Arte y Letras Filosofía

Amor analítico

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Bertrand Russell y Dora Black. Foto: BBC.

Cuando apenas despuntaba el otoño boreal de 1921, la defensora convencida del poliamor y el control de la natalidad Dora Black se casó, embarazada de siete meses, con Bertrand Russell. Los dos vestían de negro.

En 1929, Russell publicó Marriage and Morals (Matrimonio y moral), donde plasmó por primera vez en letras de molde lo que decía con frecuencia y practicaba con esmero: desde que el sexo y la concepción pudieron separarse materialmente, la asociación entre familia y deseo había perimido. El matrimonio —monógamo solo desde un punto de vista formal— tenía sentido desde el momento en que hombre y mujer decidían tener descendencia, y eso en pos del bienestar de los hijos.

Ese libro fue un eslabón de una cadena de bastante más de medio centenar de ensayos, extensos y amenos, que sucedieron a una década de trabajo con Alfred North Whitehead en los tres volúmenes de los Principia mathematica. Russell estaba, según sus lamentos, exhausto para las abstracciones, por lo cual decidió escribir sobre temas más mundanos y con pluma más ligera. En cierto sentido, fracasó: sus trabajos de divulgación fueron, en general, finos, sofisticados y, tal vez, geniales. Además, acercaron aspectos complejos de temas diversos (la filosofía, la ética, la lógica, la libertad, la política, la ciencia, la mente, la felicidad, la religión, la paz) a un público no habituado a lidiar de ese modo con ellos. En particular, la edición de Marriage and Morals le redituó protestas intensas de puritanos durante su siguiente viaje por Estados Unidos, una sentencia absurda y tardía que le prohibió enseñar en ese país por «inhabilidad moral» y una amistad (ideal: fervorosa y distante) con Albert Einstein.

El matrimonio con Dora Black no fue el primero de Russell: en 1894 había desposado a Alyssa Pearsall Smith, cinco años mayor que él, una cuáquera de Filadelfia que ese día usó un vestido blanco. Su apasionamiento fue mutuo, inmediato y profundo hasta un día preciso del otoño de 1901. Mientras pedaleaba su bicicleta, Bertie tuvo una revelación: ya no amaba a Alys.

Su tercera esposa, en 1936, fue la institutriz de sus hijos, Patricia Spence, apodada «Peter» desde siempre, porque su madre esperaba un varón. La relación con Dora había terminado un tiempo después de que ella tuviera su segundo hijo con el periodista norteamericano Griffin Barry, a quien todos en la familia consideraban un diletante seductor. En esa línea, la primera hija de esa pareja, Harriet, escribió una biografía de su padre que tituló A Man of Small Importance (Un hombre poco importante).

La cuarta esposa de Russell fue Edith Finch, una profesora de literatura que había conocido socialmente en su juventud y a través de su primera esposa, Alys, en un círculo demasiado perfecto. Corría 1952 y Russell tenía ochenta años. La unión duró hasta 1970. Él la terminó, esta vez, con un argumento inapelable: su muerte.

Nadie sabe (ni él, probablemente) cuántas fueron las relaciones de Russell antes y durante sus matrimonios. Lo importante es que su conexión con las mujeres fue de un respeto inteligente. Conocedor crítico de la preeminencia masculina en la sociedad, defendió al movimiento sufragista y hasta hizo de sus postulados parte de su propia plataforma de campaña en uno de sus primeros escarceos fallidos con la política, aún con el Partido Liberal.

En su niñez, luego de la muerte prematura de sus padres, Russell creció en una casa aristocrática y victoriana, la de su abuela, en la que hablar sobre sexo se consideraba casi tan indecoroso como hacerlo sobre dinero. Es sencillo colegir desde este puñado de ideas y sucesos que Russell era un libertino, aun como reacción a sus primeras educaciones. Pero no. Quizás él no se hubiera definido como romántico, aunque está claro que en sus vínculos y en los de los otros privilegiaba el amor sobre la lujuria. O, mejor: la lujuria con amor por encima de cualquier alternativa.

«El amor es sabio, el odio es estúpido» es una de sus frases que tuvo más trascendencia, en especial a partir de una entrevista que concedió a la BBC en marzo de 1959; la pronunció con la galantería justa. Allí se refirió a una suerte de amor universal (¿qué amor no lo es, acaso?) emparentado con la tolerancia y la benevolencia, vitales «si queremos vivir juntos y no morir juntos». No obstante, ese postulado es transferible, en su sistema de ideas, a la variante menos fraternal o más erótica.

En esa ocasión, el entrevistador fue John Freeman, un político laborista que antes supo ser publicista y héroe de guerra y, después, ministro, editor, diplomático y profesor de Relaciones Internacionales. Freeman había sido convocado para conducir el programa Face to face (Cara a cara) por su fama de incisivo. Suele atribuírsele la invención de los reportajes con la cámara detrás del periodista, para dar al espectador una sensación de mayor intimidad (o de acoso) respecto del invitado, y de un estilo implacable. En la emisión de casi media hora, Russell pareció sentirse cómodo con él y con sus cualidades compartidas. El programa volvió a emitirse decenas de veces por la televisión y millones por internet.

La reposición más conocida la introduce Joan Bakewell, una de las periodistas más radicales y prominentes de los medios británicos, con visiones avanzadas en torno a la sexualidad y el rol de las mujeres en la sociedad (aunque, por las perversidades del destino, suele ser más conocida por su amorío con Harold Pinter que por los varios hitos de su carrera). En ciertos pasajes, Russell parece hablarle a ella, que en el momento de la emisión original tenía veintiséis años y empezaba su experiencia televisiva. No existe constancia de que se hayan cruzado.

Russell nunca dejó de estar orgulloso de Marriage and Morals, o de las consecuencias particulares que suscitó. En su Autobiografía asegura que ese fue el libro que lo hizo merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1950. La Academia Sueca jamás lo desmintió con claridad.

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Un comentario

  1. Definirlo libertino sería una injusticia para uno que hablaba del amor universal. Y sobre todo a las mujeres.
    «Amo a todas las mujeres -silenciosamente las amo- que escriben poesías, las amo a ciegas, por instinto, por revancha, como amé a Espartaco, a Pilato, y a los negros de Africa, las amo porque con sus vientres verbales seríamos eso que no fuimos y buscamos: la paz de la palabra, la tierra, y la prole y si fuese cobarde como mujer me alegro, pues esa valentía de macho cabrío es parte de nuestro extravío de zángano sin rumbo disfrazado de coraje. Amo a las mujeres, algo menos a mi madre; mucho a mi abuela; a las vírgenes para nada y a las Maria, tanto».

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