A veces a favor y a veces en contra, la contemplación del cielo ha generado su propia estética en todo lo que va de Ruskin a Waugh y de Lorca a la Gran Guerra.
Siempre hemos buscado lecturas morales del amanecer y del crepúsculo: sin ir más lejos, la propia marca comercial de seguros Ocaso se erige como poco sutil recordatorio de la fugacidad de las cosas y, en consecuencia, de la conveniencia de suscribir una póliza. A buen seguro, tal apropiación mercantil del sol poniente no hubiera dejado de parecerle adecuada a Evelyn Waugh: al contrario que a Thoreau, la contemplación del «sol reflejado en una nube llorosa» no le recordaba precisamente al «jardín de las Hespérides». Véase que, tras describir con demorada pluma los fastos del atardecer sobre el Etna, allá en Sicilia, concluye que «nunca he visto, ni en el arte ni en la naturaleza, un espectáculo más repulsivo».
En verdad, como afirma Paul Fussell, la apreciación del cielo es «un desarrollo» estético «muy tardío», pero no es casual la postura de Waugh: el esnobismo siempre ha llevado muy a las malas esta cohetería celestial repetida a la mañana y a la noche. Es una hiperestesia demasiado obvia. Es una belleza tediosamente convencional y —por si fuera poco— es gratis. Y, como el sexo o los huevos con chorizo, su placer y su emoción están al alcance de casi cualquiera. Ya Ruskin había dicho que «el cielo es para todos» y, de modo inevitable, Wilde cargará su contemplación con la acusación más temible: sentir arrobos y transportes ante, por ejemplo, las nubes de la atardecida, sería cosa anticuada y filistea, un delito de pretensión solo propio de nuevos ricos del espíritu.
Pese a los esfuerzos del escepticismo, el alba y el ocaso han mantenido sin embargo algún prestigio entre las gentes. Quizá ya —sociedades urbanas como somos— no utilizamos los signos del cielo a los efectos de la predicción meteorológica, pero en los siglos XX y XXI no han faltado peregrinos para contemplar el «esplendor blanco» del alba whitmaniana o esos soles que, al decir de la Dickinson, se retiran «tal si hubiera pasado una duquesa». En su guía para la contemplación de las nubes, Pretor-Pinney nos habla de los lugares más codiciados por los amateurs del asunto: Kenia, la costa oeste de Irlanda, el Uruguay, las islas griegas o —ante todo— Antillas menores como Santa Lucía, donde alba y crepúsculo tendrán la rapidez de un telón. Ahí suma puntos ver las mayores excentricidades de la bóveda celeste, notablemente ese «rayon vert» que —dice Pretor-Pinney— no es sino «el santo grial» de la pirotecnia del cielo. Por supuesto, entre rompimientos de gloria y altocúmulos de delicada carnadura, la ciencia ha ayudado a despejar los misterios de la física poética de alba y ocaso, y ahí no ha faltado quien lamentara este despojamiento del misterio, como el Keats que reprochaba a Newton haber dado explicación al arco iris. En todo caso, ya se sabe: «cuando vamos en busca de la luz púrpura, es conveniente mirar por el rabillo del ojo».
Más allá de entusiastas, sin embargo, la estética contemporánea no iba a ser mucho más grata que Waugh y Wilde con la salida y la puesta del sol. Es en el amanecer cuando Paul Celan bebe «la leche negra» del humo de los campos de concentración. T. S. Eliot, con «la niebla marrón» de sus mañanas, dejará atrás cualquier resabio idílico-pastoril. Y nuestro Lorca ve, en la aurora de Nueva York, a «gentes que vacilan insomnes / como recién salidas de un naufragio de sangre». Durante buena parte del siglo XX, en efecto, la vieja alba «de rosados dedos» se identificará más bien con las multitudes, con una desolación poshumana, cuando no —directamente— con los paseos o con los pelotones de fusilamiento. Más prosaico, el galicinio también será la hora de derrota de «el último de la fiesta», apenas como una naturaleza muerta o un muestrario de las «pistas forenses» que, escribe Dewdney, nos dejó la noche: los cristales rotos de un escaparate, las botellas de alcohol o la vomitona de un borracho. Incluso cuando Larkin retoma el género —primero clásico, luego medieval— de la albada, su sufrimiento no será el de los amantes obligados a aflojar su abrazo, sino el malestar urbano e insomne de quien, ante el nuevo día, ve «imposible / toda pregunta excepto esas de cómo, dónde / y cuándo moriré».
Tan contemporánea, la deploración del alba no deja de ser un mentís a la tradición que, desde las fugas de luz de Claudio de Lorena, había entrevisto en amaneceres y crepúsculos el vislumbre de una cierta belleza sublime, infinita, inaprensible. Toda la lírica romántica, de Wordsworth a Blake, buscará símbolo y significación en el renacimiento de la amanecida o en las connotaciones sugestivas de aquello que antes llegó a llamarse «prima noche». Siempre de la mano de Wordsworth, Ruskin será su adalid: en sus Pintores modernos, con capítulos tan expresos como «Del cielo abierto» o «De la verdad de las nubes», el sumo pontífice de la estética victoriana nos dice que los efectos del cielo han sido previstos por su Creador y Hacedor para nuestro gozo e instrucción moral. «El cielo», escribe, «nos habla al corazón»: «casi humano en sus pasiones, casi espiritual en su ternura, casi divino en su infinitud», no parece sino una pedagogía divina para «la perpetua consolación y elevación» del alma. Hombre quisquilloso, Ruskin no podía limitarse a alabar los cielos: también tuvo que lamentar cómo dejamos pasar albas y ocasos «sin contemplación y sin lamento», pese a ser «la parte de la creación en la que la naturaleza más ha hecho para complacer al hombre».
Era asimismo natural que, crítico del arte al fin y al cabo, Ruskin repartiera bendiciones e hisopazos a los intérpretes artísticos del levante y el poniente. Y es ahí donde les dará un salvoconducto de modernidad: tras una alabanza obligada y formularia a Claudio de Lorena y una condena de la escuela holandesa de Albert Cuyp —«¿cómo alguien que se llama a sí mismo pintor puede imponer tal cosa al público?»—, el magno esteta concluye que los fenómenos del cielo son asunto «demasiado delicado y espiritual para los viejos maestros». Su mejor exégeta será ese Joseph Turner cuya idea era «pintar la luz misma»: por la mañana o por la noche, en sus lienzos y acuarelas podemos apreciar, con los Goncourt, «un oro fundido, con una disolución de púrpura en ese oro». ¿Alba o crepúsculo? En una de sus novelas, Hardy nos habla de un alba que «se parecía al ocaso como la infancia se asimila a la vejez». Existe, por tanto, cierta ambivalencia entre los expertos. Como sea, la huella ruskiniana será tan intensa que cuando los guardias —1910— detienen al Barón Corvo errante por el Lido, este afirma, con toda naturalidad, que no está más que «estudiando el alba».
Hay un tipo de hombres, sin embargo, que miraron al cielo con una intensidad inaccesible para un Corvo o para un Ruskin. Vivieron hace un siglo, y tal vez tengan algo que decirnos. Son esos soldados de la Gran Guerra a quienes, allá en las trincheras, «solo el cielo podía decirles que no estaban ya en una fosa común». Fussell lo cuenta tan bien como acostumbra: en los campos de Flandes, el suelo llano no dejaba de propiciar una dramaturgia particularmente elocuente de los cielos, y la incertidumbre de sus nubes cambiantes abonaba los efectos más extraordinarios. «Nunca he conocido vistas más gloriosas del alba o del ocaso que las de aquí», refiere Hugo Quigley. Y Sassoon, uno de los war poets del canon, reconoce que esa fascinación era «uno de los rasgos redentores» de la contienda.
También eran, amaneceres y crepúsculos, uno de sus momentos más solemnes: «desde las dunas del mar hasta las montañas», de Bélgica hasta la frontera con Suiza, las tropas de ambos mandos formaban precisamente a la salida y a la puesta del sol. Y en esos instantes, cuando «las trincheras nos cierran el paisaje y nos obligan a observar el cielo», había tiempo para sopesar una diferencia macabra: el contraste entre el esplendor de la naturaleza frente al horror de lo humano. «Al este, bombas británicas», apunta Blunden en sus Undertones of War, «al oeste, serafines y querubines». Sin duda, esas albas y esos ocasos fueron la última clemencia que muchos soldados iban a llevarse de este mundo. Quién sabe si, como Baruzi, también sintieron que ciertas intuiciones estéticas «nos ayudan a identificar los signos de un amor más sublime». En todo caso, para ellos la estrella de la mañana era algo de una seriedad sin ironías. Y hoy, cuando nos atrae más un comentario subversivo o esnob sobre la belleza que la misma belleza, admiramos en ellos algo que nos falta: poder enfrentarse a la belleza con unos ojos ausentes de sospecha.
Quisiera agregar un punto de vista poético de la polaca Wislawa (de nuevo disculpas por lo reiterativo, pero sucede que esta mujer habló de todo y no podían faltar los ocasos y amaneceres), una pesimista, de lo cósmico y de lo humano, pero con ironía y sonrisa. En su poesía “vista con un grano de arena” nos recuerda cómo nos inventamos cosas para nuestra subsistencia física y espiritual sin que a nadie le importe…. “Y todo esto bajo un cielo por naturaleza sin cielo, donde el sol se hunde por las tardes sin hundirse de hecho, y se esconde sin esconderse detrás de una nube ignara. El viento la deshace sin otro motivo que aquel de soplar únicamente. Pasa un segundo, otro segundo, un tercer segundo. Tres segundos. Pero solo nuestros. El tiempo pasó como un mensajero con una noticia urgente. Pero es solo un parangón nuestro. Inventado el personaje, ficticia la prisa y la noticia humana. Muy buena lectura. Gracias.
Por mi parte prefiero más esos amaneceres y ocasos, rojos como la cresta del gallo que sin saber nada sobre los husos horarios, decide de que es hora de comenzar a picotear el dia, cantarlo y empujar el dia para el otro lado.
Bravo.