Deportes

Ciclismo sobre nieve: Milán-San Remo 1910

1925 CXchamps
Eugène Christophe compitiendo en ciclocross. (DP)

Es el 3 de abril de 1910 y el norte de Italia está siendo azotado por una corriente de frío ártico. En el paso del Turchino, cruzando los Apeninos, un ciclista avanza penosamente sobre la nieve al límite de sus fuerzas, arrastrando los pies mientras se apoya en la bicicleta, cuando sufre un desgarrador calambre abdominal y se desploma sobre una piedra al lado de la carretera. Exhausto por el esfuerzo y agarrotado por el frío no puede mover más que la cabeza de un lado al otro. No hay nadie presente que pueda socorrerlo. Su nombre era Eugène Christophe. Esta es su historia y la de Milán-San Remo.

Eugène Christophe nació en París el 22 de enero de 1885 y a los dieciocho años empezó a participar en competiciones ciclistas profesionalmente, tanto en ruta como en ciclocross, disciplina con la que sería uno de sus pioneros. En 1906 participó por primera vez en el Tour de Francia, finalizando en una muy prometedora novena posición. En 1909 se coronó como campeón francés de ciclocross y al año siguiente se inscribió por primera vez en la Milán-San Remo.

Milán-San Remo fue ideada por la Unione Sportiva Sanremese para reemplazar una decepcionante carrera automovilística siguiendo el mismo recorrido, y la organización corrió a cargo de la Gazzetta dello Sport, el diario deportivo italiano por excelencia. Siguiendo el ejemplo francés, según el cual las carreras importantes deben bien empezar o finalizar en París, en San Remo optaron por un recorrido llegando a la preciosa localidad de la Riviera italiana partiendo de la ciudad más pudiente del país, Milán. Para trazar la ruta a seguir debían cruzar los Apeninos septentrionales que separan el valle del Po y Milán de la rica costa del golfo de Génova y San Remo, y así se dio con el que sería el único obstáculo montañoso de la carrera: el paso del Turchino.

De inmediato la carrera se erigió como una de las pruebas más duras de su tiempo. La primera edición se celebró el 14 de abril de 1907 y ya entonces el clima fue adverso. Con lluvia y frío, solo treinta y tres de los sesenta y dos ciclistas que se inscribieron iniciaron la carrera, de los cuales fue el vencedor el francés Lucien Petit-Breton, completando la carrera en poco menos de once horas. El año siguiente el vencedor sería el belga Cyrille van Hauwaert y en 1909 completaría la carrera en primera posición Luigi Ganna, originario de Induno Olona, a sesenta kilómetros de Milán.

Llegamos al 3 de abril de 1910. El clima, que ha sido benévolo en los días anteriores a la carrera, ha dado un giro brusco y es ahora decididamente frío, sumado a un viento gélido que azota a los sesenta y tres ciclistas que se agrupan en la línea de salida en Milán a las seis de la mañana, entre ellos los vencedores de los dos años anteriores, van Hauwaert y Ganna, junto a Eugène Christophe, el protagonista de nuestra historia. Se da la señal de salida y los ciclistas arrancan.

Al poco de partir corre la noticia entre el pelotón de que una fuerte nevada ha empezado a caer en el paso del Turchino y su travesía parece imposible. Son varios los ciclistas que deciden abandonar la carrera en ese momento, dando la vuelta para volver a Milán. El resto de participantes, no obstante, solo tiene los ojos puestos en la victoria, especialmente van Hauwaert, que lanza repetidos ataques hasta lograr descolgarse y llegar a Ovada, ya a las faldas de los Apeninos, con tres minutos de ventaja sobre el segundo ciclista, Octave Lapize, cuatro sobre Ganna y diez minutos por delante de Christophe.

Al acercarse a los Apeninos las carreteras no son tales sino caminos de tierra, ahora una mezcla de lodo y nieve que dificulta en extremo el avance y la ventisca se intensifica hasta el punto en que los ciclistas empiezan a temblar sobre las bicicletas. Llegados a Masone, ya a solo 3.3 kilómetros del paso del Turchino, las condiciones son tan horrendas, la nieve tan abundante y el viento tan feroz, que la treintena de participantes que aún siguen en la carrera se ven obligados a bajar de las bicicletas y empujarlas al ser imposible el avance pedaleando sobre ellas. Christophe pronto empieza a deteriorarse. Los dedos de sus manos están rígidos, no siente los pies, tiene las piernas agarrotadas y el tiriteo se aproxima a la convulsión. Sin embargo abandonar no es una opción. Sigue adelante.

Van Hauwaert, el belga campeón de la edición de 1908, cruza el paso del Turchino en primera posición. Lapize ha abandonado antes de coronar el puerto, siendo segundo Christophe, aún a diez minutos, y cayendo Ganna a la cuarta posición, ya a veintidós minutos del líder.

Al poco de coronar Christophe alcanza a van Hauwaert a la salida de un túnel, con la bicicleta en su mano y un abrigo cubriéndole los hombros. Le dice el belga al francés que ha decidido abandonar la carrera, dejando al segundo más que contento y así, con la victoria entre ceja y ceja, empieza el descenso por el otro lado de los Apeninos.

Ciclista cruzando el paso del Turchino en la edición de 1910. (DP)
Ciclista cruzando el paso del Turchino en la edición de 1910. (DP)

La nevisca del norte de la cordillera es aquí reemplazada por un cielo despejado, si bien el frío sigue siendo intenso y la nieve cubriendo la carretera supera en tramos los veinte centímetros de espesor. Christophe se ve forzado a subir y bajar de la bicicleta constantemente, tornándose la prueba de golpe en algo muy parecido al ciclocross, disciplina en la que aventaja a todos sus competidores, pero el esfuerzo le pasa factura. De repente sufre un punzante calambre abdominal y no puede avanzar más. Se desploma sobre una roca en el lado izquierdo de la carretera y, paralizado por el frío y el agotamiento, fija la mirada en una casa a lo lejos en la que podría ser auxiliado, pero sabedor de que es incapaz de llegar hasta la misma. Ajeno al peligro que corre, piensa en la victoria que se le escapa, la gloria evaporándose, el botín escabulléndose entre sus dedos.

Su mente empieza a nublarse cuando se da cuenta de que un hombre se le acerca y le habla en italiano, idioma del que Christophe apenas conoce unas pocas palabras. Al no poder mover más que su cabeza, dirige la mirada hacia la casa lejana y murmura casa. El hombre comprende, lo ayuda a incorporarse y lo lleva hacia allí, el francés con un brazo sobre él y el otro en la bicicleta.

La casa resulta ser una pequeña posada y el dueño de la misma, al ver a Christophe en tan mísero estado, de inmediato lo desnuda y cubre con una manta. Este murmura acqua caldo [algo así como agua caliento] mirando en dirección a las botellas de ron. Al poco empieza a recuperar la movilidad y empieza a llevar a cabo pequeños ejercicios. Cuando considera que está lo suficientemente repuesto, decide volver a salir, pero el dueño se niega enfáticamente señalando al exterior de la ventana; la nieve vuelve a caer afuera y salir en bicicleta es prácticamente un suicidio. Al poco van Hauwaert entra a la posada, tan helado que nada más entrar corre a poner sus manos sobre el fuego. Le sigue algo después Ernest Paul, tercero en la carrera, tan conmocionado que ha perdido un zapato por el camino y no se ha dado cuenta.

Christophe está pegado a la ventana y cuenta pasar lo que parecen ser cuatro ciclistas, o por lo menos cuatro montones de lodo, y le dice al dueño de la posada que tiene que volver afuera y en principio recibe una rotunda negativa, aunque al final acepta a regañadientes cuando Christophe le dice que ha decidido abandonar y va a ver si alguien lo puede llevar hasta San Remo en coche o por lo menos dejarlo en la estación de tren más próxima.

Por supuesto esa es la última de sus intenciones. Christophe vuelve a la carrera y ora pedalando, ora andando, continúa su arduo camino puerto abajo, con las condiciones metereológicas mejorando a cada metro de descenso. Aún no lo sabe con certeza, pero efectivamente las cuatro figuras que había contado pasar desde la posada eran ciclistas, poniéndolo en quinta posición. Pronto adelanta a dos de ellos y llega al control abajo del puerto justo cuando lo deja Ganna, el vencedor de la edición del año anterior. El terreno es ahora llano, el Mediterráneo se extiende a su izquierda, la temperatura es mucho más agradable y Christophe se ve repleto de fuerzas; al poco alcanza y supera a Ganna, para hacer después lo propio con el líder, Pierino Albini. Pedalea con determinación y llega por fin al control de Savona, a noventa y ocho kilómetros de meta. El gentío esperando a los ciclistas está confundido en primer lugar porque llega un ciclista en solitario y en segundo lugar porque no lo conocen. Esperaban a uno de los italianos, o quizá a van Hauwaert, pero Christophe es aún desconocido en Italia.

Al volver a ponerse en marcha tras el control Christophe es ya imparable: la idea de cruzar la meta en solitario, tras el suplicio por el que acaba de pasar, le sirve de combustible con el que volar sobre la carretera, ahora ya en llano hasta la meta, que cruza pasadas las seis de la tarde.

Luigi Ganna finaliza treinta y nueve minutos después pero será posteriormente descalificado al conocerse que hizo parte del trayecto montado en coche. El que finalmente será segundo es Giovanni Cocchi, que llega a una hora y un minuto de Christophe, tercero es Giovanni Marchese, con dieciséis minutos adicionales de retraso, y el último en completar la carrera es Enrico Sala, a dos horas y seis minutos del vencedor. Van Hauwaert y Paul, sus dos compañeros de morada, han abandonado la carrera como tantos otros. Solo cuatro de los sesenta y tres ciclistas que partieron de Milán han logrado llegar a meta por sí mismos.

El ciclismo ha cambiado mucho desde entonces, aunque no tanto Milán-San Remo, considerada a fecha de hoy uno de los cinco monumentos del ciclismo junto al Tour de Flandes, París-Roubaix, Lieja-Bastoña-Lieja y el Giro de Lombardía, las más prestigiosas pruebas de un día. La organización de la prueba siempre ha intentado mantenerse lo más fiel posible al recorrido original, con lo cual apenas se han incorporado cambios excepto en su parte final, con la adición de dos cortas pero exigentes cotas cerca de meta, el Poggio y la Cipressa. Con 298 kilómetros de distancia, es la carrera de un día más larga del circuito profesional.

Dos nombres sobresalen en cuanto a palmarés, el primero Constante Girardengo, que logró entre 1917 y 1928 hacer podio once veces, seis de ellas con victoria. El segundo es, cómo no, Eddy Mercx, el extraordinario ciclista belga apodado el Caníbal, un gran aficionado a la prueba y que venció en siete ocasiones. 

Tras cruzar la meta victorioso en San Remo, Eugène Christophe fue ingresado durante un mes en el hospital para recuperarse de la congelación en sus manos y el daño que el frío había causado a su cuerpo. Tuvieron que pasar dos años hasta que volvió al estado de forma anterior a ese domingo.

Eugène Christophe
Eugène Christophe. (DP)

En 1912 participó en el Tour de Francia, donde fue el ciclista más fuerte consiguiendo tres victorias de etapa, incluyendo una tras una escapada en solitario de 315 kilómetros, una auténtica barbaridad nunca igualada. Finalmente, no obstante, terminó en segunda posición, al ser entonces el vencedor decidido por un sistema por puntos que le perjudicó. Al año siguiente la organización volvió a la clasificación por tiempos que continúa a día de hoy.

En 1913 Christophe estaba en muy buena posición para ganar el Tour de Francia. Iba escapado en los Pirineos con dieciocho minutos de ventaja sobre el segundo en la clasificación general cuando la horquilla de su bicicleta se rompió. Por aquel entonces los ciclistas tenían negada cualquier ayuda externa y eran los responsables de reparar sus propias bicicletas, de modo que llorando de rabia, sabedor de que la carrera se le escapaba de nuevo, anduvo durante dos horas con la bicicleta al hombro hasta una forja y se puso a reparar la horquilla de marras, lo que llevó tres horas más. Podría haber abandonado pero no lo hizo: continuó hasta finalizar la etapa y completó el resto del Tour logrando una muy meritoria séptima posición.

Su carrera como ciclista quedó paralizada por la Primera Guerra Mundial, en la que participó siendo parte de la infantería ciclista. En 1919 volvió al Tour, donde fue el primer portador del maillot amarillo, novedad ese año para identificar al líder de la clasificación general que continuaría en la carrera hasta fecha de hoy. Si bien es un gran honor para el portador hoy día, Christophe confesó posterioremente que detestó llevar el maillot amarillo entonces, ya que los espectadores se mofaban de él y le gritaban que parecía un canario. No duraría mucho con él, ya que terminaría el Tour en tercera posición. Siguió volviendo a la carrera, sin éxito, aunque sí cosechó victorias en el terreno del ciclocross y en prestigiosas carreras de un día como la París-Tours y la Burdeos-París por partida doble.

En 1965, contando ochenta y un años de edad, recibió la medalla de vencedor del Tour de Francia de manos de Jacques Anquetil, el gran campeón francés. Cinco años después Eugène Christophe falleció en la comuna parisina de Malakoff, donde nació y residió toda su vida. Su victoria en Milán-San Remo es todavía, por supuesto, la más lenta jamás conseguida con doce horas y veinticuatro minutos de sufrimiento, épica, esfuerzo y determinación.

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3 Comments

  1. No soy aficionado a seguir las competiciones ciclistas, una actividad deportiva que me hace pensar que los italianos (y supongo tantos otros europeos) nacen, primero con pañales que reemplazan luego con los sillines. Después del “calcio” es el deporte más difundido y accesible a todos, ya que lo único que se necesita es vigor físico y determinación, pero es sorprendente ver últimamente, al menos donde vivo, cuántas niñas y adolescente mujeres participan. Una sorpresa inesperada verlas pedalear con obstinación. Personalmente he encontrado aburrido seguir las carreras donde el ochenta por ciento del tiempo se emplea en ver monótonas columnas de corredores, y solo llegando a la meta encuentro algo de emocionante al ver los límites corporales a los cuales los participantes se someten con esos movimientos imposibles de sus cuerpos. La fuerza de la naturaleza desatada. Impresionante. Como decía, no sigo estos eventos, pero leo en JD todas las narraciones de estas carreras porque siempre tienen una componente heroica, de hazaña épica, de redención porque la mayoría de los corredores son gente de pueblo desconocida, humildes, y esto da más calidez a los hechos históricos. Son emocionantes. Me permita sugerir que esa estadía momentánea en una casa de montaña, con un desinteresado anfitrión que da cobijo a un exhausto y casi moribundo corredor que ve pasar “lo que parecen cuatro ciclistas o por lo menos cuatro montones de lodo” (qué frase magnifica) merece, decía, un capítulo aparte porque, de una lucha a campo abierto donde prima el esfuerzo físico se pasa a un confinamiento del cual el personaje no sabe cómo liberarse. Y me atrevo a suponer que cuando pido “acqua caldo” tenía en mente el aguardiente. Muy buena lectura. Graciad.

  2. Y hablando de chicas en bicicletas, que junto a la escritura, al fútbol y el dulce de leche son unas de las mejores invenciones del hombre…

    LA SALUD DE LA ZORRA … Y LAS UVAS

    La vida y la buena salud
    se me van detrás de una muchacha
    que pasa lenta en bicicleta
    con escote que seguramente esconden
    profundos y perfumados valles…
    suda,
    jadea,
    se esfuerza con lenta cadencia…
    mientras sus caderas rozan el aire,
    su respiro acompasado y apenas
    esforzado entre tanto sus piernas…
    pedalean…
    pedalean…
    Y yo me quedo pegado al cigarrillo
    pensando que tarde o temprano,
    si no lo largo y practico algún deporte,
    este vicio terminará por hacerme daño.

  3. Vaya épica!!! Me recuerda a la primera vuelta a Binefar en la que participé.

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