Quizás sea que tras dos meses de confinamiento empiezo a echar de menos los bares y restaurantes, pero me viene a la cabeza la frase que inspira el título gritada desde un extremo de la barra: ¡Marchando una de bravas! Y en cuestión de minutos tras el aviso nos llegaba humeante la ración de patatas bravas. Este es un ejemplo simple de rápida causalidad. Formulada la demanda, se obtiene el resultado con las especificaciones requeridas en el tiempo acordado. Los bares que tienen éxito y están siempre llenos siguen un patrón de predictibilidad y rápida respuesta.
La situación que estamos viviendo en todo el mundo en este funesto año 2020 por el COVID-19, la nueva enfermedad infecciosa causada por el coronavirus SARS-CoV-2, es de una enorme gravedad. La respuesta en la mayoría de los países ha sido tardía y deficiente, y como consecuencia el virus ya ha causado cientos de miles de fallecidos y un desmoronamiento de la economía sin parangón en tiempos de paz. En estas circunstancias excepcionales de gran devastación y estupor colectivo la salida de esta pesadilla se fía a las soluciones que aporte la ciencia. En particular, se apuesta a que el regreso de la normalidad solo ocurrirá cuando se disponga de una vacuna efectiva, y que pueda distribuirse de manera global, o de tratamientos antivirales que funcionen.
Uno de los efectos secundarios de esta pandemia ha sido colocar a la ciencia, y a los científicos, en un primer plano. Ciertamente en no pocas ocasiones siendo utilizados como parapetos por los políticos y esperando de ellos que obraran milagros. En los momentos iniciales de mayor desconcierto no era extraño oír predicciones de que se tendría una vacuna en pocos meses. Aunque cada vez los plazos que se manejan se van alargando, todavía los optimistas hablan de que la vacuna estará lista a primeros del próximo año. Da la sensación de que aquí se mezclan más los deseos de que esto suceda que la realidad. Y pone de manifiesto el gran desconocimiento que casi todo el mundo, y por supuesto los políticos e incluso algunos científicos, tienen de cómo funciona realmente la ciencia.
El método científico es uno de los mayores logros de la humanidad. Su aplicación sistemática durante los últimos siglos nos ha permitido el mayor avance en el conocimiento e innumerables mejoras prácticas que han ido aliviando nuestras vidas. Sin embargo, si algo no suele ocurrir en la ciencia es que los resultados e invenciones más importantes se obtengan de una manera directa. Más bien el descubrimiento suele seguir caminos tortuosos que no se habían imaginado previamente. No les abrumaré con ejemplos, pero bastará con recordarles que las ondas electromagnéticas se antojaban un puro divertimento en el siglo XIX, y gracias a ellas nos comunicamos en la actualidad, o que la emisión estimulada de la radiación parecía un simple juego teórico de Einstein cincuenta años antes de alumbrar, nunca mejor dicho, al láser.
Por otro lado, también son abundantes los casos de sonoros fracasos en muchas predicciones de resultados en la investigación para resolver problemas concretos. Ahí tienen el caso de la fusión nuclear para generar energía limpia y abundante, que pese a décadas de esfuerzos y fondos sigue sin convertirse en una realidad. Recuerdo bien que cuando yo era estudiante de Física hace cuarenta años ya se nos decía que tendríamos fusión en veinte años. Lo que ocurría es que siempre el plazo de la previsión siempre seguía siendo de veinte años, incluso cuarenta años más tarde. La cura del cáncer es probablemente otro ejemplo con resultados mixtos. Se han producido enormes avances en su conocimiento y tratamiento, pero muchos de los cánceres siguen teniendo una mortalidad muy elevada y estamos aún muy lejos de haber encontrado un remedio universal. Una de las debilidades de la ciencia, junto con muchas fortalezas, por supuesto, es que está estructurada sobre la base de lograr el éxito. Solo existe lo que funciona, o parece que lo haga, y quedan en el olvido los fracasos.
A menudo da la sensación de que en la ciencia se encuentra lo que no se busca, pero se escapa aquello que se persigue con ahínco. Por eso tenemos muchos ejemplos de descubrimientos cruciales a los que se llegó un poco por casualidad. Ya saben que a esto le llaman serendipia. Yo prefiero definirlo con la expresión «con el mazo dando…», es decir, cuando se persevera en la búsqueda y la exploración y se tienen los ojos bien abiertos es posible que veamos algo que no imaginábamos. Y en la ciencia, la elección del problema que queremos resolver es siempre lo más importante, por encima de los métodos, el equipo necesario e incluso el propio trabajo a realizar en busca del descubrimiento. Mis estudiantes saben que una de mis obsesiones es que seamos capaces de hacernos las preguntas adecuadas antes de empezar una nueva investigación. Encontrar y definir lo que es un buen problema es crítico para el buen científico. La situación es diferente en la investigación dirigida donde el problema nos viene dado por los políticos o la sociedad, como en la situación actual del COVID-19.
Un caso que se está poniendo como ejemplo estas semanas es el famoso proyecto Manhattan. Como recuerdan, fue el esfuerzo de investigación y desarrollo llevado a cabo por los Estados Unidos y sus aliados para desarrollar bombas nucleares. Fue liderado por los militares con la participación de muchos científicos, y culminó con los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. En un esfuerzo contrarreloj que duró varios años se convirtieron las ideas existentes en física nuclear en unos artefactos que funcionaron con el triste resultado en muertes humanas bien conocido. Es sin duda un caso donde el objetivo a conseguir era claro y los esfuerzos que se realizaron fueron enormes.
Lo que ocurre ahora en la carrera por la vacuna es una situación con múltiples caras y mucho más compleja de lo que se quiere transmitir a la sociedad. Es cierto que se disponen de diversas herramientas y protocolos bien establecidos para producir vacunas. Por ello es esperable que se encuentre una o varias que funcionen en el futuro. Pero no es menos cierto que los tiempos para el desarrollo de vacunas son en promedio de cuatro años. Bastantes más que los pocos meses prometidos. Las vacunas, ese invento genial y curiosamente con legiones de modernos detractores, deben ser efectivas y seguras. Esto se consigue con estudios clínicos controlados que no son fáciles de realizar y para los que las prisas nunca son buenas consejeras. Además, las vacunas deben ser baratas y accesibles a la mayor parte de la población. Esto entra en conflicto con otra de las peculiaridades de la investigación biomédica: el enorme peso del trabajo que se realiza con la esperanza de obtener grandes ganancias económicas. Aunque muchos de los nuevos tratamientos estén basados en investigación financiada por fondo públicos, suelen desarrollarse en empresas cuyo leitmotiv es ganar mucho dinero para sus accionistas y directivos. Las regulaciones son publicas, muchas ayudas también, pero el beneficio suele concentrarse en unos pocos. Por cierto: muchos de los científicos que han contribuido en algún momento en la cadena del conocimiento necesaria suelen quedarse fuera de esos pingües beneficios.
Las dos opciones para acelerar las investigaciones son poner más recursos humanos y materiales y saltarse plazos en diversas fases de los ensayos. Ambas tienen límites que no se pueden saltar y que hacen que esto no funcione con el automatismo de la ración de bravas. Para complicar el panorama, la geopolítica juega también un papel importante. Puestos a recordar, la carrera por la vacuna entre China y EE. UU. se parece a la de la antigua carrera espacial contra la Unión Soviética. La competición para demostrar a las opiniones publicas nacionales la grandeza de los países es otro desastre en ciernes que ataca la necesidad de una respuesta unida y global. Pero eso significa compartir información fiable y ayudar a los competidores. En este marasmo, el otro talón de Aquiles de la ciencia, y ya van unos cuantos, es la cantidad de publicaciones irrelevantes o directamente erróneas que nos invade. Quitar la paja del grano no es sencillo y el ruido de los miles de artículos relacionados con la pandemia es ensordecedor y no ayuda a avanzar de manera correcta.
En resumen, en mi modesta opinión las vacunas llegarán, pero no tan pronto como se proclama. El lector debe saber que en muchas ocasiones en ciencia las cosas no salen y lo que había funcionado en otro escenario deja de hacerlo. En el camino veremos buenos y malos, listos y tontos útiles, como figurantes del proceso. Lo malo es que cuando llegue este éxito tardío no evitará que la ciencia, o si prefieren la forma en que las políticas científicas se han enfrentado a la pandemia, haya sido un gran fracaso. Más de doscientos cincuenta mil fallecidos en todo el mundo no la deja en muy buen lugar, aunque los políticos siguen gritando aquello de: ¡Marchando una de vacunas!
Lo que describe aqui el profesor Artal es conocido pero me ha gustado mucho leerlo de manera tan amena.
No es darle a un boton y que salga la vacuna, claro. Algunos lo deben pensar.
La ciencia se tiene que cuidar todo el tiempo. Lo cierto es que tambien de algunos de sus practicantes.
Es una suerte que hayan vuelto con la pandemia los articulos de Pablo.
Muy interesante y bien contado. Es posible que al autor se le escape que en la investigacion biomedica hay muchos peones wue hacen trabajo rutinario. Mas fondos significa mas de este personal y avances mas rapidos.
La bondad de las vacunas está en entredicho desde la revisión sistemática de los resultados realizada en los últimos teinta años.
Tal conclusión señala que la formación médica (desde la universidad hasta los colegios profesionales) está condicionada por la industria farmaceútica en gran medida, de hecho en los médicos prevalece todavía la visión del sistema inmune que se tenía en los años 50.
No se trata de etiquetar a nadie de pro o anti vacunas sino de examinar cunado hay un consumo excesivo de medicamentos que no son para nada iinocuos.
Como sucedió con el tabaco, lo que hasta los médicos consideraban positivo en cierta medida, queda desenmascarado cuando se conocen fehacientemente los efectos adversos que produce.
La responsabilidad de los fabricantes de vacunas (sea la del papiloma, o muchísimas otras) respecto al daño causado es una información que no se expone claramente con cada campaña de vacunación, por lo que se basa solamente en auto-bombo.
Quien desee ahondar, descubrirá en un momento dado que la buena prensa que otrogamos a las vacunas es totalmente ilusoria.
Trabajos que lo corroboran son legión, que proceden de quienes lo han vivido http://www.migueljara.com/mis-libros/vacunas-las-justas/