Arte y Letras Literatura

Tejedor de mitos: de eros, tiempo y poesía (II)

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El Decamerón (1971)

Viene de la pimera parte

[5]

Somos platónicos, sí. Venimos de la dualidad cuerpo-alma. Cuando Cavafis escribe «Recuerda, cuerpo, no solo cuando fuiste amado (…) / sino también aquellos deseos de ti / que en los ojos brillaron / y temblaron en las voces», no hace sino recordarnos, valga la redundancia y su potencia etimológica (volver a traer al corazón), esta dualidad. La misma que, en el caso de Gastby, contrapone realidad y sueño.

No se subestima el amor físico que, muy al contrario, es el origen de todo, el disparo certero del dios alado sobre la carne. Pero el alma, la ensoñación que anticipa y fantasea y que, bien como creadora, bien como receptora, antepone su visión a lo real, le es tan necesaria al encuentro amoroso como que el cuerpo, además de sentir, sea capaz, después, de recordar.

El título del libro de relatos Recuerda, cuerpo, está precisamente basado en los versos citados de Cavafis. Marina Mayoral rescata en esta colección el concepto del amor platónico pero dándole otra vuelta de tuerca; no considerándolo el «antes» o el «nunca» de una ambigua relación, por ejemplo, entre un gentilhombre y una joven malcasada provenzal, sino el «después de»; es decir, apelando al recuerdo precisamente de cuando ese «antes» se atrevía a materializar los impulsos de su imaginación sin impedimentos, tal como yo misma expresé en otra ocasión al escuchar a la autora: «cuando nos enamoramos de alguien en la juventud y el amor perdura a lo largo de los años, seguimos anteponiendo la imagen de ese momento inicial (…) a la decadencia física que a todos nos va transformando en otra cosa». Nos aferramos a ese primer ideal encarnado en una belleza aún constatable («aquellos deseos de ti / que en los ojos brillaron / y temblaron en las voces») y, de hecho, vemos, sentimos y amamos a aquel cuerpo ya lejano que se funde con este decrépito de ahora.

Desde este punto de vista, amar es recordar. Envidiábamos a los jóvenes su goce inconsciente del tiempo, y al final resulta que, en estos tiempos en que el mundo envejece, su fruto es nuestro, y solo nuestro…

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Rembrandt Portrait of Hendrickje Stoffels
Rembrandt, Retrato de Hendrickje Stoffels, National Gallery de Londres, 1654.

La vida sentimental de Rembrandt, sobre todo la parte referida a la infortunada Geertje Dircks, que acabó internada en un sanatorio mental, daría para un escrutinio al menos tan crítico como al que pudiera someterse a Neruda. Sin embargo, no es esta la ocasión. En los últimos años de su vida, asediado por las deudas, cada vez más huraño y arrinconado por el público frente a otros artistas de moda, Rembrandt pinta a su amante y compañera de madurez, Hendrickje Stoffels. La retrata desde la oscuridad, el trazo tosco, la cualidad de trabajo «inacabado» de sus últimas obras, y el rostro a la vez exacto y arquetípico, por paradójico que parezca: el mirar tranquilo y la postura relajada, la piel y las joyas son los atributos de la mujer amada. Pero ese mismo dominio de sí misma, envuelta en sus riquezas y aferrada a su trono, bien pudieran ser los rasgos de una reina hebrea, una reina de rostro inalterable como el de las esculturas clásicas idealizadas.

La imagen no le hace justicia a la atracción que el cuadro ejerce en el lateral de la sala a la que se trasladó para la exposición Rembrandt y el retrato en Ámsterdam, 1590-1670 en el museo Thyssen de Madrid en febrero de 2020, rodeado de retratos de contemporáneos del pintor. Los demás cuadros de pintores holandeses de su generación y de las siguientes son correctos, armoniosos. Este, sin embargo, los eclipsa a todos desde la fuerza que irradia su centro, exige ojos y oídos, cuerpo y mente paralizados por la obediencia. Es la fuerza de Eros, más allá de la técnica, de la época; de las virtudes y mezquindades del cuerpo de hombre en el que, entre 1606 y 1669, se encarnó el genio del artista.

El pintor es un poeta de imágenes al servicio del dios. Cuatro siglos después, el espectador sigue humillándose ante su reina.

[7]

El Decamerón. Ni la obra de Boccaccio, ni su recreación en la película homónima de Pasolini necesitan grandes presentaciones. Se trata de la celebración absoluta, desenfadada, directa y procaz, al más puro estilo de finales de la Edad Media y en el umbral de una nueva era (léase también: Libro de Buen Amor), del amor carnal. Y se desarrolla en tiempos, como los de ahora, en que parecía que el mundo se iba a pique [1]. Todos con todos, incluido por supuesto el estamento religioso. Tan explícitas ellas como ellos. ¿Es que acaso existe alguna mejor ocupación, parece decirnos el autor, en que emplear el tiempo que nos queda, antes de que la peste acabe con cualquier rastro humano sobre la tierra?

Pero he aquí que, donde parecería que la única instrucción posible es cómo emplear el ingenio, conforme a las normas de la cortesía, con el fin exclusivo de darle gusto al cuerpo, la traductora Pilar Gómez Bedate nos explica en su magnífica introducción a la obra que tal empleo del ingenio en esa única dirección conlleva, al fin y al cabo, «el perfeccionamiento de todas las facultades del alma, que es un efecto del amor cortés». Pues «esta actitud hacia el amor como un derecho a la satisfacción de los instintos tanto en los hombres como en las mujeres», tema desgranado de múltiples maneras en cada uno de los relatos de la colección, constituye, según Gómez Bedate, «una de las características más claramente humanistas de esta obra», por cuanto el autor nos muestra así «la aceptación consciente de las inclinaciones naturales y la necesidad de dirigirlas racionalmente para que no conduzcan a la catástrofe sino a una vida feliz».

Pragmatismo a manos llenas, con permiso de los púlpitos y su clamor contra el sexto mandamiento, convenientemente sorteado en cada página con engaños y estratagemas varias. De este modo, lo que a primera vista, siglos después, tomaríamos por hipocresía (el disimulo constante, los engaños y disfraces, la tranquilidad de conciencia mientras nada trascendiese), se convierte en una lección de vida que va del cuerpo al alma; de la belleza que entra por los ojos e «inflama» tanto al cuerpo como al espíritu colmados por la consumación amorosa… mientras dure la fiesta. Eros tejiendo y tejiendo, un día y otro día, bajo el eterno techado de Tánatos.

(Continúa aquí)


[1] Escribo esto en marzo de 2020, en pleno estado de alarma por el COVID-19.

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One Comment

  1. Amena narración, señora. Gracias. Espero que el confinamiento le haya sido leve. Hipnótico ese cuadro de una mujer amada sin los vigorosos colores de los otros. La melancolía se unió a sus pinceladas.

    ¡Amanece otra vez! y la conciencia
    ocupa plaza, se prepara… toma nota
    del retorno de una muerte momentánea…
    y talvez por esto tu pubis en el hueco
    de mi mano me es durazno tibio y cómodo
    que me devuelve el sopor, condición necesaria
    para continuar a ser beato en esa zona
    cándida sin urgencias. Solo tibieza necesito,
    no pido nada más, pues de golpe me parece
    que apenas he nacido junto a la luz difusa
    de la ventana que me dice de qué lado
    esta vez asoma el sol.
    Hundir los sentidos en la almohada,
    tratar de recitar un Padre Nuestro que,
    ¡diablos!… ¡lo he casi olvidado!
    Una mitad duerme aún entre los libros,
    y la otra desvanece con el frío de los zapatos,
    mi cara que no veo en el espejo, la barba,
    el café y tus cabellos húmedos que me despiertan
    de buena gana y otra vez en este mundo

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