Existe una librería en el número 261 de la avenida Columbus que emerge sobre el tiempo y soporta los embates de la digitalización de contenidos y la masificación del mercado editorial. La avenida Columbus es una larga calle de San Francisco repleta de pequeños comercios y callejones. Y City Lights Books es mucho más que una librería. Es una luz que orienta desde hace más de medio siglo la ciudad. Bien podría pasar desapercibida: en la calle abundan los cafés, las tiendas de tarot, los restaurantes italianos y los locales de tatuajes, todos bajo la sombra aguda del rascacielos de la Pirámide Transamérica, tan cerca del distrito financiero como del puerto de la bahía y su famoso puente. Sobrevive en esta avenida el viejo acento de otra época: son edificios bajos, con un aire europeo, y todo el mundo sabe que City Lights está allí.
Que lo sepa todo el mundo (y aquí «mundo» es literal) tiene que ver, claro, con el hecho de que esa librería lleva más de cincuenta años en el mismo sitio, pero sobre todo es conocida porque se trata del hogar de Lawrence Ferlinghetti, quien a sus cien años ha navegado contra la marea del siglo XX y ahora contempla el XXI desde su ventana como quien presencia una tempestad.
A muchos, en España, el nombre de Lawrence Ferlinghetti les resulta todavía hoy desconocido, a pesar de tratarse de una figura clave para comprender buena parte de la contracultura, primero, y de la cultura literaria a secas, finalmente, del siglo pasado en los Estados Unidos (y, por extensión, en buena parte de Occidente). Y a pesar de que se trata de uno de los poetas más leídos del mundo.
Seis años antes de la apertura de City Lights, en 1947, la poeta Madeline Gleason había convocado un Primer Festival de Poesía Moderna en la ciudad, que sirvió para llevar a San Francisco una muestra de la experimentación que la poesía había estado respirando durante las dos décadas anteriores en Europa. Aquel festival sirvió para aglutinar a los artistas de la ciudad en torno a lo que se ha conocido después como el Renacimiento de San Francisco. Poetas como Kenneth Rexroth, principalmente, agitaron el ambiente y City Lights nació para convertirse en el lugar de encuentro de toda aquella generación: una plétora de nuevos poetas y otros artistas que se acercaron atraídos por dicha agitación. Más un centro cultural alternativo que una mera tienda de libros. Allí se podía estar, charlar y leer sin gastarse un centavo hasta bien entrada la noche. Nada que ver con las librerías convencionales, que cerraban a las cinco de la tarde y funcionaban como cualquier otro comercio. El éxito fue tal que Ferlinghetti puso en marcha una publicación periódica homónima para recoger y preservar los trabajos de aquellos artistas. Empezaba entonces a demostrar un ojo comercial que lo convertiría de librero en un editor de referencia.
A continuación, la propia revista dio pie a una línea editorial, la Pocket Poet Series. Una colección de libros pequeños y muy baratos, pensados para ser asequibles y portátiles, para poder ser leídos mientras uno esperaba que empezase el concierto de jazz o en el autobús de camino a las playas de la Baja California. Se conoció como la «revolución de la tapa blanda». Esta forma de edición, tan habitual hoy (aún más en la publicación de poesía), fue verdaderamente rompedora en una época en que los libros estaban todavía considerados objetos perdurables y prestigiosos con tapas duras, ribetes dorados en alto relieve y nombres avalados por la crítica. Solo la ciencia ficción y otros géneros entonces considerados populares, o directamente «menores», empleaban estos usos. Lo que allí ocurrió no solo presentaría una poesía diferente a todo lo conocido, sino que consolidaba una forma nueva de afrontar la edición literaria. Ferlinghetti descendió la poesía de su altar a la calle, en diversos sentidos, e inauguró la colección con sus primeros textos, bajo el título Pictures from the Gone World (Retratos del mundo perdido): los poemas de su paso por la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial. Esta colección se haría escandalosamente famosa en todo el país debido al cuarto de sus títulos, uno de los más importantes del siglo XX, pero antes de llegar a ese momento, es necesario comprender de dónde venía y por dónde había pasado Lawrence Ferlinghetti.
Un huérfano en Nagasaki
Ferlinghetti no llegó a conocer a su padre, su madre fue internada en un psiquiátrico antes de su primer año. Aquel huérfano pasó su primera infancia dando bandazos. Se ocupó de él una tía primero, con quien vivió un tiempo en Estrasburgo, y pasó temporalmente por un orfanato tras su regreso a Nueva York, su ciudad natal, a los cinco años. Fue por fin acogido por una familia que le dio estabilidad y se asentó hasta acabar la carrera de Periodismo en Carolina del Norte. Su futuro parecía por fin orientado: la prensa deportiva.
La guerra, sin embargo, iba a cambiarlo todo.
Cuando en Europa se desencadenó la masacre, Lawrence, que aún usaba el apellido Ferling, acortado por su padre al emigrar a los Estados Unidos, tomó una decisión radical y se alistó en el ejército. Tras una serie de tareas menores durante la primera etapa de la guerra, fue enviado a Normandía a bordo de un cazasubmarinos, como escudo marítimo para la toma de la costa francesa y la invasión posterior.
Una vez el frente europeo estuvo bajo control, quiso el destino que fuera enviado al frente del Pacífico y desembarcó en Nagasaki seis semanas después de que Bockscar, el gemelo no tan famoso del Enola Gay, hubiera sembrado su hongo fatal sobre los japoneses. Lo que allí vio el joven soldado trastornó su razón, sus ideas y su mirada para siempre. Se convirtió entonces en un ferviente antimilitarista, un activista por la paz. Empezó a escribir sus postales del mundo perdido, que publicaría seis años después, en plena eclosión cultural de San Francisco, una vez establecida su librería. Antes, viajaría de nuevo a Europa, la tierra de sus padres (ella, franco-portuguesa sefardita; él, italiano), quién sabe si tratando de reencontrarse con algo de su memoria. Desde luego, visitó sobre todo Italia y Francia. Se enamoró también de España, donde pasó algunas temporadas: de Sorolla, de Granada, de Lorca y de Goya. España dejó una huella perdurable en muchos de sus textos. Empezó, además, a pintar. Todos estos lugares fueron incluidos en esos primeros poemas que iba componiendo mientras ampliaba sus estudios en Columbia y la Sorbona, gracias a los préstamos a bajo interés concedidos a los veteranos de guerra por el Tío Sam. Aquella vida bohemia y hermosa, que pudo vivir tras la guerra en Nueva York y París, se mezcla en los poemas con el horror contemplado. En uno de ellos dice con ironía y un tono apelativo hacia el lector que ya nunca abandonará: «La vida es un lugar hermoso / donde nacer / si no te importa que alguna gente muera / todo el rato / o pase un hambre mortal / parte del tiempo / lo cual no es ni la mitad de malo / si no eres tú».
La chispa de una revolución
A su vuelta de Europa, Selden Kirby-Smith y él se instalan en San Francisco. Se han conocido durante el viaje en barco hacia Francia y no van a separarse hasta que ella fallezca treinta años más tarde, en 1976. A Ferlinghetti ya le ronda por la cabeza la idea de montar una librería. Algo tranquilo, que le permita leer sin demasiado ajetreo. No sabe todavía la que se le viene encima. Mientras, durante los años cuarenta, se había estado cociendo un movimiento al otro extremo del país: podría ser considerado un movimiento literario, pero fue algo mayor: fue un terremoto moral. Es en 1945 cuando se conocen Allen Ginsberg, William Burroughs y Lucien Carr. Se les unirán Jack Kerouac y Herbert Huncke. Más tarde, Gregory Corso. Esto sucede en Columbia, el mismo lugar en que el propio Ferlinghetti está terminando sus estudios de literatura. Pero no van a conocerse. Aún no.
Ese núcleo, al que pronto entrará Neal Cassady, es la raíz de lo que dará en llamarse la generación beat, faro y voz de los futuros hipsters y origen de sus consecutivos hippies y yippies. Por influencia de Burroughs, se interesan por los bajos fondos, por las drogas. Están convencidos de que es necesaria una «nueva visión» de la realidad. Reaccionan contra el academicismo, contra la autoridad, empiezan a radicalizarse. Ginsberg pasa una temporada entre rejas y allí conoce a Carl Solomon, el protagonista y catalizador de su gran poema Aullido. Son vitalistas y aspiran a ser más libres de lo que las convenciones sociales de la sociedad conservadora, moralista y reaccionaria devenida tras la Segunda Guerra Mundial está dispuesta a tolerar. Exploran otras religiones, viajan sin detenerse, aceptan cualquier idea y le dan la vuelta, adoran el bop y el jazz. Son inteligentes, incluso ingenuamente sabios. Se disponen a atravesar el mismísimo corazón del país, física y espiritualmente. Propugnarán el amor libre, rechazarán que el trabajo sea el centro de la experiencia humana, despreciarán la función del consumo como vertebrador del orden, construirán su propio pensamiento libertario: sin saberlo, serán la primera ficha de un dominó que culminará en la explosión social de los años sesenta. Pero aún falta más de una década para aquello. De momento, escriben. Burroughs, El almuerzo desnudo; Kerouac, En la carretera; Allen Ginsberg, Aullido. No ha pasado casi nada. Aún no.
En octubre de 1955, en cambio, durante una lectura poética en la Six Gallery (en realidad, un taller mecánico reconvertido), se encuentran los neoyorquinos, salvajes como niños en verano, y los efervescentes californianos. Ginsberg recita con su inconfundible prosodia por primera vez su Aullido. No hay más de treinta personas, según unas versiones, y hasta cien, según otras. Todo el que es alguien en la vida cultural de San Francisco está allí escuchando. Al grupo de Kerouac, Ginsberg y Ferlinghetti se incorpora entonces Gary Snyder. La brutal honestidad, el ritmo endiablado del verso libre, su sonoridad litúrgica, las imágenes irracionales y pornográficas provocan en quienes escuchan el poema la devastadora sensación de que algo nuevo y desnudo acaba de ponerse en pie. Como todos los instantes decisivos, una vez que suceden, no parece posible volver atrás, y todo lo que queda atrás se vuelve repentinamente obsoleto.
A la mañana siguiente, Ferlinghetti pide el manuscrito a Ginsberg para publicarlo. Será el cuarto volumen de la Pocket Poet Series: ahora sí, los Estados unidos están a punto de conocer a los beat.
Lo que viene después es historia y jurisprudencia. La primera edición pasa relativamente desapercibida, aunque sus mil ejemplares se agotan rápidamente gracias a la fama adquirida por Ginsberg tras su lectura en la localidad. La segunda, en cambio, debido a que es impresa en Inglaterra y enviada por barco, acaba decomisada por la policía aduanera. Ferlinghetti es detenido una mañana de 1956. Se le acusa de publicar material inmoral y lascivo.
La Unión Americana por la Defensa de las Libertades Civiles se ocupará de la defensa. Sobre todo es el peliagudo asunto de la explícita homosexualidad del poema el verdadero conflicto, si bien la mención permanente a las drogas, la explicitud de la locura y la denuncia del trato salvaje a que se somete a los locos en las instituciones psiquiátricas, la oscura y sórdida imaginería irracional, su violencia animal casi incomprensible para lectores cuya idea de la poesía estaba anclada en una dulcificación romántica de las emociones, la desesperación suicida del yo poético… ayudan a que el libro sea un escándalo. Por supuesto, el juicio resulta una publicidad impagable. Tan pronto los medios dan voz a la corte, que se convierte en un verdadero debate académico sobre los límites y el alcance de la poesía y, por extensión, del arte, el libro alcanza todos los rincones del país. Y con él, surge el creciente interés de toda una generación que se encuentra atada a una moral que ya no le pertenece por ese grupo de beat, de outsiders, que con tanta claridad señalan una «nueva visión» de las cosas. El juicio, por lo demás, lo gana Ferlinghetti y sienta precedente sobre la interpretación de la Primera Enmienda, abriendo el camino para la publicación de otras obras «inmorales», por ejemplo, de Henry Miller, D. H. Lawrence o el propio Burroughs.
La poesía ha cambiado, la edición ha cambiado, los derechos civiles llevan ya un tiempo situándose en el centro del debate del país entero. Los años sesenta están a la vuelta de la esquina y en San Francisco, Ferlinghetti ha clavado una bandera de libertad.
Cincuenta años más de activismo poético
El sueño del joven veterano Lawrence Ferlinghetti de una vida sencilla se desvanece. Desde su labor librera y editorial, pero sobre todo desde su poesía y su pintura, se convierte en una voz reconocible de la lucha por la igualdad y contra la injusticia. Sucesivamente, poema a poema, va articulando en cada libro un discurso en defensa de la justicia social. Su discurso abiertamente libertario impugna el modo de vida americano y una hipocresía moral que hoy se convertido en solo un tópico. Sin embargo, su obra no se limita al ámbito de lo político o lo ideológico. Muy al contrario, Ferlinghetti, como toda la generación beat, aspira a una comprensión que escapa de lo material. Su poesía contiene, además, una mirada esencialmente contemplativa, capaz de construir por un lado un impeachment poético-sarcástico contra Eisenhower a causa de Vietnam, mientras por otro se deslumbra con la visión llena de beatitud de dos pescadores bajo un techo de gaviotas, o de los ancianos italianos en las plazas o con la inocencia de un perro que recorre el vecindario. La palabra más importante de su obra, pese a lo que pueda parecer, no es «justicia» ni «revolución»; pues abarca tanto la dimensión estética como la espiritual, la palabra es, por lo tanto, «luz». La luz del poeta y la luz del pintor. En la luz, la espiritualidad entronca con la belleza y la razón. Un afán de trascendencia que parte de lo cotidiano, o bien de lo concreto, para elevarse hacia lo divino, que entiende lo divino en tanto amor. «La poesía es un asalto a lo inarticulado», dirá. Pero «la poesía debe ser un arte insurgente», dirá también. La lección que el Ferlinghetti poeta, el editor y el activista, el Ferlinghetti veterano de guerra y el bohemio, el beat irónico antihipócrita y el anarquista romántico que se declara heredero de Whitman, el ecologista y el pintor, hoy casi ciego a sus ciento un años, puede enseñarnos (si bien no parece que haya querido hacer tal cosa) es que el amor y la poesía son aspectos también de la política, y que la política es apenas la consecuencia del anhelo de un planeta lleno solamente de belleza. O dicho por él, en momentos distintos del mismo poema: «Espero / que el Águila Americana / extienda sus alas de verdad / […] que la Era de la Ansiedad / caiga muerta / […] que los amantes fugados de la Urna Griega / se alcancen mutuamente de una vez / y se abracen / y espero / perpetuamente y para siempre / el renacimiento de la maravilla».
magnífico artículo. muchas gracias
Excelente lectura, señor. Gracias
Que no se nos escurra la vida
por los sumideros de la costumbre,
porque los que todavía no han nacido
no se lo merecen, así traigan consigo
la moneda con la cara afortunada
pues hasta ese momento son con
o sin prueba contraria: inocentes.
Luego sí, educación, esa forma de amor
desinteresado que lleva a la justicia
diáfana y clara, como que uno más uno,
siempre estos, nos sus espejismos
será inevitablemente igual a dos
y el que quiera entender que entienda
y el que no… bueno, aquí y con humano
fastidio contenido recurriría a mi cultura,
la de las mujeres que me criaron y rodearon
y la de los libros de los hombres, todos,
así hayan sido santos, heréticos o libertinos
… al amor rogando y a la palabra dando
maestro mío, ya ciego y viejo, aristocrático
con harapos que fue aedo y bibliotecario
Y a comenzar de nuevo sabiendo que,
a la larga, en la Historia como en el
el cine, siempre ganan los buenos.
Creo que así es más precisa.
Que no se nos escurra la vida
por los sumideros de la costumbre,
porque los que todavía no han nacido
no se lo merecen, así traigan consigo
la moneda con la cara afortunada
pues hasta ese momento son con
o sin pruebas contrarias: inocentes.
Luego sí, educación, esa forma de amor
desinteresado que lleva a la justicia
diáfana y clara, como que uno más uno,
siempre estos, nos sus espejismos fraccionarios
dará inevitablemente el resultado igual a dos.
Y el que quiera entender que entienda,
y el que no… bueno, aquí y con humano
fastidio contenido recurriría a mi cultura,
la de las mujeres que me criaron y rodearon,
y la de los libros de los hombres, todos,
así hayan sido santos, heréticos o libertinos
… “al amor rogando y con la palabra dando”,
maestro mío, ya ciego y viejo, aristocrático
con harapos que fue aedo y bibliotecario.
Y a comenzar de nuevo sabiendo que,
a la larga, en la Historia como en el cine,
siempre tendrán que ganar los buenos.
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