos, tanto en el ámbito de la súplica típicamente femenina —su desgarradora plegaria ante el Senado estuvo a punto de conseguir que no declarasen a Marco Antonio enemigo del pueblo durante la guerra civil— como el de la arenga militar, la emocionalidad desbordada o lo que hoy llamaríamos aspectos motivacionales, puesto que en poco tiempo consiguió poner en pie nada menos que ocho legiones en favor de su facción.
Es imposible saber hasta qué punto estaba Antonio enterado de estos movimientos de su esposa, pero en cualquier caso parece haber mostrado una ambigüedad quizá calculada: es extraño que no supiera nada, pero aparecer como responsable directo en un momento en que no había una hostilidad abierta con Octavio hubiera comprometido su posición. Si el asunto se torcía, podía fácilmente mantenerse al margen como si aquello fuera una iniciativa autónoma de Fulvia. Que, por su parte, se calzó una espada al cinto y se ocupó personalmente de pasar a la Galia a reclutar generales y tropas para su causa. Dirigió las operaciones militares durante la ocupación de Praestinae y se atrincheró en Perusia, plaza que las legiones de Octavio procedieron a sitiar. Este levantamiento supone una acción arriesgada y valiente, motivada seguramente por lealtad a la facción popular y a la figura de Antonio, en una época en la que el poder en Roma se encontraba en disputa soterrada.
Se trata de una situación insólita, pues estamos no solo ante una mujer asumiendo abiertamente funciones reservadas a los hombres, sino que consigue la adhesión y lealtad de decenas de miles de ellos, por lo que podemos afirmar que era reconocida como líder político y militar por sí misma, dada la lejanía de Antonio del escenario de los acontecimientos. Fulvia es la primera mujer romana de la que se sabe que se acuñaron monedas con su efigie estando en vida. La misma existencia de una campaña específica de difamación contra ella por parte de la propaganda octaviana demuestra que estamos ante una mujer con poder político, reconocida como una líder de facción por derecho propio. Fulvia es la antimatrona, mala madre y mala esposa, además de aparecer como irascible, ambiciosa, celosa y sedienta de poder. Como no podía ser de otra manera, se destaca de ella su apariencia masculina —Veleyo Patérculo dice de ella que tiene todo de varón menos el aspecto externo— como rasgo indeseable. Un satírico y muy obsceno poema de Marcial, valga la redundancia, inspirado en la métrica de los que componía el propio Octavio —y sin duda patrocinado por él—, llega a afirmar que el joven César le hace la guerra porque es imposible hacerle el amor; acostarse con Fulvia es peor que encular a Manio, una deshonra para su —augusta— polla.
Una de las fuentes directas más curiosas sobre Fulvia son los proyectiles de honda —conocidos como glandes—, testimonios de los combates encontrados en la zona de Perusia. Muchos de ellos están fabricados en plomo y contienen todo tipo de insultos e improperios hacia los líderes y personajes importantes de la campaña: las inscripciones hechas en el molde son terriblemente procaces y van dirigidas sobre todo a Octavio y Fulvia, dependiendo del bando que las empleara.
El asedio de Perusia terminó con la rendición por hambre de las tropas de Fulvia, que huyó con tres mil soldados de caballería como escolta y se embarcó al exilio en Atenas. Allí se encontró por última vez con Antonio cuando este volvía de Asia y le acompañó hasta Sycion, donde enfermó repentinamente y murió, probablemente antes de cumplir cuarenta años.
Fulvia y Clodia destacaron por motivos muy diferentes en roles opuestos, pero con una característica en común: se salieron del papel de matrona reservado a las mujeres romanas de clase alta mostrando capacidad de acción y decisión en asuntos públicos. Cualquier transgresión de esta norma suponía una catarata de críticas e insultos por parte de sus oponentes. Si bien es una constante en la lucha política romana el utilizar los calificativos más groseros posibles para desacreditar a tus enemigos, las alusiones son invariablemente machistas o misóginas: ellas son presentadas como meretrices, inmorales, licenciosas o demasiado masculinas, mientras que a ellos se les acusa de corruptos, afeminados o de homosexualidad, siempre que suponga tomar un rol pasivo.
Es difícil discernir si este tipo de ataques se consideraban exageraciones retóricas aceptadas como «gajes del oficio» de la política, se tomaban como una ofensa real o una declaración de enemistad personal, o quizá un poco de todo, pero lo que ya es más inexplicable es que estudiosos de incluso veinte siglos más tarde hayan aceptado acríticamente estas descripciones para caracterizar las vidas de estas mujeres. Sobre todo, teniendo en cuenta que las fuentes son hostiles y con fuertes intereses partidistas, por lo que es necesario contextualizarlas. Un ejercicio que se hace más urgente aún en el caso de no disponer de ningún relato alternativo: César, Octavio o Antonio fueron igualmente vilipendiados, pero disponían de sus propios partidarios y propagandistas para ofrecer un discurso de signo contrario. Sin embargo, las menciones a mujeres en cualquier ámbito fuera del papel de matrona son muy escasas —la costumbre es no hablar de ellas en los textos romanos— y casi sin excepción de signo negativo. La romana era una sociedad profundamente machista, un hecho que a la hora de interpretar los textos históricos no puede ser pasado por alto.
La de los romanos fue una civilización fascista…
¡Pues claro! De hecho inventaron los “fasci littore”, pero también “strade” (strass, street, estradas) seguras, “acquedotti”, cloacas, los puentes a arco, importaron los baños públicos para la higiene de la plebe, la tolerancia religiosa (cuando se encontraron casi perdidos con Aníbal a la puerta, abandonaron sus dioses y fueron a buscar nuevos en Asia Menor más confiables, pero no tuvieron en cuenta de que tenían que ser servidos por sacerdotes aborígenes y además castrados. Ningún problema: como tenían esclavos de esos lares, los “eviraron” y los nombraron sacerdotes. Resuelto el problema. Y parece que funcionó), una inmensa y preciosa literatura, y prestaron su lenguaje a la justicia (habeas corpus) y a la denominación y orden de todo el mundo viviente, incluido los insectos.
Excelente lectura, señor. Este importante evento social y político de la vida romana no lo menciona el grande Montanelli en su historia de Italia, pero me resisto a creer que sea uno de los motivos por los cuales el movimiento feminista esté tratando de abatir su estatua acusándolo de misógino y pederasta. Como oficial fascista participó en la guerra del Duce en África, y le fue aconsejado procurarse una esposa. Así lo hizo y se casó con una aborigen de catorce años. (tal vez sea esta edad que moleste a las mujeres occidentales). Terminado el conflicto y por motivos racistas (de su Duce, que después criticó con honestidad) tuvo que divorciar. Un connacional de ella le pidió la bendición para poder re esposarla, Indro Montanelli volvió a África, dio su consentimiento y después supo que al primer hijo lo llamaron Indro. Sobre su escritorio tenía las tres fotos de sus esposas, pero era a la de la africana que acariciaba con nostalgia como cuenta Marco Travaglio, un “alumno” fiel en su entrevista de años pasados.
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