Maldito virus, que no respeta ni a los más grandes.
Y se ha llevado a uno de los más grandes; Juan Giménez. Uno de esos dibujantes de cómic que, para muchos de nosotros, son las versiones contemporáneas de aquellos grandes pintores que vivieron en siglos pasados y a los que visitamos en los museos. Porque el cómic, en sus mejores manifestaciones, se convierte en una forma elevada de arte; como tal, nunca ha recibido todo el reconocimiento que merece, quizá porque el origen del formato se remonta a la comedia rápida de las páginas finales de los periódicos y la producción industrial de historietas encantadoras, pero a menudo leves, para público infantil y juvenil. Podría decirse que esto ha cambiado en parte; el prestigio ganado, en cualquier caso, se debe a que el cómic ha tenido sus genios. La historia del formato es todavía breve —el cómic tal cual lo entendemos es más reciente que el cine—, pero esos genios son de la misma estatura que los de otros ámbitos.
Hubo, por concretar más, una época dorada en el cómic europeo de los años setenta y ochenta, cuando se alcanzaron cotas de excelencia que quizá no hayan conocido parangón en la industria del cómic de otros momentos y lugares. Aquella supernova de creatividad tuvo un epicentro originario, Francia, pero pronto dejó de conocer fronteras y atrajo a algunos de los mayores talentos del planeta. Juan Giménez no era europeo de origen; nació en la ciudad argentina de Mendoza, pero sí se iba a convertir en una pieza indispensable de esa revolución del cómic del viejo continente así como Billy Wilder, austríaco, o Alfred Hitchcock, británico, fueron piezas indispensables de la edad dorada de Hollywood. Cuando un joven Giménez se estableció en España para hacer carrera, el renacimiento de las viñetas europeas ganó un nuevo soldado que terminaría convirtiéndose en uno de sus más deslumbrantes adalides. Sin Giménez, el cómic europeo de los ochenta no hubiese sido lo mismo y eso equivale a decir que el cómic mundial tampoco hubiese sido lo mismo que es ahora.
Juan Giménez formaba parte de una gran generación de historietistas argentinos, pero, al menos en mi percepción, está asociado de manera íntima a los grandes nombres franceses de aquella corriente que mencionábamos y muy en especial a los que se especializaban en el género de la ciencia ficción: Jean Giraud «Moebius», Philippe Druillet, Philippe Caza, Enki Bilal, Jean Michel Nicollet, Jean-Claude Mézières. Como en todos los grandes movimientos, las obras de estos autores se parecían y eran distintas al mismo tiempo. Los unía la obsesión común con la ciencia ficción y no pocas dosis de fantasía; con un futurismo recargado y caótico; con la psicodelia y el surrealismo. Eran estetas en toda la extensión de la palabra; incluso los monstruos nacidos de aquellos relatos de decadencia posapocalíptica y horror espacial eran dignos de contemplación; ninguna abominación dibujada por estos artistas escapaba a los requerimientos de su idolatría hacia la belleza y la proporción, por extraña que esta proporción fuese.
De entre todos los autores citados, Giménez era el más pictórico, quizá incluso el más museístico, característica que se acentuó más después de su llegada a Europa, pero que siempre había estado latente en forma de preocupación constante por los volúmenes de los objetos. Desde que, estando aún en el colegio, uno de sus profesores le dijo «dibujas muy bien, pero tienes que darle volumen a tus dibujos» y le recomendó ponerse a retratar una Venus de Milo hecha de escayola, el artista argentino se aferró a lo corpóreo. Lo que él mismo llamaba «afición por las máquinas» había sido inspirada por los tanques de las viñetas de Hugo Pratt y por la posterior costumbre de construir maquetas de aviones de la Segunda Guerra Mundial, los cuales fueron tema de algunos de sus —para su edad, muy brillantes— cómics de adolescencia. Después, esa fijación por el volumen y por la recreación del carácter sólido de los objetos se la llevó incluso al sol de la influencia que sobre él, como casi sobre todos los demás, ejerció el, como Giménez lo llamaba, «incomparable Moebius». El argentino absorbió algunos de los principios y técnicas de Jean Giraud, como también canalizó maniobras visuales de H. R. Giger, pero jamás se convirtió en un imitador de estos ni de ningún otro. Su personalidad artística era demasiado potente, ya había tomado sus propios caminos. Era tal la grandeza de Juan Giménez, incluso, que la comparación con Moebius o Giger es pertinente. Jugaba en esa liga.
Y su mundo estético era propio. Allá donde Moebius se mostraba etéreo y onírico, antigravitatorio, Giménez era corpóreo y newtoniano. Donde Giger era escultórico y creaba formas continuadas y curvas desde un barro primigenio, Giménez era ingeniero; él no esculpía las formas, sino que las construía, las edificaba segmento por segmento; uno cree poder desmontar pieza por pieza sus robots, sus armaduras medievales, incluso sus criaturas fantásticas con caparazón de molusco. Por los dibujos de Moebius se podía caminar, eran invitadores con sus composiciones apaisadas como las del cine, y huecas, repletas de espacios despejados y de aire como las de un lienzo renacentista; de manera distinta, los dibujos de Giménez podían ser tocados, sus composiciones tenían a lo vertical y estaban repletas de formas, a lo barroco. Giger componía retablos donde las partes se fundían con el todo en un continuo de penumbra, pero Giménez creaba mundos vivos cuyos objetos estaban dotados de vida independientes. A Moebius, profeta del círculo cromático, le obsesionaba la distribución del color; a Giménez, erudito de los sólidos, le obsesionaba la veracidad de las superficies; las maravillosas viñetas del argentino están repletas de metales, plásticos, marfiles, queratinas y, como elemento de ruptura, suaves y resplandecientes pieles humanas. En la representación de todos esos elementos Giménez demostraba un pasmoso dominio de la alquimia de las texturas.
La cima artística y profesional de Giménez se produce con dos saltos clave: el salto del Atlántico para trabajar en España, más cercana a la supernova gala, y salto desde el blanco y negro hacia el color. El primer anuncio internacional de su inmenso talento La estrella negra, álbum publicado en 1979 por la editorial francesa Glenat. Aunque confeccionado con más prisas de las que a Giménez le hubiese gustado y aunque todavía es no comparable a las obras maestras que estaban por venir, es en La estrella negra donde el argentino descubre que el uso de la acuarela le encaja como un guante y le confiere un estilo mucho más propio y reconocible. Gracias al color, su nombre empieza a sonar con fuerza; con el paso de los años, de hecho, la tinta negra irá perdiendo importancia en sus viñetas coloreadas, casi desapareciendo de los contornos, en un continuo viaje hacia el predominio de la superficie sobre la silueta.
Giménez entró por la puerta grande en la escena de la ciencia ficción del momento y terminó siendo captado, como no podía ser menos, por la órbita del papado del cómic europeo: Les Humanoïdes Associés («Los Humanoides Asociados»). Era el cuarteto formado por tres dibujantes franceses —Moebius, Druillet, Dionnet— y un gestor —Bernard Farkas— responsables de crear la revista Métal Hurlant que fue, en mi modesta opinión, la no precedida y después nunca igualada apoteosis del arte de las viñetas. Por entonces comienza la era mágica del propio Giménez. En años siguientes llegarán Ciudad, que es un cómic no coloreado, pero muestra un considerable salto cualitativo con respecto a sus anteriores trabajos con tinta negra. Y llegarán El cuarto poder, Basura, Cuestión de tiempo o Los ojos del Apocalipsis, un sorprendente giro en temática y estilo, del que Giménez decía medio en broma, medio en serio, que había anticipado la serie Expediente X. También llegará su más famosa serie, La casta de los metabarones, en la que ponía imágenes a los guiones del visionario chileno Alejandro Jodorowsky. La saga estaba basada en otra serie que el chileno había realizado junto a Moebius, El Incal, pero gracias a la magia de Giménez los metabarones cobrarían vida propia y se convertirían en una institución de tal calibre que seguirían produciéndose incluso cuando él mismo dejó de dibujarlos para dedicarse a otras cosas. Una de las claves fue la casi completa libertad de Jodorowsky concedió a Giménez; este había reclamado, como condición para trabajar con el chileno, autonomía total a la hora de plasmar las historias en imágenes. Se encontró, sorprendido, con que Jodorowsky estaba muy dispuesto a dársela, consciente de que su papel como guionista era el de catalizador de uno de los mayores talentos gráficos de su tiempo.
Una faceta menos conocida, aunque muy reveladora sobre la capacidad de Juan Giménez para insuflar de creatividad visual el ámbito más inesperado, es la de sus portadas para videojuegos. En los años ochenta, época de los primeros ordenadores personales de uso extendido entre los más jóvenes —Amstrad, Spectrum, Commodore—, varias productoras españolas contactaron con el dibujante mendocino para que ilustrase los estuches de sus videojuegos. Y él, que además fue siempre aficionado a los videojuegos, lo hizo encantado e ilustró las portadas de títulos como Guillermo Tell, Mutanzone, Defcom1, Toi Acid Game, Casanova, Sol Negro o Livingstone Supongo II. Todos ellos se han convertido en piezas de coleccionista por el principal y a veces único motivo de que Giménez los enriqueció con sus brillantísimas presentaciones. Uno nunca ha dejado de intentar imaginar cómo hubiesen sido los carteles de determinadas películas si también los hubiese dibujado él. La concepción de las portadas, como la de los carteles, es una habilidad no del todo igual a la de concebir viñetas dentro de una narración. Una imagen única ha de contar cosas de forma inmediata y ha de sumergir al observador en el mundo que se le quiere presentar de un solo y fugaz vistazo. Vistas hoy, aquellas portadas de videojuegos primitivos sorprenden por su asombrosa capacidad de sugestión (además, claro, de la visible superioridad técnica y artística sobre muchas otras portadas de videojuegos la época).
Juan Giménez fue uno de los artistas más extraordinarios de una generación extraordinaria que consiguió que el cómic como forma de expresión expandiese sus fronteras hacia territorios nunca antes visitados. El portento de Mendoza, afincado aquí en España y también parte de nosotros desde hace tanto tiempo, bajó de un avión en su tierra natal; un polizón maligno había viajado con él y nos lo arrebató a los setenta y seis años. Pero dentro de otros cien, doscientos, trescientos años, alguien hojeará uno de sus cómics —suponiendo que para entonces no estén ya colgados en los museos— y contemplará con fascinación aquella lejana época, la nuestra, en la que habitaron artistas de semejante magnitud. Hoy, los suyos son cómics; en el futuro serán, como los de Moebius y algunos otros, historia del arte.
Buen viaje, Maestro.
Magnífico dibujante. Artista genial. Recuerdo «As de Pique», una obra maestra. A mi entender, el mejor cómic que se haya realizado a propósito del a 2GM.
D.E.P.
Qué bueno era Giménez y qué bien escrito está este homenaje.