De repente, el zarpazo de las circunstancias
«Había en la tierra de Hus un hombre llamado Job» (Job 1,1). Así comienza el relato que tiene a Job como protagonista. Sabemos cómo sigue: Job era justo y rico, pero en poco tiempo la desgracia cae sobre él y pierde todo. Postrado en un muladar, abandonado, se debate entre el silencio y el grito. No es difícil encontrar un paralelismo con la situación que desde hace semanas vive más de la mitad de la humanidad: en pocos días se ha pasado de la prosperidad despreocupada al confinamiento para protegerse de la desgracia, que cuenta los muertos por decenas de miles y los daños económicos por miles de millones.
Como a Job, de repente, la realidad se nos ha impuesto sin tapujos, arrancando de cuajo el velo del sopor al que nos habíamos acostumbrado. Lo ha señalado agudamente J. Á. González Sainz: «En la vida de un país o de una persona, hay veces en que la realidad, la realidad más descarnadamente real, la más cruda y menos guisada por las recetas y los cocineros de mentalidades y relatos, irrumpe de repente con una violencia pavorosa a la que no estábamos acostumbrados». Poco sirven entonces nuestras defensas; es más, continúa el escritor, «el hábito de sustitución de las cosas y los hechos por su uso estratégicamente fraudulento, de la realidad por la ideología, de la verdad por la costumbre impune del embuste y de lo crucial por la banalidad nos pone en las peores condiciones para enfrentarnos a una venganza de la realidad en toda regla» (El Mundo, 20 de marzo).
«La realidad nos ha forzado a situarnos en el terreno hasta ahora muy descuidado de los hechos», afirma el también escritor Antonio Muñoz Molina. ¿Qué terreno habitábamos antes? «Nos habíamos acostumbrado a vivir en la niebla de la opinión, de la diatriba sobre palabras, del descrédito de lo concreto y comprobable, incluso del abierto desdén hacia el conocimiento. El espacio público y compartido de lo real había desaparecido en un torbellino de burbujas privadas, dentro de las cuales cada uno, con la ayuda de una pantalla de móvil, elaboraba su propia realidad a medida, su propio universo cuyo protagonista y cuyo centro era él mismo, ella misma» (El País, 25 de marzo). El virus, apunta la novelista uruguaya Carmen Posadas, «nos ha obligado a regresar a un terreno hasta ahora abandonado: el de los hechos» (ABC, 13 de abril).
Dos posiciones diferentes ante la desgracia: Job y sus amigos
Pero el paralelismo con el libro bíblico no se queda aquí. Es tremendamente interesante seguir la prensa española en estos días porque en ella podemos recrear el diálogo entre Job y sus amigos, que ocupa la mayor parte del libro (Job 3-37). Recordemos que en la página sacra conviven dos posiciones ante la desgracia. Por un lado, la de Job, que se deja tocar por la tragedia y alza su voz pidiendo un significado, convocando a Dios ante el tribunal de su exigencia de justicia. Por otro lado, la de los amigos de Job, que reconducen todo a lo ya sabido y se niegan a poner en entredicho sus teorías (imagen de Dios incluida) a partir del zarpazo de la realidad. No hay espacio para las preguntas.
Dejemos que los mismos amigos de Job se vayan presentando cual actores de una obra de teatro. Como en el libro bíblico, son tres, y representan diferentes modos de afrontar la realidad esquivando las preguntas que la desgracia nos insinúa.
Elifaz, el primer amigo, se reviste de «budista». Visto que la satisfacción de nuestros deseos está más allá de la puerta —ahora cerrada—, cerremos también el grifo del deseo, como nos propone Lorena G. Maldonado: «Ahora tenemos tiempo para ponernos budistas si nos da por ahí y explorar de qué iba eso de no desear. O, al menos, de desear sin una satisfacción inmediata. De saber esperar por lo que deseamos. (…) Todo es menos sexy, pero, a cambio, es más puro» (El Español, 28 de marzo). Es una posición que se insinúa en el equilibrio que Pilar Rahola se reclama a sí misma: «Soy de naturaleza optimista y tengo la enorme suerte de remontar rápidamente el ánimo, cuando las garras del pesimismo intentan atraparme, pero la nostalgia es un sentimiento resiliente, difícil de neutralizar, porque se acomoda en una tristeza suave que otorga algo de felicidad. A veces la tristeza puede ser bella, incluso agradable. Pero también puede desbocarse, porque todo momento triste tiene su demonio agazapado, preparado para atraparnos, de manera que pongo el freno racional al galope emocional, y lentamente todo vuelve a su punto de equilibrio» (La Vanguardia, 5 de abril).
¿Qué hacemos con los deseos que nos asaltan en estos días de confinamiento? «Desear siempre es un lío. Los deseos, ya se sabe, son problemáticos», decía hace ya años Rosa Montero. Siempre lúcida, desvelaba el límite de la posición budista, aunque su propuesta, «desear dentro de nuestro horizonte», se parece mucho a esa filosofía oriental: «Por eso, por esa enloquecedora falta de fiabilidad de los deseos, por su infinita capacidad para herirnos de una manera u otra, es por lo que algunas religiones y filosofías orientales preconizan su rechazo. No desear y así no sufrir. Pero los occidentales pensamos que el deseo es el motor de la vida, y que la paz que puedes alcanzar al prescindir de él se parece demasiado a la tranquilidad de un cementerio. Tal vez el quid de la cuestión consista en desear dentro de nuestro horizonte. Desear lo que podemos razonablemente obtener, lo que podemos abarcar. Disfrutar del hoy y del aquí, de los pequeños gozos (…). O sea, conseguir esa especie de tautología emocional que consiste en aprender a desear lo que uno tiene» (El País, 18 de abril de 2010).
Entra entonces el segundo amigo, Bildad, este revestido de hombre exquisitamente racional, para el que toda la realidad se reduce a lo que la razón científica puede medir y explicar. Nos lo presenta Pepa Bueno desvelando la ingenuidad de esta posición: «Nos desconcierta que la ciencia no sea monolítica. Los no creyentes corremos el riesgo de esperar de la ciencia un sustituto perfecto del Dios de los que sí creen: respuestas únicas, claras y sobre todo infalibles. Sabemos que no es así, pero no nos lo planteamos hasta que nos toca. Y ahora nos toca a todos a la vez y en circunstancias bien dramáticas» (El País, 25 de marzo). Una posición como esta es difícil que no desemboque en el nihilismo, dadas las circunstancias que atravesamos: «Por una parte, el instinto de ser abuelo me encanta», dice el músico Kiko Veneno en una entrevista, «pero por otra aplaudo la voluntad de mis hijos de no tener descendencia porque no es un buen mundo» (El País, 2 de abril).
Si tenemos suerte y nos libramos, fenomenal, pero si el bichito te toca, ¡viva la resignación! Como proclama Ángel F. Fermoselle: «Le he intentado explicar a mi hija de quince años, creo que sin suerte, que a veces la vida es una mierda, y que no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Y que los adultos tampoco podemos entender por qué es así, porque no existe una explicación. Y que el padre de su amiga Alicia puso toda la lucha; y que los médicos auxiliaron con todo su empeño, y que ni así. El coronavirus derrotó a todos» (El Español, 2 de abril). Una constatación científica. Y que nadie tire de religión, porque es claramente incompatible con la razón, como nos explica David Bollero: «Que un dios todo poderoso permita la muerte en masa de, hasta el momento, cerca de 75 000 personas en todo el mundo y el contagio de casi 1.4 millones de personas tiene un encaje muy difícil para la razón. Esa es la esencia de la religión, su antagonismo con la razón, porque cada vez que se da de bruces con ésta, apela a la fe o, lo que es lo mismo, se aferra al salvavidas de la incapacidad de l@s mortales para entender un poder superior, teniendo que resignarse a pies juntillas» (Público, 7 de abril).
En estas entra el tercer amigo, Sofar, mucho más práctico y optimista que el anterior. «¡En momentos de confinamiento hay que distraerse! ¡No hay mejor analgésico que el placer!». Pura caridad para con nosotros, como algunas generosas ofertas de pornografía en internet a las que se refiere Quim Monzó en otro artículo: «Ahora hacen esta oferta a los ibéricos: «Ante la expansión de las cuarentenas, extendemos el acceso gratuito a Pornhub Premium durante este mes a nuestros amigos de España, para así ayudarlos a pasar el tiempo y a mantenernos entretenidos». Cuando vean imágenes de balcones abiertos con gente cantando canciones napolitanas o jugando al bingo, piensen que quizá, en los balcones cerrados, hay personas que aprovechan la oferta» (La Vanguardia, 19 de marzo).
De algo hay que morir, ¡pero no nos lo recuerden, pájaros de mal agüero! Susana Quadrado se apunta a la estrategia del carpe diem: «Mientras no llegue ese día, sal a la calle y pisa la acera con ganas. Cambia de estrategia. Es la hostia sentirse vivo. Y si ha de llegar el fin del mundo, que te pille haciendo el amor como si no hubiera un mañana» (La Vanguardia, 29 de febrero).
En realidad, no necesitamos ofertas más o menos ventajosas para distraernos; desde hace unos años, ni siquiera estando solos conseguimos estarlo verdaderamente: «Angustia, solidaridad, aburrimiento, cariño, trabajo… Toda razón es buena para la necesidad furiosa de mensajearse sin pausa», dice Borja Hermoso. «La crisis del coronavirus ha tenido —tiene— un espejo sociológico en la explosión del coronamóvil. Está claro: en situaciones así, el ser humano e incluso algunas criaturas razonables necesitan comunicarse sin parar, en un frenético y melancólico non stop de tacto, visión y sonido» (El País, 29 de marzo). No hay peor ciego que el que no quiere ver. Rosa Montero, de nuevo, desvela la miopía de esta posición: «Vivimos en una sociedad tan progresivamente ajena a la muerte, tan alejada de los ciclos biológicos, tan medicalizada y prepotente, que a veces la gente sufre el pasajero delirio de creerse eterna. La muerte es vista como una anomalía, como un fracaso, como algo irregular. Muere quien no es capaz de seguir vivo» (El País, 22 de marzo). Los muertos deben ser daños colaterales del juego. Se supone.
Parece mentira que en estos días de confinamiento no podamos decir que estamos solos. Más bien estamos «hiperacompañados», «hiperconectados». Hasta tal punto que uno empieza a echar de menos la soledad. Entonces, ¿cuál es la compañía que necesitamos de verdad? Los amigos de Job no venían en son de guerra, llegaron para consolarle… pero no está dicho que lo hicieran. Basta ser un poco sinceros para percibir el límite de toda esa verborrea que nos asalta en las redes… o que producimos nosotros mismos.
Y de esta sinceridad hace gala Andrea Momoito: «¿Tienes un día de tormenta? No te preocupes, que yo te mando chistes estúpidos de esos que no paramos de mandar por WhatsApp, aunque a mí no me hagan gracia, aunque me sienta una cínica tratando de sacarle una sonrisa a otras mientras lo único que quiero hacer es ver Hospital Central. Grabo vídeos con mi compañera Andrea Liba, pienso en gifs chorras para poner en Instagram y me derrumbo después porque no me creo nada. Necesito saber que mi mundo cabe aquí, pero no cabe. (…) Que no tengo nada más que contar más allá de que estoy desesperada, que me cuesta entender tanto buen rollo y tanto optimismo, tanta llamada por Zoom, tanto mensajito, tanto aplauso y tanta mierda. (…) Solo me queda aprender a vivir con esta rabia. Esta rabia que me invade y de la que no sé a quién culpar» (Público, 10 de abril). Con la misma sinceridad, Sol Aguirre nos confiesa su receta, sin ocultar su impotencia: «Y ahí estoy, contando chorradas (…) por si alguna de ellas dispara una sonrisa donde antes se fruncía el ceño. La risa, de nuevo, como antídoto ante una realidad demasiado oscura. La risa, tan denostada a veces, siempre es mi remedio» (El Español, 3 de abril).
Pasemos a ocuparnos del santo Job, que ha aguantado pacientemente los consejos de sus «amigos». Apenas dedica palabras para rebatirles: su herida le duele y le urge. Su vida anterior ha entrado en crisis y no le sirven las viejas respuestas. Su batalla es otra y no quiere despistarse: busca un porqué. Esta es la posición verdaderamente religiosa, como nos recuerda Luigi Giussani en El sentido religioso: «La única condición para ser siempre y verdaderamente religiosos es vivir intensamente lo real» (L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, p. 156). La realidad lleva a Job a gritar y a convocar a Dios mismo ante el tribunal. Quiere de Él una respuesta.
Desde que la amenaza llamó a nuestra puerta, la prensa española se ha poblado de «hombres de Hus». Job ha vuelto a abrir la boca urgido por circunstancias adversas. Los que se dejan tocar por el drama repiten una palabra que tiene sabor a descubrimiento: «vulnerabilidad». Parecía algo que el orgulloso humano moderno había dejado atrás, como reconoce Jorge Galindo: «El aire se siente un tanto extraño, como si viniera de un tiempo que ya asumíamos superado. Un tiempo en el que las vidas de todos, el bienestar y la convivencia eran un poco más frágiles. COVID-19 nos ha devuelto una parte de nuestra humanidad, que es la que viene con esa vulnerabilidad olvidada» (El País, 12 de marzo). La pretensión que encierra el progreso científico, nos explica Pedro. G. Cuartango, se desvela en las palabras de la serpiente tentadora del Paraíso: «Seréis como dioses», pero «justo en el momento en que el hombre acaricia la ansiada inmortalidad prometida por la serpiente, un virus desconocido se burla de todas nuestras certezas y nos coloca frente a la dolorosa conciencia de nuestros límites» (ABC, 13 de marzo).
La misma idea la encontramos en Pilar Rahola: «La conmoción de esta pandemia nos dejará, por ejemplo, una sensación de mucha más vulnerabilidad, finalmente convencidos de que nuestro modelo de vida y la vida misma es enormemente frágil. Una idea de fragilidad que quizá ha estado presente en toda la historia de la humanidad, pero que habíamos olvidado en estos tiempos de orgullo tecnológico. Un simple virus gripal, y de golpe, el caos mundial…» (La Vanguardia, 26 de marzo). «Hacen falta asideros a los que sujetarnos mientras esto pasa», concluye Rafael Moyano (El Mundo, 21 de marzo).
Pero «vulnerabilidad» no es simplemente una palabra de moda. Quien la experimenta, como el viejo Job, sufre, se siente perdido, como reconoce con una sinceridad desarmante Isabel Coixet: «Todo lo que dábamos por sentado ya no está ahí. Y lo que se abre ante nosotros es una niebla espesa, ajena a la luz. Reconozco que no sé habitar este ahora, estos minutos que se me hacen eternos» (ABC, 31 de marzo). La niebla se hace aún más oscura cuando se nos presenta la no mentada, la muerte. La habíamos olvidado, nos dice Antoni Puigverd, pero «un virus llega cargado de miedos y de histeria mediática, tal vez tan solo para recordarnos que la muerte existe. Para ayudarnos a recuperar el sentido de la vida» (La Vanguardia, 26 de marzo). «Nos queda tanta muerte por delante», añade Jorge M. Reverte, «que nunca seremos capaces de comprenderla, o sea, de asir mínimamente lo que significa y, quizá por ello, nos resistimos a su llamada casi sin excepción (El País, 3 de abril).
«Miedo» es otra de las palabras que se estrenan en estos días: «el enemigo contra el que nos vemos combatiendo», dice Julián Carrón, «no es el coronavirus, sino el miedo. Un miedo que percibimos siempre y que sin embargo sale a la luz cuando la realidad desvela nuestra impotencia esencial, un miedo que con frecuencia nos supera y nos hace reaccionar a veces de forma descompuesta, llevándonos a encerrarnos, a abandonar todo contacto con los demás para evitar el contagio» (El Mundo, 3 de marzo). Lo vive en sus propias carnes Sol Aguirre: «Durante la primera semana de confinamiento tuve miedo. No ya por el virus, que también, sino por la posibilidad de que la tristeza me visitara. Me refiero a esa tristeza insoportable, duradera, que te nubla la vista y la vida. No se lo confesé a nadie porque ya sé lo que me habrían dicho: eres alegre, tienes proyectos, generas soluciones» (El Español, 10 de abril). ¿Y si la solución pasara por no censurar la pregunta sobre nuestra condición humana?
La pregunta por el significado, tan arrinconada en nuestro país, se nos cuela por entre las rendijas de un mundo fracturado: «Llevábamos demasiado tiempo anestesiados», dice Nuria Labari, «formando parte de un sistema que se equivoca demasiado a menudo en lo fundamental» (El País, 18 de marzo). ¿Qué es «lo fundamental»? Responde de nuevo Julián Carrón: «Vivimos con frecuencia como en una burbuja que nos hace sentirnos al resguardo de los golpes de la vida. Y de este modo nos podemos permitir vivir distraídos, fingiendo que todo se halla bajo nuestro control. Pero las circunstancias desbaratan a veces nuestros planes y nos llaman bruscamente a responder, a tomarnos en serio nuestro yo, a interrogarnos sobre nuestra concreta situación existencial. En estos días la realidad ha sacudido nuestra más o menos tranquila vida cotidiana asumiendo el rostro amenazante del COVID-19» (El Mundo, 3 de marzo).
Del mismo modo, William Ospina, desde las páginas de un periódico poco dado a preguntas trascendentales, se interroga: «Es extraño sentir por primera vez (porque antes fue distinto, y lo vivieron otros) que el tejido de la civilización se conmueve y parece vacilar. Casi nos alcanza el recuerdo de esos viejos oráculos que descifraban señales en el vuelo de las aves, mensajes en los hechos de la naturaleza y en las tragedias de la historia. Ya nada parece azaroso, ni siquiera las formas de las nubes, y al fin se nos revela cuán conectados estamos, de qué manera asombrosa está entretejido este mundo. Entonces cada uno de nosotros se pregunta cuál es el mensaje» (Público, 18 de marzo).
No se trata de hondas reflexiones. La muerte, en estos días, no es un tema de reflexión: se cierne sobre nuestros seres queridos, que tal vez se encuentran solos en un hospital. Ignacio Camacho se dirige así a una madre enferma: «Hoy solo te acompañan esos ángeles de la guarda vestidos con pijama mientras los demás nublamos los cristales de nuestras ventanas con el vaho de la esperanza. Yo no sé si sirve rezar, como discutíamos aquella mañana, ni si la energía cósmica esa que dicen los del pensamiento positivo tiene fuerza suficiente para alzarte de la cama. (…) Alguien tiene que oír este clamor en la tierra o en el cielo» (ABC, 24 de marzo).
La respuesta de Dios
Le toca a Dios responder a este clamor, directa o indirectamente elevado al cielo. Y está claro, como en el libro bíblico, que solo los que han dejado espacio para el grito o la pregunta pueden interceptar una posible respuesta.
¿Cómo responde Dios a Job? En medio de la tormenta, lugar por antonomasia de las teofanías, el todopoderoso acepta el desafío del sufriente, coge el guante y comparece ante él. Pero no para responder sino para preguntar: «¿Quién es este que enturbia mis designios con palabras sin sentido? Cíñete la cintura como un hombre, Yo te preguntaré y tú me instruirás. ¿Dónde estabas cuando Yo cimentaba la tierra? Explícamelo, si tanto sabes. ¿Quién fijó sus dimensiones, si lo sabes, o quién extendió sobre ella el cordel? ¿Sobre qué se apoyan sus pilares? ¿Quién asentó su piedra angular, cuando cantaban a una las estrellas matutinas y aclamaban todos los ángeles de Dios?» (Job 38,2-7). Las preguntas se prolongan durante cuatro capítulos abrumando al pobre Job, que ve pasar delante de sí todo el orden de la naturaleza.
Pero, ¿qué tipo de respuesta es esta? ¿No supone mirar para otro lado? Job pregunta sobre el dolor y la injusticia, Dios le responde con el espectáculo de la creación. Intentemos también nosotros ponernos en la piel de Job y no jugar el papel de sus amigos. Dejemos suspendida por un momento la pregunta acerca del dolor (¡suspendida, no olvidada!) y atendamos al interrogatorio divino. Job ha estado respirando por la herida, mirando fijamente un punto y se ha vuelto miope para el resto. Dios le pone delante ese «resto» que merece la pena mirar porque nos revela algo decisivo, aunque muy olvidado: yo no soy quien sostiene las cosas en el ser, me son dadas. Son un don. Con la sorpresa consiguiente.
Estos días, algunos periodistas han mirado a la cara estas cuestiones, abriendo una grieta en el búnker del confinamiento y reconociendo que, hasta ahora, las dábamos por descontadas. Si a alguien le parece poca novedad, que preste atención y lea a Antonio Lucas: «Igual que empiezo a descubrir a qué suena mi casa, me asombro de cosas normales que se han hecho extraordinarias» (El Mundo, 16 de marzo). Hay cosas que solo ahora echamos de menos y que pensábamos que estaban ahí, por defecto, como nos dice Lorena G. Maldonado: «Es mentira que el infierno sean los otros, como decía Sartre. Me gusta la gente, me gusta mucho, y el mundo no está, nunca estuvo tan mal hecho. Hoy celebro todos los placeres en los que nunca reparé, las cosas y los seres que di por supuestos» (El Español, 15 de marzo).
De repente, lo cotidiano se vuelve fuente de novedad: «Mientras vivíamos en la calle», afirma Salvador Sostres, «me hartaba de oír a los que querían desconectar, a los que necesitaban aire puro, a los que se quejaban de la polución, del tráfico, de la rutina, de estar todo el día trabajando… (…) Tenemos este día, este día de hoy, los ojos de tu hija de hoy, los juegos de tu hija de hoy, los besos de tu hija de hoy y esta página en que cada día escribo, como si fuera una plegaria, que aunque de repente se hiciera la noche, y nunca más volviera a salir el sol, hemos vivido la historia de belleza, amor y Gracia más extraordinaria que jamás haya sido contada» (ABC, 20 de marzo). Hasta cuando se hacen mayores y se vuelven problemáticos, esos hijos de los que habla Sostres no dejan de ser un don sorprendente, como reconoce Luz Sánchez-Mellado: «De momento, soy el blanco de sus dardos, el mono de sus ferias, la culpable de sus males y la expulsada de sus fiestas. Pero también la privilegiada invitada al fascinante espectáculo de ver vivir a esas personas que no son tuyas, pero a las que diste la vida. De sentir con ellas sus alegrías, sus miedos, sus anhelos, sus angustias y las mías. (…) Cuando todo esto pase y nos tiremos a la calle a recuperar nuestras vidas, extrañaré estos días. (…) Así que disfrutémoslos en lo que valen a la vez que los sufrimos» (El País, 19 de marzo).
Recuperemos ahora la pregunta acerca del dolor y la injusticia que habíamos dejado en suspenso. Así nos podremos sorprender de que ahora no somos capaces de «mandarlo todo a la mierda», porque, si somos sinceros, ya no podemos censurar ningunos de los dos polos: el dolor, que parece insinuar el no sentido, y la presencia de las cosas, que parece testimoniar lo contrario. Esto implica un ejercicio de libertad; nos lo propone Manuel Vicent: «Confinados en casa, con la angustia del encierro, cada uno puede purificar la mente y recuperar la moral imaginando el milagro que sucederá ahí fuera en plena naturaleza. La eclosión de las flores va a coincidir con la curva más alta de la pandemia. El polen transportado por el viento, por los pájaros y los insectos se cruzará con el aciago coronavirus en el espacio. Frente a cualquier catástrofe a la que nos conduzca la peste, el polen y las semillas sembradas esta primavera al final ganarán la batalla como siempre» (El País, 22 de marzo).
¿Basta esto para vencer el miedo? Sí, siempre y cuando, como para Job, el don que son las cosas sea desvelado por una presencia cercana, atractiva, real, concreta, capaz de abrazar el dolor. Solamente entonces el miedo puede ser vencido, como nos recuerda Carrón a través de un ejemplo eficaz: «¿Qué vence el miedo en un niño? La presencia de su madre. Este ‘método’ vale para todos. Es una presencia, no nuestras estrategias, nuestra inteligencia, nuestro valor, lo que mueve y sostiene la vida de cada uno de nosotros» (El Mundo, 3 de marzo). Le hace eco el poeta granadino Jesús Montiel: «Mis hijos no dejan de sorprenderme. Durante el confinamiento no han pronunciado una sola queja; al contrario que nosotros, los adultos. Aceptan la situación porque la verdadera normalidad de un niño es su familia. He observado que un niño, mientras se desarrolla en un entorno amoroso —que no perfecto— no ambiciona mucho más. (…) Nos bastáis vosotros, dicen. (…) Los niños son, creo, la prueba de que no estamos hechos para los planes sino para vivir amando y siendo amados. Solo así la actualidad cobra sentido y el presente no se derrumba» (The Objective, 2 de abril).
Pero nosotros ya no somos niños, ni nuestra madre puede hacer nada frente al sufrimiento que llega de los hospitales. El mismo Carrón nos ayuda a conectar la experiencia elemental que hacemos con nuestra madre con la presencia necesaria para afrontar el misterio del dolor:
«Hace muchos años, en un encuentro con los alumnos de la escuela en donde daba clase de religión, sucedió que uno de ellos llegó muy enfadado porque uno de sus amigos había tenido un accidente de tráfico. ‘¿Cómo es posible que Dios permita el mal?’, nos espetó nada más terminar de contar el accidente. Empecé a responderle diciendo que el verdadero desafío no era que sucediesen estas cosas, sino cómo llegábamos nosotros a estos hechos. Para que pudiera entenderme, le pregunté: ‘Si en le camino de vuelta a tu casa un desconocido te diese una bofetada, ¿cómo reaccionarías?’. ‘¡Le devolvería dos?’. ‘¿Y si, al llegar a casa, fuese tu madre la que te diera la bofetada?’. Me sorprendió cómo captó la cuestión: ‘Le preguntaría por qué’. ‘La bofetada es materialmente la misma, entonces, ¿por qué has respondido de forma distinta? ¿Por qué no has pensado reaccionar con tu madre como habrías hecho con el extraño? La razón es obvia: la relación que tú tienes desde hace años con tu madre. La certeza de que ella te quiere te impide pagarle con la misma moneda y hace surgir en ti la pregunta: ¿por qué?’. Este episodio me permitió comprender que lo que marca la verdadera diferencia frente al dolor es cómo llega cada uno de nosotros a él, qué experiencia tiene a las espaldas para reaccionar de un modo u otro. ¿Qué nos permite mirarlo todo, incluso el mal, incluso lo que no comprendemos, lo que nos da miedo, lo que vacila cuando la tierra tiembla por el terremoto? Tener a nuestras espaldas una historia de relación con Dios nos permite mirarlo todo, incluso el mal, con su presencia en los ojos, sin huir y sin sucumbir a la recriminación» (¿Dónde está Dios? La fe cristiana en tiempos de la gran incertidumbre, Encuentro, Madrid 2018, p. 51).
Al encuentro del grito de Job salió el mismo Dios. Las preguntas que corrigieron su miopía no fueron producto de un razonamiento. Tanto es así que el hombre de Hus reconoce al final de la gran intervención divina: «Te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5). El sufrimiento de Job, que al principio se expresaba como queja, ahora se ha convertido en pregunta sincera dirigida al Dios que se le ha desvelado, hasta el punto que se cambian los papeles y es Job quien pasa a preguntar: «Escucha y déjame hablar; voy a interrogarte y tú me instruirás» (Job 42,4).
Jesús de Nazaret: no una explicación sino una presencia
Pero, ¿es posible que el misterio que se insinúa en el don que son todas las cosas se haga tan cercano como se nos muestra en el libro de Job? ¿Puede llegar a tomar el rostro de una presencia humana, como lo es la madre para el niño? Por menos de esto, lo que leemos de Job sería mera poesía…
En realidad, esta pregunta ya tuvo respuesta hace dos mil años. A todos nos ha alcanzado la noticia de que Dios ha entrado en la historia en la carne del hombre Jesús de Nazaret, acompañando desde entonces nuestro miedo y corrigiendo nuestra miopía. En los evangelios vemos a Jesús haciendo las veces del Dios de Job levantando la mirada de los discípulos, agobiados en sus necesidades:
«Les dijo a sus discípulos: Por eso os digo: no estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro cuerpo: con qué os vais a vestir. Porque la vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido. Fijaos en los cuervos: no siembran ni siegan; no tienen despensa ni granero, pero Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que los pájaros! ¿Quién de vosotros por mucho que cavile puede añadir un codo a su estatura? Si no podéis ni lo más pequeño, ¿por qué os preocupáis por las demás cosas? Contemplad los lirios, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Y si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¡cuánto más a vosotros, hombres de poca fe! Así, vosotros no andéis buscando qué comer o qué beber, y no estéis inquietos. Por todas esas cosas se afanan las gentes del mundo. Bien sabe vuestro Padre que estáis necesitados de ellas» (Lc 12,22-30).
Es sorprendente encontrar en estas líneas la misma pedagogía que Dios emplea con Job. Solo que ahora ya no es literatura (¡que dice de una mirada inteligente!) sino un hecho que ha entrado en la historia. El evangelio relata algo que ha sucedido, nos pone delante una presencia humana que desafiaba el miedo. Y que no solo ha ocupado el papel del Dios de Job, sino que se ha hecho también «piltrafa» humana, como el hombre de Hus, cargando sobre sus hombros todo el dolor de la humanidad. Que esto no es poesía se ve por el hecho de que, desde hace siglos, aquella cruz pende en las paredes de infinidad de hospitales de todo el mundo.
La ternura hacia la aflicción humana que vemos en Jesús queda reflejada paradigmáticamente en aquel otro pasaje en el que el Maestro se cruza con un cortejo fúnebre, entrando en el pueblo de Naín. Llevaban a enterrar al hijo único de una viuda. Jesús se conmovió y dijo a la mujer: «No llores». Pero no era una compasión como la nuestra, cargada de impotencia. Detuvo el féretro y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!». Y se lo devolvió vivo a su madre (cf. Lc 7,11-15). Cuando la aventura del Nazareno parecía que había llegado a su fin, tras una muerte espantosa en cruz, una noticia inaudita sacudió el escepticismo de los discípulos, llegando hasta los extremos del Imperio romano: Jesús ha resucitado. Lo acabamos de celebrar en el silencio de nuestro confinamiento.
La objeción que surge es comprensible: «Pero, ¿cómo me alcanza esa presencia humana a mí, hoy?» Aquel hombre, Jesús, ha vencido a la muerte y domina por tanto el tiempo y el espacio. Entonces, ¿se puede hacer experiencia real de esta compañía de Dios al hombre? ¿Se puede tomar en serio la noticia de la resurrección?
Conmueve la dramaticidad con la que Joana Bonet parafrasea esa oración universal que es el Padre Nuestro, con la secreta esperanza que algo se mueva allá arriba. Termina así: «Y líbranos del mal. Siempre fue la mejor frase del padrenuestro, esa oración que se sigue rezando a modo de pegamento universal, incluso entre quienes no creen o creen de aquella manera… El mal ya no es silencioso ni acecha en la esquina, está frente a nosotros. Y queremos creer, sí, creer que la luz vino y se fue. Y vino de nuevo» (Joana Bonet, La Vanguardia, 8 de abril).
¿La luz vino alguna vez? ¿Viene de nuevo? ¿Cómo se puede reconocer? Se puede reconocer, responde de nuevo Julián Carrón en El Mundo, «si vemos aquí y ahora personas en las que se documenta la victoria de Dios, su presencia real y contemporánea, y por ello un modo nuevo de afrontar las circunstancias, lleno de una esperanza y de una alegría normalmente desconocidas, y a la vez orientado a una laboriosidad indómita». Es lo que le ha sucedido a Juan Soto Ivars, que se declara ateo: «Por más que haya podido intentarlo, jamás he sentido la presencia de Dios, ni una «energía», ni nada. Sin embargo, algunas personas me permiten un momento de duda» (El Confidencial, 4 de abril).
Emmanuel Carrère, en su novela El reino, describe con eficacia la dinámica que lleva a aceptar algo que parecía imposible, a partir de un testimonio inaudito: «Estoy convencido de que la fuerza de persuasión de la secta cristiana nacía en gran parte de su capacidad de inspirar gestos asombrosos, gestos —y no solo palabras— que diferían del normal comportamiento humano. Los hombres están hechos de tal modo que quieren —los mejores de ellos, lo que no es ya poco— el bien de sus amigos y el mal para sus enemigos. Que prefieren ser fuertes que débiles, ricos que pobres, grandes que pequeños, dominantes que dominados. Es así, es normal, nadie ha dicho nunca que esté mal. La sabiduría griega no lo dice, la piedad judía tampoco. Ahora bien, hay unos hombres que no solo dicen, sino que hacen exactamente lo contrario. Al principio no se les comprende, no se ve la ventaja de esta extravagante inversión de los valores. Y después empiezan a comprenderlos. Se empieza a ver la ventaja, es decir, la alegría, la fuerza, la intensidad vital que extraen de esta conducta en apariencia aberrante. Y entonces ya solo queda el deseo de hacer lo mismo que ellos» (E. Carrère, El reino, Anagrama, Barcelona 2015)
Desde hace dos mil años, la pregunta lacerante ante el dolor o la desgracia ya no puede esconderse únicamente en los pliegues de la filosofía o de la teodicea, tiene que medirse con la presencia de esas personas cuya vida «documenta la victoria de Dios». O por lo menos nos plantea la pregunta, «¿cómo pueden vivir así el dolor?». Solo entonces, como en el ejemplo de la madre, podremos estar delante de la desgracia —propia o ajena— con una pregunta dirigida al rostro sufriente de Jesús, y no con una amargura próxima a la desesperación.
Muy bello texto. Aún así, aunque haya momentos de duda ante los imprescindibles, creo que ésto revela únicamente que la búsqueda (de sentido) continúa para la mayoría, para los que solo queda la poesía.
Así es. Gracias a los editores por ofrecer otros puntos de vista. Enhorabuena. Un texto muy acertado y que recoge numerosas opiniones de aquí y de allá. El coronavirus nos ha hecho pensar.
Gracias a los autores por este texto tan original y tan bien trabajado. Ayuda a reflexionar y a elegir qué posición quiere adoptar uno ante la vida. Más ahora que sabemos de nuestra debilidad y de nuestra desprotección.
Una muy buena elección de textos que invita a la reflexión en estos días de recogimiento obligado. Ojalá fuera una actitud mayoritaria utilizar el confinamiento para meditar sobre uno mismo y sobre una cualidad humana muy marcada, a pesar de que se suele tener en cuenta: la fragilidad. Cada cual elige dónde se sitúa ante el dolor y la incertidumbre. Gracias por el artículo.
https://youtu.be/EnuM30ttRO8
https://youtu.be/zNcY5rwapjA
Perdón, pero si no lo digo después me arrepentiré. Soy consciente de que el momento para tantos es angustioso y necesitan de conforto y consuelo, y a los dueños de los comentarios anteriores va el mayor de mis respetos, de igual manera que a los otros Jobs como yo que de preguntas de este tipo no se las hacen. De las palabras del buen nazareno solo hago tesoro de aquellas de la piedad, compasión, justicia, tolerancia y esperanza, solo que a los que vinieron después de Él no les perdonaré jamás el odio que me inculcaron por los hebreos. Todavía recuerdo los sobresaltos inconscientes cuando conocía alguno. Interminables rezos al final de las funciones religiosas para rogar por la conversión de los pérfidos judíos, reos de deicidio. Como occidental y “cristiano” me hago cargo de la parte que me corresponde de los inocentes que por indiferencia permitimos mandar al masacro, incomprensión que comenzó con las cartas de San Pablo. Y de nada sirvieron las palabras de Pio XII al finalizar la guerra tratando de aclarar que no fue el pueblo judío el culpable de la muerte del nazareno, sino de cierta parte de sus dirigentes. El daño ya estaba hecho. Gracias.
Lo mejor que he leído durante este tiempo de tribulaciones. Felicidades a los autores.
Formidable recopilación de pensamientos en tiempos de zozobra. Personalmente, un ateo recalcitrante como yo, encuentra consuelo e iluminación en el estoicismo de Séneca, que tanto influyó en el posterior cristianismo.
El religioso lo es porque lo siente, no porque lee un tratado de teología y se convence, no hay pruebas ni argumentos esto no es ciencia XDD y el que no lo es pues no siente nada y ya, como bien dijo alguien por ahí en el artículo. Eso es lo único relevante de todo, y es una obviedad. El resto puro relleno. Respecto de lo de Job… solo quería culpar a alguien, lo mismo daba si culpaba a la madre por haberlo dado a luz… Nada más… Es necesario escribir 400.000 hojas para decir algo que te lo resumo en una oración?? Pueden teorizar todo lo que quieran, pero es correr en círculos, tratar de contar hasta el infinito. Nunca se llega a nada. «Poesía» en el mejor de los casos.
Un análisis muy bien documentado combinado con una fina redacción; que reflejan un esfuerzo, paciente y laborioso; para hacernos reflexionar con lo más profundo que nos queda en la conciencia.
Pingback: Job, la prensa española y el coronavirus | SER+POSITIVO
Me he reído, interesado y sorprendido. Felicidades. Buena lectura para ratos sin prisa.
Lo mejor, más lúcido, profundo y completo que he leído sobre el coronavirus. ¡Por fin un poco de luz!