Dicen que el hombre más fuerte del siglo XX nació en una aldea búlgara, en plena Guerra Fría. Aquel gigante de 1,47 de estatura era capaz de levantar hasta tres veces su peso por encima de su cabeza. Y no eran sus brazos los que temblaban sino la tierra bajo sus pies. «El coloso de bolsillo» le llamaban.
Naim Suleimanov llegó a la vida en 1967 por la casa de un conductor de autobuses de Kardzhali, justo donde se tocan las fronteras de Bulgaria y Grecia; justo en esa parte de la linde en la que la mayoría a ambos lados es turca. Los Balcanes es lo que tiene, que los mapas dicen muy poco de la gente que allí vive, lo mismo que sus nombres. Esto último es clave en esta historia pero volveremos sobre ello más tarde. Hasta entonces veremos a Suleimán Süleymanoğlu, el padre de Naim, gestionar las tortuosas carreteras de las montañas del Ródope al volante de su Ikarus. El trabajo es esclavitud pero también libertad porque, abajo, en el valle, se extrae zinc y se cultiva tabaco bajo la mirada vigilante de esas enormes estatuas de Giorgi Dimitrov (el padre de la Bulgaria comunista). Suleimán apenas para en casa. Si lo hiciera, vería que su hijo mayor apenas crece. Si prestara aún más atención, vería también que sus brazos tienen la misma longitud que sus antebrazos y su torso la misma que sus piernas. Naim es biomecánicamente perfecto para la halterofilia.
El milagro no pasa desapercibido a los ojos de la maquinaria deportiva búlgara. A la edad de diez años ya entrena dos horas al día a las órdenes de Iván Abayiev (conocido como «el Carnicero») y a los quince ya son ocho. Se trata de conseguir una simbiosis completa entre el niño, la barra y los discos, de fundir carne y acero en uno. Ni siquiera se afeita cuando bate su primer récord del mundo. De no ser por el boicot de los países del Este a Los Ángeles 84, nadie duda de que ese habría sido su primer oro olímpico.
Pero en casa de Naim pasan demasiadas cosas como para pensar en hitos deportivos. Mientras un astronauta sobrevuela el Los Angeles Memorial Coliseum ante los ojos de Reagan y del resto del mundo, Bulgaria decide borrar de los libros de historia a su minoría turca. Son novecientos mil, casi el 10% de su población total. De la noche a la mañana, aquella gente que llevaba en los Balcanes desde la llegada de los otomanos en la Edad Media se convirtió en «antiguos eslavos que habían sido asimilados por el invasor». Insistimos: eslavos, que no turcos. De acuerdo, es cierto que no habrá pueblo en los Balcanes que sufriera tanto como el búlgaro bajo la bota otomana. Para Todor Zhivkov (el presidente de la república durante treinta y cinco años), la forma de reparar aquel agravio histórico era prohibir su lengua, su religión, sus topónimos y sus antropónimos; en definitiva, todo lo que fuera ajeno a la idea de una Arcadia eslava en la que Bulgaria, mestiza como todo pueblo balcánico, jamás podría encajar. «Resurgimiento» fue el nombre que Sofía le dio a aquella campaña de limpieza étnica.
Vuelve a fluir la corriente habitual de odios gástricos cuando se trata de digerir la historia en esta parte del mundo. Las mezquitas se convierten en almacenes o, simplemente, en un montón de escombros, lo mismo que los cementerios musulmanes; se prohíbe desde el velo islámico hasta los shalvari —esos pantalones holgados en los que aún faenan las campesinas turcas— e incluso se vigila periódicamente para evitar que los niños sean circuncidados. Las antiguas clases de lengua turca no son ahora sino «manifestaciones subversivas contra el Estado». Para evitar futuros conatos de rebelión, los Ibrahim pasarán a ser Ibrahimov; Ahmedov los Ahmed; Osmanov los Osman… Les llaman a casa para comunicarles que ya pueden pasar por comisaría a recoger su nuevo carné de identidad. No hacerlo significa no cobrar la nómina; no poder comprar nuevas tierras, o un frigorífico; no matricular a los críos en la escuela. En definitiva, no existir.
La fuga
Un día de diciembre de 1984, Naim Suleimanov llega a Kardzhali en el tren de Sofía a las once de la noche. «¿Qué haces aquí? ¿Acaso no sabes que los turcos no pueden salir de casa pasadas las siete de la tarde?», le espeta un policía en el andén. Otro le reconoce, lo cual evita su arresto. El levantador de peso llega a casa entre calles cosidas a balazos. Pronto se entera de que ha habido protestas y muertos, y que muchos vecinos han sido trasladados a Belene, una isla-prisión en el Danubio donde no hay más que mosquitos, barro y turcos. El drama se extiende como una hidra por el sur y el noreste búlgaros, donde la minoría turca es compacta, pero también en las montañas de Bulgaria central. Allí, en Yablanovo, hasta se hacen fuertes tras unas barricadas levantadas con la ayuda del alcalde y varios policías locales (todos turcos, por supuesto). Hasta cuentan con explosivos para reventar el puente sobre el río Ticha y cortar el acceso a la ciudad. El pulso dura tres días. En la mañana del cuarto, los tanques se encargan de restablecer el orden constitucional: mueren docenas y centenares son arrestados. Poco más se sabe. Tampoco hay datos del número total de asesinatos y violaciones porque las autoridades búlgaras jamás admitieron que hubiera siquiera una campaña para cambiar los nombres de su población turca. En realidad, ni siquiera se reconocía su existencia.
Hasta la caída de Zhivkov, en noviembre del 89, la versión oficial se enrocó en que dichos ciudadanos acudían al Estado para cambiarse el nombre «de forma espontánea y voluntaria». Ya sabemos que no fue así para nadie, ni tampoco para Naim Suleimanov. No hemos dicho que el chaval no llevaba el apellido de su padre (Süleymanoğlu) porque se le bautizó a la búlgara («Suleimanov» no es sino «hijo de Suleimán»). Sigue sin sonar lo suficientemente correcto para la ortodoxia eslava y en el 85 se convierte en Naum Shalamanov por decreto. Así es como se inscribe para la final de la copa del mundo en Melbourne en el 86. Da igual: para cuando se sube a aquel avión en Sofía lleva ya un año preparando su deserción a través de mensajes encriptados con turcos búlgaros residentes en Australia.
En la tarde del 12 de diciembre de 1986, poco después de haber batido un nuevo récord del mundo pero aún con el jet lag tras aquel vuelo intercontinental, Shalamanov logra burlar la vigilancia de los hombres de la inteligencia búlgara. Se esconde en los lavabos de un restaurante en Melbourne y de ahí salta a un Datsun amarillo que le espera en la puerta trasera del restaurante. Pocos minutos después, un grupo de agentes turcos le recoge en una mezquita desde la que partirán juntos hasta la embajada turca. Misión cumplida. La versión de la BTA (la agencia de noticias pública búlgara) del día siguiente fue que su atleta había sido «víctima de una acción terrorista»; dos días después hablaron ya de «un secuestro a manos de los servicios secretos turcos».
El prófugo vuela primero a Londres y luego a Ankara en un jet privado. Las cámaras reciben a Shalamanov en el aeropuerto, quien no tardará en romper su pasaporte búlgaro y recibir uno nuevo: se llamará Naim Süleymanoğlu hasta el día de su muerte. «En boxeo, Mohamed Alí es el número uno; en fútbol, Maradona; en presidentes, el señor Reagan y en halterofilia es Naim», justifica el esfuerzo logístico Arif Nusret, el entonces presidente de la Federación de Halterofilia de Turquía. En Ankara hay prisa por amortizarlo en la arena deportiva internacional, pero las regulaciones de nacionalidad le prohíben competir por Turquía en Seúl 88 sin el permiso de Bulgaria. Más de un millón de dólares le cuesta a Turgut Özal (el entonces primer ministro turco) llegar a un acuerdo con los búlgaros. El pago se hace en maletines que atraviesan la frontera turco-búlgara. No habrá dinero mejor invertido.
Nada se interpone en el camino de Süleymanoğlu, ni siquiera la hepatitis que le diagnostican tres meses antes de Seúl. Ya en Corea, el duelo en la final de cien metros entre Carl Lewis y Ben Johnson acapara conversaciones por todo el globo, pero en Turquía es Naim. Siempre. Al final, Johnson perderá su victoria tras dar positivo en el control antidopaje mientras que el turco se convertirá en el primer hombre que levanta tres veces su peso por encima de su cabeza en dos tiempos. Además de colgarse el oro olímpico del cuello, Naim se meterá seis récords mundiales en el bolsillo (su total olímpico de 342.5 kg estaba a 30 kg de su rival más cercano). Según el Comité Olímpico de Seúl, es «el hombre más fuerte de los últimos cien años».
Vuelve a Ankara en el jet privado de Özal. Se ha declarado un día de fiesta nacional y más de un millón de personas se echan a la calle en la capital turca en la mayor celebración en la historia de Turquía hasta la fecha. Tres semanas después de aquello, Özal negocia la salida de la familia de Süleymanoğlu y consigue traerla a Turquía; tres semanas más tarde será el turno de uno de los mayores éxodos de la historia de Europa. Fue el 7 de junio de 1989 cuando la televisión turca anuncia que a los refugiados llegados desde Bulgaria se les ofrecería la ciudadanía turca «de forma automática». Ni en los mejores sueños de Zhivkov: ya no hace falta ni asimilar a los turcos ni reeducarlos, basta con dejar que se vayan. Sofía les permite salir con pasaportes especiales válidos solo para cruzar a Turquía. Es una caravana de más de trescientos mil.
La caída
La década de los ochenta acaba barrida por un vendaval que sacude Europa desde el Báltico hasta el mar Negro: Polonia celebra sus primeras elecciones libres en junio de 1989, cae el muro en Berlín y Ceaucescu en Rumanía. En Bulgaria, sin embargo, solo los turcos se echan a la calle. La primera manifestación legal —celebrada en Sofía a principios de noviembre— apenas congrega a ocho mil participantes, pero el reinado del líder más leal a Moscú (Zhivkov llegó a pedir la integración de Bulgaria en la URSS) no llegará a su cuarta década. En noviembre de 1989, un golpe de Estado dentro de Partido Comunista Búlgaro lo sustituye por su antiguo ministro de Exteriores, Petar Mladenov. No deja de ser otro apparatchik más, pero la maniobra lleva al anuncio de una amnistía para los presos turcos y a la restitución de los derechos de la minoría, incluidos todos aquellos que huyeron a Turquía. La mitad de los que siguieron la estela de Süleymanoğlu volverá a Bulgaria. Muchos de aquellos habían acabado estrellándose en campos de refugiados o, simplemente, contra un sociedad que se olvidó de ellos pasada la euforia de los primeros días.
No es el caso de Süleymanoğlu. Su patria de adopción le agasaja con un polideportivo y una calle a su nombre, un hermoso piso en Ankara, un guardaespaldas y un estipendio mensual de mil dólares (tres veces el salario medio turco de entonces). Había dinero para eso y para mucho más: «Bulgaria volverá a ser nuestra, pero esta vez nos la compraremos», dijo Özal en el 91, suscribiendo el discurso de todos los que buscaban repartirse el botín tras el final de la Guerra Fría. Entretanto, las hazañas del coloso turco copan titulares por todo el mundo y su rostro aniñado llega a la portada de la revista Time y a un sello emitido en Paraguay en 1989. Hasta es recibido por Reagan en la Casa Blanca.
Pero la vida de un dios del Olimpo tampoco es la que él imaginaba. Siendo niño, Dünya Başol recuerda sentarse en las piernas de Süleymanoğlu durante una visita de este a su casa. «Creo que fue al año de llegar a Turquía. Naim estudiaba inglés en la academia de mi abuelo y lo invitó a comer un día con nosotros», recuerda este profesor universitario de treinta y ocho años. «Mi padre dice que no habló mucho, pero sí que se quejaba de las estrictas medidas de seguridad y del guardaespaldas que le seguía a todas partes y hacía guardia hasta en la puerta del baño». La paranoia turca estaba justificada. La temible inteligencia búlgara había demostrado que era capaz de asesinar a disidentes políticos como Georgi Markov en Londres —con partículas de veneno disparadas desde la punta de un paraguas—, e incluso de intentarlo con el papa Juan Pablo II en el atentando de 1981.
En el 92 Naim vuelve a cumplir con un nuevo oro en las olimpiadas de Barcelona. Sin embargo, las entrevistas empiezan a desvelar una faceta desconocida del campeón. «Envidio a los niños; todo lo que recuerdo es solo entrenamiento y campeonatos. Gané medallas de oro y perdí mi infancia», le dirá a un periodista del británico The Guardian. Naim está cansado, quiere parar, y así se lo hace saber a Özal. Más que un «no» tajante es un «aguanta hasta Atlanta 96» lo que escucha. Su mayor rival será ahora el griego Valerios Leonidis, quien entrena bajo el látigo de Iván Abayiev (el antiguo mentor del Naim). En aquella final en la que chocaron los dos hijos pródigos del Carnicero se batieron tres récords del mundo de forma consecutiva. Está considerada como la mejor competición de la historia de la halterofilia.
«Ha ganado el oro en tres olimpiadas, ¿qué le impide repetir la hazaña en Sidney 2000?». Leemos ahora la mente de un Özal cuya ambición no conoce límites. Con sobrepeso, una espalda lesionada y unos pulmones obligados a acomodar dos paquetes de tabaco diarios, Naim falla. El cansancio mental que había verbalizado en multitud de entrevistas se ha extendido por todo su cuerpo como una metástasis que separa la carne del acero. «Nos has decepcionado» es el titular con el que le recibe la prensa en Ankara.
Aquella despedida sin gloria será el principio del fin. Los siguientes fracasos se encadenan en sendas derrotas como candidato del MHP, un partido político turco nacionalista y de ultraderecha que, entre otras cosas, niega la diversidad en Turquía con un discurso calcado al de Zhivkov en Bulgaria. Son las contradicciones de un hombre que sigue acaparando titulares, pero ahora acompañados de fotos tomadas en discotecas en las que se le ve borracho, casi siempre del brazo de mujeres mucho más jóvenes que le sacan la cabeza. Sus problemas de hígado se achacan al alcohol, pero también a las sustancias dopantes supuestamente ingeridas durante su carrera de deportista. Él siempre lo negó. Una cirrosis hepática lo deja postrado en el hospital durante tres meses en 2009. Contra todo pronóstico, aguanta hasta un trasplante de hígado, en octubre de 2017. Morirá un mes más tarde de una hemorragia cerebral a la edad de cincuenta años.
Para los turcos será siempre un héroe; para los búlgaros, una víctima de un siniestro capitulo de su historia reciente del que la mayoría se avergüenza. También un caballo ganador al que se dejó escapar. Otra oportunidad perdida. Queda la memoria compartida de un ser fronterizo y una pequeña tumba en el cementerio estambulita de Edirnekapi. Es una losa de metro y medio entre una bandera turca sobre su cabeza y los anillos olímpicos bajo sus pies.
Magnífico artículo.
Excelente. Felicidades al autor.
Aparte: no conocía la represión búlgara a sus ciudadanos de origen turco.
¡Gracias!
Me ha encantado. Excelente artículo.
¡Qué excelente artículo sobre una parábola humana! Un gusto leerlo. Como poco conocedor de ese deporte me sorprendió que tales e inusuales medidas físicas podían ser una ventaja en esas competencias. Un misterio. Gracias.
No hemos dicho que el chaval no llevaba el apellido de su padre (Süleymanoğlu) porque se le bautizó a la búlgara («Suleimanov» no es sino «hijo de Suleimán»).
Sin pretender ser pedante, unas comillas en ese «bautizó» no estarían de más.
No, no estarían de más, aunque también es cierto que la segunda acepción de bautizo, según la RAE, es «2. tr. Poner nombre a algo»
Y, si me permite la pregunta ¿ha sido casualidad el nombre que ha usado para su comentario?
me encanto leer este relato muy bien explicado, yo lo vivi en la television el duelo entre estos dos portentos de la halterofilia. descanse en paz
Un pelele toda su vida. No hizo otra cosa que equivocarse, primero en su país al servicio del Estado, y después cuando POR DINERO se hizo turco.
Fantástico artículo. La historia personal dentro de ese contexto histórico… me ha encantado.
Buen artículo. Una historia bastante repetida, de como muchos pierden la infancia por el egoísmo de otros…