Pienso mucho en el suicidio. Y conozco a muchas personas que seguramente se suicidarán.
Truman Capote, por ejemplo.
Yukio Mishima, escritor y suicida.
A diferencia de Yukio Mishima, Truman Capote no planificó su suicidio como un ceremonial de profundo significado ante la atónita mirada del mundo; tampoco se infligió la muerte de manera rápida y casi indolora tras una desdichada vida de arribismo, ambición, fracaso y culpa, como sí hizo su propia madre. El proceso de autodestrucción física (y literaria) de Capote fue mucho más sutil, lento e implacable. El escritor americano se propuso desde niño ser un autor de éxito, rico y famoso, y con solo veintitrés años logró poner por escrito con prodigioso y precoz estilo los secretos de su alma dolorida: fue su primera novela un colosal trabajo de juventud, perfilado gracias al talento que las musas suelen reservar a los escritores maduros. Como el inolvidable Jep Gambardella de La grande belleza, Capote fue víctima de la gran acogida crítica de su deslumbrante debut literario y entonces quiso, como aquel, convertirse en el rey de los mundanos, en el alma de las mayores y más exclusivas fiestas de su ciudad de adopción, reservándose el poder de aguarlas a su conveniencia. Y lo consiguió: el niño roto de Alabama logró llegar a ser un autor de inmenso éxito, y abrazó los más exclusivos ambientes de la vida social de Manhattan hasta olvidar por completo su don innato para la escritura y su lugar de honor en el olimpo de los poetas tempranos. Pero, a diferencia de Gambardella, no hubo redención final para él: ya en sus días de mayor triunfo su sendero vital, que años después podemos sazonar con los sugerentes ecos de la trágica predestinación, dibujaba una curva hacia su propia tumba. Ebrio de sí mismo, subido a lomos de sus propios pecados y debilidades, Capote se aprestó a seguirla hasta sus últimas consecuencias.
A veces, santo cielo, pienso que tu madre y yo, los dos, deberíamos pegarnos un tiro por haber permitido que esto ocurriera.
Del cuento autobiográfico Una Navidad, 1983
Nació en Nueva Orleans en 1924 de padres que nunca lo quisieron, y que recibieron su concepción como el último de una cadena de errores que justificaban su inminente divorcio. Fue educado por los parientes de su madre en Monroeville, Alabama, cuna literaria de otra autora ilustre (Harper Lee), que años después, buceando en sus recuerdos infantiles, dibujaría en las páginas de Matar a un ruiseñor a un trasunto del pequeño Capote que ella misma conoció. Fue Truman un niño de Alabama diferente, pobre, fantasioso, con seis sentidos permanentemente abiertos al inagotable misterio de ese mundo rural, enigmático y lírico de El Sur, con mayúsculas. Comenzó a escribir regularmente con apenas ocho años, y se distinguió desde tierna edad por su amaneramiento y su voz afeminada. Su madre, avergonzada por los rasgos y maneras de ese hijo no deseado, prefirió concentrar sus esfuerzos en buscar el ascenso social a cualquier precio en Nueva York, donde se casaría en segundas nupcias con un empresario cuya posterior bancarrota acabó por llevarla al suicidio.
Sabiéndose abandonado por sus padres, el niño Truman entabló una estrechísima relación con la anciana Sook Faulk, pariente lejana de su madre y personaje recurrente en algunas de sus creaciones literarias posteriores, como El arpa de hierba, El invitado del día de Acción de Gracias o el hermoso cuento Un recuerdo navideño, donde la describe delicadamente entre ribetes de nostalgia de sus primeros años en Monroeville:
Aparte de no haber visto ninguna película, tampoco ha: comido en ningún restaurante, viajado a más de cinco kilómetros de casa, recibido o enviado telegramas, leído nada que no sean tebeos y la Biblia, usado cosméticos, pronunciado palabrotas, deseado mal alguno a nadie, mentido a conciencia, ni dejado que ningún perro pasara hambre. Y estas son algunas de las cosas que ha hecho, y que suele hacer: matar con una azada la mayor serpiente de cascabel jamás vista en este condado (dieciséis cascabeles), tomar rapé (en secreto), domesticar colibríes (desafío a cualquiera a que lo intente) hasta conseguir que se mantengan en equilibrio sobre uno de sus dedos, contar historias de fantasmas (tanto ella como yo creemos en los fantasmas) tan estremecedoras que te dejan helado hasta en julio, hablar consigo misma, pasear bajo la lluvia, cultivar las camelias más bonitas de todo el pueblo, aprenderse la receta de todas las antiguas pócimas curativas de los indios, entre otras, una fórmula mágica para quitar las verrugas.
El fin de su infancia podría datarse aproximadamente a los ocho años de edad, cuando se vio traumáticamente separado de Sook para seguir a su nada amorosa madre en su infructuoso camino de ascensión hacia las clases más elitistas de Nueva York y Connecticut. Los años de juventud (mal estudiante, escritor amateur, pose solitaria y carisma apabullante) darían el último toque al edificio de su atribulada personalidad, definida por una manifiesta vulnerabilidad de niño abandonado, una persistente simpatía hacia los pobres campesinos del sur, cierta empatía por los emigrados al norte en busca de sueños rotos (como su madre) y un toque de lirismo de rosa marchita que reserva una espina para sus enemigos: ese aguijón de sarcasmo que andando el tiempo Capote dirigiría hacia los ricos intocables y los poderosos más acomodados, con nefastas consecuencias.
«Fue la soledad lo que me empujó a la creación literaria», solía recordar. Pasó la adolescencia enviando relatos a diferentes revistas y, tras la aceptación y éxito de varios de ellos, recibiría una oferta para escribir y publicar su primera novela. Aparcando temporalmente el borrador de la obra ambientada en Nueva York en la que trabajaba por entonces (Crucero de verano, perdida, recuperada y publicada en 2005), Capote se embarcaría en un bucólico y elegíaco buceo en sus recuerdos infantiles, pasándolos por el filtro de la magia para entregar, con solo veintitrés años, su primera (y mejor) novela: Otras voces, otros ámbitos (1948).
¿Has oído alguna vez lo que dicen los hombres sabios? «Todo el futuro existe en el pasado».
Otras voces, otros ámbitos. Capítulo IV.
Como si prefigurara su posterior decadencia y suicidio a cámara lenta, Capote se apresuró a dejar por escrito desde su primera obra, atada y bien atada para la posteridad, la radiografía completa de su propia alma; el dolor de su vida anterior, pero también posterior: tras la muerte de su madre Joel Knox, el muchacho protagonista de la novela, es enviado a una plantación de Mississippi junto al padre que le abandonó nada más nacer. En ese ambiente gótico, onírico, de pantanos, serpientes en el porche, talismanes y madreselva, Joel conocerá a trasuntos de ficción de diversos actores de la vida del propio Capote (su padre, Harper Lee o varios miembros de la familia de su madre). Con maneras de alquimista, Capote logra tocar no se sabe qué acorde mágico que se propaga a través de toda la novela, devolviendo en múltiples direcciones ecos barrocos, vívidos, poéticos y misteriosos. Otras voces, otros ámbitos es de esos libros a los que uno casi atribuye vida propia en la soledad de la estantería, capaces de lanzar nuevos conjuros cuando nadie los mira. La novela tiene también un enigmático carácter clarividente: en los monólogos del gran personaje de la obra (el primo Randolph) se adivinan un sentir, un latido, una luz y una sombra que prefiguran el destino trágico del autor.
Pero en la mente de Joel no había ninguna oración. Había algo que no podía ser encerrado en una red de palabras, ya que, con una única excepción, todas sus oraciones del pasado habían sido meras peticiones concretas: Dios, dame una bicicleta, una navaja de siete hojas, una caja de pinturas al óleo. Pero cómo, cómo podía uno pedir algo tan indefinido, tan carente de significación como esto: Dios, haz que me amen.
—Amén —suspiró Zoo.
Y en aquel instante, como una rápida inspiración de aire, llegó la lluvia.
Otras voces, otros ámbitos. Capítulo III.
La excelente recepción crítica de Otras voces, otros ámbitos permite al joven de Alabama privado prematuramente de amor y afecto llamar a todas las puertas, que se abren de par en par para que pueda disfrutar de la sociabilidad, el respeto y la admiración largamente deseados. También Broadway y la industria del cine reclaman su talento. Su producción literaria de los años cincuenta (Color local, El arpa de hierba, Se oyen las musas, Observaciones…) le da acceso a los más selectos círculos de Nueva York. Las largas noches de Martini seco, bellas mujeres y elegancia chic son material de primera para un escritor empeñado en trasladar al papel esa alegre nota musical encaramada a un tono triste que adivina tras tantas estilizadas perdedoras y heroínas astutas, valientes e infelices que se cruzan en su camino. De ese ambiente y del eco lejano del suicidio de su madre en 1954, incapaz de abrirse paso en esos mismos círculos, surge en 1958, por inevitable combustión espontánea, la más conocida de sus creaciones literarias: Holly Golightly desayunando en Tiffany’s. Viva imagen del desarraigo, privada de familia y de un lugar en el mundo, como el niño Capote. Querida por todos pero amada por muy pocos, como Capote. Amada, en realidad, tan solo por el narrador, es decir: Capote.
Su firme voluntad de adentrarse en nuevos territorios literarios se conjuró con la fatalidad una mañana de noviembre de 1959: ese día Truman Capote leyó por casualidad en la primera página del New York Times la noticia de la matanza en Holcomb (Kansas) de varios miembros de una familia a manos de unos desconocidos. Decidido por un enigmático instinto a dedicar los siguientes años a desmenuzar los detalles del caso, el escritor se embarcaría en su obra más ambiciosa, pero también la más árida y carente de fuerza lírica.
El cerebro puede aceptar consejos, el corazón no. Y el amor, al no tener geografía, no reconoce límites. Es inútil que le pongas un peso y lo hundas: subirá y buscará la superficie. ¿Y por qué no? Todo amor que nace en el corazón de una persona es natural y hermoso. Solo los hipócritas responsabilizan a un hombre de lo que ama, solo los analfabetos emocionales y los envidiosos que en su agitado juicio confunden frecuentemente la flecha que señala el cielo con la que conduce al infierno.
Otras voces, otros ámbitos. Capítulo VIII.
El aliento poético de Capote no halló lugar donde posarse en el áspero texto de A sangre fría (1966). Quizás por ello el autor reservó su emotividad y sus sentimientos para el más improbable destinatario: Perry Smith, uno de los dos asesinos de Holcomb. En el relato vital del convicto, extraído de primera mano durante sus esporádicas visitas a la cárcel y las múltiples cartas que intercambiaron, Capote percibió la reverberación del dolor de su propia infancia, y se sorprendió cautivado por el mismo hombre cuya ejecución era un prerrequisito para la finalización de su magna obra, que no tenía sentido sin el capítulo final consagrado a la aplicación de la pena capital sobre los culpables. La noche en que Capote asistió a la muerte en la horca de Smith algo se rompió en su interior. Para entonces ya había sacrificado su innato don poético y había perdido la intuición sobre cómo proseguir su vida y su carrera. A sangre fría trajo también un regalo envenenado para alguien tan propenso a dejarse llevar por los placeres de la mundanidad: un éxito absolutamente apoteósico. En 1966 el autor reuniría en un baile de máscaras en el Hotel Plaza de Manhattan a la más impresionante concurrencia del momento: Henry Fonda, Lauren Bacall, Norman Mailer, Frank Sinatra, Mia Farrow, Andy Warhol y muchos más. Pero el fantasma de Smith sería un visitante inevitable en sus pensamientos para siempre.
Para nosotros la muerte es más fuerte que la vida, tira de nosotros como un viento a través de la oscuridad, con todos nuestros gritos trastocados en una risa sin alegría, con toda la basura de la soledad acumulada en nosotros hasta que nuestras vísceras estallan sangrantes y verdes. Vamos aullando por el mundo, agonizamos en nuestras habitaciones alquiladas, en hoteles de pesadilla, hogares eternos de pobres corazones errantes. Hubo momentos, maravillosos momentos, en que creí que estaba libre, que podría olvidarle a él y su rostro violento y adormilado; pero él no me dejaba, no.
Otras voces, otros ámbitos. Capítulo VIII.
Simplemente, un mundano
Convertido en una celebridad nacional, Capote ocultó el dolor de su desventura bajo capas de ingenio y brillantez desplegadas en sus intervenciones en innumerables talk shows nocturnos. También ahogó voces interiores en whisky con hielo y polvos blancos a lo largo de centenares de fiestas y madrugadas de drogas y alcohol. Su talento y su lirismo se manifestarían en adelante muy esporádicamente, a través de cuentos, artículos para revistas y retratos agudos, melancólicos y certeros de sus más célebres compañías, como «Una adorable criatura», la más deliciosa, sincera y reveladora semblanza que se recuerda de la ya entonces fallecida Marilyn Monroe: Capote rememoró un funeral al que acudió en compañía de la ambición rubia, vestida para la ocasión de un luto casi premonitorio.
«Una adorable criatura» se publicaría junto a ocasionales brochazos de genio y pobres estertores de su querida non-fiction en el irregular volumen Música para camaleones, que concluía con el narcisista ejercicio de una entrevista nocturna del autor a su propio ego. Allí Capote confesaba: «Nuestros verdaderos terrores son el eco de los pasos que resuenan en los corredores de nuestra mente, y la ansiedad, las angustiosas visiones que suscitan».
Era como si su mente fuese una isla en el tiempo y el pasado el mar que la circundaba.
Otras voces, otros ámbitos. Capítulo IX.
Ensimismado en su interminable vorágine nocturna, Capote ya nunca volvería a la seria disciplina de escribir, por más que asegurara durante años estar trabajando en sus Plegarias atendidas, obra a la postre inconclusa cuyos anticipos fueron publicados por capítulos en la revista Esquire: en el número de noviembre de 1975 veía la luz el primero de ellos, «La Côte Basque», con el que Capote se ejercitaba en el más elevado, perfecto e incomprensible ejercicio de suicidio social posible. El relato destripaba con tal falta de pudor las miserias ocultas de su selectísimo grupo de amigas del Midtown de Manhattan que su publicación hizo temblar Park Avenue de principio a fin. El autor fue automáticamente expulsado de tan exclusivo círculo y tratado desde entonces como un paria, un cotilla malévolo a extirpar de la vida social neoyorquina. De alguna manera se vio nuevamente abandonado por su familia, y arrancó entonces un sereno y decidido proceso de alejamiento del mundo y de la realidad. También de sus seres más queridos, como Jack Dunphy, el hombre con quien compartió esporádicamente más de la mitad de su vida.
En 1978 aparecería totalmente borracho en un programa matinal de televisión y, preguntado por su historial de drogas y alcohol, sentenciaría: «Bueno, la obvia conclusión es que con el tiempo acabaré matándome». En 1983 escribiría otro de sus certeros retratos dedicado a su amigo Tennessee Williams, fallecido días antes tras asfixiarse con el tapón de una botella de barbitúricos. En ese texto, sentido y melancólico, Capote rememora tiempos mejores, lamenta el declive físico y anímico del famoso dramaturgo y describe con dolor la soledad de quien días antes de morir decía no tener ya a nadie que le conociera realmente. Capote estaba escribiendo, con un año de antelación, su propio obituario.
Excelente artículo
COINCIDO EN GRAN PARTE CON LA OPINIONES DEL AUTOR, SOBRE TODO CON LA QUE DICE QUE LA NOVELA A SANGRE FRÍA NO ES SU MEJOR OBRA PORQUE LE FALTA INSPIRACIÓN LÍRICA.
Excelente, me descubrió a un Capote que intuía pero del cual conozco poco.
Como Juan Rulfo, o García Márquez, Capote es un maestro de la metáfora mágica.