En la calle Monserrato de Roma, con ese nombre ya se imaginarán que es de origen español, en el número 107, a cien metros de las tumbas de los dos papas valencianos, los Borgia, al lado de un zapatero —y esto tiene su importancia, como veremos—, hay un local de puertas azules con un cartel en el cristal de Taxi Driver. Encima de la puerta pone «Hollywood», y en pequeño: «Tutto sul cinema». Todo sobre el cine. No se trata de una exageración. Aunque pudiera parecerlo al abrir la puerta y ver sus reducidas dimensiones. Es una tienda diminuta cuyas paredes parecen hechas de DVD; apenas se ve un centímetro de muro. Luego tiene una puerta con una misteriosa parte trasera, a la que nunca entré, donde debe de haber aún más cosas, aunque sea mucho más pequeña, porque de ella siempre sale Marco con lo que buscabas. En mi imaginación hay un pasadizo secreto que lleva a subterráneos con miles de películas escondidas y que termina entre decorados olvidados en los sótanos de Cinecittà.
Marco abrió esta tienda en 1983, vendiendo carteles de películas que los cines le daban o tiraban tras los estrenos. Luego siguió con fotos de escena originales, pósteres y películas. Era rockero —le puso a su hijo Angus, por el guitarrista de AC/DC—, un soñador, un espectador incansable, y decidió consagrar su vida al cine. Pero no haciendo cine, eso en Roma lo hace cualquiera —en una fiesta siempre conoces a alguien del cine, aunque no quieras, se te presentan contra tu voluntad—, sino atesorando cine para sus amantes, que es casi mejor y seguro que mucho más difícil.
Con el tiempo el Hollywood se ha convertido en un refugio nuclear contra la banalidad audiovisual, una especie de escondrijo de la resistencia. Hoy ya es difícil tener una conversación seria de cine, una conversación adulta. Con gente con la que se dé por sobreentendido que ha visto lo que hay que ver, o que al menos lo dé por sobreentendido simulando que lo ha visto, que es lo mínimo por vergüenza, que hoy ya ni vergüenza hay. Marco atiende a todo el mundo, claro, hasta a los que creen que una de superhéroes es una obra maestra o a telespectadores embrutecidos por sobredosis de series, pero reconoce a un miembro de la hermandad del cine en esa señora que busca una película, cree que francesa, que vio cuando era pequeña, en la que hay una escena en la que un perro hace no sé qué y luego pasa esto otro, aunque no está totalmente segura de esto otro. Sí, hombre, dice Marco satisfecho, estira el brazo y se la da.
En las paredes del Hollywood hay fotos firmadas de Woody Allen, o Michael Cimino, dedicadas a «My friend Marco», y le llama Scorsese por teléfono para pedirle carteles antiguos italianos. Los del otro Hollywood, el de verdad, digamos así, suelen ir rendidos a Roma, porque admiran el cine italiano, y, si van a Roma, van a la tienda de Marco.
Igual que entre ellos se recomiendan restaurantes, se aconsejan el videoclub. En el Hollywood hay dos tipos de clientes: los de siempre, y aquellos que pasaron un día y luego lo cuentan así: «Un día…». Un día entró Abel Ferrara, se quedó enganchado con la película que Marco tenía puesta en la pequeña tele del mostrador, una de detectives de William Wyler, y al final pidió una cerveza en el bar de al lado, el Perù, y se quedó a verla hasta el final. Un día entró Francis Ford Coppola y, charlando, Marco se atrevió a decirle, a él, cuál era su mejor película, la número 249 del catálogo del Hollywood, La conversación. Coppola le dio la razón, dijo que sí, que era su mejor película.
Hay una escena de La Grande Bellezza en la que el protagonista camina de madrugada por una bocacalle de Via Veneto y se cruza de repente con Fanny Ardant, que aparece en medio de la noche como un fantasma. Es una escena familiar para quien vive en Roma, y esto es lo que tiene esta película, que atrapa lo mágico cotidiano de esta ciudad, sumergida en una ensoñación parecida a la del cine. Desde fuera se puede pensar que este tipo de escenas de Sorrentino son una exageración estilística, pero no, es que es así. A mí me pasó con Liza Minelli; me la encontré de madrugada vagando por Roma. Te encuentras a esta gente por ahí. Tarde o temprano, a veces a deshoras, todos pasan por Roma, y el Hollywood forma parte de esa magia secreta. Una caja negra del cine mientras todo alrededor se desmorona.
Toda Roma es un lugar especial del cine, como Monument Valley en las películas de John Ford o las puertas en las de Lubitsch. Tiene como una propiedad física el estar mezclada con las películas; no solo acabas sabiendo la casa donde nació Alberto Sordi o Aldo Fabrizi, terminas por saber los lugares de las películas, el punto exacto donde disparan a Anna Magnani en Roma, città aperta, el rincón donde Umberto D. intenta enseñar a su perro a pedir limosna por la vergüenza de pedirla él, la casa del striptease de Sophia Loren ante Mastroianni, el primer piso de la autovía Tangenziale del que Fantozzi se descuelga para coger el autobús en marcha. Vives como en una película, porque ves una de los años cincuenta y ese lugar sigue siendo prácticamente igual. Luego te cruzas por la calle con Bertolucci o Nanni Moretti. Un amigo era vecino de Vittorio Gassman, de eso que te lo encuentras en el ascensor. Cerca del Hollywood vivió Tarkovski en su exilio romano. Giulietta Masina era clienta.
El Hollywood es un sitio que se conoce entre los actores y las actrices, directores, ayudantes de dirección, entendidos. Porque Marco sabe. Y, aún más, sabe quién sabe, porque conoce lo más íntimo de una persona, de la pasta de que están hechos sus sueños, como el halcón maltés: sabe las películas que has visto. Es decir, te tiene calado. Sabe que ese director nuevo hará cosas, porque tiene curiosidad, es humilde y vuelve fascinado al devolver Banditi a Orgosolo, por ejemplo. O sabe que no ha visto nada de Rossellini, y que por tanto se pasará toda su vida tanteando o equivocándose o pensando que está inventando algo nuevo hasta que lo vea. O sabe bien que ese día que estás pensativo y necesitas meterte algo te viene bien una de Truffaut. Yo iba a coger películas como al médico, para que me las recetara. De hecho, alquilé mi segunda casa en Roma allí al lado para poder tenerlo cerca. Y la primera, frente al lugar donde le roban la bicicleta al protagonista de Ladrón de bicicletas.
Para entrar en el club Marco te hace una tarjeta de socio vitalicia, que antes costaba cincuenta mil liras y aún guardo como un talismán. Sale el dibujo de Robert de Niro caminando con su chupa en la calle de cines porno. Te daba un taco de fotocopias con el listado de películas a la venta y en alquiler. Número uno, Scarface, de Howard Hawks. Están dispuestas en orden alfabético por directores y países. Había hasta una página de cine africano. Es veneno adictivo para un cinéfilo; en cuanto te lo entrega, sabes que estás perdido.
Aún sigue habiendo títulos en VHS, porque no existen en DVD, y como los clientes van perdiendo o rompiendo sus aparatos de vídeo, o ya ni tienen, pues ahora te llevas la cinta con un aparato que te deja él, todo junto. La gente lo hace, como si fuera una actividad artesanal o clandestina, porque si no, y esto aún es verdad hoy mismo, hay películas que no puedes ver. Marco también se ha ido adaptando a los tiempos, y tiene pedidos por internet; ya siempre te lo encuentras haciendo algún paquete para un cliente de Alemania o España. Los lunes por la mañana, que antes cerraba, se le podían dejar las películas al zapatero de al lado. Hacía una pila junto a las suelas y tacones. En agosto, cuando cerraba, te podías llevar todas las películas que quisieras y se las devolvías en septiembre, y te pegabas panzadas de Cassavetes, Ophüls o Fuller. En toda casa un poco decente de gente interesante de Roma veías una carátula de película del Hollywood junto a la tele, o en el mueble de la entrada.
Un día Marco bajaba de Monteverde con el motorino y nos cruzamos en Trastévere en un paso de cebra. Yo pasaba con mi hijo, que llevaba en la mano una caja de VHS del Hollywood que teníamos que devolver. Marco siempre le aconsejaba sobre las de vaqueros y las de guerra. Luego me habló de la impresión que le causó esa imagen. Creo que fue para él como ver en blanco y negro a un niño de Cartier-Bresson con una botella de vino bajo el brazo, o al pequeño Antoine Doinel, que al llegar a casa le pone velas a un altar de Balzac.
Quizá sintió que la antorcha había pasado a la siguiente generación, que educando la mirada de un niño en la belleza y la ternura del buen cine estás salvando el mundo, que un niño que sonríe con Chaplin seguro que será buena persona, y que tal vez su pequeña tienda era un lugar más importante de lo que él mismo creía.
¿Este artículo no había sido publicado unos años antes? Recuerdo haber leído algo muy parecido, y si no me equivoco fue aquí, en esta misma página.
¡Qué lindo artículo! Me gustan esas profesiones, como la del zapatero y el que conserva carteles y películas viejas, o los otros que guardan clavos antiguos, herramientas, llaves, platos, figuritas de jugadores y que después venden en los mercados. Uno de los más sentidos para mí es el zapatero, esos Geppettos del cuero, curvos sobre sus hormas de fierro, dale que dale a esos clavos diminutos con cabeza ancha, las olvidadas tachuelas. Ya no hay más, es una pena, con ese olor a cola, a cuero, con sus delantales dentro de talleres reducidos que parecían no tener puertas, que nacían, vivían y morían ahí, rodeados de botas, cinturones y zapatos. Son como los héroes de las causas perdidas, idénticos a aquel film de un ingenuo americano que por causas que no pueden controlar termina siendo senador en Washington. Espero que siempre haya héroes de este tipo. Los sueños no son otra cosa que películas en celuloide que no arden. Podés verlas muy cerca del fuego y sentirte al seguro. Ni las pesadillas te alarman. Además, el espacio es grande y el cine es para vos solo. Gracias por la lectura.
Modificación y agregados a mi comentario anterior.
¡Qué lindo artículo! Me gustan esas profesiones, como la del zapatero y el que conserva carteles y películas viejas, al igual que los otros que buscan clavos antiguos, herramientas, llaves, platos, figuritas de jugadores y que después venden en los mercados. Uno de los más sentidos para mí es el zapatero, esos Geppettos del cuero, curvos sobre sus hormas de fierro, dale que dale a esos clavos diminutos con cabeza ancha, las olvidadas tachuelas. Ya no hay más, es una pena, con ese olor a cola, a cuero, con sus delantales dentro de talleres reducidos que parecían no tener puertas, que nacían, vivían y morían ahí, rodeados de botas, cinturones, zapatos y un perfume embriagante (en aquellos tiempos usaban ese adhesivo ya prohibido). Son como los héroes de las causas perdidas, idénticos a aquel film de un ingenuo americano que por causas que no pueden controlar termina siendo senador en Washington. Espero que siempre haya héroes de este tipo. Los sueños no son otra cosa que películas en celuloide que no arden, en blanco y negro. Podés verlas muy cerca del fuego y sentirte al seguro. Ni las pesadillas te alarman. Además, el espacio es grande y el cine es para vos solo. Las TV privadas tendrían que considerar la transmisión de películas viejas, y no darnos siempre las mismas hechas con un molde. Hay un universo detrás. Tiempo atrás vi una italiana, de los cuarenta y resulta que el argumento era idéntico a “El cartero suena dos veces”. Recordé que la de Nicholson se basaba en un libro. Sería interesante saber quién copió a quién. Gracias por la lectura.