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Aparición y fuga

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Foto: Cordon.

La pintura se oculta, se asoma, aparece, se marcha, cambia de manos. Es la historia de miles y miles y miles de cuadros que nacen, mueren y resucitan. Hubo un tiempo en el que la obra pictórica no podía moverse, pues era demasiado grande; decoraba muros, retablos, capillas, y siempre estaba a la vista. La historia cambió cuando los artistas venecianos, en el siglo XV, empezaron a usar el lienzo y la pintura al óleo. Entonces la obra se hizo portátil y empezó a viajar, a esconderse, a reaparecer, a intercambiarse. Federico García Serrano, profesor en las facultades de Bellas Artes y Ciencias de la Comunicación de la Complutense, y autor de Arte viajero (Larousse), destaca que desde el lejano siglo en el que se hizo portátil se volvió pertinente, para los estudiosos del arte, plantear preguntas como: ¿por cuántas manos pasó este cuadro?, ¿cómo llegó hasta aquí?, ¿quiénes han sido sus dueños?, ¿cuál ha sido, en definitiva, su peripecia vital?

Hay infinitos relatos de aparición y fuga. En la primavera de 1887, por ejemplo, Van Gogh pintó El puente de Clichy en Asnières-sur-Seine, durante la etapa en la que vivió en París. A la muerte del artista, en 1890, el cuadro fue heredado por su hermano Theo, pero cuando en 1891 también este falleció, la obra pasó a su esposa, Johanna Van Gogh-Bonger, que la enviaría a Ámsterdam. En 1896 sería devuelta a la capital francesa para su venta. La adquirió el marchante Ambroise Vollard. En 1906 quedó en manos del coleccionista Cornelis Hoogendijk, quien se la llevó a La Haya. En 1911 Hoogendijk murió y su hermana, la señora Blaaderen-Hoogendijk, residente en Ámsterdam, se apropió de El puente de Clichy. En 1927 quedó en préstamo en el Stedelijk, museo municipal dedicado al arte moderno, donde permaneció durante dos décadas, hasta que en 1947 lo compró el galerista holandés E. J. van Huisseling. Transcurridos dos años, por intermediación de Knoedler & Co., de Nueva York, la obra de Van Gogh fue adquirida por unos coleccionistas de Chicago, el matrimonio McCormick, que la legó a sus hijos, que en 1965 la donaron al Chicago Art Institute.

Resultado de guerras, expolios, restituciones, movimientos patrimoniales, intercambios, crisis de familia, robos, subastas, transacciones, muchas son las obras que desaparecieron sin dejar rastro, bordearon la muerte y muchos años después regresaron, antes de que la historia las perdiese de vista de nuevo. El matrimonio Arnolfini jugó a nacer y morir varias veces desde que, en 1434, en Brujas, Jan van Eyck realizó el doble retrato por encargo del matrimonio. Lo siguiente que se supo de la obra fue que en 1516 estaba en manos de Diego de Guevara, cortesano de los Habsburgo y coleccionista, que pudo tener relación con los Arnolfini. Ese mismo año, Guevara le regaló a Margarita de Austria la pintura, que en 1530 heredó su sobrina, María de Habsburgo, que en 1556 se trasladó a España con parte de sus bienes, entre ellos la obra de Van Eyck. Murió en 1558 y el retrato se integró en la colección de Felipe II, en el Real Alcázar de Madrid. En 1700 apareció en el inventario real a la muerte de Carlos II, todavía con sus postigos. El documento lo situaba en el guardajoyas del Alcázar. En 1734 se salvó del incendio que asoló el edificio, pues la obra aparecería citada en 1744 en la testamentaría de Felipe V. En 1794, con Carlos III en el trono, el retrato permanecía en la colección de la familia real española, para entonces ya en el nuevo palacio de la plaza de Oriente. En 1813 integraría el botín con el que huyeron los franceses derrotados en la batalla de Vitoria. Por alguna razón, el cuadro no se incluyó en el lote que Wellington trasladó a Inglaterra, sino que quedó en manos de algunos de sus generales. Pero en 1816 la pintura apareció en Londres. El coronel James Hay se lo regaló al rey Jorge IV por mediación de Thomas Lawrence. Colgada durante dos años en Carlton House, la obra volvió a manos de Hay. En 1841, tras pagar setecientas treinta libras esterlinas en el mercado del arte, se la quedó la National Gallery.

Hombres y mujeres de distintas generaciones, destaca García Serrano, «usan las obras de arte, las poseen, las compran o las venden, las coleccionan, las exhiben o las esconden, las destruyen o las restauran». Gracias a la facilidad de la pintura para viajar, y sobrevivir a la distancia y el tiempo, a veces, incluso sin querer, la resucitan cuando se creía muerta.

Lo hizo en 2009 Gergely Barki, un investigador del Museum of Fine Arts de Budapest. Era Navidad y se encontraba en casa con su hija Lola. Les pareció buena idea ver una película infantil y eligieron Stuart Little, protagonizada por Hugh Laurie, Geena Davis, Jonathan Lipnicki y un pequeño ratón. En una escena de la película, que transcurre en el salón de la familia, Barki se fijó en que sobre la chimenea colgaba un cuadro que se correspondía con Mujer dormida con jarrón negro, de Róbert Berény, retrato de 1927 de su segunda esposa tendida en el sofá de casa junto a un jarrón negro, en estilo art déco, que se daba por desaparecido desde hacía décadas. En 1928 se había obtenido una fotografía en blanco y negro en la Mucsarnok Art Gallery de Budapest, en el que la obra estuvo a la venta durante algunas fechas. Ese año, presumiblemente un coleccionista de origen judío, adquirió la obra, más tarde sustraída por los nazis. «Al verla casi tiro a Lola de mi regazo. Mis ojos no lo podían creer», declararía Barki a The New York Post. La reconoció inmediatamente, a pesar de que solo la había visto a través de la fotografía en blanco y negro.

Apenas se recuperó del impacto, saltó del sofá, encendió el ordenador y se puso a escribir e-mails al personal de producción de Sony y Columbia Pictures. Dos años después respondió una ayudante de atrezo de la película. Decía que había comprado la pintura en 1998 por quinientos dólares «en una tienda de antigüedades de Pasadena, California, pensando que su elegancia de vanguardia era perfecta para la sala de estar de Stuart Little», explicaba Barki en una nota del diario The Guardian. Al final del rodaje, la escenógrafa conservó en su casa la obra de Berény. Acabaría vendiéndosela a un coleccionista privado que en 2014 la trasladó a Hungría. Allí, en una subasta en la galería Virág Judit, otro coleccionista de identidad desconocida pagó por ella 229 500 euros. Y la obra volvió a desaparecer.

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2 Comments

  1. Constantino

    Leonardo necesitaba modelos para pintar a Jesucristo y los doce apóstoles. El artista quiso empezar con Jesús, por lo que escogió a un adolescente, de cara inocente. Tardó demasiado, según su hábito, y siguió con otros modelos para representar al resto de apóstoles, dejando al más complicado, Judas, para el final. Tardó siete años en pintar a los once apóstoles y ningún rostro le convencía para Judas. Halló en un calabozo de Roma a sentenciado a muerte por asesinato, que le convino.La fama de Leonardo era tal que trasladaron al reo, cargado de cadenas, al estudio del pintor para que iniciara su trabajo. Mientras Leonardo trabajaba, el modelo le miraba en silencio. Cuando el maestro terminó y los guardias se iban a llevar al modelo de Judas para colgarlo, el hombre le dijo: ¿No me reconoces? Yo fui el joven al que hace siete años elegiste como modelo de Cristo.

    Lo que iba a contar era otra cosa, pero a ti también se te ha olvidado hablar de «Salvator Mundi».

  2. Los objetos extraviados han ejercido siempre fascinación en mí, pero las obras de arte aún más. No pierdo todavía la esperanza absurda de que los brazos de la Venus de Milo que, por las noticias que nos han llegado, en una de sus manos ofrecía la manzana de la discordia a dos divinidades envidiosas anden por ahí, tal vez a pocos centímetros bajo tierra. Los millones de rollos de papiros quemados en tantas bibliotecas es otro capítulo aparte. Me parece imposible que no se haya salvado ninguno. A pesar de que ha enumerado pocos “desaparecidos” la lectura ha sido amena, y sobre todo sugestiva, como el comentario anterior. Se podría realizar una película con tal inesperado final. Muy bueno y gracias.
    Ayer, si mal no recuerdo, perdí las llaves
    con sus códigos secretos: las de mi casa,
    las del buzón, las del auto, y otra antigua
    que no sé qué abría y por qué aún la llevo,
    y claro, por un largo rato estuve afuera
    pensando en serio quién era el extraviado,
    si yo o ellas ya que estábamos los cuatro
    solos sin poder afirmar que tenían este
    o aquel dueño. Pero como siempre sucede
    con estos objetos nobles que vuelven sin
    ser echados, volvieron, con la que esperaba,
    la del buzón. Tarde o temprano tendrá que
    llegar otra carta-llave tuya con tus códigos
    secretos.

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