Tejedor de mitos podría traducirse como «cuentacuentos» o «creador de ficciones» o «inventor poético». ¿Por qué teje mitos Eros? Quizá porque el deseo actúa en los amantes como un encantamiento sobre la vida entera de la imaginación, sin el cual ni el amor ni la filosofía podrían alimentarse a sí mismos durante mucho tiempo. […] Podría decirse de Safo no menos que de Sócrates […] que el conocimiento de lo erótico es la búsqueda suprema de la vida. (Anne Carson)
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Cuando el poeta Ovidio increpa a Cupido al comienzo de su obra Amores: «¿es acaso tuyo el mundo entero?», expresa una queja mucho más grave de lo que la consabida excusa retórica deja traslucir; a saber, que el poeta no puede cantar temas épicos, según los deseos del emperador, porque el dios del amor lo empuja una y otra vez a la elegía amorosa, considerada «menor» ante otros géneros.
El mandato divino, pues, lo abarca todo; incapacita al de Sulmona para ocuparse del ideario ideológico de Augusto en favor de otro ideario fuera del tiempo cronológico y preciso; exige una obediencia de naturaleza impersonal e intemporal, aun a costa de perder el favor de los poderosos y la fama entre los hombres.
No se puede negar que las aventuras narradas en Amores son concretas; son, verbal y visualmente, inequívocas. Pero el sometimiento a Eros va más allá del encuentro de dos cuerpos y sus respectivos nombres, díganse Ovidio y Corina o de cualquier otro modo, y sean cuales sean sus peripecias de alcoba. El pequeño y arbitrario dios obliga al ser humano a seguirle los pasos porque, en el fondo, de la misma fuente que su imposición surgen las ingentes y diversas sacudidas imaginativas que zarandean el mundo de aquí abajo.
Incluso estando físicamente solo y llevando una vida inconsolable en el exilio, la vejez o la miseria, necesita el poeta adscribirse a esta urgencia erótico-creativa que trasciende su momento y su circunstancia, que lo vuelve inespecífico: un nombre menos, por fin, en el continuo de la civilización humana. Solo Eros conservará su apelativo. Lo demás será ceniza enamorada.
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Su primer encuentro con la poesía de carne y hueso, fuera de las lecturas escolares preceptivas: Los versos del capitán. A sus dieciséis años, esos poemas violentos, ardientes e irremediablemente bellos, tensaron las costuras de su —hasta entonces— cerrado mundo.
Lo que provocaron los poemas de Neruda en ella, sí, el mismo Neruda cuyas indignas acciones no le hubieran librado hoy de la condena social e incluso penal, es probablemente lo más decisivo que haya tenido lugar en su vida, real e imaginada, aunque apenas nadie llegara a enterarse: comprender que la poesía es cuerpo, es Eros, está ahí afuera, no aguarda pasivamente en los libros. Y estremecerse de puro comprender.
No disculpa al Neruda-hombre. Pero no puede hacer otra cosa que reverenciar esos poemas, porque rechazarlos sería tanto como rechazarse a sí misma. Con el tiempo geológico, que todo lo humano disuelve, no quedará rastro de ella, ni del nombre «Neruda», ni de aquellos —y sobre todo aquellas— que sufrieron el ego despiadado del poeta. Pero quizá el aire avente las palabras que se entrecruzaron un instante entre poeta y lectora, ya por fin limpias de miseria humana; ya por fin al servicio únicamente del temblor, la cordillera en pedazos que cayera sobre aquella desprevenida y furtiva adolescente: «en ti la tierra».
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En sus memorias de infancia y juventud, Kathleen Raine se refiere de este modo a su primera experiencia amorosa: «Decir que yo amaba a Roland en ese momento sería falso; nunca lo amé, quizá nunca me gustó siquiera. Pero despertó el «amor» en mí, el amor erótico impersonal».
Prosigue más adelante: «En una época más simple, quizá, esa gran corriente de vida instintiva por la que fuimos barridos con tal éxtasis habría bastado para conducir a los filii et filiae por las fases de la pubertad, el matrimonio y la crianza de los hijos, sostenidos en la única y larga ola de la vida, impersonal e inmortal, que vive en nosotros. En la Arcadia, joven y doncella son intercambiables, el individuo solo cuenta en la medida en que interpreta el papel asignado, encarna el genio de la vida única».
Así lo entiende también Shakespeare cuando toma al bosque de Atenas como su Arcadia particular en El sueño de una noche de verano: en ese escenario, los jóvenes y bellos amantes, Lisandro, Helena, Demetrio y Hermia, son en efecto intercambiables, cosa que el hechizo del mundo sobrenatural no hace sino resaltar.
En cambio, el melancólico Hamlet es incapaz de construir una relación a partir del amor de Ofelia. Esa es, a menudo, la maldición del artista: enfermo de su propia personalidad, no deja que Eros le tiente las costuras. No consiente perder su nombre. No ha comprendido que, a no ser que cree —y ame— por mandato de éste, y renuncie a los cercados de sí mismo, su obra jamás le llevará más allá de sí mismo.
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Casi cinco años aguarda pacientemente Jay Gastby hasta recuperar el amor de Daisy. El perspicaz narrador, Nick Carraway, se da cuenta entonces de que hasta en el summum de la felicidad, en la tarde del tan anhelado reencuentro de los dos amantes, la sombra de la decepción se colaba en el alma de aquel hombre impenetrable. Pues había soñado tantas veces y con tal «pasión creativa» con aquel momento; tan «colosal» era la «vitalidad de su ilusión», que esta superaba por fuerza cualquier forma de realización.
Poco importa que en el fondo Gastby persiguiera un sueño de ascenso social, y que el egoísmo irresponsable de Daisy no mereciera tan persistente devoción. Cambiarían los nombres, y por la realidad se seguirían colando destellos de la ilusión con la que «Amor» reviste la ausencia del ser amado, y que tan difícil resulta reproducir en la hora del encuentro.
De ahí que la realidad amatoria necesite de la poesía, de la música, del cine: no para engañar ni disfrazar; sino para que esos amantes cualesquiera se sepan partícipes de la misma voz que las muchachas enamoradas en las jarchas o el alma inflamada saliendo de noche al encuentro con su amado. No para embellecer siquiera; sino para disolver, fundir, borrar contornos. A la luz de esa disolución, todos los seres, por ridículos que sean, se transfiguran por un instante. Dejan de ser insignificantemente únicos para formar parte de algo más grande e inexacto. Sin ese espejo audaz de la literatura, del arte, carecerán del hilo para salir del laberinto de ese ínfimo «yo» que los confina. Como bien sabía, en su dolor clarividente, Scott Fitzgerald.
(Continúa aquí)
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