¿Quién osaría decir que la «interpretación» no forma parte del mundo del arte?
Elmyr de Hory a André Brincourt en «Elmyr, un scandale ou un défi?», Le Figaro Littéraire, 23 de junio de 1974.
Estimado lector: he de hacerle una confesión, antes de nada. Durante las siguientes mil ochocientas palabras tengo el compromiso con usted de no decir ninguna mentira. Este acuerdo esencial en el periodismo no habría de iniciar este texto… de no ser porque voy a escribir sobre un mentiroso incorregible.
Estoy hablando del pintor húngaro Elmyr de Hory, uno de los falsificadores más famosos del siglo XX. Su biógrafo, Clifford Irving, lo consideró el mayor de su tiempo, pero los más recientes estudios ponen en entredicho ese testimonio. Muchos autores pudieron tan tarde como en 2011 empezar a cuestionar sus plagios y también su biografía: Hory no fue solo un maestro en mentir sobre un lienzo, sino que creó mitos sobre su vida que todavía se sostienen. Una obra más honesta con el autor, realizada por su asistente personal Mark Forgy, aclaró muchas de las mentiras que Irving creyó e instigó ciegamente. Estos dos autores, Irving y Forgy, serán nuestra guía, lector, en este repaso biográfico que busca iluminar con una pequeña linterna una gruta donde no entra casi luz.
Hory, de nombre Elemér Albert Hoffmann, nació el 14 de abril de 1906 en Budapest. A partir de los dieciséis años comenzó a formarse como artista en un estilo todavía clásico en Baia Mare (Rumanía), según Forgy. La cultura del viejo Imperio austrohúngaro, ese lugar donde un actor podía estar en «el más alto lugar de la sociedad» según las memorias de Stefan Zweig, sobrevivió con reverencial respeto en las provincias orientales. Pero estamos ya en la década de los veinte: el Imperio ha desaparecido, la Ringstraße en Viena resultaba una vía sombría y la bohemia había dejado paso a la ideología de los condenados al futuro.
Este retratista acabó en un lugar dorado para el farsante —¿o debería decir artista?— como era el París de entreguerras. Pocos sitios podrían existir más fértiles para un mentiroso que la capital del surrealismo y las nuevas tendencias pictóricas. Hablo de nuevas: no es casual, lector. Elmyr de Hory es extranjero, un judío húngaro y ni por el lugar ni por circunstancias pudo formarse en la secesión vienesa.
¿A qué se podía dedicar un pintor fracasado? Quizá una respuesta, tan conocida y siniestra (recordemos a Hitler), sería la política. Hory prefirió el hurto, en cierto sentido la política sin máscara. Fue detenido varias veces por la policía de Ginebra, según Forgy. La versión de Irving del Hory de entreguerras es épica, grandilocuente, y lo presenta como un playboy que vive a costa de sus padres y se codea con Pablo Picasso o Kees van Dongen.
Esos movidos años veinte, en que todavía podía existir una mística bohemia —«La luz eléctrica mató el romanticismo en París», sentenció esa boina con señor que era el escritor Pío Baroja—, fueron el último ensueño feliz de un continente en marcha directa al abismo. Y en esta carrera no se permitirían judíos.
El Holocausto son los otros
Clifford Irving narra con cierta gracia, sin ningún pie de página, el trágico paso de Hory por los años treinta. Cuenta su detención, en la Hungría del dictador Miklós Horthy, debida a sus posiciones políticas. Durante el cautiverio caerá en gracia del superior por un retrato que le hace, de gran preciosismo:
Lo pinté muy, muy despacio, con el mayor detalle posible, luciendo todas y cada una de sus medallas. Aquella fue la primera vez que mis talentos artísticos me ayudaron a sobrevivir.
Irving cree que lo liberaron por esos servicios, aunque luego volvió a prisión al conocerse que portaba la marca de los malditos en los años cuarenta: ser judío. El tono divertido del retrato se transforma en un drama seco: la Gestapo le dio una paliza, dejándole malherido en una pierna, por lo que fue llevado a un hospital berlinés. Un día, afirma De Hory, vio una puerta abierta… y se fue «con sus muletas».
Forgy no niega ese testimonio, pero sí considera que Elmyr maquilló un tanto sus vivencias personales: llegó a decir que su padre y su madre habían sido víctimas del Holocausto, cuando sobrevivieron. No existe, además, papel que certifique que Hory pasase por un campo de concentración nazi o soviético según las recientes pesquisas.
Volverá a París, en la primavera de 1946, para instalarse en la Rue Jacob. No fue un pintor de éxito con sus propias creaciones, pero pronto descubrió que tenía la capacidad de mimetizar estilos. Él cuenta que el origen de todo fue la visita de la esposa de un gentleman británico. Esta confundió una de sus obras: «Elmyr… esto es un Picasso, ¿verdad?».
Un disfraz para un mentiroso
Un personaje paralelo a De Hory, importante para conocer mejor a nuestro falsificador, fue el director de cine Erich von Stroheim. Este afirmó ser un conde prusiano de nombre interminable a su llegada a Ellis Island en Nueva York: Erich Oswald Hans Carl Maria von Stroheim und Nordenwall. Era otro judío austrohúngaro y con su pantomima de alemán con monóculo, fino cigarro y ademanes autoritarios engañó a media América durante décadas.
Elmyr de Hory utilizó casi ese mismo disfraz en Francia: se hizo pasar en el París de la posguerra por un aristócrata húngaro, huido de la guerra y la revolución. Resultó una máscara brillante y le permitió crear una rocambolesca historia de víctima de los nazis. Esto daba empaque a sus imitaciones de Picasso, que serían vendidas como «restos de la colección familiar». Lejano quedaba el Montparnasse de artistas comiendo mendrugos de pan; estábamos en el París de los cuarenta, donde cualquier americano con ínfulas compraría una obra de esas vanguardias para impresionar a sus amigos neoyorquinos.
Empezó con varias imitaciones de Picasso que, según su siempre discutible testimonio, entregaba sin firmar por perjuicios morales. Obtuvo, según Irving, el equivalente a cuatrocientos dólares en francos. Afirmaba Hory:
Fue fantástico. Era más dinero del que había tenido en mi bolsillo en los últimos siete años. Y no me sentía culpable, porque no lo había hecho por maldad ni para hacer daño a nadie, o ni siquiera con la idea de hacerme rico.
Su primer gran socio será Jacques Chamberlin, hijo de un industrial coleccionista de arte y que resultó el cerebro de su industria de falsificaciones. Este dúo rompió a consecuencia del dinero, ya que el marchante se llevaba casi todos los beneficios. A inicios de 1947 Elmyr irá a Río de Janeiro escapando de sus ventas fraudulentas en una galería de Estocolmo.
Antes de acabar este año obtendrá la visa para viajar a Estados Unidos, de este a oeste, donde residirá más diez años. Vivió al principio en un dúplex de la East 78th Street, en Nueva York, y asistieron a la fiesta de inauguración de ese piso Zsa Zsa y Magda Gabor, Anita Loos, Lana Turner y Rene d’Harnoncourt, del Museo de Arte Moderno. Zsa Zsa Gabor será una de las primeras estafadas en suelo americano: Elmyr le vendió dos falsos Raoul Dufy por cinco mil dólares. Ya no solo imitaba a Picasso, sino que también jugaba con Matisse, Modigliani e incluso Renoir. Nunca se atrevió con Van Gogh, es cierto, ya que lo consideraba «un genio que no tiene relación con nada» y llegó a declararlo «sagrado».
El resto de pintores contemporáneos, según Elmyr, podían ser imitados a la perfección conociendo sus influencias previas. Una afirmación que le permitió vivir más bien que mal hasta los años sesenta.
Falstaff y Hory
Hemos visto a De Hory ser acompañado por otros embusteros: Irving Clifford o Erich von Stroheim. Es hora de que nos centremos en otro gran mentiroso que hubo de inmortalizarle: Orson Welles. Según sus biógrafos, con apenas dieciséis años se intituló en el circuito teatral de Irlanda como «el mejor actor de América».
A inicios de 1970, la crítica de cine Pauline Kael utilizó su pluma tempestuosa contra este director americano y afirmó en su artículo «Rising Kane» que solo era el coautor del filme Ciudadano Kane (1941). Según Kael, Welles quiso reducir a su favor la participación de colaboradores como Herman J. Mankiewicz o John Houseman. La crítica de la revista New Yorker estuvo a punto de ser denunciada por Welles, que decidió al final responder con una película-manifiesto. ¿Su protagonista? Elmyr de Hory.
Nos referimos al criptofilme, en afortunada expresión de Cahiers du Cinema, Fraude (1973). En origen fue un documental creado por el realizador François Reichenbach que solo pretendía tener a Welles como poderosa voz en off. El director norteamericano compró las grabaciones de Hory e hizo un agudo ensayo fílmico, hito en el montaje, en el cual reivindicaba la mentira como guía para el gran arte. Según el experto en el director Jonathan Rosenbaum, la película «es una autobiografía y una reflexión bajo la forma de una función de magia». Un Welles juguetón que respondía de la mejor manera a Kael y sus enemigos más enconados declamando sobre la mentira y sus caretas. Es célebre su parlamento sobre la creación en esta película que supone casi su epitafio:
Lo que los mentirosos profesionales esperamos ofrecer es verdad. Creo que la palabra solemne para esto se llama «arte».
Elmyr de Hory es un personaje menor en este marasmo de imágenes, el cual nos permite reconstruir visualmente sus últimos años en Ibiza. Allí había acabado después de haber tenido problemas legales tanto en los años cincuenta como en los sesenta. Él siempre se declaró inocente, describiéndose como intérprete, y aseguró solemnemente que «el verdadero escándalo era el propio mercado del arte».
Eclipse balear
El autor galo Yves Michaud describe en su reciente libro Ibiza mon amour esa isla como «refugio de gente con bastantes problemas con la política o la ley». Allí recaló Elmyr de Hory, junto a su corte, en un chalé alejado de cualquier civilización. Pasó dieciséis años de vida en la ínsula hippie y salvaje, donde fue protegido por varios marchantes parisinos que le costearon la estancia.
No tuvo una vida de ermitaño —¿cómo podría tenerla alguien que pasa por un noble magiar?—, lo que alertó a las autoridades francesas. La dictadura de Franco no tenía un acuerdo de extradición con el país galo y pudo vivir con pocos problemas legales hasta 1976. En este periodo ibicenco todos los naturales de la isla disfrutaron de este «histrión» que daba fiestas en toga con su francés retórico y amanerado.
Cuando la extradición no pudo esperar más, pues el dictador había muerto, el 11 de diciembre de 1976 Elmyr murió a consecuencia de un suicidio pactado en los brazos de su acompañante y guardaespaldas, Mark Forgy: De Hory había ingerido una sobredosis de pastillas con coñac. Su biógrafo Clifford Irving creyó que todavía seguía vivo; Forgy confirmó esta muerte, quizá la única posible para un esteta como De Hory. La interrogación Elmyr de Hory quedaba sin despejar, para inmenso regocijo del fantoche.
Gil de Biedma tuvo un efímero encuentro sentimental con Hory, según sus diarios, al paso fugaz de Elmyr por esa Barcelona prodigiosa de los años setenta. Terenci Moix también se refiere a él en sus libros de memorias: solía aparecer en Bocaccio ideando proyectos de exposiciones colosales, cubierto por ropajes coloridos y plateados que reflejaban la escasa luz de aquel antro. Otra bella figura dentro de ese conciliábulo absolutamente moderno que era la gauche divine.
Discúlpeme, lector, pero en las últimas setenta y cinco palabras he mentido de manera descarada. Fui honesto: solo le prometí decir la verdad en las primeras mil ochocientas. Este es para mí el mejor homenaje, el único posible, a Elmyr de Hory.
Pintaba realmente bien, pero como no tenía contactos dentro del círculo de quienes manejan la industria cultural, se las apañó para sobrevivir, imitando a quienes sí los tenían.
Cuando en la primera novela de Ana Rosa Quintana aparecieron párrafos enteros plagiados de Danielle Steel y Ángeles Mastretta, se supo que la prójima no había escrito nada, sino que había empleado a un negro para que realizara el encargo y amortizar su popularidad en el mundo de las letras. A la presentadora le pareció un escándalo que su «colaborador» la hubiera tangado, aunque el escándalo era que ella tangaba a los lectores sin haber puesto una coma. Planeta le había pagado ocho millones de pesetas como anticipo y por sus ventas, le iba a liquidar 30 millones de pesetas más. Sin embargo, como su enchufe entre quienes manejan la industria cultural era de alta tensión, veinte años después sigue en la cresta de la ola, pelillos a la mar y, que yo recuerde, nadie la acusó de fraude o falsificación. Y sigue yendo de íntegra por la vida.
Puesto en perspectiva, Elmyr de Hory sabía de pintar bastante más que ARQ de escribir, ¿no cree?
Y lo grande es que no era la únic@. Un negro literario sólo se venga, como el de Quintana, cuando no le cumplen el acuerdo. Más de un nombre popular no debería haber firmado su(s) libro(s), si fueran honestos. ¡Cuánta razón tenía Orson Welles!
Nada que no supiéramos ya del bueno de Elmyr. No sé si la dueña de la revista está pagando menos a los colaboradores que elige, básicamente, por su nombre, pero últimamente es más difícil encontrar artículos de calidad entre sus páginas.
Me sumo a la moción. Éste artículo lo bordó hace unos años Rodrigo de Luis:
https://www.jotdown.es/2012/11/un-delincuente-encantador/
Nos dejó con las ganas de la continuación: Han van Meegeren y Theo van Wijngaarden.
Pues yo no lo conocía, fíjate. Gracias al autor por el artículo. Si crees que Jotdown no publica ya artículos interesantes léete el de E. De Gorgot sobre la canción How high the Moon. Puedes publicar tu rectificación aquí mismo, majo.
Rectificar, ¿por qué? Desde que se habilita un apartado de comentarios, cada uno es libre de dar su opinión. Y yo me reafirmo en la mía: antes, el 90% de los artículos eran interesantes y sobre temas originales; ahora, quizá el 40%, siendo generosos. Metamos ahí el de E. De Gorgot, para que no te enfades, pero no este de Elmyr, que no añade mucho a lo que dice de él la Wikipedia. Que tú no lo conocieras es otra cosa. Un saludo.
Constantino tiene razón.
Yo aún daría un paso más: si no te puedes permitir un Picasso, por ejemplo, ¿por qué no vas a presumir de tener un de Hory, o un van Meeregen por mencionar sólo a dos? Que no sean originales no significa que no sean grandes artistas. En mi opinión, lo que debería valer no es tanto la firma como la emoción que nos produce el cuadro.
En otras palabras, si no puedes permitirte un gran maestro, es bueno poseer un imitador con talento. Quizás no valga tanto en lo económico, pero en lo artístico su valor puede muy bien ser equivalente.
Y, sí, todo el mercado del arte se me echará encima, pero esa es mi opinión.
Nada que no supiéramos, Julio. Y el jueguecito con Gil de Biedma es, cuando menos, escolar. En fin. Un saludo.
Un gran homenaje a «F for Fake » del maestro Welles, pero el final se veía venir, ¿eh, pillín? Jajaja :-D