Cine y TV

El último suspiro

El desprecio (Jean-Luc Godard, 1963) incluye la famosa cita de André Bazin: «El cine sustituye nuestra mirada a un mundo más armónico con nuestros deseos». Efectivamente, El desprecio cuenta una historia de ese mundo. The Death of Don Quixote también. Así no resulta extraño encontrar un póster de la apabullante película de Godard en el camerino adjunto del espacio que actúa como punto culminante de una película sobre los últimos instantes de Don Quijote. La pasión por el cine y el sentido de la creación, la ambición redentora y la poética de la meditación, descubren sus correspondencias en este maravilloso ejercicio de metacine impropio de un debutante.

Don Quijote aconsejaba: «Sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo». Con apenas trece minutos de metraje, Miguel Faus es capaz de deslumbrar el espectador con una puesta en escena hermosísima, enriqueciendo las bellas imágenes en blanco y negro mediante un gran sentido del encuadre y un encomiable movimiento de cámara. Un extraordinario empaque visual —incluso se permite un cinéfilo juego de sombras con una sábana—, mediante el cual viajamos al interior de unos estudios del Londres de 1968. Ahí transcurre la totalidad del film, donde nos convertimos en espectadores del rodaje de la escena final de una película sobre Don Quijote, protagonizada por un actor famoso por haber interpretado numerosos wésterns y que en el ocaso de su carrera se encuentra ante su principal reto como actor: convertirse en el Don Quijote definitivo. El propio actor está convencido que nadie ha interpretado ralamente a Don Quijote en el cine. El director de la película dentro de la película, Alphonse (Jamie Paul) confía en Patrick (John O’Toole) como lo hiciera Peter Bogdanovich con Ben Johnson en La última película (The Last Picture Show, 1971), un actor supuestamente encasillado en personajes poco profundos, cuyo talento no ha sido suficientemente valorado y que en su etapa final puede haber encontrado el personaje perfecto para reivindicar su talento. El realizador quiere culminar la última escena del film a pesar de la precaria salud de su protagonista, generándose una especie de debate moral introspectivo del cineasta que pretende rodar la escena como canto del cisne de su visión sobre la obra magna de Cervantes, llevando su pasión más allá de la manifestación artística, o quizá ¿en coherencia con el verdadero significado del arte?

El film de Miguel Faus divide su tono entre la realidad —la emoción y el estrés del rodaje— y la ficción —el tramo final del rodaje de la película—. El joven cineasta catalán consigue plasmar el contraste entre ambas miradas, aportando un delicioso tono poético durante el rodaje de la muerte de Don Quijote en su lecho de muerte de La Mancha tras ser derrotado en las costas de Barcelona. «Ahora que encaro la muerte en este lecho, ya no soy Don Quijote, sino Alonso Quijano, el bueno», expresa un moribundo Quijote. «La mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más», le replica Sancho, durante unos instantes de gran intensidad emocional en una catarsis de debate existencialista ante una muerte inminente.

Reconocido con el Méliès de Plata del Festival de Sitges al mejor cortometraje, el talento de Miguel Faus resulta incuestionable y no cabe ninguna duda que nos encontramos ante uno de los cineastas con mayor proyección futura del país. Un dominio por el lenguaje cinematográfico que vuelve a demostrar en su segundo cortometraje, Calladita, cambio de registro que no afecta a las buenas sensaciones de su debut, más bien las incrementa y aumenta la sensación de ansia por el devenir de su obra.

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Un comentario

  1. Simplemente conmovedor. Genial. Si no fuera por el autor, a quien agradezco por su sensibilidad y a JD esta joyita insuperable me la habría perdido. Dos Quijotes, uno más loco que el otro que con sus sabidurías y sueños se encuentran en un mundo fantasmagórico, irreal, que solo el arte, y en especial modo el teatro, nos ha regalado. A menudo me pregunto qué hubiera sucedido si Atenas y su teatro no hubiesen existido.
    “¿Y si de repente, por gracia oculta, yo, como hombre de este siglo pudiese en Atenas asistir al estreno
    de una de las tragedias de Eurípides, Sófocles o Esquilo? ¿Cómo podría hacer para no morirme, tener las fuerzas necesarias y llegar sin respiro hasta el último acto? Estaría con la boca abierta sin sentir la dureza de las piedras del hemiciclo, escuchando al coro tenebroso narrar el ir y venir de los hechos funestos, los actores enmascarados dialogar con la sinrazón de los designios divinos y “si la mejor fortuna para el hombre era no haber nacido” bien vale la pena nacer mil veces para saber el motivo yendo y llenando el teatro de los griegos, con personajes jamás iguales pero capaces de despertar esa morbosa atracción
    por la palabra, arado aqueo que escarba dejando su rastro y afirmar que aquí fui, que aquí estoy y que así quisiera ser, para siempre, que así he vivido entre Ática y el viejo cine de mi barrio que por fin me regala los últimos respiros del personaje de nuestra triste figura. Se acabó la representación para mi pena, los Arcontes están decidiendo a quién dar una corona de verde laurel mientras Edipo no haya paz y continúa vivo; Medea no se arrepiente, pero sufre y odia; Casandra quisiera nacer de nuevo; Áyax no tendría que saber del engaño. La luna de los atenienses que es la mía, impasible, es la única que ha entendido el ambiguo oráculo de la fatalidad gratuita, y por lo visto es la que ha dirigido esta tragedia en la Polis tumultuosa y anárquica de los Helenos para que tengamos memoria”.

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