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De Oscar Wilde a James Bond, una flema

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Un niño entre los escombros de una librería londinense durante el Blitz, el bombardeo de Reino Unido por parte de la Alemania nazi entre 1940 y 1941. Fotografía: The National Archives.

Archibaldo: —¿Pero es que reñimos alguna vez? 

Cecilia: —Naturalmente. El 22 de marzo. Aquí puede usted verlo, si quiere [Enseñándole el diario]. «Hoy, ruptura de relaciones con Ernesto. Comprendo que es necesaria. El tiempo continúa hermosísimo». 

Archibaldo: —Pero ¿por qué fue esa riña? ¿Qué había hecho yo? ¡Si yo no había dado el menor motivo! La verdad, Cecilia, me disgusta en extremo saber que reñimos. Sobre todo haciendo un tiempo tan hermoso. 

Cecilia: —¿Usted no sabe que no puede haber relaciones formales sin una riña, por lo menos? Pero yo le perdoné a usted antes de acabar la semana. 

Archibaldo: —[Arrodillándose delante de Cecilia] ¡Es usted un ángel, Cecilia!

Cecilia: —¡Y usted, qué romántico, Ernesto! [Archibaldo le besa una mano. Ella le acaricia los cabellos]. Supongo que este ondulado será natural, ¿verdad? 

Archibaldo: —Sí, amor mío; con una pequeña ayuda ajena.

1895. La importancia de llamarse Ernesto. Oscar Wilde (1854-1900) casi siempre tiene razón. Lo dijo Borges. Miren esos rizos enlacados, la mentira no está tan mal si te hace parecer de verdad. Qué importa llamarse Archibaldo si pareces un Ernesto. Qué importa si eres andrógino hasta en la nacionalidad. A fin de cuentas, Irlanda es el inconsciente de Inglaterra. ¿Entienden? Wilde inaugura el tiro al zombi victoriano, porque las mitologías imperiales de una sociedad determinista están agotadas a finales del XIX. Ni peras, ni manzanas. Todo junto y revuelto, sin hipocresías. Inventa la parodia de lo inglés, la que desvela lo enfermizo de nuestros conflictos, la que acuchilla con elegancia. La flema tolera.  

A decir verdad, en Oxford me aburrí soberanamente. Me da la impresión de que me pasé el rato sentado en mi cuarto, aburrido, y que llovía sin cesar. Pero ahora, avivado por el interés ajeno, conté que jugaba al fútbol, remaba en las regatas, ocupaba el sillón de presidente en la federación de estudiantes… Todas mentiras descaradas, por supuesto. No puedo evitarlo. Soy así: tengo mucha imaginación. Y soy sensible. No me avengo a frustrar expectativas. ¡Ah! Oxford mejora si se mira en retrospectiva. Creo que la vida mejora si se mira en retrospectiva. Cuando yazga en mi tumba y recuerde mi vida en su conjunto, remontándome hasta el momento de mi nacimiento, tal vez le perdone a mi creador el pecado de crearme. 

1925. Los políglotas. William Gerhardie (1895-1977) descubre que los infortunios de una excéntrica familia belga de clase alta destartalada —en busca de progreso en el lejano Oriente— son la clave para montar un chiste muy cabrón sobre el fracaso de las grandes esperanzas. La primera persona del engreído primo inglés —George Hamlet Alexander Diaboloh, vaya tela— demuestra que la imbecilidad dotada de cierta clase se logra con entrenamiento, es decir, en la universidad. Compostura y elegancia mientras todo se derrumba, esto es la sustancia flemática. El flujo irónico de la conciencia desvela héroes de pega. 

Tío Matthew: —Espero que el colegio de la pobre Fanny (la palabra «colegio» pronunciada con el desprecio más absoluto) le esté haciendo todo el bien que crees que le está haciendo. La verdad es que allí ha aprendido algunas expresiones horrorosas. 

Tía Emily (con calma pero a la defensiva): —Es muy probable, pero también se está instruyendo. 

Tío Matthew: —¿Instruirse? A mí me inculcaron que una persona instruida no llama notepaper al papel de cartas y, sin embargo, me encuentro a la pobre Fanny pidiéndole notepaper a Sadie. ¿Qué instrucción es esa? Fanny llama a los espejos mirrors en vez de looking glasses; llama mantelpiece, y no mantelshelf, a la repisa de la chimenea; el bolso ya no es purse, sino que ahora es handbag, y el scent se ha convertido en perfume; se pone azúcar en el café, lleva una borla en el paraguas, y estoy seguro de que si algún día logra cazar a un marido, llamará a los padres de este «papá» y «mamá». ¿Acaso la maravillosa educación que está recibiendo compensará a ese pobre infeliz por tener que soportar esa sarta de majaderías? ¡Imagínate tener una esposa que dice notepaper! ¡Qué desagradable! 

Tía Emily: —A muchísimos hombres les parecería más desagradable tener una esposa que nunca hubiese oído hablar de Jorge III.

1945. A la caza del amor. Nancy Mitford (1904-1973) puso en marcha otro dogma british: un inglés siempre se enamora mal. Ya sabemos que el tópico es universal, porque cambiamos de amor como las serpientes cambian de piel. Tiene uno de los mejores oídos que jamás hayamos leído, sin retóricas artificiales. Sus personajes saben hablar. Mitford abre las puertas a un etnocentrismo disparatado, en el que lo grotesco anula la imaginación y el esperpento acaba con la fantasía. En la piel de los zánganos y los dandis se broncean los privilegios de clase, los convencionalismos, el pensamiento burgués… y en el verbo de la escritora se escucha una frustración muda (escondida en sarcasmo protección 50).

—Confieso que yo me lo he pasado en grande —dijo mientras los demás despotricábamos. 

Lo miramos con incredulidad. 

—¿Cómo? ¿Te lo has pasado en grande, Grimes? ¿Y qué has hecho para pasarlo tan bien?

—Knox junior —dijo con radiante sencillez—. Me pareció que los deportes y juegos eran un poco demasiado jaraneros para mi gusto de modo que me llevé a Knox junior detrás de unas rocas. Le quité la bota y el calcetín, me coloqué su piececito delicioso en donde correspondía y experimenté una eyaculación sumamente satisfactoria. 

1964. Una educación incompleta. Evelyn Waugh (1903-1966) da a luz un esnob llamado Evelyn Waugh. No es más que la pantalla de la decadencia de las clases ejemplares británicas, a las que el escritor ama, desea y escribe. Su paraíso es una sala de estar con vitrinas de cajitas de rapé y lámparas de gas en el pasillo. Como todo engreído de primera, su ingenio demoledor le exime del pecado de tomarse demasiado en serio. Dejar una nota de suicidio con una cita de Eurípides, en caracteres griegos, eso es esnobismo. Waugh es pura caricatura de una clase libre de prejuicios, temerosa de no ser lo suficientemente excéntrica.

Yo no era inexperto con las mujeres; en casa siempre había habido criadas y alguna que otra moza del campo, pero Judy era una mujer de mundo y eso yo no lo había catado. Y no es que estuviera preocupado en este sentido, pues me tenía a mí mismo (y con razón) en bastante buen concepto. Era lo bastante alto y guapo como para satisfacer a cualquiera de ellas, pero, por el hecho de ser la amante de mi padre, cabía la posibilidad de que ella considerara excesivamente arriesgado retozar con el hijo. Resultó que no le tenía miedo al jefe ni a nadie. 

1969. Flashman. George MacDonald Fraser (1925-2008) inventa la quintaesencia del «encanto caddish». Durante cuarenta años escribe las aventuras —en una saga de doce libros— de este majadero que sirvió en el ejército inglés en las principales guerras victorianas. Fraser establece un canon de lo británico a partir de Harry Flashman: exagera las perversiones de este mentiroso, cobarde, borrachín y mujeriego para darle brillo a las virtudes de un apetecible imperio en extinción. Nunca un «bastardo cruel» fue tan irresistible en su ilimitada incorrección política. Martin Amis leía a su padre, Kingsley, capítulos de la vida del cínico que escupió contra la ignorancia y la estupidez como forma de protegerse del mundo. La flema exige fusilar a la inocencia.

Cardigan: —¡Ah, ya veo! Esos de ahí son nuestros hombres y están disparando a los rusos. ¿Es eso correcto?

Oficial: —Es correcto, milord.

Cardigan: —Sí. Bueno, ¿por qué no los obligamos a rendirse?

Oficial: —No parece que tengamos las fuerzas suficientes para acometer una operación tan difícil, milord. 

Cardigan: —Nunca en mi vida he visto un asedio ejecutado de acuerdo a esos principios. O a la falta de ellos. Sin un asalto este bombardeo de cañones es inútil. Enormes sumas de dinero han volado en munición; se ha desperdiciado un tiempo vital y no hemos conseguido nada. Y, ahora, ¿qué hacemos?

Oficial: —Esperamos órdenes de lord Raglan, señor.

Cardigan: —Sin duda así es, muchacho. Bueno, a mí me toca volver a subirme a bordo del Dryad. Está a unas millas, es verdad, pero para lo que voy a hacer aquí, mejor me vuelvo a Whitehall. Y al menos en mi yate estaré seco y caliente. 

1993. La oportunidad del capitán Nolan. Kingsley Amis (1922-1995) logra serle fiel al alcohol y a la literatura. Todo lo demás… Tampoco es abstemio a la masculinidad. Borracheras de misoginia y miseria. El inagotable escritor —y padre descarriado por los ríos de la testosterona— agua la vehemencia desatada en las situaciones más dramáticas, como una guerra contra los rusos. Esto se sabe: el hielo de los tragos del planeta británico inhibe las promesas a vida o muerte. Hasta los duelos tienen reglas. Las tormentas iracundas naufragan en un memorándum o se estampan contra los muros de la burocracia. Exasperantes. Solo un comunista converso que muere como caballero del imperio y moja las sábanas con Isabel II y Margaret Thatcher (en sueños) tiene competencia para atentar contra todo lo que representa. Autocrítica sin antídotos.

Ellos tomaban champagne, y enseguida me puse a pedir a gritos otra botella. Derramé buena parte de su contenido y volví a gritar para que renovasen el suministro. Butch era un millón de carcajadas, y una chica marchosa. Tendrían que haber visto cómo me ayudó a frotarle el regazo con una servilleta, y con qué sentido del humor iba sacándose del escote los cubitos de hielo que yo le iba metiendo. Menuda electricidad desprendía aquella zorra en celo, sobre todo después de haber recargado mis baterías con la pornografía. Calor, dinero, sexo y fiebre: esto es Nueva York, esto es clase, esto es la cresta de la ola. Ahí, en la Sala Plutón, fui feliz, y luego apareció otra botella, y la nariz me cosquilleaba todo el rato, y había luego otra sala, una enorme confusión, y alguien me cogió del hombro, y me sentí todo mojado, y vi que la cara de Fielding me decía…

1984. Dinero. Martin Amis (1949) en Manhattan, a las once de la noche. Esto acaba en pelea o pornografía. Ni rastro de los valores victorianos, es la era del dinero: torbellinos de sexo, comida basura, fama, cocaína y videojuegos. La riqueza ya no depende de la sangre y Amis se recrea en enriquecer la maldad, la mezquindad y la brutalidad de las nuevas fortunas. Es tierno verle cultivar el disparate y lo monstruoso para ridiculizar lo sensacionalista (la marca de la decadencia contemporánea). En el fondo, es un moralista con formas inmorales. Si no fuera porque conocemos el árbol genealógico literario del que procede, uno creería que no celebra la degeneración (como también hizo Philip Larkin, como hace Hanif Kureishi), ni el fruto amargo de contemplar el hundimiento a cámara lenta.

Bond fue al bar del hotel para ordenar sus pensamientos y pidió un Martini con vodka. Le explicó al barman el mejor modo de conseguir un buen vermut sin diluir demasiado el vodka: poner hielo en la coctelera, añadir un chorro de vermut y volcar el vermut; añadir el vodka, agitar bien y servirlo en un vaso bien frío con un trozo de cáscara de limón, sin la parte blanca.

2013. Solo. William Boyd (1952) no está a la altura del souvenir británico favorito que Ian Fleming creó en 1953 para defender —en doce novelas— los estertores trasnochados de una época muerta hace medio siglo. Está Moneypenny y los Martinis y los deportivos de superlujo, pero falta todo lo demás. Ni rastro del ingenio del Peter Pan más sofisticado de todos los tiempos. Un ser sin ataduras, con tecnología punta a granel, sin jefes tocapelotas, aventuras, velocidad y sexo a tutiplén. El paraíso del macho. A Bond nunca le ha faltado trabajo y tiene buen sueldo —y probablemente tarjeta black—, así que no es impuntual con las amenazas políticas que le toca destruir para sacar adelante al mundo, con pulserita de los colores de la bandera británica. Bond o la flema que no se arruga ni en paracaídas, es el superagente capitalista, el perfecto empleado del nuevo imperialismo mundial, la Némesis de otros personajes de ficción como Mariano Rajoy: 007 nunca dejaría que una decisión importante se convirtiera en excusa. A Rajoy tampoco le podríamos confundir con Hugh Hefner ni en campaña. Y desde luego, el agente secreto de Fleming nunca desperdiciaría sus días intentando prolongarlos. Simplemente, usaría su tiempo.   

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5 Comments

  1. Marisol

    Hola….he tenido que pararme a pensar un rato…»las mitologías imperiales de una sociedad determinista….el confinamiento debe estar dejándome el cerebro del tamaño de un garbanzo…

  2. !La flema inglesa! Es lo único que no soporto en todos los James Bond.

  3. Agustín

    Flema: Mucosidad pegajosa que se arroja por la boca, procedente de las vías respiratorias.

  4. Jorge M.

    Ejemplificar la flema inglesa con pasajes traducidos… ¡Qué menos que poner, además de la traducción para facilitar la comprensión del lector castellano, al menos los párrafos originales!

    Las sutilezas del lenguaje son intraducibles, aunque hay nobles intentos. Poco cuesta dejar a disposición el original para que el lector capaz de hacerlo, lo lea en la esencia en que fue escrito.

    Buen texto, un saludo.

  5. La flema inglesa no se reduce al lenguaje. Todo lo contrario, es esa actitud que los hace parecer ausentes de los problemas reales del mundo, como si siendo habitantes de una isla, para ellos incansable a los otros, estarían exentos de la realidad. Sus letras son grandiosas, aún aquellas en donde machacan con la flema inglesa. La auto ironía que proviene de la cultura relativa de nuestros comunes helenos, y que nosotros transformamos en cinismo, en ellos fue, además de cinismo, apunto ironía. God save the Queen mientras les dure. Todavía hoy me emociono con la lectura de un libro en donde esos ingleses que llegaron a mi país para implantar los FFCC, trataban, además de sus negocios, enseñar y ennoblecer el fútbol. Are you ready, gentleman? preguntaba el capitán a los recién desembarcados, españoles, italianos, árabes y otras yerbas que, apenas conocíendo su idioma natal, era dificil que conocieran el inglés. Y esa frase, para mí, no solo se refería al pasajero pasatiempo. Para mí, conociendo su literatura, abarcaba mucho más. Era como preguntarnos si estábamos listos para afrontar este j….. mundo. Por supuesto que esa frase, con el paso de los años fue desechada porque nadie entendía lo que quería decir.

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