Abandonada e ignorada, la ciencia ficción soviética parecía no existir. La producción mundial estaba en su etapa más efervescente, pero los libros rusos apenas eran traducidos. Algunos nunca lo fueron. Condenados a un inmerecido ostracismo, desde Occidente se imaginaba la fantasía científica rusa como una amalgama de tópicos: debía de basarse en historias muy politizadas, repletas de marxismo rosáceo y descripciones de beatíficos planetas socialistas. Y eso cuando era mencionada, porque para muchos editores y lectores apenas merecía un pensamiento. Esa ignorancia se ha prolongado hasta hoy, y es difícil encontrar muchos de aquellos libros. Imposible, a veces. Los occidentales más cinéfilos tienen en cuenta, por ejemplo, las dos películas del género que dirigió Andréi Tarkovski, Solaris y Stalker, y a los autores de los relatos originales en que aquellas se basaron, aunque uno es polaco, Stanisław Lem. Hay quien sigue pensando que la ciencia ficción soviética no fue mucho más que instrumento ideológico del régimen comunista. Pues bien, se equivoca.
La ciencia ficción rusa nació y creció a finales del siglo XIX, de manera indistinguible de como sucedió en otros países europeos. Tras el cambio de siglo, los relatos de Jules Verne y H. G. Wells empezaron a traducirse al ruso, favoreciendo la aparición de revistas juveniles. Mundo de Aventuras fue quizá la primera realmente especializada en ciencia ficción, no ya en Rusia, sino en todo el mundo. Incluía traducciones de autores que ya entonces eran vistos como clásicos, junto al trabajo de contemporáneos de toda Europa, y se completaba la oferta con relatos de escritores rusos que, como en otras partes, eran casi siempre aficionados, aunque no pocos poseían un bagaje profesional científico o técnico. Así pues, salvo por el alfabeto cirílico, Mundo de Aventuras se parecía mucho a las revistas que se publicarían en Estados Unidos y otras partes del mundo. Algunos pioneros rusos del género empezaron a labrarse un nombre en el resto del continente.
La Revolución de 1917 cercenó de raíz ese progreso internacional de la ciencia ficción rusa. De repente, quedó encajonada y aislada. Mientras en el resto del planeta los relatos saltaban de un país a otro y de una lengua a otra, los creadores soviéticos, aunque se esforzaban por seguir pendientes de lo que hacían sus colegas del extranjero, perdieron la posibilidad de darse a conocer más allá del telón de acero. Fueron raros los casos de quienes lo consiguieron. Los editores de otras latitudes dieron por hecho que en la URSS ya no había ciencia ficción, o que había sido reducida a una apología panfletaria del comunismo. Esto no era del todo cierto. Por descontado, con la implantación de la URSS empezó a haber propaganda dentro del género, y la marcada tendencia hacia las temáticas utópicas y sociales (o socialistas) fue estimulada por el régimen, pero no hablamos de algo nuevo. No era algo nacido de la Revolución, sino propio de la fantasía científica rusa desde sus mismos comienzos, allá en tiempo de los zares. La ciencia ficción más convencional continuaba existiendo y, en esencia, intentaba ser la misma que en otros países del mundo. Mostraba características distintivas debido al entorno político, pero no era el monolito propagandístico monocorde que se imaginaba desde otros países. La censura constituía un problema, desde luego. La ciencia ficción rusa, como género susceptible de acabar en manos de lectores jóvenes, debía mantener un alto grado de «limpieza» moral, aunque en esto tampoco se distinguía mucho de la occidental, que también estaba sujeta a tabúes parecidos: sexo, lenguaje fuerte, etc. Los editores rusos ni siquiera solían rechazar material por ese motivo, ya que cualquier exceso era fácil de corregir mediante la tijera, y se limitaban a eliminar las partes controvertidas antes de publicar. Más peliaguda era la publicación de relatos que pudiesen ser interpretados como críticas al sistema soviético. Casi todos los autores, en especial antes de los años sesenta, procuraban evitar que en sus obras hubiese el más mínimo matiz político dudoso. Pero, política aparte, la variedad de temáticas era casi tan amplia como en la ciencia ficción occidental.
Las revistas nacidas antes de la Revolución eran vistas con displicencia por la intelligentsia, que las consideraba un entretenimiento pueril. Pero algo parecido sucedía en los países capitalistas. Las revistas rusas no tenían apoyo oficial y pasaron por apreturas económicas, pero varias siguieron imprimiéndose. Mundo de Aventuras se vio obligada a recurrir al papel rugoso y barato para recortar costes, hecho que, irónicamente, la convertía en pulp fiction al más puro estilo estadounidense. Salvando aquellos ámbitos argumentales que estaban prohibidos, el género en ruso ni había muerto, ni era tan diferente. Quizá la característica más distintiva de muchos autores rusos, inhabitual en otros países, era la notable carga filosófica de sus relatos, que en ocasiones alcanzaban altos niveles de abstracción. Esta tendencia surgió como reacción al materialismo impuesto por el ideario oficial. La filosofía especulativa y la metafísica no tenían sitio en otros ámbitos culturales más supervisados y apoyados por el régimen, así que hubo escritores que, pese a proceder de otros géneros, recurrían a la ciencia ficción como refugio para el desarrollo de ideas que rozasen lo filosófico y hasta lo espiritual. Ray Bradbury hubiese encajado en la escena soviética tan bien o mejor que en la occidental, donde sus devaneos existenciales eran populares, pero no dejaban de constituir una rareza temática. La ciencia ficción de los países occidentales no mostraba esa imperiosa necesidad de dar asilo a reflexiones que, en las democracias, sí podían encontrar salida por otros canales, como la religión o una filosofía libre.
Esto no significa que siempre hubiese un trasfondo filosófico en la ciencia ficción soviética. Abundaba, pero la especulación científica y tecnológica eran dominantes. Uno de los grandes nombres del primer tercio de siglo fue Aleksandr Beliáyev, al que muchos llaman «el Verne ruso». No solo fue traductor de las novelas del francés, sino que, como su ídolo, fue muy prolífico y tocó multitud de temas, anticipando numerosos descubrimientos científicos y desarrollos técnicos. Beliáyev, sin embargo, poseyó una mentalidad mucho más heterogénea y escribió sobre asuntos como la telepatía, la telequinesia, la levitación, la alquimia e incluso la reencarnación, desde un punto de vista más esotérico de lo que Verne se hubiese permitido jamás. Beliáyev siempre se había sentido atraído por la ciencia; a los catorce años sufrió una lesión medular después de probar un aparato volador diseñado por él mismo: se tiró desde el tejado de su casa, y el aparato, claro, no funcionó. Pasó varios años en cama y durante el resto de su vida tuvo que llevar un corpiño protector.
Al cumplir la treintena, una enfermedad sobrevenida, la tuberculosis ósea, volvió a postrarlo una larga temporada. Su mala salud quizá influyó a la hora de desarrollar intereses paranormales poco vernianos, pero no impidió que siguiera muy de cerca los avances científicos, y cuando se centraba en la especulación científica había que tomar su trabajo muy en serio. Algunas de sus intuiciones dieron mucho que hablar: su novela Guerra en el éter, publicada en 1927, fue buscada años más tarde por las autoridades estadounidenses, a cuyos oídos llegó su preocupante argumento: una lluvia de misiles soviéticos que arrasaba los Estados Unidos. Aunque el protagonista de la novela despertaba para descubrir que todo había sido un sueño, en el Pentágono no se quedaron tranquilos hasta hacerse con el profético libro, que había anticipado la guerra mediante misiles. Beliáyev no tuvo una vida afortunada. Murió de hambre durante el cerco nazi a la ciudad de Leningrado, en 1942, aunque para entonces ya había dejado tras de sí una obra monumental, quizá la más relevante e influyente de la ciencia ficción rusa de la primera mitad del siglo XX.
Hubo otros visionarios. Aleksandr Kuprín anticipó el aprovechamiento de la energía solar en un relato llamado El sol líquido. En 1923, Ilyá Ehrenburg, escritor exiliado por el comunismo, escribió la novela El trust D. E. y la historia de la decadencia de Europa, donde pareció anticipar algo similar al neoliberalismo. Narraba el triunfo del capitalismo estadounidense sobre la autonomía de las naciones europeas, aunque con tono muy conspiranoico, a manos de una sociedad secreta financiada por millonarios. Otro escritor, Alekséi Tolstói, publicó dos novelas que se hicieron muy célebres en la URSS. Una de ellas, Aelita, describía una fallida revolución obrera en Marte, aunque lo más sorprendente es que en 1923 hablaba ya del calentamiento global y el deshielo de los polos. Su otra gran novela, El hiperboloide del ingeniero Garin, giraba en torno a la creación de una especie de rayo calorífico; tiempo más tarde, unos ingenieros moscovitas desarrollaron un artilugio capaz de cortar metal blindado, parecido al del libro, y lo bautizaron como «hiperboloide de Garin».
Mijaíl Bulgákov es un escritor quizá más conocido por el realismo mágico de El maestro y Margarita, pero también escribió ciencia ficción pura. En Los huevos fatídicos describía un experimento fallido, pensado para acelerar la reproducción de las gallinas, que provoca una invasión de monstruosos reptiles. Como Parque Jurásico, pero publicado más de cincuenta años antes. Cuando los dinosaurios empiezan a campar a sus anchas por las estepas rusas, las autoridades se ven incapaces de detenerlos; esta no era una simple historia de monstruos, sino una sátira sobre la sociedad soviética, en la que, desde los periodistas a los burócratas, no dejaba títere con cabeza. Su inspiración directa era La guerra de los mundos, aunque también puede encontrarse conexión con la ciencia ficción irónica de Fredric Brown. El atrevido sarcasmo de Bulgákov fue tolerado durante un tiempo, pero cuando Stalin llegó al poder, el escritor cayó en desgracia por culpa de ese mismo libro. Pensando que su carrera había acabado, escribió a Stalin solicitando permiso para exiliarse. Para su sorpresa, el propio dictador le llamó por teléfono, pidiendo explicaciones. Bulgákov no se atrevió a repetir de viva voz la solicitud de exilio, algo de lo que se arrepintió siempre. Pero su indómita acidez literaria continuó intacta; en 1939 leyó el manuscrito de su nueva novela, El maestro y Margarita, a sus amigos. Al terminar, todos ellos quedaron en silencio. De nuevo criticaba la sociedad soviética. Sus amigos lo convencieron para que no intentase publicar aquello, porque corría el riesgo de acabar en el gulag. Bulgákov les hizo caso, y su gran novela solo apareció impresa tras su muerte, en 1966, cuando la URSS vivía ya una cierta apertura posestalinista.
Iván Yefrémov fue uno de los mejores escritores de ciencia ficción en ruso, y uno de los pocos que traspasó fronteras en su momento. Sus novelas más célebres tienen conexión con el mundo de Arthur C. Clarke, por su idea grandilocuente de la evolución humana y la interacción entre civilizaciones espaciales. En La nebulosa de Andrómeda describe una humanidad cuyo avance tecnológico ha permitido el establecimiento de una sociedad utópica, muy en consonancia con el paraíso marxista. Todo da un giro cuando los tripulantes de una nave humana (nave con nombre indio, Tranta, otro detalle que lo emparenta con Clarke) quedan aislados en el espacio y son asediados por un ente invisible. El ansia de los protagonistas por explorar el espacio es producto de un vacío existencial; aunque liberados de problemas materiales, los humanos desean llegar allá donde residen otras razas porque han olvidado las ideologías del pasado, incluyendo el comunismo, y no se sienten felices en su perfecta sociedad. Era un enfoque delicado, pero la novela no fue prohibida porque no era una crítica explícita y había que leer entre líneas.
De hecho, publicó una continuación, El corazón de la serpiente, en la que los humanos encuentran por fin a una raza superior, con la que se comunican a través de una especie de cristal —como en la película La llegada— y de quienes reciben un plano galáctico que indica todos los planetas habitables y disponibles para los humanos (mensaje similar a 2010: Odisea dos, su enésima conexión con Clarke). Más paralelismos con el autor británico: en Naves de estrellas, Yefrémov describe el origen de la humanidad como la intervención de una raza extraterrestre que en su día se enfrentó a los dinosaurios y que, tras introducir variables genéticas que terminarían conduciendo a la vida inteligente, dejaron un mensaje oculto. No en forma de monolito, pero sí de placa metálica. Y si Clarke contribuyó al desarrollo del radar, Yefrémov lo hizo en el ámbito geológico: su relato El camino de diamantes estimuló la investigación en ciertas zonas de Siberia, donde, como él había predicho, se encontraron yacimientos del valiosísimo mineral.
Aleksandr Kazantsev fue célebre en el mundo del ajedrez por sus rompecabezas publicados en revistas especializadas, pero también fue un dedicado escritor de ciencia ficción. Y un apasionado defensor de la ufología, lo que, en la materialista y escéptica URSS, le valió no pocas burlas cuando se empeñó en demostrar —sin éxito, claro— que la famosa explosión de Tunguska no se había debido a un meteorito, sino a la caída de una astronave alienígena. Apenas sorprende, pues, que el asunto ufológico y los «paleocontactos» apareciesen en sus novelas. En Phaetae describía un planeta que orbitaba donde hoy está el cinturón de asteroides, a medio camino entre la Tierra y Marte. Sus habitantes intervienen en la evolución humana durante la prehistoria terrestre, antes de que ese mundo quede destruido. Kazantsev, pese a sus desvaríos, era un intelectual de nivel. Cuando se ponía serio, se hacía escuchar. Tradujo la obra de varios autores estadounidenses y usó la prensa oficial para glosar las bondades de la ciencia ficción, por más que otros intelectuales la despreciaran. Esto demuestra que quizá las autoridades miraban de reojo al género, pero no llegaban al punto de marginarlo de forma activa, ni siquiera en la prensa oficial.
En realidad, el subgénero que más sufrió durante la era soviética fue la space opera, la aventura espacial de tono escapista, dirigida a niños y adolescentes. No estaba prohibida, pero desde el poder se fomentaba una ciencia ficción infantil de carácter didáctico, que le comía terreno a la aventura de estilo más americano. Aun así, cabe decir, algunos escritores rusos alcanzaron éxito con la space opera, como Aleksandr Kolpakov, autor de Griada. O, aún más relevante, Sergey Snegov. Tras haber tropezado con la censura alguna vez por los filos políticos de sus relatos, y para evitarse nuevos problemas, Snegov decidió volcarse en la aventura espacial dirigida a los jóvenes, para ver si conseguía «publicar algo a lo que ninguna autoridad pueda oponerse». El producto de ese giro fue la trilogía Los humanos como dioses, muy exitosa en la URSS (y en Polonia). Aquellos libros no eran tan infantiles como él mismo había previsto, y estaban repletos de conceptos complejos como la entropía o las leyes fundamentales del universo, que lo convertían en una especie de Asimov más intrincado.
A partir de los años cincuenta y sesenta, la ciencia ficción social continuó siendo importante, pero, gracias a la apertura, ya no tenía el peso propagandístico de antaño. Aun así, seguía habiendo condicionantes. Las distopías no podían situarse en el futuro, pues eso sugería la posibilidad de que el comunismo fracasara en su propósito de convertir el planeta en un paraíso. Así, toda sociedad disfuncional debía estar situada en el pasado, o en el espacio exterior, o en realidades paralelas. Las sociedades futuras en la Tierra solo podían ser descritas como utopías comunistas, o como algo que se les pareciese mucho. Algunos autores, no obstante, empezaron a retorcer este concepto para introducir críticas cada vez más osadas. Los hermanos Arkadi y Borís Strugatski escribieron el ciclo de novelas El mundo del Mediodía, donde describían la típica sociedad comunista ideal del futuro. ¿El truco? Que esa sociedad enviaba agentes a otros mundos para que civilizaciones humanas más atrasadas avanzasen en la misma senda. Estos agentes descubrían que esas sociedades no siempre estaban preparadas para la adopción exitosa de un comunismo perfecto. Muy a lo Berlanga, esta idea esquivó la censura porque, a primera vista, confirmaba que cualquier sociedad no comunista era atrasada por definición. Y sin embargo, los lectores más avispados captaron el mensaje implícito: quizá Rusia tampoco había estado preparada para instaurar el comunismo perfecto.
Este sutil dardo se repetía en el relato más famoso de los hermanos, al menos fuera del ámbito de Europa oriental, titulado Pícnic junto al camino (el que inspiró la película Stalker). La adaptación a la pantalla fue por otros lares, pero el relato, publicado en 1972, era paradigma de una ciencia ficción rusa que empezaba a especular, con finura metafórica, con un posible, aunque entonces innombrable, final del sistema comunista. El argumento era este: tras su fugaz visita a la Tierra, unos alienígenas a los que nadie ha visto dejan tras de sí una serie de objetos, que de inmediato atraen la atención de los humanos, como los restos de un pícnic atraen la atención de los animales del bosque. Los artefactos, robados por unos individuos llamados stalkers, entran en el mercado negro, aunque sus efectos no son comprendidos, y en ocasiones pueden resultar perniciosos. En realidad, como descubre el lector, esos objetos no son más que basura que los extraterrestres han descartado, pero que para los humanos constituye un fascinante descubrimiento.
En principio, la novela no era política; una escritora extranjera tan avispada como Ursula K. Le Guin dijo que parecía escrita «como si los Strugatski fuesen indiferentes hacia cualquier ideología». La censura tampoco vio problema en ella, y se limitó a señalar que ciertos diálogos y comportamientos de personajes eran inadecuados para las revistas juveniles, pero no por motivos políticos, sino morales, y esos pasajes fueron retocados sin más. Las analogías políticas imprevistas terminaron encontrándolas los lectores, como siempre había sucedido. Las «zonas», aquellas regiones donde los extraterrestres habían dejado caer sus valiosos despojos, eran custodiadas por el gobierno y se prohibía el acceso a los ciudadanos. Esto no dejaba de sonar al telón de acero. Los incomprensibles artefactos del capitalismo yacían más allá del Muro, en las enigmáticas «zonas», los países capitalistas prohibidos a los rusos. Algunos de aquellos artefactos, como en el libro, parecían peligrosos. Pero otros encerraban la promesa de conceder todos los deseos. Los stalkers, en realidad, eran la proyección del sueño de muchos rusos: traspasar el telón de acero para descubrir, para bien o para mal, lo que había de verdad al otro lado. Así fue siempre la ciencia ficción soviética. Nada era demasiado evidente y, sin embargo, todo estaba ahí.
De los hermanos Strugatski leí hace poco «Mil millones de años hasta el fin del mundo». No sé si puede catalogar o no de ciencia ficción pero me pareció una gran novela.
Creo que los lectores en español tenemos suerte ya que se han publicado novelas con buenas traducciones del ruso en editoriales como Nevski o Automática.
Un artículo excelente, pe… pe… pero, ¿ni una mención (aunque sea de pasada) a Zamiatin?
Anticipó a G. Orwell y A. Huxley, quienes le fusilaron el argumento. Murió en Paris, paupérrimo, de una angina de pecho.
Eso pensé yo. «Nosotros» es una precursora de las distopías de Orwell, Huxley,…
Por lo demás, menudo mundo de autores desconocidos…
Habia una vieja coleccion de libros de bolsillo de ciencia ficcion, azul y grises, en la que habia unos volumenes de antologia titulados Lo mejor de la ciencia ficcion sovietica. Muy interesantes.
Estupendo articulo, al nivel de los de historia del ajedrez, que son mis favoritos.
No sé si se refiere a los publicados por Albia Ficción, donde efectivamente se publicaban tanto autores rusos como de otras nacionalidades, o bien a algunos volúmenes publicados por la ya tristemente desaparecida Editorial Mir Moscú, donde, por lo menos, se publicó una antología de relatos de ciencia ficción rusa. En ambos casos hablamos de libros altamente recomendables.
Y gracias y felicidades al autor del artículo… puro Jot Down.