Ella era la hija de un policía y una camarera del Bronx, ambos infelices y estrictos, como son todos los padres de las biografías de infancias terribles; la mandaron a estudiar a una escuela católica y salió de allí diciendo que quería ser azafata de vuelo o monja. Fue la compañera de instituto de la que todo el mundo se burlaba porque no dejaba que los chicos se le acercasen más que a la distancia de un brazo extendido, la misma que cuando su padre se jubiló y se mudaron a Florida se quedó embarazada y dio a luz a un bebé que fue dado en adopción por su propia madre, la que unos años después, convaleciente en casa de sus padres por un grave accidente de tráfico, conoció a Chuck Traynor.
Cualquiera a los veintidós años querría huir a Nueva York y alejarse de una familia que se odia, montarse en un Jaguar con un tipo doce años mayor que tiene una cámara de fotos y dice que te va a convertir en una estrella. Cualquiera encontraría excitante casarse con él aunque fuese a punta de pistola y podría además ser lo suficientemente idiota como para no saber que esos pactos cuestan la vida entera, que cuando para pagar el pasaje una entrega todo deja de ser dueña de sí misma.
Ella solo quería escapar de la vida de Linda Susan Boreman y él la convirtió en Linda Lovelace. Prometió tenerla como una reina, pero le tenía reservada una corona de espinas.
El 12 de junio de 1972, en The Deuce y en la vida real Linda Lovelace atraviesa la alfombra roja del World Theatre de Nueva York vestida de blanco como una novia, posa para los fotógrafos y es aclamada por una multitud que abarrota el teatro. Como si fuese lo normal ver a gente practicando sexo explícito en una pantalla de cine, Garganta profunda se estrena a plena luz del día a solo tres calles de Times Square; por primera vez una película solo para adultos tenía trama y diálogos. La pornografía había salido de las cabinas clandestinas de los peep shows y de los cines X de mala muerte para no volver a esconderse nunca más, empezó desde aquel día una carrera imparable que la ha traído no demasiado tiempo después a nuestras propias manos, a la distancia de un clic.
En la serie Lori mira fascinada a Linda mientras C. C., el tipo para el que ella se prostituye desde que llegó de Minnesota en autobús solo con una maleta, la saca del teatro casi arrastrándola. Aún no sabe que en realidad se está mirando en un espejo, que la distancia que las separa es mínima. Que esta especie de heroína sexual que se presenta como una cenicienta antes de las doce, y que mirando resuelta de frente a los periodistas que le preguntan por qué hizo esta película les contesta sonriendo: «Lo hice porque me encanta», se revelará después como la superviviente de una historia mucho más siniestra.
Pero en ese verano del 72 el mundo entero acababa de rendirse ante Linda Lovelace, una mujer que se había atrevido a protagonizar una película donde reclamaba el placer sexual y no se comportaba como un objeto pasivo en manos de los hombres. Daba igual que la premisa de la cinta —una chica con el clítoris en la garganta— fuese un completo disparate, en el film la protagonista representaba una nueva actitud de una nueva mujer ante el sexo, que practicaba felaciones imposibles no porque estuviese sometida u obligada, sino porque no se resignaba a no sentir placer.
La nueva ola del feminismo la convirtió en símbolo de la liberación a través de la sexualidad, y el escándalo de la Administración del presidente Nixon procesando a Harry Reems, el protagonista masculino de la cinta, en el estado de Tennessee por quebrantar la ley de obscenidad hizo el resto para catapultarla como la producción más rentable de la historia.
Garganta profunda fue rodada con un presupuesto de veinticinco mil dólares que fueron aportados por la mafia y produjo unos beneficios de aproximadamente seiscientos millones; no se sabe la cifra exacta porque todo lo que se recaudaba era en efectivo, tipos al servicio de «la productora» se personaban todas las noches en cada uno de los cines donde se proyectaba la película para cobrar la taquilla.
Chuck Traynor, marido, mánager y proxeneta, cobró los mil doscientos dólares que le correspondían a Linda como protagonista, ella nunca tocó el dinero. Probablemente, si hubiese cobrado lo que le correspondía, las cosas hubiesen sido distintas.
Renunciar a una misma, conseguir lo que soñabas y que ese triunfo no lleve consigo más que un desencanto como una úlcera en el estómago que devora todo lo que te alimenta. Da igual lo conseguido, nada vale nada, por eso vale la pena arriesgarlo todo.
Dos años después, durante un ensayo en Las Vegas para una actuación en un cabaret, aprovechando que su marido se ausenta un momento, Linda se escapa en el coche de un amigo disfrazada con una peluca y se esconde durante días en un hotel de Beverly Hills.
Acto seguido, presenta una demanda de divorcio contra Chuck Traynor y lo denuncia por abusar de ella e inducirla a trabajar en el mundo del porno y la prostitución bajo amenazas de muerte.
La abanderada de la libertad, el sexo y el dinero contará que en realidad era la rehén de un hombre que la maltrataba, que creó en ella un sentimiento de dependencia que la arrastró a las drogas, que la obligaba a prostituirse y a rodar, aún antes de Garganta profunda, otras películas en ocho milímetros de esas que circulaban en el mercado clandestino de los peep shows y los cajones escondidos de los videoclubs. Delicatessen para pervertidos.
Linda destapó una relación destructiva y violenta de dependencia de la que intentó salir en varias ocasiones y no encontró dónde cobijarse nunca, el público demostró estar más preparado para aceptar que disfrutase haciendo felaciones ante una cámara que para escuchar esta versión de los hechos, y la industria del porno, a la que su exmarido seguía perteneciendo, le dio la espalda argumentando que era una desagradecida, como si seiscientos millones de beneficio le pareciesen pocos. En su biografía cuenta que durante los rodajes Chuck solía llevar una pistola en el bolsillo y apretaba el gatillo de forma que ella pudiese oírlo, a modo de advertencia por si no resultase suficientemente convincente delante de la cámara.
Linda Boreman se extirpa a Linda Lovelace y se casa de nuevo inmediatamente, porque, a pesar de todo, nada en su vida pierde el ritmo de una huida frenética, anuncia que ha redescubierto a Dios y se convierte en una madre de clase media de Denver, que reniega del porno como lo haría cualquier buena cristiana del centro de los Estados Unidos.
Cuando en 2005 sale a la luz pública el documental Inside Deep Throat, donde varios compañeros de rodaje confirman su versión y hablan de gritos tras las puertas y moratones en las piernas durante el rodaje, las dos Lindas, Lovelace y Boreman, por suerte han fallecido tres años antes en un accidente de tráfico y no tienen que presenciar este espectáculo, entre cínico y cobarde, de quienes callaron hasta que su testimonio ya no servía para nada más que para honrar a una muerta que los hizo más ricos a todos.
Tal vez Lori, la prostituta que sueña con convertirse en estrella del cine porno y dejar las calles, se entere de que en realidad Linda Lovelace era como ella, una mujer sometida por un proxeneta, y que triunfar en el porno no le salvó la vida, que el éxito cuando no eres tú la dueña solo te convierte en una especie de purasangre carísimo que el amo enseña para impresionar a las visitas. La primera temporada de la serie se dedicó a trazar un retrato vívido y poliédrico de la relación compleja entre las prostitutas y los hombres que las explotan, un vínculo viciado que va desde la violencia explosiva al control mental disfrazado de protección, pasando por la sumisión absoluta y la fragilidad casi infantil de ellas. Resulta difícil entender por qué una mujer dejaría que fuese un hombre quien controlase el comercio con su propio cuerpo, por qué renunciar a lo único físico que te pertenece; la única respuesta que se me ocurre es porque, probablemente, ya han llegado tan lejos en su ansia de huir de sí mismas que, como Linda, ya asumieron que pagaban con su vida el pasaje y no han tenido la suerte de que el triunfo les facilitase una salida de emergencia.
En The Deuce, David Simon y George Pelecanos retrataron, como en un cuadro del Bosco, un microcosmos asfixiante donde una gran cantidad de personajes se superponen y se enfrentan unos a otros con humanidad casi helada y sin una pizca de nostalgia. Prostitutas y clientes, chulos, camareras que sirven a la clientela en leotardos, bármanes, drogadictos, depravados que acechan en los videoclubs, mafiosos y policías se evitan y se buscan diariamente, cruzándose constantemente en un gueto que se circunscribía al área de Times Square en los años setenta. Una colmena infecta y precisa donde, como insectos laboriosos, sin pasión pero con la urgencia que da la búsqueda de la supervivencia a cualquier precio, pondrán en marcha el monstruo gigante de la industria pornográfica, esa que encumbró a Linda para luego devorarla.
La misma que hoy en día tenemos en nuestra mano, a la distancia de un clic.
Recomiendo leer El Otro Hollywood de Legs McNeil y Jennifer Osborne.
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