En el principio fue el barro, el jodido barro: el barro enmierdado por las bostas de los caballos y los meados de los buscadores de oro, el barro fermentado con la sangre de los animales degollados para el abasto público y la de los hombres desollados para la fruición privada de un gatillo histérico o de las ganas demoradas del desquite maquinado con calmosa parsimonia, el barro podrido y ácido en el que se descomponen los vómitos de los borrachos. Esa inmundicia fangosa es la materia que se solidificará en Deadwood. Y por eso el relato de la fundación de aquella ciudad del Far West que hizo David Milch para la HBO elige el albañal cenagoso como primera imagen de la cabecera de la serie. El espectador queda avisado de que se dispone a asistir a la génesis de un mundo que no va a conocer el paraíso, ni siquiera el tópico paraíso mancillado por los colonos de tantos wésterns: en el principio era el barro y el barro era con Deadwood y el barro era Deadwood. En esa lama pestífera hozan y se revuelcan los osados que ignoran la guerra con los sioux y enfrentan el desconcierto de un poblado sin otro orden que el caos, ni otra autoridad como no sea la que hace valer el más fuerte, ni más derechos que los que se arroga el que ha llegado primero. Son los pioneros, los prófugos del pasado que no tienen nada que perder o los ambiciosos del futuro que apuestan por ganarlo todo. Acuden a la llamada del oro los mineros y, también, los que esperan hacer negocio a costa de sus primeras y más urgentes necesidades; les suministran cedazo, pico y pala, coños donde calentar los cojones helados después de horas cerniendo la arena del río y un destilado infame llamado whisky que abrasa la garganta con la misma y simultánea eficacia que caldea el ánimo. La leyenda dice que eran antiguos soldados y pistoleros, ladrones y un reverendo, traficantes y mercachifles, putas y proxenetas, desahuciados con las pústulas de la sífilis o de la viruela y un médico. A algunos de ellos la historia les pone nombre y apellidos: Al Swearengen, Seth Bullock, Sol Star, Wild Bill Hickok, Calamity Jane, Charlie Utter, Dan Doherty, E. B. Farnum, H. W. Smith. Este es el hatajo de fucking cocksuckers que protagoniza la serie de televisión. Entre todos y como todos, igualmente enfangado hasta las cejas, aparece A. W. Merrick.
Hubo un hombre que, en efecto, se llamó A. W. Merrick. Es probable que la primera inicial correspondiese a la del nombre Albert. Nació en 1839 en Nueva York y en junio de 1876, en Deadwood, fundó el periódico local The Black Hills Pioneer. De cierto, poco más se sabe de él. La falta de otras pistas biográficas permite que su rostro y su personalidad sean suplantados por la caracterización que le prestó el actor Jeffrey Jones. Basta con dejar resbalar la vista un segundo sobre su estampa de petimetre para saber que no tiene absolutamente nada que ver con Mark Kellogg, el periodista del Bismarck Tribune que acompañó al Séptimo de Caballería en la batalla de Little Big Horn. Por tal decisión es posible deducir su arrojo. No menos sobresaliente, aunque involuntaria, resultó su habilidad para elegir las palabras con las que hizo mutis. Dicen que en el último despacho a su periódico escribió: «Voy con Custer y lo acompañaré hasta la muerte». Pocos días después, los acontecimientos remacharon la frase convirtiéndola en uno de esos epitafios que apuntalan una leyenda y aseguran la posteridad: George Armstrong Custer moría con las botas puestas y Kellogg, también, de hecho, fueron las botas las que permitieron identificar el cadáver del reportero. Podría haber sido un magnífico compañero del Custer interpretado por Errol Flynn en la película de Raoul Walsh; Merrick, decididamente, no. Dicho ha sido esto sin la menor intención de expresar un juicio despectivo sobre nuestro personaje, puesto que lo único que se está estudiando es un idóneo reparto de papeles. Deadwood crea el periodista que mejor le conviene a una del Oeste que muda la tediosa y polvorienta épica de los héroes por la épica del lodazal, con menos lustre pero, a cambio, con mayor poder sugestivo.
Merrick es el periodista que publica el primer número de su periódico en el mismo mes del mismo año en que Kellogg moría en el campo de batalla y que, por supuesto, posee la firme y muy legítima vocación de esquivar el destino de su colega y conservar intacta su cabellera. Porque no cabe duda de que al lechuguino le preocupa su peinado, siempre relamido excepto cuando deja caer sobre la frente un bucle modelado con el afeminado esmero que también debe de gastar en afinar las guías de su mostacho. Viste con pulcritud atildada traje y chaleco de desvergonzados cuadros. La facha le queda emperejilada por las lazadas o pajaritas que usa por corbata. Y el sombrero, la prueba irrevocable del estilo, es un casquete que luce sin garbo. No hay duda de que se pretende un hombre moderno y, desde luego, el cuadro que ofrece no guarda ningún parecido con la estampa decimonónica, entrañablemente dickensiana, de los padres fundadores del periodismo en el eastern, pero tampoco nada en él evoca la egregia compostura de Benjamin H. Day, James Gordon Bennett y Horace Greeley. Tan peripuesto y ufano resulta incongruente en un campamento donde la mayoría llevan el pelo emplastado por la grasa y la ropa raída donde no está cubierta por sucesivas e inmemorables capas de cochambre. Tanta afectación lo convierte en un figurín indefenso en un lugar donde los tratos se cierran con el apretón de manos que estruja la flema de dos salivazos y donde los cerdos del barrio chino se alimentan de la carne de los shitheels excedentes para ahorrar al reverendo el elogio fúnebre en el entierro.
Pero, desmintiendo su inerme apariencia, Merrick posee cualidades que le permiten sobrevivir en aquel salvaje contexto. Ningún servicio le presta la agilidad de memoria para endosar una cita de Tocqueville en el arranque de un discurso, menos aún la agudeza cursi que tiene su momento más chispeante cuando, para aludir a una cena demasiado salada, afirma que ni siquiera la podría tragar la mujer de Lot. Lo que realmente permite al periodista bandearse en el goddamned quagmire of piss and bullshit and whinchesters es la prodigiosa rapidez de reflejos que demuestra a la hora de enfundar su cuaderno de notas. Reconoce sin dificultad cuándo ha llegado el momento de abstenerse de continuar haciendo preguntas que nadie quiere oír y, todavía menos, responder. En esos casos, domina el arte de dar media vuelta mientras su dignidad, con una convicción más decorativa que verosímil, se desahoga mascullando una protesta contra la censura e invocando la Primera Enmienda. Nada entiende de derecho constitucional su cerviz o lo que sabía lo ha tenido que olvidar para adquirir la portentosa flexibilidad que le permite doblarse con sumisa presteza cuando la ocasión así lo aconseja. El precio por el que se puede comprar a este ink-stained wretch, como él mismo se titula, equivale a la tarifa de un anuncio publicitario en su periódico. Lo habitual, sin embargo, es que no se haga necesario el poder persuasivo de unos dólares, porque el periodista sabe quiénes son los sons of the bitch que mandan en Deadwood y posee una pluma dócil para escribir a su dictado.
Mientras una epidemia se propaga por el campamento y las camillas con los enfermos circulan en procesión por la calle principal, las autoridades, esto es, los dueños de los dos burdeles más concurridos, le prescriben la panacea periodística: nada de esa mierda de Sodoma y Gomorra, el virus es de un tipo poco agresivo, los generosos comerciantes ya han instalado una tienda para aislar a los enfermos y sufragarán la vacuna, que ya está de camino. No importa que los jinetes que han de salir a buscarla todavía no hayan ensillado sus caballos. Por supuesto, el periodista ha disfrutado de libertad para buscar las palabras para su artículo, porque, al fin y al cabo, las palabras son su negocio, pero cómo dejar de reconocer la inestimable contribución de sus ayudantes: «Un placer trabajar con ustedes», dicho sin sarcasmo. Porque, incluso cuando ya está impresa la edición, Merrick acostumbra a preocuparse todavía por corroborar si ha satisfecho plenamente la exhortación recibida. Su pelma insistencia obtiene una fatigada respuesta: «¿No te dije ya lo bien que apestaba?». Una escena de la serie resume con concisa elocuencia las relaciones del periodista con el poder, representado por Al Swearengen. El proxeneta marrullero aparece en la redacción del Pioneer. No entra por la puerta principal, desciende desde la altura de unas escaleras que dan a su prostíbulo acceso directo al garito del periodista: «¿Sabías que este maldito pasillo nos conectaba?». Merrick lo sabía: «Algunos de tus clientes a medio vestir me tenían al corriente». Por su parte, el espectador, que estaba al tanto desde el principio de que Merrick es el fucking lapdog de Swearengen, solo descubre el pasillo bien avanzada la segunda temporada de la serie. Es el anuncio de que lo que ha sido una amistosa colaboración se va a afianzar para convertirse en la rendida pleitesía, en la incondicional entrega, que el periodista prestará a la causa del pionero enfrentado a los advenedizos que llegan a Deadwood para hacer la competencia a sus intereses, sean potentados mineros o políticos del condado de Yankton que traen la intención de anexionar el campamento al estado de Dakota y aplicarle su ley y sus impuestos.
Hay momentos que un periodista como Merrick querría evitar. El de elegir bando es, sin duda, uno de ellos. Obligado a decidirse, se coloca a la vera del poder establecido. Convertido en un pain in the balls para quienes amenazan ese mismo poder, le llega la temida hora en que no podrá, culebreando, esquivar las represalias. La redacción es asaltada, la prensa, destrozada, y los tipos de plomo utilizados en la composición de las planas de su periódico, desparramados por todo el local. Lo más humillante, la afrenta que consigue herir por una vez su dignidad y le impide reaccionar, son las mierdas que quedaron ciscadas en medio del desbarajuste. Lo más conmovedor, la candidez del reportero: «¿Y el perro que llevaban los canallas y que defecó en mi oficina era necesario?». Quien envió a sus sicarios a hacer el trabajo se ve obligado a aclararle que el jodido culo que enmerdó aquello no era el de ningún perro. Un tanto grosero en su explicitud, pero extraordinariamente eficaz, es el método por el que le recuerdan al reportero que, aunque vista un traje aseado, chapotea en el mismo fangal inmundo que todo Deadwood; que manguitos y delantal pueden salvar de las manchas de tinta su impoluta camisa, pero que las puercas salpicaduras del lodo siempre le alcanzarán.
Merrick acusa el golpe e, incluso en este momento, el espectador advierte en él cierta comicidad grotesca. Casi parece satisfecho de poder encarnar por fin el papel del periodista escarnecido y pateado. En la pose hay algo bufo, tal vez lo mismo que cuando, después de dejarse cerrar la boca antes de comenzar a postularse como alcalde del gobierno provisional de Deadwood, se marcha a ahogar en whisky la frustración y con voz beoda discursea sobre la necesidad de una prensa independiente, de un cuarto poder que efectivamente ejerza como tal. Es una impostura pareja a la de aquel momento en que proclama que su trabajo no es difundir información cual puta que propaga la sífilis, sino un sagrado compromiso con la verdad y, acto seguido, se achanta con la réplica que obtiene su perorata: «¿Te interesa la verdad más que a nosotros? Pues a lo mejor. Pero tampoco te creas que has recibido un mandato divino, salvo que la imprenta sea regalo de un ángel y eso… me gustaría verlo con mis propios ojos». La discrepancia entre la enfática seriedad que Merrick pretende adoptar por momentos y la incredulidad escéptica con que su puesta en escena es contemplada tiene un efecto esperpéntico. Ese desajuste, exactamente el mismo que acusa el sheriff Seth Bullock, es el que hace devenir al personaje en caricatura. Nada tiene de casual que los dos primeros representantes de la civilización en el wild and outlaw Deadwood, el periodista y el sheriff, sean los únicos retratados de ese modo, antes al contrario, hay que atribuirlo al deliberado sarcasmo de los guionistas de la HBO.
Deadwood es, en la tradición de los mejores wésterns, un relato nostálgico. Como explicó Ángel Fernández-Santos en Más allá del Oeste, lo que constituye el género es «la mirada nostálgica desde la civilización al tiempo precivilizado; o, de otra manera algo más cruda, la insatisfacción de los cantores del “nacimiento de una nación” ante algunos aspectos esenciales de esa nación cantada por ellos». La decepción contemporánea, en busca de consuelo, echa la vista atrás hacia «el instante oscuro, trágico y compulsivo de donde procedemos los hombres de hoy, el instante exacto de nuestro parto histórico». Puede falsear los anales de aquel momento inaugural y urdir una épica de los pioneros estrenando la tierra prometida. O puede subvertir el mito y sus tópicas idealizaciones para redactar la crónica del nacimiento de una patria mal parida, que es lo que hace la serie de la HBO. Aun así, la niebla de la nostalgia no consigue disiparse, porque el origen bastardo se insinúa preferible a la corrupta y degenerada ralea del presente. Nada puede redimir a los fucking cocksuckers de Deadwood, pero es inevitable sentir una suerte de simpatía benevolente hacia ellos y sus códigos no escritos cuando arriban los fulanos trajeados de Yankton o de San Francisco, que es de donde proceden George Hearst y sus esbirros. Nunca antes Deadwood había sido un escenario más bárbaro, salvaje y violento que después de la codicia totalitaria de Hearst.
De la misma forma, A. W. Merrick es el fucking newspaperman que la sensibilidad contemporánea puede sentirse inclinada a estimar como personaje un tanto inocente y hasta inofensivo en comparación con sus posteriores y actuales sucesores. Lo cierto es que el periodismo siempre se ha dejado seducir por la añoranza de un pasado limpio de culpas y vicios, un pretérito vago e incierto que se resiste a precisiones temporales como lo hace el tiempo mítico de las leyendas y los cuentos infantiles. Con más fuerza que nunca, ahora, cuando el discurso apocalíptico sobre una profesión en derribo triunfa, el tópico esclerotizado de un pasado sin estigmas ha resucitado, quizá evocando, frente al aplastante dominio de las grandes corporaciones, a aquellos pioneros que montaban un chiringuito para ejercer en libérrima soledad de editores, directores y redactores de una hoja. Esa nostalgia no ha advertido que en el Merrick de Deadwood están compendiados todos los pecados que el periodismo nunca podrá purgar; esa melancolía desconoce la sabia filosofía del wéstern y tampoco ha leído a Cioran, que explicó que la edad de la inocencia nunca fue. Un pasado sin excrecencias fangosas solo resulta verosímil para los mismos crédulos que asumen sin dificultades que el periodista es el héroe enmascarado Deadwood Dick de la serie que, inspirada en las novelas de Edward L. Wheeler, hizo James Horne para la Columbia en 1940.
No, el periodista no es más que un secundario en la película sobre el poder, como lo es Merrick en Deadwood, y nuestra edad de hierro tendría que aceptar que el cómodo refugio de una edad de oro es una patraña, al menos, la edad de oro como alegoría del paraíso perdido. Porque, visto desde otra perspectiva, todas las edades son de oro. «El oro es la historia», reza la fórmula con la que se expresó la intuición alcanzada por Merrick en un arrebato de lucidez. Adviértase que no predica que el oro mueva la historia, sino que es la historia misma. Ratifica la tesis la aparición de George Hearst en Deadwood, quien realmente conquistó en las minas del Oeste una fortuna y una carrera política. Aquella misma fortuna, amasada con el oro y el barro del West, financió la aventura periodística en el East de su hijo, William Randolph Hearst, como bien recuerda David Nasaw en su biografía del magnate de la prensa. Se dirá que esa es otra película y que la dirigió Orson Welles. Pero Ciudadano Kane puede ser tomada como su continuación. En cierto modo, queda legitimada como tal en una de las últimas escenas del capítulo final de la serie, cuando George Hearst anuncia: «Ya no leo su periódico, Merrick. Les diré a mis hombres que monten uno para que cuente las mentiras del otro lado». Si por él Dan Dorithy consiguió enterarse un poco antes de los resultados de la liga de béisbol, nos quedamos sin saberlo.
«Murder every journalist. I beg you»
Toynbee