Sociedad

Esto no va de pasiones

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Este reportaje está disponible en papel en nuestra Smart nº28 

Era una de esas luces cetrinas, amarillenta. Se desvanecía cada pocos minutos. En un parking comunitario barcelonés, encajado entre su coche y la pared, despunta la figura de un hombre inclinado sobre un amasijo de ruedas y cables. Los vecinos entran y salen, reparando en su presencia —es el del 1.º primera—, cubierto de grasa a horas intempestivas. Parece absorto, incluso, cuando se incorpora como un autómata para volver a accionar el interruptor de la luz y seguir trasegando. Por la mañana abandona el edificio vestido como un pincel y, por supuesto, da los buenos días. 

La suya es una historia-puzle. Esparcidos sobre la mesa están los fragmentos que invitan a componer un relato de esos que idealizan lo cotidiano. Que cuente en clave emocional el periplo de una doble vida (ejecutivo de día, transformador de motos de noche) con los códigos y estructuras de una parábola existencialista (desertar de la rutina de cuello blanco y abandonarse a una pasión). Algo a medio camino entre la oda a la slow life del ricachón al que un día le da un aire y se larga a tallar conchas a Indonesia y la poética de un best seller de aeropuerto. 

La historia de Carlos Ormazabal tiene, en definitiva, un montón de metáforas suculentas para que ustedes sigan leyendo. El aprieto es que él se las sabe todas y las espanta antes de que puedan asomarse. «No me volví loco un domingo y el lunes dejé todo por un sueño», dice, como un thriller que empieza desvelando quién es el asesino. De novelesco, su relato apenas tiene el arranque: solo quince segundos y todo había cambiado. 

Hará siete años de eso. La televisión centelleaba en un segundo plano. Emitían un programa de viajes —Los Ángeles, esa vez— que estaba muy cerca de detestar. Un rugido metálico devolvió su atención hacia la pantalla: «¡Mira, es Brad Pitt! ¡No me lo puedo creer!», celebró la extasiada reportera. Carlos descolgó la mandíbula al ver la moto que cabalgaba el actor. «¿Qué coño es eso?», dice que se dijo. «¿Qué coño es eso?», repitió, con la incredulidad redondeando cada sílaba. Por su cabeza pasaron, frenéticas, las imágenes de todo lo que había visto antes: nada. No había registros. Parecía única. Cuando llegó la publicidad, ya se había abalanzado sobre el ordenador a la caza del nombre de aquella maravilla que le palpitaba fresca en las retinas. Solo la vio quince segundos. 

La encontró, por supuesto que sí. Era una Zero Engineering. Y con eso se le abrió la ventana a otro mundo, con su mitología, deidades y rituales propios. No es que aquel vehículo no estuviera a la venta —como maliciaba— o que exhibiera un precio obscenamente inflado de ceros. Es que no había más. La había fabricado el artesano Shinya Kimura, y eso, en términos de ese mundo recién revelado, era como si el mismo Dios hubiera bajado a la tierra para ensamblar las piezas con sus propias manos.  

Un dios con las manos grasientas.

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Los greasy hand preachers

A la derecha del nipón Kimura se sienta —en este panteón— el estadounidense Jack Churchill, un tipo calmo que vive en una cabaña de madera en Maine, (casi) ajeno a la fascinación que suscita. 

Motos. Eso es lo que hace. Tampoco él parece afecto a las metáforas, así que no hay necesidad de engrandecer ni adornar su gesta. Eso sí: motos de culto. No se trata de que corran más, que hagan más ruido o permitan saltar al hiperespacio. Es cuestión de coger un ejemplar corriente y devolverlo a la carretera como una pieza única. A veces funcional, a veces liviana, en ocasiones solo bella. Artesana. Nunca perfecta, siempre con alma. 

El fenómeno de las motocicletas custom empezó tras la Segunda Guerra Mundial, de manera simultánea en Estados Unidos (con las chopper) y el Reino Unido (con las cafe racer), y reventó las murallas de la subcultura durante los sesenta y setenta. Con sus singularidades, la filosofía era similar: personalizar las motos, hacerlas distintas, significarse con un estilo conseguido al margen de lo manufacturado industrialmente. Desde entonces la fiebre se ha propagado, convirtiendo el arte en negocio o el negocio en arte; en forma de centenares de talleres a lo largo del mundo, entregados a esa artesanía mecánica.  

Carlos no sabía nada de todo esto. Tuvo moto desde los diecisiete, pero ni se acercaba al arquetipo del clásico motero de barba poblada, litrona y concentración. Trabajaba para Nikon, vivía acorde a sus ingresos y algún fin de semana se daba un rodeo con su Z750 Kawasaki. «Ahí empezó todo», recuerda, en esa pieza televisada de Kimura que activó algún resorte escondido en su cerebro. Bajó al garaje con un kit de herramientas básicas sin una idea muy precisa de qué hacer a continuación. 

Instintivamente empezó a replicar la moto de Brad Pitt. A homenajearla, más bien. Era un veneno de absorción lenta: al principio le arrasaba los días festivos. Las vacaciones. Después, sábados y domingos. Los espacios entre viaje de trabajo y viaje de trabajo. Al final, todas las madrugadas podía encontrársele abducido en el garaje con una linterna, montando, desmontando. Soldando. Cagándola, volviendo a intentarlo. Fue un poco como el amor: cuando por la mente deambula otro alguien es difícil dar marcha atrás. «En las ocho horas de mi jornada en Nikon, mi cabeza ya no estaba allí. Solo pensaba en las motos», recuerda. 

El resultado de aquello fue la Leonart Daytona 350i Bola 3. Como todo lo primero, dice, la moto le dejó huella. La mira arrobado en la pantalla del portátil, y esparce mil detalles sobre la tornillería, el guardabarro, la suspensión o el asiento que le incorporó. «La gente flipaba al verla, le sacaban fotos mientras paseaban al perro», rememora, ufano. El virus había colapsado ya su sistema. 

No la condujo para ir a ningún lugar, que recuerde. Al menos físico. Pero descubrir el universo de las transformaciones sí le trasladó ante una pregunta —esa pregunta— que a todos martillea alguna vez: «¿Dónde quiero estar dentro de diez años?». Y supo la respuesta. Para ilustrarla, rescata un breve documental que tiene almacenado en los favoritos de su navegador. En él sale Jack Churchill reflexionando sobre lo que supone dedicarse a esto, por qué vivir así. Congela el vídeo en una imagen en la que el artesano mira a la cámara con una serenidad difícilmente descriptible: «Cuando tenga sesenta y cinco años, quiero tener esa cara y hablar como habla este tío», apunta. 

Va parafraseando sus palabras en susurros mientras Churchill intenta desgranar por qué hace lo que ama: «Es una desgracia que los críos piensen que, si gastan dieciocho mil dólares en una moto deportiva, serán admirados. ¿Adónde van sus sueños cuando apagan la luz por las noches?», interroga a nadie. Lleva seis meses, con sus noches, trabajando en una máquina que parece salida de Mad Max. No transforma motos por dinero o por fama, lo hace por la satisfacción desnuda, por el mero placer de construir. Lamenta que el american way of life se instituya sobre el ansia de tener una casa nueva, un coche nuevo, una moto nueva. «No es el orgullo de poseer algo, es el orgullo de aprender, de construir, de crear algo». Se intuye en el sexagenario un cierto hastío cuando tratan —infructuosamente— de empujarle al misticismo: «La cosa es que me estás pidiendo que intelectualice lo que hago. Pero, de hecho, esta moto no tiene nada que ver con lo que siento en el taller. Un montón de gente te lo dirá también: cuando trabajan con sus manos, el tiempo, simplemente se detiene. Es mi mundo. Ahí no hay nada más: no hay política, no hay guerras, no hay nada. Solo es esto», concluye, en tono más taxativo que inspirador.  

Carlos pulsa el pause. Subraya esas palabras con una palmada, como un espectador que ha descubierto un enrevesado truco de magia. Con le mot juste. «¡Esto! ¡Esto que dice! Es exactamente así. Cuando estoy trabajando en la moto no hay nada más. Por eso, para estar ahí —señala la pantalla—, estoy ahora aquí». 

La moto, dice, es lo de menos. 

Y ese, paradójicamente, podría encajar como motto oficioso de los Greasy Hand Preachers. Así los bautizó el documental filmado por Clément Beauvais y producido por el actor Orlando Bloom que mostró al mundo la intimidad de estos fanáticos de la transformación radical. Hombres de Utah, Indonesia, España, Escocia o Francia que renunciaron a sus posgrados y despachos para cubrirse de grasa. Leyendas vivas —a los que celebridades como Bruce Springsteen catapultan a lo más alto adquiriendo sus diseños—, o más cercanos como el Solitario, el español David Borrás, que diseña motos para todo el globo desde las Rías Baixas. Algunas son un negocio millonario, otras, un pasatiempo tan romántico como ruinoso. A todas las sobrevuela la alegría atávica del trabajo manual.

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Jubilado, loco, ingeniero, soldador  

Carlos no fue de la oficina al taller en línea recta. De entrada, porque no pensó en vender aquella Daytona —«mi primera novia, mi ópera prima»—. Pero el ego fue engordando cuando comenzaron a chispear alabanzas a su trabajo. Su estilo rockeó duro en el mundillo y se atropellaban las ofertas. Acabó vendiéndola por cinco mil quinientos euros. Recuerda perfectamente a quién. 

A rebufo de aquella primera embestida creativa, se marcó un reto para tantear el terreno. Abandonó el trabajo que había desempeñado casi dos décadas, se mudó y calibró sus perspectivas de soñador principiante. «¿Soy capaz de hacer una moto al mes? ¿Soy capaz de hacer una moto que me rinda equis cantidad de dinero?». Lo fue. Mientras cubría costes y estudiaba cómo traducir en dividendos el esfuerzo y los materiales, siguió congelando el tiempo en su taller. Describe su transformación de la BMW K75S como un «petardazo», un «éxito de imagen» que le animó a perseverar. Dedicó seis horas diarias a perfeccionar su soldadura en un curso, se abrió una página web

Y entonces se acordó. Ese afán no era algo tan novedoso, ni tan sobrevenido. Había estado ahí siempre, aletargado. «Me di cuenta de que llevaba toda la vida comprando motos que me gustaban mucho, pero siempre había algo en la puñetera moto que no me convencía. Compré una que era perfecta, perfecta… pero ¡coño, no me gustaba el colín! Compré otro y se lo instalé», recuerda. Y así con todas. Eran pequeñas modificaciones, estéticas en su mayoría. 

Eso definió su línea de transformación: «Una cosa es ponerle maletas, o puños calefactados para ir calentito, pero eso no es modificar una moto: es añadirle accesorios». Carlos no hace eso. Se prohíbe intervenir en la fiabilidad de la máquina y en su funcionamiento. Solo en su aspecto. «Las motos que se hacen hoy en día, y desde hace ya tiempo, superan en un 99 % cualquier cosa que tú les puedas hacer. Excepto que seas un loco de los circuitos y te guste correr, o que busques mejorar las prestaciones porque practiques un deporte, la moto viene perfecta de fábrica. Yo ahí no intervengo, no voy a hacerla correr más». Por eso se cuelga el cartel de transformador y rechaza con un mohín el de constructor: «Yo no las fabrico, las modifico de una forma concreta». Y siempre distinta. 

El eslogan es que hace motos de sastrería. Motos de autor. Pero arruga el gesto si aflora la palabra «exclusiva». Hay un matiz pijo que le repele, por la forma en que engola la voz al pronunciarla. «Yo prefiero hablar de unicidad. Esta moto es única, la he hecho yo con mis manos. Nadie más va a tenerla», corrige. Aun así, sus objetivos se revelan revestidos de modestia. No quiere hacer motos de treinta mil euros, ni de cien mil, como los nombres de prestigio. Desde el principio, quería hacerlas de seis mil euros, dirigiéndose a un mercado diferente al del lujo. «Y para eso tienes que trabajar rápido, hacerlas sencillas y, además, resultonas». Por deseo y también por puro realismo financiero. Evoca las palabras de otro de sus ídolos, un francés conocido como Ed Turner, ya retirado: «En este mundo, para ser millonario tienes que ser bimillonario antes de empezar. Y es verdad, en general, pierdes dinero en este entorno». Por eso se felicita de haber alcanzado una relativa rentabilidad.

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La satisfacción es humilde, pero cuantiosa. Intenta sortear la analogía con la droga, pero al final se le escapa. Busca en su teléfono una fotografía de un tipo que le compró la Suzuki GSXR 750 Cafe Fighter. Un profesor de Bellas Artes que posa con una colosal sonrisa junto a su nueva adquisición: «¿Ves esa cara? Eso, eso es. Este otro, lloraba cuando se la di», dice, deslizando el dedo a la siguiente instantánea. Si no conoces esa sensación, él no va a poder explicártela. «Esto no es una pasión», reza la primera página de un volumen donde ha recopilado fotografías de todas sus motocicletas. «Pasión es una palabra sobrevalorada cuyo significado implica dolor. Y nada más lejos del dolor que el camino recorrido estos años», continúa. 

Carlos es difícil de domar, incluso, cuando de manera esforzada tratamos de arrastrarle al terreno del relato inspirador. ¿Cuántos le acusaron de loco cuando dejó su puestazo para meterse en el garaje a soldar y forjar?, ¿a vender las motos por internet? «Nadie», responde. Y es concluyente al respecto. Los hay que piensan que está de retiro, una jubilación a medias, una pausa sabática que terminará llevándole a buscar eso que convenimos en llamar un «trabajo de verdad». Se deshace en una estruendosa carcajada al decirlo en alto. 

De que es ingeniero de telecomunicaciones te enteras por casualidad. En su taller —el garaje de una casa unifamiliar en la localidad madrileña de Parla— exhibe con orgullo el FP de soldadura que se sacó en los primeros meses de lanzarse al vacío. Está dentro de un cálido despacho en el que invierte poco tiempo, pero que también ofrece satisfecho. Los pequeños pliegues de su rostro se amontonan bajo sus ojos. Se nota su felicidad a través de las gafas, palpitando como un resplandor. «No estoy en esto porque me apasione la escultura, la creatividad y estas cosas. No. Estoy porque cuando estoy en el taller, soy feliz», apunta, innecesariamente. 

Como una reliquia del Carlos anterior —el que viajaba por medio mundo, el que llevaba corbata, el teleco de rutina frenética— conserva, solamente, la diminuta foto de perfil de su correo electrónico. Quizás no se haya percatado. Ese tipo no parece convencido de estar haciendo nada que justifique su existencia. El abismo entre ambos no podría ser mayor. 

El romanticismo se forja con emociones edulcoradas, pero emociones al fin y al cabo. Carlos escoge a otro para que ponga en palabras las suyas. Jack Churchill, de nuevo: «Si este fuera mi final, aquí, trabajando en el taller, en realidad se trataría de un suicidio», parafrasea. 

El tiempo vuelve a echar a andar cuando suena la alarma de su móvil. Le recuerda que tiene que recoger del colegio a los hijos de su pareja. Se va paseando, sin tropezar con ninguna metáfora.

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Un comentario

  1. Por los que perseguisteis vuestro sueño.

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