Aprovechando la concesión del Giraldillo de Honor otorgado el año pasado por el Festival de Cine Europeo de Sevilla, nos decidimos a entrevistar a Pere Portabella (Figueras, 1929), cineasta fundamental para entender nuestras vanguardias fílmicas, gracias a títulos como No contéis con los dedos (1967), Nocturno 29 (1968), Umbracle (1970) o Vampir, cuadecuc (1970), todos realizados en el marco de aquella Escuela de Cine de Barcelona —de la que surgieron otros nombres como Jacinto Esteva, Vicente Aranda, Román Gubern o Joaquim Jordà—, parte fundamental a su vez de la llamada Gauche Divine.
A través de su productora Films 59, que acaba de celebrar su 60 aniversario, produjo anteriormente tres películas históricas como fueron Los golfos (1959), de Carlos Saura; El cochecito (1960), de Marco Ferreri y sobre todo Viridiana (1961), de Luis Buñuel, que terminó siendo prohibida en España.
Portabella ha sido también uno de nuestros cineastas más políticos, con documentales como El sopar (1974) o el magno Informe general (1977), siendo él mismo miembro activo del PSUC durante la dictadura, lo que en 1973 le llevó a la cárcel con motivo de la conocida «Caída de los 113».
A lo largo de su extensa filmografía, tan combativa como experimental, Portabella ha tratado siempre de combinar el lenguaje cinematográfico con otras prácticas artísticas. Célebres son en este sentido sus colaboraciones con el poeta Joan Brossa, con los pintores Tàpies y Miró o con el músico Carles Santos.
De todo esto tratamos de conversar con él en poco más de una hora.
Creo que fue Valle-Inclán quien dijo: «El siglo XX será cinematográfico o no será». ¿Cómo de acertado crees que fue su vaticinio?
Me parece que esa frase no es más que una ocurrencia divertida, no tiene más sustancia. Yo descubrí el cine como casi todo el mundo, el día que mis padres me llevaron a uno por primera vez, pero no tuve entonces ninguna revelación. Cuando ya empecé a rodar películas fue cuando, digamos, conocí el cine como medio de comunicación. Desde ese punto de vista, el cine ha sido un medio asociado a un determinado periodo de tiempo, que no es que fuera peor que el de ahora sino que estaba menos desarrollado tecnológicamente. Cualquier chaval puede hacerse hoy día él solo una película y conseguir que sus imágenes se distribuyan de forma más eficaz que a través del cine. Así visto, el cine ahora es una cosa como de risa en comparación con otros medios de comunicación. Te confieso también que yo no le tengo apego ninguno al pasado. A mí todo lo que tenga que ver con la nostalgia lo detesto. Heidegger siempre decía que no había que moverse del presente, y estoy de acuerdo.
Las efemérides, en todo caso, parecen imponerse, pues estáis ahora celebrando el sesenta aniversario de la productora Films 59, responsable de títulos como Los golfos de Saura, El cochecito de Ferreri y Viridiana de Buñuel.
Sí, es cierto, pero estas celebraciones no tienen nada que ver con el cine, tienen que ver con el consumo. Son una forma de resumir la historia, de decir: «Usted lleva sesenta años haciendo cine». Es verdad, pero ¿y qué? Aquella productora surgió por puro azar, además, que es como surgen las mejores cosas, por imprevistos. Yo me movía entonces dentro de las vanguardias artísticas, entre el dadaísmo y el conceptualismo. Denunciábamos el carácter de mercancía del arte. Era amigo de Tàpies y de Antonio Saura, de los que formaban parte del grupo Dau al Set, y un día, hablando con Saura me contó que su hermano Carlos había escrito una película llamada Los golfos, que era muy interesante, pero que no se la quería producir nadie. De aquel grupo de artistas yo era el único que sabía algo de cine, así que me interesé por ella, pero cuando leí el guion, en un principio, no me llamó especialmente la atención. Es verdad que estaba escrita muy en la línea de El Jarama de Sánchez Ferlosio, lo cual era interesante, pero desde el punto de vista sociológico, su argumento lo único que hacía era retratar la periferia de Madrid. Yo estaba entonces muy influido por el conceptualismo y para mí este tipo de películas, una vez explicada la idea, carecía luego de sentido hacerlas, el hecho industrial en sí. Con todo, al final nos decidimos a producirla y así nació Films 59. Cuando la estrenamos en el festival de Cannes, en el ascensor del hotel nos encontramos con Luis Buñuel. Carlos por poco no se desmaya allí mismo, porque él era un auténtico cinéfilo, un ratón de filmoteca, y tener ahí a Buñuel…
El caso es que allí mismo le propuse que hiciéramos una película juntos y dijo que sí. Buñuel tenía entonces el guion de Viridiana a medio terminar. Como productor quise poner una serie de condiciones: la primera fue que la película se rodara en España; y la segunda que para que Buñuel pudiera obtener los permisos necesarios, se presentara el guion a la censura. Decidimos entonces que las secuencias importantes, las que pensábamos que podían provocar la prohibición del rodaje, quedaran fuera del texto a cambio de añadir otras, para que se entretuvieran. Y eso hicimos. El guion nos lo devolvieron luego con cantidad de observaciones. Una vez negociado el tema de la producción de esta película, vino a verme un día Rafael Azcona y me contó que había colaborado en un guion con un director italiano que vivía en Canarias vendiendo material sanitario, y que no podía salir de allí porque le habían embargado todo. El cine italiano estaba entonces en su apogeo, así que le mandamos dinero a Marco Ferreri a Canarias, pudo venir, leí el guion y me pareció interesante, y nos pusimos también a hacer esa película, que era El cochecito. Cuando se presentó en el festival de Venecia, ganó el premio de la crítica otorgado por la FIPRESCI, y a partir de ahí me quitaron todas las subvenciones. Habíamos empezado con suerte a rodar Viridiana en enero de 1961, y nos dio tiempo a llegar al festival de Cannes de ese año para estrenarla allí, con un éxito brutal, como sabes. Entonces fue cuando ya sí que cayó todo. Saltaron todos los aparatos de censura. Fue un éxito rotundo, porque fue una impugnación total al sistema.
¿Cómo viviste el pasar de ganar la Palma de Oro de Cannes a tener la película prohibida en España?
Fue glorioso, porque, como te digo, todo cayó entonces. En España cayó el director general de Cinematografía porque a los dos días, el Vaticano, escandalizado con razón, a través del L’Osservatore Romano, empezó a insultar a España, diciendo que cómo era posible que un Estado ejemplar con el que se tenía firmado un concordato podía haber permitido el rodaje de una película así. El ministro de Asuntos Exteriores tuvo que salir al paso mintiendo, diciendo públicamente que esa película no se había rodado nunca en España. Para entonces, ya habíamos conseguido sacar todo el material del país. Uno de los productores consiguió, pagando una mordida, llevarse la película de aquí para convertirla en una película mexicana. Esa jugada me salvó a mí de un juicio terrorífico, por otro lado. Date cuenta de que por culpa de la película a mí me quitaron la nacionalidad. Pero gracias a aquel trapicheo, pude volver a España tras lo de Cannes. Esto es muy importante tenerlo en cuenta: cuando uno se plantea hacer una impugnación de este calibre, lo primero que tiene que hacer es crearse una afirmación que sea materialmente factible, es decir, que tenga una salida estratégica que permita luego salir del embotellamiento.
¿El éxito de Viridiana llegó a generaros algún tipo de beneficio económico?
Ni un duro. Eso fue fantástico también. La distribuidora que compró en su día la película, cuando lo hizo, muy amablemente, nos quiso ofrecer una parte, pero yo le dije que no. Se la quedó prácticamente por nada, porque yo no he querido nunca tener esa película para explotarla. Lo que paso con Viridiana fue una historia muy bonita, porque la impugnación que supuso fue en este sentido redonda. Fue una impugnación que afectó al propio sistema de financiación del cine, porque por un lado, la parte pública, la parte que se correspondía con la participación del Estado, implicaba siempre un control ideológico, y por otro lado, la parte privada, la puramente mercantilista, exigía un retorno económico. Y todo ese sistema cayó al estrenarse Viridiana. A partir de entonces me cree unos códigos nuevos, que fueron salir de los controles ideológicos del Estado y de los retornos capitalistas de la producción. Hasta hoy.
Con el surgimiento de la llamada Escuela de Cine de Barcelona, a la que tú perteneciste, algunos de sus miembros comenzaron a considerar como «mesetario» cierto cine que se hacía en Madrid. ¿Qué hacía que las películas producidas allí por Films 59 no lo fueran?
Aquel era un tema que obedecía a una estrategia. En Madrid estaba concentrada la producción. El cine en España se hacía en Madrid. En Barcelona comenzó entonces a gestarse lo que se vino a llamar la Gauche Divine, que fue un movimiento que, desde el punto de vista estético, quiso traer a España la revolución cultural que se estaba viviendo en Estados Unidos mezclada con la de la Nouvelle Vague. En aquella época había dos sitios a los que había que ir: París y Nueva York. Y nosotros íbamos y lo pasábamos muy bien. Mientras que en Madrid, directores como Luis García Berlanga y Basilio Martín Patino, seguían mirando a la «meseta», seguían siendo, para entendernos, «unamunianos». Eso no quita para que yo considere que Berlanga es el mejor director de cine que ha habido en España. Aquello se planteó como un juego, un juego entre nosotros que, desde el punto de vista de la producción, empezamos a hacer un cine más afectado por la estética que por el contenido. Pero se hicieron películas bien y mal en los dos sitios.
¿Tenía la Escuela de Cine de Barcelona conciencia de grupo?
Lo de llamarlo «la escuela de» vino porque todo el mundo entonces formaba una y a nosotros nos colocaron aquello como nos colocaron lo de la Gauche Divine, cuando lo único que éramos era un grupo de gente que transgredíamos las formas y supusimos un relajo importante en este sentido. Nos liberamos mucho en los comportamientos. El Mayo del 68 influyó en esto enormemente, porque nosotros íbamos y veníamos de París con frecuencia. Desde el punto de vista de las relaciones entre hombres y mujeres, lo nuestro fue toda una liberación, no cabe duda. Si uno se cogía una depresión porque su mujer le había dicho que había estado en la cama con otro que estaba muy bien, pues se le hacía ver que no pasaba nada y que lo mismo al poco estaban otra vez juntos, y ya está. Estas situaciones en Madrid, en cambio, parecían que tenían una trascendencia propia del siglo XIX. Te estoy poniendo un ejemplo muy esquemático, ¿eh?, un tanto banal, aunque quizás no lo sea tanto. Pero es innegable que nosotros tuvimos una curiosidad importante, mucho interés, también para hacer películas diferentes. Yo, por ejemplo, empecé a hacer películas en los años sesenta con la clara intención de romper el canon. Pensé entonces que la publicidad, que era la culpable de que las modas y los productos y la industria cambiasen para «modernizarse», podía ser un buen vehículo para romper con todo lo que era el cine como producto. En aquel momento los spots televisivos se separaban entre sí por medio de cortinillas, para que a nadie se le ocurriese relacionar un producto con el otro, y eso es justo lo que yo quería hacer, que ninguna secuencia de mis películas explicara la siguiente. No todos los que formamos parte de la Escuela de Barcelona hicimos el mismo tipo de cine. Jacinto Esteva, por ejemplo, a quien yo produje, tenía otra sensibilidad estética que a mí nunca me interesó, pero le ayudé a desarrollarla con aquella película, Lejos de los árboles, que pretendía ser un retrato de la España negra en ese momento.
Colita nos dijo cuando la entrevistamos que los de la Escuela de Cine de Barcelona solías tomároslo todo «demasiado en serio».
No. Yo te traduzco lo que quería decir. El mayo francés, como te decía antes, fue un modelo expansivo en este caso, porque fue una revolución moral, no una revolución obrera que tratara de derrocar a un gobierno, sino que fue una lucha contra la hipocresía social del momento. Entre nosotros hubo entonces siempre una cosa muy higiénica: que al primero al que se le ocurría intentar hacerse el intelectual y empezaba a decir que sufría mucho y tal, lo mandábamos a la mierda, porque eso era muy aburrido. A cambio, jugábamos fuerte. En lo que hacíamos, ya fuera cine o literatura, estaba la parte de seriedad.
En Barcelona, en aquellos años, surgieron muchos colectivos contraculturales que trabajaron en comuna, como fueron primero los historietistas de La Floresta y después los de El Rrollo Enmascarado. ¿Llegasteis alguna vez a trabajar de esta forma entre los cineastas de la Gauche Divine?
Entre los de la Gauche Divine lo mismo estaban Gil de Biedma que Carlos Barral, no te puedo decir los nombres de todos, pero ahí cada uno iba a su aire según su experiencia, y no había mimetismo alguno entre nosotros. Cada uno iba tirando como podía. Pero surgieron también algunas colaboraciones, lógicamente, porque tuvimos siempre muy buena relación. Bocaccio fue el centro de reunión. Cuando mi primera mujer me echó de casa, con toda la razón, me fui a vivir a un apartamento que estaba encima del local, en concreto encima de la cabina del disc jockey, con lo cual era imposible dormir allí, y por eso me dejaron usarlo sin tener que pagar nada. Era un relajazo poder acabar el día en Bocaccio con aquella compañía después de haber estado toda la tarde reunido clandestinamente o en la comisaría sometido a un interrogatorio. Aquello lo vivíamos sin dramas de ningún tipo. Yo llegaba callado, como si no hubiera estado en ningún parte. Manuel Vázquez Montalbán, otro implicadísimo, nunca llevó la política a Bocaccio. Lo vivíamos todo internamente, porque no era ninguna broma. Allí vivimos momentos muy bonitos.
De todos modos, es un error ver lo de la Gauche Divine como si fuera una secta. No era un grupo cerrado, era algo expansivo. Éramos como una mancha de plancton que se abría paso en medio de la ciénaga de la dictadura, y en esa mancha se entraba y se salía, pero de ninguna manera había una línea que diferenciara a los escritores de los cineastas, ni a los comunistas de los anarquistas. Allí había hasta gente de derechas, que lo eran pero no lo sabían.
A finales de los sesenta me vino un día un chico con un proyecto fílmico fantástico. Al rato de estar hablando con él ya me di cuenta de que lo que quería hacer era una película sin terminarla, no sé si me explico. El caso es que empezamos el rodaje y el teleoperador me vino un día a decirme que el tío ese era muy raro, que se veía que era inteligente y tal, pero que se iba en mitad de los rodajes, y que no sabía bien qué hacer con él. Y yo le dije: «Tú sigue rodando. Eso es justo lo que quiere. Él no tiene prisa en terminar la película porque lo que quiere es no salir nunca de ella». El tipo se llamaba Antonio Maenza. Le ayudé a hacer aquella película, que se tituló Hortensia, y que aún ahora me la están pidiendo para proyectarla.
Las películas experimentales que rodó la Escuela de Cine de Barcelona, ¿qué recorrido tuvieron entonces?
Uno muy corto. Cuando empezaron a proliferar todos estos festivales de cine, sí circularon mucho, pero localmente se hicieron solo algunas proyecciones en cines con los que se llegaba a un acuerdo, trampeando un poco y tal. Joaquim Jordà sí encontró más difusión. El siempre fue un buen cronista desde el punto de vista narrativo. Utilizó el cine sobre todo para escribir. A cambio le faltaban la sensibilidad y la espontaneidad que tenía, por ejemplo, Maenza. Con todo, hizo trabajos estupendos como Numax presenta…, donde se analizaba la conflictividad obrera con mucha profundidad.
De tus primeras películas experimentales me llama la atención que ninguna esté rodada en catalán. En Nocturno 29 se indica, incluso, que el guion ha sido traducido al castellano por Pere Gimferrer. ¿No era el idioma para vosotros una forma de militancia como lo era para los músicos de la Nova Canço?
El tema de la represión del catalán durante la dictadura es algo que nosotros criticamos muchísimo entonces, pero a la hora de hacer cine, como lo que hacíamos no tenía circuito, primó más la funcionalidad. Dentro de aquel espacio de libertad que nos tomamos, el que quiso rodar en catalán lo hizo y el que quiso rodar en castellano lo hizo, así como si quería hacerlo en inglés con subtítulos en castellano o en catalán porque pensaba que su película podía verse en Canadá. Yo decidí hacerlas en castellano y no hubo detrás de esa decisión ningún sentimiento de identidad.
¿Eres de la opinión de que todo arte es siempre político?
Asumir lo contrario es aceptar que un artista es un ser tan puro que es capaz de aislarse de la realidad. Todo arranca siempre con la subjetividad del individuo, a partir de la cual nace su necesidad para crear algo, para relacionarse bien con su familia o bien con su profesión, y de ahí nace todo un discurso que se abre a los demás en base a la búsqueda de coincidencias. Montaigne, hace tres o cuatro siglos, ya lo dijo, que la palabra cultura, en la medida en que nosotros somos capaces de observar, combinar cosas que vemos y crear con ellas cosas imaginarias, no previstas materialmente, forma parte intrínseca de la polis. Si te sales de la polis, es decir, si renuncias a esta práctica, te vas con la carga fuera. Hay quien se ha ido y ha llegado a un grado de distanciamiento tal en el que ha conseguido resultados dignos, no digo que no, pero desde el punto de vista de lo que significa el arte y la cultura, si separas lo que haces de la cuestión vital, de lo que sería la construcción política y social del mundo en el que vives, estás renunciando a su vez al reconocimiento social que todos necesitamos para avanzar. No puedes ser un aséptico. Y eso que hay una cantidad enorme de artistas tan ensimismados en sus gestos, almacenando trastos… Para estar y hacer en cualquier profesión, ya seas arquitecto o albañil, es necesario lograr cierto grado de objetividad y eso solo se consigue a través de la confluencia de otros en ti y de ti en otros.
Con Jesús Franco confluiste al hacer Vampir, Cuadecuc mientras él rodaba El conde Drácula.
Esa película lleva años sin salir del circuito internacional de proyecciones. En el último listado con las diez películas que habría que salvar de la humanidad, clasificación que hacen periódicamente determinadas universidades de los Estados Unidos, dentro de las cincuenta primeras hay cuatro películas mías, y dentro de las diez primeras está Vampir por encima de las de Spielberg. No te cuento esto como mérito, ¿eh? Porque yo no compito con ellos, ellos compiten con la audiencia, pero la audiencia ya hace tiempo que dejó de estar formada por espectadores. Ahora esos espectadores se han convertido en usuarios, y mis películas no son mejores que las suyas pero sí son más útiles. El otro día, el decano de la Pompeu Fabra, en un homenaje que me hicieron, trajo a colación para hablar de mi cine una frase de un pensador chino que venía a decir que el artista es alguien que se compromete a fondo con lo que hace, pero que no se apropia de ello, no pidiendo además nada a cambio y no presumiendo nunca de sus aciertos. El cine hecho bajo esos parámetros es el cine hoy día útil. Vampir costó mil euros hacerla, al cambio. Hoy día sería imposible rodarla con ese dinero. Es lo que te decía antes: hay que huir de las economías de los Estados y de las multinacionales. ¿Por qué yo nunca he perdido ni un duro? Porque he hecho cine low cost que con el paso del tiempo ha ido generando algo. Esa es la clave, saber que desde la periferia se puede tener una fuerza expansiva tremenda.
¿Tenías en mente algún referente cuando te decides a filmar Vampir? ¿Cómo surgió aquel proyecto?
No. Uno se mueve en el territorio de las ideas, que es distinto del territorio en el que se mueve quien quiere hacer una película normal con la que contar una historia y punto. Que si se quieren, que si no se quieren, que si este tiene un trauma por tal o por cual cosa… Yo no me muevo en esos parámetros. Todas mis ideas surgen por vocaciones que surgen por pura casualidad. Desde ese punto de vista, siempre estás tocando muchas piezas al mismo tiempo. Me enteré de que Jesús Franco estaba preparando el rodaje de una película que pretendía ser la versión más perfecta jamás filmada de la novela de Bram Stoker. Esa idea me encantó. Digamos que la película de terror como tal no me interesaba nada como espectador, porque a mí ese cine no me divierte. Pero cuando me enteré de que el protagonista iba a ser Christopher Lee, la idea del vampirismo, que siempre me había interesado, cobró mucha fuerza, porque se trataba de un actor que siempre había hecho el mismo papel, se encontraba de algún modo «vampirizado» por el personaje. Ahí ya pensé rápidamente que el rodaje de una película de terror podía convertirse en un ensayo sobre el contenido fílmico de la misma, pudiendo jugar para ello con la libertad que te daba el propio mito de Drácula. Así que llamé a Jesús, a quien ya conocía de hacía tiempo, y le conté lo que quería hacer, una película tipo making off de su rodaje, rodada en 16 mm y en blanco y negro. Jesús me dijo: «Ya me temía yo que no querías hacer una cosa normal» [risas].
El caso es que le encantó la idea y llegamos al acuerdo de que yo no entraría nunca en el campo de imagen de su película pero él sí se podía meterse en la mía, no pasaba de hecho nada si lo hacía. Y salió muy bien. A los pocos años me llamó un día desde París y me dijo: «Pere, estoy muy feliz, porque gracias a ti he entrado en la filmoteca de París. Primero han puesto la mía para ponerme a parir y luego han puesto la tuya». Estaba realmente feliz y a mí me pareció cojonudo, porque Jesús siempre fue un tío inteligente. Teníamos muchas cosas en común. Él había tocado la batería en un pequeño conjunto de música y yo también. Te hablo de antes de que se instaurara el underground. Éramos un grupo de aficionados que tocábamos de vez en cuando para entretenernos, no tocábamos en fiesta ni sitios parecidos. En la vida, entre otras cosas, hay que intentar pasárselo bien. Esa gente que va por ahí amargada por la vida diciendo: «Es que esta película me ha costado mucho hacerla…», esas trascendencias… Relájate, tío, haz el amor [risas].
En Vampir asistimos, a través del uso de elementos puramente cinematográficos, a un curioso proceso de conversión de lo popular en experimental. ¿De qué manera crees que interactúan ambos mundos en tu cine?
A mí nunca se me ocurrió pensar que mi película era mejor que la de Franco, porque su película, desde el punto de vista de la historia que quiere contar, está bien hecha. Jesús tenía buena mano. Y la mía no es que esté bien o mal hecha, es que es útil, como te decía, porque el protagonista es siempre quien la ve, en función de su experiencia, mientras que la película de Franco lo que pretende es entretener, y si encima uno llora o ríe viéndola, mejor. Cuidado con pensar que lo popular es más bajo o peor, porque es además una cultura de la que no te puedes escapar. Yo he sido senador muchos años, allí estudiábamos como locos, y recuerdo que hablando de leyes, cada vez que se levantaba cualquier alcalde de cualquier pueblo pequeño, era una maravilla escucharlo. La capacidad que tenía para explicar sus experiencias con metáforas sencillas era increíble.
¿Cómo fue trabajar con Christopher Lee en Umbracle?
Christopher Lee era en primer lugar muy buen actor, muy de la escuela inglesa. Conmigo tuvo una relación espléndida desde el momento en que se enteró lo que pretendía hacer con él. Enseguida entendí que aunque no sabía muy bien por dónde iba yo le apetecía enormemente que lo utilizara fuera de aquel rol del que estaba en verdad hasta las narices. Cuando Umbracle se estrenó en el National Center de Londres, él se fue a la cabina para ver la reacción de la gente. Tuvo una ovación espectacular, porque hay un momento en la película en que recita «El cuervo» de Poe, y la reacción que tuvo el público con ese momento fue para él muy emocionante. Me escribió una carta de agradecimiento que todavía guardo. Christopher nunca dejó de ser el actor que todos esperaban que fuera, pero aquella experiencia fue para él muy importante.
Hay que tener en cuenta que momentos así de transgresión nos pueden mejorar o empeorar la situación, pero el tener el instinto de acometerlos es fundamental. Arriesgar en la vida puede cambiarte el rumbo de la misma, igual que si te blindas, si lo único por lo que luchas es por que no te quiten de las vías, te puede llevar al desastre. Hay que andarse con riesgos, cruzar puentes que se tambalean. Eso lo entendió muy bien Christopher Lee.
En Umbracle hay una serie de fragmentos en el que diversos personajes de la Escuela de Cine de Barcelona, como Román Gubern o Joaquim Jordà, hablan de la censura de la época, también de las relaciones entre el cine underground y el oficial. Son fragmentos que hoy suenan casi a manifiestos.
Bueno, ellos eran los teóricos del grupo y eran también amigos míos. Yo necesitaba para la película una presencia que hiciera las veces de contrapunto en la historia, porque yo en mi cine utilizo mucho los hachazos, los cortes. En este sentido, necesitaba que ellos formaran parte del relato con sus miradas críticas, y se prestaron todos muy bien a hacerlo. Surgió de ahí un retrato psicológico suyo de manera muy natural. No era algo habitual que en una película salieran los críticos. En el mundo del cine de masas, los críticos se han acabado convirtiendo, según el éxito que hayan tenido, en personas que son como las únicas que saben de cine. Se han convertido en comisarios, que controlan y centralizan el producto, que lo sitúan en tal o cual sitio, por lo que han terminado trabajando para multinacionales, controlando las opiniones. Se han convertido en productos también.
¿Te interesaban entonces los discursos teóricos sobre el lenguaje cinematográfico?
No, para nada. Yo ya tenía demasiado trabajo conmigo como para… [risas]. Además, uno no dice: «Voy a leer sobre esto para enterarme de qué va». Es al revés. Uno tiene que estar en marcha, con lo esencial aprendido, no digo que no, pero uno tiene que ponerse a hacer las cosas por pasión, para crecer, pero nunca en función de lo que hayas leído previamente.
En Umbracle hay otro fragmento de lo más impactante: el de la película El frente infinito de Pedro Lazaga.
Es que es una película franquista espléndida, muy bien hecha. Al incluirla en Umbracle, conceptualmente, fíjate, mejora a través del extrañamiento que genera en el que mira, al que le has marcado las distancias. Se produce ahí una revisión increíble, porque yo podía haber hecho una pantomima de aquella escena y sin embargo decido dejarla tal cual. Ese cura dando la misa en medio del bombardeo… El fragmento es una maravilla, ofrece un retrato muy claro de lo que era la dictadura.
Has trabajado siempre con muchos artistas, especialmente con Joan Brossa. ¿Qué aportaba su mirada a tu cine?
Yo tiendo a trabajar con gente cuyas prácticas son distintas a las mías. A Joan Brossa, por ejemplo, lo conocía de cuando estaba en el grupo Dau al Set, y con él he tenido siempre una relación muy continuada. Cuando lo llamé para que trabajara conmigo de guionista, lógicamente lo que yo buscaba era a un poeta. Nunca he trabajado con un guionista al uso, mucho menos con un novelista, que son un desastre para el cine. Los Barral me decían siempre que por qué no hacíamos una película juntos, y yo les decía: «Vosotros sois novelistas, joder, lo que queréis es hacer una película de aventuras». Y ellos me respondían: «Hombre, Pere, no seas cabrón» [risas]. Vamos, me entendían lo que yo les quería decir.
¿Y el trabajo con Carles Santos?
Carles Santos era cojonudo, era un tío fantástico. Lo conocí por casualidad, gracias a Joan Brossa. Estaba yo empezando a hacer las mezclas de la primera película que hice con él y lo invité a que viera conmigo el montaje final y me ayudara con el tema de las sonorizaciones, para las que yo tenía varias ideas. El trabajo con Brossa era siempre a un nivel puramente imaginativo, él no solía participar luego en la parte material de la película, y cuando llegó al estudio ese día me habló de un chico que acababa de regresar de Nueva York, que había estado involucrado con la gente del grupo Fluxus, que había estudiado con John Cage y que era un virtuoso del piano. «¿Te parece si lo traigo un día y vemos qué se le ocurre hacer con la película?», me dijo. Y desde entonces nos hicimos inseparables.
Santos y yo trabajamos siempre a partir de conversaciones, lo hacíamos todo sobre la marcha. Cada quince días o así le iba avanzando lo que estaba haciendo, le iba llevando mis ideas, que esto es algo que siempre he hecho con ciertas personas de confianza, que no participan en la película pero que están en la génesis misma, y Santos conectó enseguida con esta forma de trabajar. Había veces que fabricaba sonidos sobre la base de lo que yo le contaba. Santos estaba muy metido entonces en la música concreta, en la música líquida, en todo aquello de la deconstrucción del sonido. Recuerdo un momento muy especial con él, cuando nos detuvieron y nos metieron en la cárcel de Modelo, que coincidí con él allí, compartimos celda. Un día descubrí que en la biblioteca de la cárcel había un piano al final, todo picado, que no había usado nunca nadie, estaba destruido por el paso del tiempo. Se lo dije a Carles y un día, durante la hora del patio, conseguimos llegar a él, en un momento en el que no había nadie alrededor. Carles empezó entonces a tocarlo y empezaron a salir unos ruidos fantásticos a medida que las piezas se iban cayendo, se iba todo desmoronando. Fue un momento culminante en nuestra relación. Que en aquella cárcel sonara aquello fue toda una impugnación al sistema penitenciario, amén de un placer personal. Fue además un acto totalmente subversivo. Nadie vino a decirnos nada. Carles tuvo siempre esa libertad como músico. Era un pianista muy bueno que buscó siempre alcanzar un nivel superior. Vivió en este sentido una especie de relación de amor-odio con su virtuosismo.
Se suele decir que el montador es el verdadero artífice de una película. ¿Cómo era trabajar con Teresa Alcocer?
Eso es cierto, el montador es sin duda quien hace la película. Teresa era una persona encantadora. No entendía nada de lo que hacía y yo jamás intenté convencerla. No hacía falta además, porque ella misma, de repente, se quedaba así, y me decía: «Oye, Pere, ¿pero cómo es posible esto? Me gusta mucho como está quedando». Me decía también: «Siempre te las arreglas para que todo funcione, pero esto aquí y esto allí… Este contraplano aquí no va bien». Y yo le decía: «Tú no te preocupes, Teresa. Si crees que queda mal, ponemos que tú no lo has montado». Y ella saltaba: «¡No, no, si yo estoy encantada! Además luego veo que todo el mundo te hace caso» [risas]. Mis películas luego le gustaban de verdad, porque las veía y se daba cuenta de que aquello que había hecho ella funcionaba. De manera que me encanta que me hayas preguntado por Teresa Alcocer, porque tengo un recuerdo de afecto maravilloso. Me trató siempre como una madre.
Me ha interesado mucho la entrevista aunque creo que ha terminado de un modo demasiado abrupto; se podía haber exprimido bastante más este limón. Me ha encantado la exquisita manera que ha tenido Portabella de referirse, andando de puntillas, a la capacidad de Jesús Franco para hacer cine.