En octubre de 1978 en la calle Culiacán, Colonia Condesa, Ciudad de México, Paco Ignacio Taibo I convocó una manifestación.
Aquí las llaman marchas. Pero el que redactaba las cuartillas era asturiano y exiliado. Mantenía, por tanto, las buenas costumbres. Para él no se trataba solo de caminar, litúrgicos, sino de protestar. Como habían hecho siempre. Además, en Asturias, marchar solo puede significar una cosa: irse. Y si hay algo ante lo que los protagonistas de esa historia protestaron, algo que no quisieron hacer nunca, fue irse. Tener que irse. Exiliarse de su Oviedo, de Asturias.
Esa marcha es el centro y el final de Para parar las aguas del olvido, las memorias de Paco Ignacio Taibo I, un asturiano más mexicano que el chile, en palabras de su hijo, Paco Ignacio Taibo II, un mexicano más asturiano que la tronera de un nido de ametralladoras.
Paco Ignacio Taibo I dejó escrito que producía diez páginas diarias así que la protesta duró al menos un par de días. En ella participaron como núcleo duro los amigos: el escritor Paco Ignacio Taibo I y su hermano Amaro, exiliados en México, Manuel Lombardero, exiliado en Barcelona, Ángel González y Benigno Canal, en Caracas.
Como invitados, Unamuno, que no osó protestar por la elección musical de los jóvenes —el bolero le quedaba ya grande al viejo sabio vasco—, Machado, nicotínico, que tuvo que quitarse el abrigo para seguirles el ritmo, su héroe de la infancia, el vaquero Ken Maynard, Alberti y Federico, felices, cogidos del brazo y hasta el burro de Juan Ramón. Quizás aprovecharon las alforjas para cargar la bebida y ya, que siempre hemos sido todos bastante interesados.
Taibo I respondió a una provocación de Rubén Darío al convocar la protesta. Le había dicho «No se dejen robar» en algún sueño previo.
Y no se dejaron robar y se convirtió en título: Para parar las aguas del olvido.
El libro nace de la luz de esa protesta, nocturna y republicana, que sigue viajando por la galaxia. Transformándose. No las pararon, las aguas, no. Todo acabó en una gran meada sin pañal, la que nos huele mal ahora a nosotros. Pero Taibo I supo recordar sin rencor. Por eso, al menos, la juerga fue antológica. Escucharon música y bebieron. Invitaron a marrasquino para todos. Aunque el licor de cereza deje una resaca larga, oscura, de estómago revuelto, era útil.
Esas botellas labradas, con rugosidades en forma de rombos, servían para azotarle, cuchara mediante, la paciencia al policía.
Durante la manifestación, Taibo I, el que la sueña, porque esa manifestación no fue más que un sueño, le pregunta a Ángel González, otro de los participantes: «¿Hemos sido tan mierdas?», y el poeta le responde: «No, no fuimos tanto. Es que el tiempo fue duro».
Tan duro como para recordar, y blasfemar. Las verdades políticamente incorrectas de quienes estuvieron allí no se dicen, se blasfeman. Y a Taibo, cuando le duele, es tanto lo que sufre que le duele el cerebro.
A Paco Ignacio Taibo (Oviedo, 1924) le marcaron la guerra, que vivió dentro del Oviedo cercado, y el periodismo, que mamó desde la cuna.
Taibo se formó de niño en una casa donde las bellas artes eran el periodismo y la revolución. Creció bajo la influencia de Avance, el gran periódico socialista asturiano, donde su tío era redactor jefe y su abuelo miembro de la administración del periódico. Creció bajo la influencia del director del diario, Javier Bueno, ejecutado a garrote vil en Madrid en 1939. Su padre, también condenado a muerte por haber sido comisario político del batallón Sangre de Asturias, se salvó tras meses interno en La Vidriera de Avilés, uno de aquellos centros de detención en los que cada noche se leía una lista de nombres y luego se escuchaba la detonación del pelotón de fusilamiento. Vivió porque ninguno de los internos delató a su responsable político. Otra época, germen de fidelidades.
Y con un carácter forjado así, no solo contra los consejos de toda su familia, sino contra la experiencia y el país en el que vive, en 1946 Taibo entra a trabajar en El Comercio de Gijón. Testarudo, lo hace como reportero C, el chaval que está en la entrada de redacción para ir a por café.
«Paquín. No vas a poder escribir de nada ahí, la censura es brutal».
Paco Ignacio Taibo II, su hijo, recuerda a «papá» con una anécdota que marca igualitarismo y sentido del humor, dos características que no abandonarían a Taibo padre: «Nunca abandonó esa primera mesa a la entrada de la redacción. Conforme fue ascendiendo, y ya siendo director en funciones del periódico, cuando llegaban visitas y alguien decía: “Chaval, tráeme un café”, primero iba, lo traía, y sonreía: “Acaba usted de mandar por café al director del periódico”».
Según su hijo, Taibo padre comienza haciendo el periodismo que puede. «Dentro de los márgenes que le quedan, muy estrechos. Hace nota roja sobre el pequeño bajomundo gijonés de la época, que no a bajomundo llega: la muerte de un pianista gay, la historia del pedómano, uno que tocaba La Marsellesa a pedos. O una columna que se llama “El milano del parque se va del pico” en la que cuenta chistes del Ayuntamiento. Pero en la que llega a molestar tanto a la jerarquía local que le envenenan al pinche milano del parque. Sí, había un puto milano en una jaula en el parque y lo matan con carne envenenada».
En 1954, se jubila el director de El Comercio, Alfredo García, Adeflor, y Taibo, que ya había llegado a jefe de redacción, asume la dirección del diario informalmente, sin nombramiento. Pero en aquella época, y aunque El Comercio fuera una empresa privada, todos los directores de periódico de España tenían que ser miembros del Movimiento Nacional. Así que, como explica su hijo, dos años después, en 1956, se reúne con el delegado nacional de Prensa, que le espeta:
«Taibo, tú nunca más vas a ser director de periódico en España: eres hijo de rojo».
Y ponen a un gallego camisa azul, falangista, Francisco Carantoña, que dirigiría el periódico durante cuarenta y un años, hasta su muerte en 1997.
En 1956, Taibo, consciente de que en Gijón, en España, no hay carrera profesional posible, empieza a irse al ciclismo como manera de escapar. Cubre el Tour de Francia varios años. Se divertía, su nombre crecía, pese a no saber nada de ese deporte. «Manillar y biela son dos ciclistas italianos», le decían sus compañeros bromeando, como recuerda su hijo.
Así que, entre broma y reinvención, comienza a armarse el esquema para que el clan Taibo, abuelos, tíos, hermanos, esposas, hijos, familia completa, emigrara a México. España era asfixiante. Todo el clan tenía pasado político.
Taibo II recuerda un momento concreto de su despedida de Gijón en 1958. Ya en la cubierta del transatlántico, sus tíos, su padre, miran atrás, hacia el puerto de El Musel, y dicen:
«Ahí os quedáis, que os den por culo».
En un año, veintiocho miembros del clan emigran en un barco de pasajeros que, con paradas en Lisboa, Nueva York y La Habana, les deja en Veracruz, como a miles de compatriotas.
En los más de treinta años que tardó en regresar a España, Paco Ignacio Taibo trabajó en los informativos de Televisa, en el diario en El Universal y en varios medios de comunicación mexicanos. Escribió sobre comida —su Breviario de la fabada no puede ser más que añoranza de Asturias—, glosó el cine de su época e hizo teatro y novela. Prolífico y activista, como tantos. No se le pasó por la cabeza regresar a España tras la muerte de Franco. Su nieta, Marina, recuerda que la primera vez que propuso sacarse un pasaporte español el enfado del abuelo fue monumental.
Taibo II glosa en detalle el sentir de su padre en aquella época: «Cuando regresé a Gijón, a organizar la Semana Negra, papá me dijo: “¿Qué cojones estás haciendo en ese país, en esa ciudad, en ese país, en esa ciudad de mierda?”. No sé si era odio o rabia. El mejor retrato de la mentalidad de mi padre al haberse ido de Gijón y su relación con España era ese de Goytisolo en El conde Don Julián, “tierra espuria e ingrata, nunca volveré a ti”. Hay una mezcla de coraje, de rabia contra el mundo pueblerino y reaccionario que dejó atrás».
Algo que se lee en Para parar las aguas del olvido.
La sociedad que Taibo recuerda es permanente, ha sobrevivido. Se dividía en dos y se divide en dos. En los mismos dos, demasiadas veces. La imagen elegida para mostrarla es perfecta: recuerda su primer desfile. Son los hijos de los vencedores, «el porvenir, la unidad de criterio, la moral y las buenas costumbres y el odio al poeta de tendencias extrañas». Los que miran desde las aceras, asustados, saben que los muchachos del uniforme, los hijos de, construirán un imperio y que el imperio necesita esclavos.
Tal cual, Taibo niño, ya profeta. Fue un hijo de vencedor quien levantara la nueva Abisinia narrativa, quien reescribiera nuestra historia. Que mira aún a los lados mientras desfila y trata de castigar a quien no sepa levantar bien el brazo, llegando tarde a las reuniones, gordo, emprepotentado enrojecido por el mezcal, haciendo esperar a los lacayos, porque lo vale, para insuflarles el ademán. Setenta años de derrota heredada no son nada para coronillas bien disciplinadas aún, compañeros. Vencedores ayer y hoy. Derrotados ayer y hoy. Heredamos los apellidos y casi nunca pasamos al otro campo más que en fila, haciendo méritos y esperando turno.
Imaginen a Aub, que sí regresó al cara a cara del exiliado con el país que dejó atrás. A darse hostiazo tras hostiazo, golpe de memoria contra golpe de realidad, y sobremesa con amigo deshonesto tras paseo con sobrino impertinente y encuentro tras encuentro con quienes sonreían con miedo a quedarse más allá de una comida hipócrita. A visitas con miedo a imaginarse lo que pudo haber sido.
Imaginen ahora a Taibo diciéndole a Aub de paseo por Álvaro Obregón: «No regreses. Harán que no se acuerdan, que no te conocieron, que no te leyeron. No regreses».
Lo hizo, Aub, a sabiendas. Regresó y escribió sobre esa gallina ciega que se dio golpes en una jaula de hielo, con barrotes de cristal, que siga el espectáculo, mientras pasaba de café en café, de tertulia en tertulia. Mientras cambia de tema para no discutir con quien fue amigo, con esa frialdad entristecida para no romperle la cara a alguien que te traicionó. Solo por el respeto que le tienen los caballeros al pasado.
«No vuelvas, Max, no regreses, olvídalo. Perdimos». Y no le hizo caso.
Taibo empuja fuerte en su memoria. Dejémonos. Luego, la literatura. El estallido de un polvorín y sus restos que vuelan, caen, con la suavidad de los pétalos. El equilibrio de una botella que sobrevive ante el estruendo del edificio que vuela en pedazos. Una ciudad asediada convertida en puzle y, de repente, sin avisar, mutilaciones, una mano. Una pareja fusilada.
La guerra les debía mucho a los niños, explica Taibo, y para resarcirse, de entre los escombros saqueaban libros en latín que no entendieron en su momento, pero que les permitieron ser quienes fueron después. En la mirada de un niño y en el recuerdo de un exiliado, hasta la guerra es poesía.
Me pregunto: ¿Puede contarse así una guerra? ¿Cabe esa belleza ente las amputaciones, el frío y el miedo? ¿Dónde está el balance entre la descripción de lo que uno recuerda y la invención de cómo lo recuerda uno?
Cabe. Y el libro de Taibo lo demuestra.
Hay otra variante de la visita de Aub derrotado, a herirse, a España, la contraria a la que Taibo, sin rencores, muestra con coherencia y poética.
Es fácil topársela ahora en cualquier amistad de tres al cuarto. El que gana —ganar nunca es para siempre y eso es algo que se olvida fácil— tiene que rendir penitencia ante el que perdió. Pura fórmula, puro complejo. Por el pasado, y para evitar el debate, se viste de perdedor. Es la manera más fácil de no cuestionar que unos eligieron el exilio y otros la colaboración.
Levantan el brazo, pero poquito y obligados, dicen. Solo hacen como que cantan, insisten. Tratan de no mirarte a los ojos, cuentan el tiempo para que regreses al barco que te llevará de nuevo al exilio y no volver a verte.
La frase más oída por quienes nos fuimos de España y hemos estado estos años debatiéndonos sobre el regreso, dilucidando si no regresábamos porque no podíamos o porque no dejaban que pudiéramos, es la variante del amigo culposo. Es «tú no querrías estar aquí. Vosotros no aguantaríais ni dos meses aquí». Dicho siempre por esos que sí están, que se quedaron. Que incluso se fueron y regresaron. Pero te dicen que tú no lo hagas, que es mejor. Claro, claro que es mejor. Limitar la competencia siempre es mejor para quien ya está dentro.
A fin de cuentas, como Taibo explicaba de los miedos de después de la guerra, siguen estando los afectos, los funcionales y adeptos, al régimen, y los desafectos, los del documento que les señalaba en letras rojas. Los que hoy, interiorizando, se sobran en Twitter. Se marcan a sí mismos y dicen: soy desafecto. Con orgullo. Sin miedo al espía tras el visillo pasando informe al jefe. Para unos, el empleo, para otros, la mirada aprensiva. Antes. Y ahora. Lo de batirse en justa lid no es español desde el Quijote. Que nos den los molinos para rompernos la crisma contra ellos. No en vano, el insigne hijo de Gijón, el de las placas y recuerdos, sigue siendo Carantoña, el falangista nombrado a dedo para dirigir el periódico que un hijo de rojo no podía dirigir.
Todo está en Taibo padre. Todo estuvo en el asedio de Oviedo. En los perros. En los gatos que se comieron cuando se acabaron los perros. En reconocerlo, entenderlo y seguir.
Dicen que el rencor de quienes nos sentamos a miles de kilómetros a regurgitarnos, tribales, pensando hoy que somos exiliados, es un color gris frustrado. Como de una envidia estúpida a perder la guerra y la Transición, tan sobrevaloradas en el cine, la literatura y la exaltación —tipo catecismo— de la memoria histórica.
Y me pregunto, un día, en una taberna mexicana, bebiendo con un amigo —por hacer memoria y ficción, para parar las aguas del olvido—, cómo habrían sido las vidas paralelas de los que ganaron y perdieron de poder intercambiarse. Exámenes generacionales.
Taibo padre, Paco Ignacio Taibo I, se fue de España. El franquismo le aprisionaba en El Comercio de Gijón. Perdieron el 34, perdieron el 39. La historia se abre. Dos continentes. En México, fundó los informativos de Televisa y la sección cultural de El Universal. Escribió a espuertas. Tuvo un hijo, Paco Ignacio Taibo II, que siguió escribiendo a espuertas y fundando. Desde la Semana Negra de Gijón a la Brigada para Leer en Libertad, que hoy reparte miles de libros baratos por México.
En España, en Asturias, el éxito y el reconocimiento a los falangistas de primera hora, convertidos luego en demócratas, también de la primera hora. ¿Qué hubiera pasado si hubiera sido al revés? ¿Qué hubiera pasado si ruptura en vez de reforma? ¿Qué hubiera sido de España, su periodismo, si los otros se hubieran ido y Taibo se hubiera quedado? En definitiva, ¿y si los Taibo hubieran escrito la narrativa de la Transición?
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Taibo era gijonés, no ovetense.