Ciencias

Profunda mente

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Foto: Emiliano Bruner

El cerebro. Después de hurgar a lo largo de un par de siglos en sus entrañas, en sus células y en sus moléculas, sabemos todo sobre él pero no cómo funciona. Igual hemos sido demasiado optimistas (o ingenuos) en pensar que una maquina tan prodigiosa se pueda entender sencillamente descomponiendo y analizando sus microscópicas componentes, y luego haciendo una aglomeración de unidades que, como siempre, al final nunca puede alcanzar la belleza de su todo.

Un sistema complejo, por definición, no es igual a la suma de sus partes porque, como decía Henri Poincaré, lo que realmente cuenta no son los elementos sino sus relaciones. Saber cómo funciona una neurona es fundamental, cierto, pero es fundamental para saber cómo funciona una neurona, no un cerebro. Y, mucho menos, una mente. La palabra «mente», aunque alguien muy reduccionista la pueda tachar de concepto abstracto y espiritual como si fuese un «alma», biológicamente se refiere al conjunto de procesos y mecanismos que generan nuestras capacidades cognitivas. Y a estas alturas son muchas las teorías y las evidencias que sugieren que esta mente no es un producto del cerebro, sino un proceso, que se genera gracias a una interacción entre cerebro, cuerpo y medio ambiente. Aunque queda por ver en qué medida estos tres componentes aportan al mecanismo general y con qué roles, y aunque tal vez el cerebro sea el microprocesador de toda esta máquina, tenemos la evidencia de que el cuerpo, con toda probabilidad, tiene su papel activo en el proceso cognitivo (a menudo se usa el término embodiment para referirse a estas funciones), y que el medio ambiente (incluso la cultura y en particular la tecnología) también carga con una parte crucial del mecanismo.

Así que ya tenemos tres componentes para entender nuestra cognición, y entonces podemos actuar en los tres ámbitos para forjar nuestra mente que, al fin y al cabo, es el resultado de un flujo de información entre ellos. Como los electrones, viajando entre situaciones de diferentes potenciales, generan una corriente eléctrica o un campo magnético, así la información viajando entre cerebro, cuerpo y ambiente, genera una «mente». Tenemos que hacer un esfuerzo bastante extremo para hacernos con estos conceptos, porque llevamos siglos dando por hecho que el cerebro es un ordenador autónomo y que lo hace todo solito. Nos cuesta mucho ahora tener que incluir, por lo menos, elementos periféricos (la tecnología) que exportan parte de sus funciones y de sus capacidades más allá del sistema nervioso.

Ahora bien, tampoco es algo tan novedoso. En su tiempo del sueño, los aborígenes australianos incluyen el medio ambiente y la cultura material en la concepción de su propia existencia, y el jefe Seattle nos explicó muy bien por qué los nativos americanos veían a sus ríos y a sus montañas como elementos de su propio ser, tal como la sangre o los pulmones. Y también son muchas las culturas donde la lectura y el cuidado del cuerpo pueden revelar aspectos íntimos y recónditos de nuestras más profundas esencias. Desafortunadamente, en nuestra cultura occidental todo esto se ha quedado como parte de un mundo bastante alejado de nuestra realidad cotidiana. Hay todo un abanico de disciplinas que remontan a preceptos orientales más o menos contaminados (como por ejemplo el yoga, el tai-chi, el shiatsu o el mindfulness) que tienen cierto éxito, pero que siguen representando campos alternativos, paralelos, extraoficiales, tanto en nuestros contextos sociales como en su reconocimiento oficial (en los sistemas educativos o de salud, por ejemplo).

Estas perspectivas, aparentemente más holísticas que nuestro reduccionismo europeo, se han quedado todavía en una tierra de nadie, donde por un lado muchos ven claramente el interés y la importancia de ciertas prácticas o de ciertas aproximaciones, pero al mismo tiempo no hay datos suficientes para avalar o justificar una integración contundente de estos elementos culturales en nuestra sociedad. La incertidumbre y la heterogeneidad laboral y profesional que caracterizan estos campos delatan su naturaleza todavía poco o mal definida, dentro de los cánones de nuestros esquemas culturales. Hablamos de profesiones con marcos legales muy variables e inestables, caminos formativos a menudo poco claros y fronteras desde luego borrosas. Como es de esperar, un contexto como este acaba recogiendo un poco de todo, lo cual incluye muchos extremos que se embrollan y se mezclan, añadiendo confusión en lugar de preparar el campo para una prometedora cosecha.

Muchas técnicas de meditación, por ejemplo, a pesar de tratar directamente conceptos relacionados con cerebro y cuerpo, utilizan con frecuencia términos imprecisos o incluso incorrectos. Ya desde hace unos cuantos años la neurociencia se está ocupando con cierta inquietud de estos temas, y también la psicología está haciendo saltos importantes en este sentido. Utilizar un concepto sin tener una definición clara, o incluso equivocada, evidentemente puede perjudicar bastante la comunicación al momento de formar o de enseñar ciertos tipos de métodos y de prácticas. Y está claro que si la ciencia ofrece informaciones útiles para entender y desarrollar estas disciplinas, sería sabio aceptar la aportación en lugar de ignorarla.

Beijing 2014c foto Emiliano Bruner
Foto: Emiliano Bruner

A la luz de las teorías sobre extensión cognitiva, por ejemplo, suena raro ver que precisamente estos campos supuestamente tan holísticos siguen a menudo separando, conceptual y terminológicamente, mente y cuerpo, como si el segundo no fuese parte de la primera. El cuerpo es uno de los focos principales de las técnicas meditativas, y no vendría mal organizar la educación de su propia exploración aprovechando los conocimientos de la ciencia. Por ejemplo, hay muchas técnicas que usan el cuerpo para controlar la atención, y la atención para controlar el cuerpo. A pesar de ser un término frecuentemente utilizado en un sentido general, la atención es un mecanismo cognitivo muy complejo y específico, que viene cargado de un siglo de investigación en psicología y neurobiología. Hay tantos datos, experimentos, teorías, resultados y debates sobre la atención, que es una lástima utilizar la palabra en un sentido general, sin aprovecharnos de la increíble cantidad de información que conlleva su concepto.

Los sentidos recogen señales del medio ambiente, el cuerpo funciona como unidad de medida y referencia, el cerebro filtra y devuelve sensaciones al cuerpo que los integra en el medio ambiente, y el ciclo vuelve a empezar generando un camino, es decir un flujo de información que llamamos consciencia. La atención depende de todos los sentidos, pero como primates (y aún más como humanos) somos particularmente sensibles a los estímulos del cuerpo y de la visión. Las regiones visoespaciales de nuestro cerebro son particularmente desarrolladas, y son capaces de integrar cuerpo e imágenes de una forma extremadamente potente. Ahora bien, nuestros sentidos no son capaces de descodificar los valores absolutos de un estímulo sino que detectan sus variaciones, es decir, las diferencias que se pueden detectar en un entorno.

Para formar un escenario hecho de estímulos, nuestros sentidos y nuestro cerebro necesitan discontinuidades, aquellas discontinuidades que precisamente son las que capturan (y a menudo secuestran) nuestra atención. Detectamos una forma solo si resalta de su fondo, y un sonido solo si destaca del ruido. Por esto, si estamos quietos en un momento de meditación y de sensación, necesitamos un movimiento si es que queremos sentir el cuerpo y acompasarnos a ello. Y el movimiento más manifiesto, en un momento de relajación, es nuestra propia respiración, que además es un marcapaso de nuestro metabolismo general. A seguir, viene el latido del corazón y el flujo de la sangre en nuestro sistema vascular. Y, finamente, el mismo peso de nuestro cuerpo que contrasta la gravedad y determina el contacto físico con el medio ambiente, incluso con la ropa que llevamos encima. A un nivel todavía más sutil, viene bien el temblor de nuestros músculos antagonistas y de sus tendones, que estabilizan el cuerpo con un equilibrio dinámico hecho de infinitésimas vibraciones.

Todo esto se puede llamar con muchos nombres, desde los más espirituales hasta los más pijos, pero en realidad siempre se trata simple y llanamente de un mismo mecanismo, y de un mismo fin: potenciamiento sensorial. Es decir, aunque la practica meditativa puede venir bien para relajarse o equilibrarse, también es un recurso excepcional para mejorar nuestras capacidades perceptivas. Estamos hablando de un entrenamiento de nuestros sentidos que va más allá de lo que solemos llevar a cabo según nuestros estándares sociales y culturales. Explorar el mundo afinando nuestras capacidades de sentir, moldeando las potencialidades de las relaciones entre cerebro, cuerpo y ambiente. Saber controlar nuestra atención, a veces dejando que vagabundee a lo loco como una peonza (que precisamente para esto ha sido seleccionada a lo largo de millones de años de evolución) y a veces dirigiéndola o distribuyéndola de forma más activa y consciente. Escuchar las valoraciones de nuestros sabios lóbulos frontales, o mandarlos a callar (la «mente en blanco») cuando se ponen demasiado pesados, insistentes y cansinos. En este sentido, aunque la práctica meditativa sea a menudo algo típicamente introspectivo (hacia dentro), puede potenciar también lo contrario, es decir nuestras capacidades para apreciar lo que hay más allá de nuestro cuerpo (hacia fuera). Mejorar la relación con uno mismo, y a la vez la relación con el exterior.

En todo esto, un infeliz e incómodo malentendido es pensar que estas aproximaciones y estas técnicas solo sirven en los casos donde, sencillamente, no se ha logrado generar una buena calidad de vida. Probablemente por una (a veces descarada) razón de mercado y de negocio, muchas prácticas meditativas se venden para sanar mentes y curar heridas. Es cierto que en muchos casos donde hay conflictos pueden aportar, pero desde luego es un error pensar que haya que recurrir a ellas solo cuando ya es demasiado tarde. Técnicas de meditación, de potenciamiento sensorial o de control de la atención vendrían bien a cualquiera, y una sociedad cuerda habría ya incluido algunas de estas prácticas en la educación infantil y primaria, así como en sus rutinas cotidianas. En este sentido hay, afortunadamente, proyectos pioneros y prometedores.

Los primates (y los humanos en particular) tenemos la corteza parietal del cerebro particularmente compleja y desarrollada, lo cual sugiere una importante inversión evolutiva dedicada a la relación entre cerebro, cuerpo y ambiente. En medio de estos lóbulos parietales tenemos un elemento profundo que se llama precúneo, y que precisamente coordina e integra cuerpo y visión, gestionando imaginación, espacio, tiempo, recuerdos y relaciones sociales. Se activa cuando las señales que proceden de nuestro cuerpo se encuentran con las señales que proceden de nuestros ojos, es decir cuando el mundo interno y el mundo externo se cruzan y generan juntos un modelo funcional al que llamamos realidad.

El precúneo es un elemento anatómico increíblemente variable entre individuos, y se apoya justo encima de la glándula pineal, un ojo atávico (el famoso «tercer ojo») que en muchos animales todavía se encarga de detectar la luz y ajustar los ritmos circadianos, acompasando las fluctuaciones del cuerpo con las fluctuaciones del día y de la noche. Aquí era donde, según Descartes, cuerpo y alma se encontraban, puerta entre dos dimensiones. Quizás entonces nuestro precúneo se merezca el apodo de «ojo de la mente», que muchos le otorgan a raíz de sus capacidades y de sus responsabilidades. Con toda probabilidad viene con programas genéticos y ajustes por defecto, pero luego potenciar, controlar y entrenar sus conexiones es cosa nuestra, igual que hacemos con cualquier otro tipo de gimnasia y de ejercicio. Para algunos es un camino espiritual, para otros es un recurso bioquímico y fisiológico. Lo interesante es hacer este camino con conciencia, con coherencia, y con responsabilidad. Y, por supuesto, disfrutar de cada uno de sus pasos, a lo largo de un recorrido que, como siempre, no tiene metas, pero sí muchos horizontes.

***

Este artículo se puede enlazar con el anterior dedicado al potenciamiento sensorial. Como ejemplo de literatura científica, os recomiendo este artículo «The Neuroscience of Mindfulness Meditation», publicado en Nature Review Neuroscience en 2015. He podido acercarme a estos temas, y escribir este artículo, gracias a los estímulos y a las aportaciones de Estibaliz Bartolomé, y a su capacidad de enseñar, con sus ojos, lo que muchos ojos no pueden ver.

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7 Comentarios

  1. Hay artículos como este con un argumento difícil de asimilar que son reconfortantes por lo inteligibles. Así espero, porque “siento” una contradicción entre su primer parágrafo y todo lo posterior. Usted dice que no sabemos cómo funciona, pero luego describe múltiples experiencias que me induce a pensar que, sí, no lo sabemos, pero estamos ahí, con unos milésimos insignificantes de incertezas, más de retoque final de un trabajo que de aportes o sustracciones al objeto tratado. A menudo pienso que la maravilla cotidiana de la percepción de todo lo que me rodea, incluyendo mi cuerpo, nos lleva en manera equivocada a considerarnos trascendentes, mágicos o únicos. Esto ha dado lugar a ideas y obras de arte y ciencia insuperables, con religiones incluidas, las más comprometidas a tal fin, pero que, en el fondo no somos más que un organismo con el privilegio de conectar ese espacio tridimensional que nos dan los sentidos con nuestro “espacio” interno, con tiempo y materia incluida, más o menos como usted explica. Existimos ambos y no nos preguntamos cómo. Si no tuviera una dinámica “vivaz” el plástico inerte de mi ordenador no lo percibiría. Sin saberlo sabemos que están tan vivos como nosotros, se muevan o no. Sucede que están “afuera” lo que es aún más fantástico, y más estupefaciente es que no nos damos cuenta. En definitiva, seríamos parte de un todo como han intuido religiones y ciencias esotéricas. Creo que la conciencia, ese objeto tan misterioso no es otra cosa que la suma de todas las percepciones que hemos heredado del momento que aparecimos sobre la tierra, necesarias para nuestro cerebro, no para “nosotros”. Sueños incluidos. Creo que tendría que detenerme aquí. Es todo tan difícil de explicar que daría razones para avalar que sí, que no sé cómo funciona. Sin embargo, me parece tan banal nuestras existencias que no me lo creo.
    Es una pena que no haya comentarios sobre este tema tan apasionante, lo que me lleva a pensar que todavía no me acostumbro a lo relativo.
    Existir es un escándalo quedo con todos sus pequeños escándalos subordinados de amores, de odios,
    de fe, de avaricia, heroicidad y revanchas en los cuales estamos todos de acuerdo. No se si respiro para que el mundo continúe a girar o si éste de vueltas para que yo no cese de aspirar sus agridulces y sanos venenos.
    A veces quiero rescatar el amor de ese escándalo, pero lo cierto es que no sabré jamás de que esencia
    estás hechas tú, muchacha morena y menos la substancia, la razón del color de tus flores y tu amor hacia ellas. Cuando te abrazo abrazamos un cuerpo tibio que con su espacio carnal como una broma de tontos
    escondemos los dos lo que es verdadero; nuestro propio ser que al escándalo calla porque simplemente no sabe explicarlo.
    Excelente lectura. Muchas gracias.

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