Las generaciones que habitamos el planeta en estos momentos podemos sortear tuits agresivos, soportar favs a otra persona e incluso guarecernos ante una lluvia de memes, pero lo de sobrevivir en el bosque a menos quince grados alimentándose de las raíces de los árboles lo tendríamos más complicado. Son muchas las heroicidades inalcanzables y los sacrificios que realizaron miles de personas en la II Guerra Mundial para acabar con el fascismo y, también, para imponerlo. La inmensa mayoría de ellos obligados por las circunstancias, pero en no pocas ocasiones con extraordinaria voluntad.
De todas estas historietas, hay una que merece un lugar aparte. La de los aviadores soviéticos que, a falta de otros recursos, derribaron aviones enemigos estampándose contra ellos. Un lance que, como la tauromaquia, tenía múltiples matices, estilos de efectuarlo y hasta una reglamentación estricta de orden moral.
Hirohito llegó después. Tres años antes de la aparición de los kamikazes japoneses, en la invasión de la URSS a cargo de los alemanes ya se vieron escenas semejantes. Antes de que los nazis llegasen a Moscú, los pilotos soviéticos tenían órdenes de estrellar sus aviones contra los de la Luftwaffe. Así venía relatado en el libro Kamikazes (La esfera de los libros, 2005), de Albert Axell y Hideaki Kase. En la prensa moscovita aparecieron numerosas referencias a estas acciones de guerra y, suponen los autores, la embajada japonesa en la capital soviética pudo tomar nota e informar a Tokio.
La idea no era un ataque suicida propiamente dicho, tan solo arriesgado o al límite. Se ordenaba a los pilotos estrellarse contra las alas o el fuselaje de los aviones enemigos para que entrasen en barrena. En el libro viene citado algún parte de guerra emitido en la prensa con esas características: «A las 5:15 horas del 22 de junio de 1941, a unos 300 kilómetros de la frontera, el jefe de vuelo Leonid Butelin ha embestido a un bombardero alemán Junkers-88 cortándole la cola con la hélice. Esta es la primera embestida de la guerra».
El capitán general de las Fuerzas Aéreas Soviéticas, Alexander Alexandrovich Novikov, llegó a teorizar sobre esta práctica: «Toda técnica de combate aéreo requiere arrojo, valentía y habilidad por parte del piloto. La embestida supone, ante todo, estar dispuesto al autosacrificio; es una prueba de lealtad al pueblo, a los ideales de la patria». De hecho, siguiendo con las ideas de Novikov, la embestida era para él «una de las formas más elevadas de expresar que la moral de la nación está alta». Cientos de pilotos soviéticos murieron al estrellar sus pequeños aviones contra los bombarderos alemanes.
La técnica había comenzado en Rusia en la I Guerra Mundial. El piloto ruso Pyotr Nikolayevich Nesterov fue el primero de la historia que embistió a un avión enemigo, un biplaza austriaco de reconocimiento. Impactó contra la cola y murieron todos, incluido él. El zar Nicolas II le otorgó la Orden de San Jorge. Se convirtió en un ejemplo para todas las fuerzas armadas.
De esta manera, no es complicado encontrarse referencias a estas embestidas en el frente oriental de la II Guerra Mundial. En el artículo «The P-40 in Soviet Aviation», de Valeriy Romanenko, se cuenta que los combates aéreos en el cerco de Leningrado fueron extraordinariamente duros. La primera embestida data del 20 de enero de 1942, cuando el capitán A. V. Chirkov se estrelló contra un Heninkel He 111. Mientras duró el puente aéreo, los aviones llevaban alimentos a la ciudad y traían mujeres, niños, ancianos y heridos. Los vuelos debían defenderse hasta las últimas consecuencias y eso incluía embestir contra los aparatos enemigos.
Hubo verdaderos maestros en el arte de la colisión. El 8 de abril de 1942, el teniente Aleksey Khlobystov se las arregló para embestir a dos Messerschmitt. En la primera maniobra le cortó un trozo de la cola a uno y en la segunda, el ala al otro. Ambos cayeron. Khlobystov fue propuesto para héroe de la Unión Soviética y le cayeron dos mil rublos de paga extra correspondiente a dos enemigos abatidos. El 14 de abril, otra vez un Messerschmitt le atacó de frente. El teniente mantuvo el pulso y chocó con el aparato alemán con la fortuna de que, en el lance, salió despedido de su P-40, avión de fabricación estadounidense. Cuando se recuperó de sus heridas, el 13 de diciembre de 1943, persiguiendo a un avión de reconocimiento alemán, fue derribado por el artillero de cola de su objetivo y falleció.
El fervor que causó esta habilidad aérea, cita Romanenko, llevó a las autoridades militares a emitir una orden especial del comandante en jefe que recomendaba no embestir a los enemigos nada más que en casos o circunstancias excepcionales. La palabra en ruso era taran. Se ha contabilizado que pudo haber entre doscientos setenta y seiscientos casos de embestidas aéreas protagonizadas por pilotos soviéticos. Las muertes suicidas pudieron ser de hasta cuatrocientas cincuenta.
Uno de los héroes del aire soviéticos, Alexander Pokryshkin, que derribó cincuenta y nueve aviones alemanes, veía la práctica, lógicamente, con buenos ojos:
No hay nada censurable, era así. El impacto de embestida era el arma de los aviadores con nervios de acero. En la defensa de Moscú este método se volvió necesario (…) A corta distancia, detrás de la cola del bombardero enemigo, nuestro caza era invulnerable. Entraba en el ángulo muerto del fuego enemigo, se acercaba poco a poco y le cortaba un trozo de cola, o un ala. Un aviador nazi que se salvó de una embestida en paracaídas contó en el interrogatorio: «Circulaban rumores sobre embestidas en el frente del este. Pero al principio no nos los creíamos. ¡Es algo terrorífico!
Hasta hubo envidias. J. T. Quinlivan, en un artículo en la revista Air Power History, dice que la suerte de embestir a los enemigos apareció en muchas películas bélicas estadounidenses como último recurso heroico de los americanos, pero en realidad los casos en sus filas fueron «extremadamente raros». De todos modos, aunque los soviéticos utilizasen este recurso, tampoco fue significativo realmente para el curso de una guerra en la que derribaron cincuenta y siete mil aviones (hay cifras que dicen que setenta y cinco mil). Además, cuando sus aviones fueron sustituidos por modelos más modernos, la brillante idea quedó obsoleta.
Fue propia de la desesperación de los primeros meses de guerra, pero lo cierto es que la embestida se convirtió en un suceso recurrente en la literatura de guerra soviética. Quinlivan también sostiene que hubo casos en los que se ordenó esa táctica a causa de la destreza limitada de muchos de los primeros aviadores soviéticos. En las primeras horas de la invasión, miles de aviones soviéticos fueron barridos y muchos pilotos no tenían experiencia alguna en combate.
Eso no quita que no hubiera orden y concierto. Inicialmente, las órdenes recomendaban tocar la cola o las alas para forzar que la nave enemiga perdiera el control. Una tercera opción era empotrarse contra el cuerpo del avión. En los dos primeros casos, la idea era salir de ahí con el suficiente control de la aeronave como para realizar un aterrizaje de emergencia o saltar en paracaídas. A una situación de este tipo se llegaba cuando ya no había munición para intentar algo menos arriesgado.
La mayor parte de las veces que esta locura tuvo lugar fue entre cazas soviéticos y bombarderos alemanes. No hay cifras que indiquen cuántos hubo en total porque, de hecho, la existencia de este recurso se eliminó del discurso público pocos años después, posiblemente por el célebre y negativo ejemplo de fanatismo japonés.
Como se ha señalado, el declive de estas operaciones se fue produciendo a medida que dejaron de ser necesarias o no se presentaban tantas situaciones de impotencia y desesperación. El primer verano que se pasó la Luftwaffe en la URSS no volvió a repetirse. Del mismo modo, conforme el Ejército Rojo iba reconquistando terreno, también fue reduciéndose el número de incursiones aéreas alemanas. Sin embargo, el impacto de estas hazañas quedó grabado a fuego. En This is Russia, de Hubert Griggith, publicado en 1943, apareció una hazaña confirmada por dos pilotos británicos que Axell y Kase la bautizaron como el caso del «Rambo Soviético». Era tan solo era una embestida más, pero con presentación, nudo y desenlace.
En una ocasión, volando en cielos septentrionales, se enzarzó en un duro combate con dos aviones alemanes. Derribó a uno de ellos y al comprobar que se le había acabado la munición embistió al otro, que se estrelló. Tuvo que saltar en paracaídas y, casualmente, cayó justo al lado de donde se encontraban los dos pilotos del biplaza que acababa de abatir. Los tres aviadores se encontraron, así, juntos en medio de un yermo helado tan despoblado que se podía andar durante días sin ver a un solo ser humano. Rápidamente el ruso despachó a uno de sus adversarios con el revólver. Inmediatamente un perro bóxer que, no se sabe por qué razón, llevaba a bordo la tripulación alemana, se abalanzó sobre él y se vio obligado a dispararle. Después, en la lucha cuerpo a cuerpo con el otro piloto, perdió varios dientes y recibió un navajazo que le cruzó la cara de arriba abajo. El enfrentamiento terminó cuando disparó a quemarropa en la cabeza de su enemigo una bengala de su pistola Very. El superviviente caminó por la nieve durante cuatro días y cuatro noches con los pies congelados y la tremenda herida de la cara hasta que encontró un hospital.
En esta misma revista, A. D. Harvey firmaba en 2018 el artículo «The Russian Air Force Versus the Luftwaffe: A Western European View». Su información actualizaba datos sobre el fenómeno. Señalaba que no se podía entender el fenómeno sin tener en cuenta las purgas en el arma de aire del Ejército Rojo que hubo tras el pacto Ribbentrop-Mólotov. El oficial Jakov Alksnis, un experto en bombardeos estratégicos a larga distancia, fue uno de los primeros ejecutados. Dos de sus hombres más valiosos, Vladimir Petljakov y Andrei Tupolev, fueron detenidos por el NKVD.
Una de las primeras consecuencias de ese pacto fue la invasión de Finlandia, pero la aviación soviética no tuvo un gran papel. La guerra aérea fue limitada por el mal tiempo y, aunque hubo bombardeos en ciudades finesas que se cobraron la vida de cientos de personas, no se hicieron con ningún objetivo claro. No hubo muchos enfrentamientos entre ambas y desiguales escuadras. La experiencia soviética, el aprendizaje, fue muy limitado. Tan solo hubo un enfrentamiento en el aeródromo de Ruokolahti en el que el comandante Jacob Mihin derribó el Fokker del teniente Tatu Guganantti embistiéndole. Así se llegó a la Gran Guerra Patria.
Numerosos pilotos obtuvieron gloria y fama por sus embestidas. Entre los memorables, está la acción del teniente Sergei Goshko, que le arrancó con un Yak-1 un ala a un Heinkel en el que iba un coronel del Estado Mayor alemán con documentos sobre futuras operaciones. El teniente Yevgeni Yeremeyev también saltó a la fama por sus embestidas en combates nocturnos sobre Moscú. También se nombró héroe de la Unión Soviética y se imprimieron sellos con su hazaña a Nikolai Gastello. Atacó a una columna de carros de combate y fue alcanzado. En lugar de intentar un aterrizaje de emergencia, estrelló su avión contra los tanques envolviéndolos en una gran bola de fuego. Eso, al menos, dijo la versión oficial, un informe que se leyó por la radio en toda la URSS. Después de 1991 se han puesto en dudas los detalles del incidente, aunque todos los historiadores coinciden en que se estrelló contra los Panzer.
Notorio fue también el caso de mujeres, como Ekaterina Zelenko. Murió a los veinticuatro años embistiendo un Me-109 cuando se había quedado sin munición para atacarlo por medios convencionales. Le fue concedida la Orden de Lenin, aunque no se la nombró heroína de la Unión Soviética hasta 1990. Al parecer, le escribió a su hermana al inicio de la guerra que estaba dedicando «toda su vida» a la lucha «contra las viles criaturas nazis» y que si estaba destinada a morir, su muerte le iba a costar cara al enemigo porque su vida estaba unida a la de su Yak: «si surge la necesidad, ambos moriremos como héroes». Así fue.
No obstante, Quinlivan señala que las embestidas de los aviadores soviéticos no se acabaron con la II Guerra Mundial. En los setenta, un F-4 turco penetró en el espacio aéreo soviético y un MIG-23 recibió órdenes de embestirlo. El piloto soviético cumplió su misión y murió. En 1981, ocurrió lo mismo pero con una aeronave que llegaba desde el espacio aéreo iraní. Ocurrió lo mismo, solo que esta vez el avión estaba pilotado por unos argentinos. El piloto, el camarada capitán Valentin Kulyapin, tras no recibir ninguna respuesta a sus mensajes de advertencia, no tenía la distancia necesaria para utilizar sus misiles aire-aire y recordando las lecciones que le dio su instructor sobre la Gran Guerra Patriótica, embistió el avión y se lanzó en paracaídas. Fue condecorado. Incluso en las revistas de divulgación y propaganda del Ejército Rojo, como Soviet Military Review, en su número de agosto de 1983, se apuntaba que era una muestra de elevada moral embestir contra los aviones enemigos cuando se estaba en inferioridad. Lo había hecho la aviación soviética frente a los nazis y también la vietnamita ante los estadounidenses.
¿Sirvieron estos actos de inspiración para los kamikazes japoneses? Axell y Kase no aportan respuesta. Creen que los japoneses empezaron a embestir cuando los B-29 volaban tan alto para bombardear las ciudades japonesas que sus cazas no podían alcanzarlos. Era noviembre de 1944 y la decisión que se tomó fue quitarles las ametralladoras y el blindaje para poder llegar a su altura y estamparse contra ellos. En Europa, los que también tomaron nota fueron los nazis. Goebbels escribió del plan en su diario. El 4 de abril de 1945 dice así:
Ayer (…) nuestros cazas llevaron a cabo choques contra bombarderos enemigos. El balance está aún sin confirmar pero parece que el ataque no ha salido como se esperaba. Sin embargo (…) no debemos cejar en nuestro empeño.
El artículo está bien, pero el autor ha olvidado mencionar a Andrés Fierro Ménu, expiloto republicano español que mientras sirvió en la aviación soviética consiguió derribar dos aviones alemanes con ataques de embestida. De hecho sus memorias se titulan precisamente «¡Tarán!».