Había anochecido en Los Ángeles cuando el avión despegó con destino a Shanghái. El vuelo sería largo y monótono. Más de catorce horas atravesando quince husos horarios y sin conexión a internet, por lo que matarían el tiempo con películas, música, juegos de cartas, conversación y sueño. Nada que una expedición de los Lakers no conociera. Solo que esta vez en mayores dosis. Casi envidiaron a los Nets, que con un día de antelación habían tocado tierra aquel mismo lunes 7 de octubre. Ambos equipos tenían previsto medirse dos veces como parte de la pretemporada NBA. El jueves en Shanghai y el sábado en Shenzen.
Superado el ecuador del vuelo, viendo que todos los pasajeros estaban despiertos, un oficial del equipo aprovechó para instruir a los jugadores sobre un uso conveniente de sus redes durante la estancia en China. Aquel protocolo era calcado al que la federación había empleado con la selección para el mundial de baloncesto, también en China, mes y medio atrás. En realidad era algo que se venía haciendo anualmente con todos los equipos que visitaban el gigante asiático en las giras de pretemporada.
La charla, escueta y clara, apenas duró diez minutos. Exponía los riesgos y límites en el uso de las redes para no comprometer a los jugadores y el colosal orbe de tres siglas que cargaban detrás y cuyo mayor peso era financiero. El mercado chino suponía, con diferencia, la principal fuente de ingresos comerciales de la mejor liga del mundo. Su audiencia real por temporada rondaba los setecientos millones de espectadores, más del doble de la población total de los Estados Unidos. Un yacimiento que había permitido a la NBA duplicar sus ingresos en ocho años. No en vano durante el mundial, la presencia del comisionado Adam Silver en Dongguan, más que decorar los partidos del USA Team, se traducía en ultimar los detalles de nuevos contratos por valor superior a dos mil millones de dólares.
Pero no era esto lo que redobló entonces la contundencia del mensaje a los jugadores. Era un ejemplo, un ejemplo aún caliente, tal vez el peor de todos, un error estratégico cuyas consecuencias se habían desatado con inusual fuerza mientras el avión sobrevolaba mansamente el Pacífico.
De aquel ejemplo, que en apenas una hora leyeron cientos de miles de usuarios, fue testigo desde su casa uno de los miembros de la selección americana que había disputado el mundial. Días antes, el viernes, tendido en el sofá, deslizaba indiferente su dedo por la catarata de Twitter cuando lo detuvo, más que el mensaje, las persistentes citas que lo envolvían. Al desflorarlo el chorro de amenazas no tenía fin y su origen mayoritario —NMSL se emplea en slang chino como «tu madre está muerta»— reflejaba haber enfurecido a una parte, que en aquel momento parecía toda. «Pero si a nosotros nos alertaron de esto —se sorprendió—. Nada de política. Y este tío es un ejecutivo». No le cabía en la cabeza.
El autor del mensaje, del tuit, era Daryl Morey, el director deportivo de Houston Rockets, el equipo NBA más célebre en China. Inscrito en un emblema asociado al movimiento que se arrojaba a defender el mensaje exhortaba: «Fight for freedom, stand with Hong Kong». Con ello Morey mostraba su apoyo explícito a las protestas hongkonesas contra el gobierno chino, protestas que se habían iniciado contra un controvertido proyecto de ley y que con el paso de las semanas se extendieron a algo mucho mayor. Si bien el problema político, más complejo y enquistado, se remontaba demasiado tiempo atrás, los manifestantes reclamaban ahora más democracia y la respuesta policial de Pekín fue recrudeciéndose en un peligroso bucle. Aquellos días los graves disturbios abrían los informativos de todo el mundo.
Se daba la circunstancia de que Morey estaba entonces en Japón. Los Rockets habían llegado a Tokio el fin de semana para disputar martes y jueves en Saitama un doubleheader con los Raptors.
La tormenta desatada por aquel tuit no se hizo esperar. El dueño del equipo, Tilman Fertitta, en un desesperado intento por apagar el incendio, recogió el mensaje de su subordinado y subrayó que Morey no hablaba en nombre de la organización, que la presencia del equipo en Tokio era de promoción internacional y que los Rockets en ningún caso eran una entidad política.
Asustado por una reacción que no tuvo la previsión de intuir, Morey borró el tuit. Pero ya era tarde. Se haría imposible detener una escalada que en apenas horas iba a poner en serio peligro las relaciones comerciales con el mercado chino y agravar las diplomáticas entre ambos países. De hecho, la fase más crítica terminaría involucrando a las más altas esferas de los dos gobiernos, adquiriendo en pocos días el inquietante tono que remitía a las tensiones abiertas entre americanos y soviéticos en los oscuros años de Guerra Fría.
Para fracturar una relación estable tenía que darse un agravante. Y aquel no podía ser mayor. Morey no era un directivo cualquiera. Trabajaba para Houston Rockets, el ariete principal del mayor mercado NBA en el mundo, una relación abierta desde que Yao Ming iniciara allí su carrera en 2002. Desde entonces esa relación no hizo más que fortalecerse, convirtiendo a los Rockets en un emblema sin rival en el mercado chino, el equipo más seguido en su inmenso territorio, el principal enlace entre ambos mundos y la franquicia con un mayor volumen de ingresos derivados del gigante asiático. Por eso el acto de Morey era inconcebible. Que su autor fuera el gestor de los Rockets equivalía a alta traición. Provocaba un riesgo cien veces mayor que haberlo cometido cualquier otro miembro ejecutivo, propietarios incluidos, de la mejor liga del mundo.
La grieta se abrió un poco más cuando aquella misma noche, Joe Tsai, mano derecha del fundador del gigante chino Alibaba y que en septiembre se había hecho con la propiedad de Brooklyn Nets, emitió un contundente comunicado en forma de carta abierta. En ella cargaba indignado contra el alegato de Morey, calificándolo de intolerable para el gobierno y los ciudadanos chinos, víctimas en Hong Kong de un «movimiento separatista» que trataba de exponer en profusas líneas para denunciar «el daño» causado a las relaciones entre ambos países. No resultaba casual que en mayo ya hubiera deslizado a los medios lo trabajoso y necesario de tener que «explicar China mucho a los americanos». La dura reacción de Tsai, uno de los propietarios NBA, situaba entonces al comisionado Adam Silver en una delicadísima situación.
En el mejor de los casos aquella batalla inicial podía no rebasar la mera dialéctica, una de tantas a diario en las redes. Pero no fue así. En las horas siguientes el gobierno chino, maniobrando en la retaguardia, dispuso un paquete de medidas aguardando una reacción de la NBA que a su juicio no se produjo en los términos deseados. Esta llegaría con retraso el día seis. A través de su portavoz, Mike Bass, la NBA emitió una respuesta oficial que desmarcaba a la liga de la postura de Morey calificando de «desafortunado» un mensaje que había ofendido a innumerables «amigos y aficionados en China» y cuyo contenido no representaba ni a los Rockets ni a la NBA. Ese mismo día y conminado a ello, Morey lamentaba en su cuenta oficial una mala interpretación de sus palabras, que hacía solo suyas exculpando a los Rockets y a la NBA. Pero ni rastro de disculpa. Como ciudadano libre tampoco tenía por qué.
Lejos de templar los ánimos, las autoridades chinas estimaron ambas respuestas insuficientes y pasaron a la acción. Ordenaron tumbar contratos y patrocinios con efecto inmediato, empezando por todos los vigentes con los Rockets, incluyendo la comercialización de mercadotecnia a través de Alibaba y cancelando toda cooperación de la CBA (Chinese Basketball Association) con la franquicia de Houston, cuyo consulado chino, luego de presentar protestas formales ante representantes de la organización, reveló la postura oficial de las autoridades chinas. No solo les instaba a «corregir el error», sino a tomar medidas concretas «de manera inmediata para eliminar el impacto adverso» por lo sucedido. En otras palabras, el comisionado Silver fue presionado para tomar medidas punitivas contra Morey incluyendo el despido, cosa que Fertitta, el dueño, sí llegó a considerar (consciente del inminente volumen de pérdidas), Silver rechazó y el portavoz del Ministerio de Exteriores chino, Geng Shuang, desmentiría poco después.
Que Morey no sufriera la menor medida disciplinaria supuso el remate. Al día siguiente fueron cancelados los dos partidos de exhibición de la G-League previstos en China para finales de octubre y uno de cuyos equipos era el filial de los Rockets. La cancelación no solo dejaba a los jugadores sin su abono de cien mil dólares; también las opciones contractuales a que muchos de ellos aspiraban por el doble duelo. Y aun esto era una minucia.
A primera hora de la mañana en Tokio, antes de abrir el entrenamiento, la suplicante disculpa de James Harden atendiendo a voluntad a los medios —«Pedimos perdón, adoramos China y nos encanta jugar allí. Apreciamos a todos sus aficionados y amamos todo lo que representan»— sirvió de poco. Acompañaba a la estrella de los Rockets, el recién incorporado Russell Westbrook, queriendo dar así la impresión de que toda la franquicia actuaba como una sola voz. También resultaría inútil.
En la jornada siguiente fueron canceladas todas las emisiones NBA con las operadoras de televisión CCTV y Tencent. Para hacerse una idea del montante que algo así suponía, la cadena Tencent acababa de renovar su contrato por otros cinco años por más de mil quinientos millones de dólares, tres veces más del acuerdo inicial firmado un lustro atrás. El día nueve la oficina central de la NBA, con Silver en Japón, tuvo que atender sin éxito el desfile de llamadas de diversas franquicias urgiendo explicaciones del impacto financiero por lo que estaba ocurriendo y las consecuencias en el tope salarial venidero.
La reacción de Morey aquellos días era igualmente reveladora. Desapareció de la vida pública y de todos los actos previstos por los Rockets durante la gira de seis días en Japón. El directivo se recluyó en su habitación del hotel Roppongi Hills, donde también se alojaba Silver. No se vieron las caras. Silver solo se comunicó con él por teléfono, dejando claro al dirigente que estaba hundido. Por eso Morey agradeció tanto que su homólogo en Toronto Raptors, Masai Ujiri, subiera a visitarlo a su habitación.
Desde la planta cuarenta y cinco las vistas de la capital nipona eran impresionantes. Pero el mayor consuelo se lo brindaría Ujiri con aquella visita cercana a las dos horas. Durante la conversación Morey, licenciado por el MIT (Massachussets Institute of Technology) en el año 2000, expuso a Ujiri los motivos de aquel tuit reconociendo su empatía con el movimiento de protesta. El MIT, le dijo, era un trampolín a Hong Kong para muchos de aquellos estudiantes, convencidos de su futuro como hombres de negocios en la zona. Era por ellos, sus antiguos compañeros, que conocía bien la situación de la región, la naturaleza del movimiento y sus reclamaciones de autonomía. Ujiri lo escuchaba con atención. Pero cuando se atrevió a cuestionarle el timing del tuit, más que inoportuno el peor imaginable, Morey reconoció que el decreto que prohibía portar máscaras durante las manifestaciones, noticia que recibió aderezada por duras imágenes de represión, agotó su paciencia, motivando que saltara decidido a la red.
Antes de despedirse Ujiri aprovechó para informarle de las llamadas que había recibido de varios colegas —general managers— mostrándole su apoyo. Agradecido, a Morey le era imposible ignorar que esos pocos lo hicieron en privado y no directamente a él. Era como si no quisieran dejar rastro de una sola llamada.
***
De las peores horas de aquella ofensiva los jugadores y expedición de los Lakers no supieron durante el largo vuelo. De hecho, cuando el avión aterrizó en Shanghái el martes al mediodía, Adam Silver estaba a punto de oficiar una rueda de prensa en Tokio. Era la comparecencia prevista para el doble duelo de pretemporada que mediría a Rockets y Raptors en Saitama, pero cuyo signo cambió por completo a causa de la crisis abierta. Con semblante preocupado Silver no pudo evitar reconocer las consecuencias del tuit, solo que ahora sí, más que compartir el mensaje de Morey, apoyaba «el ejercicio de su libertad de expresión». En el difícil equilibrio de ambas fuerzas Silver prefirió «afrontar las consecuencias» antes que cuestionar un derecho fundamental. No tenía más remedio. El valor de aquel principio, que repitió hasta once veces durante la conferencia, lo extendía a cualquier miembro de la NBA como identidad de las libertades de todo ciudadano de los Estados Unidos.
La incisiva pregunta de la agencia nipona Kyodo, que insistía en saber por qué apoyar la inoportuna exhortación de Morey importaba más que detener la escalada de la respuesta china, dio a Silver el punto clave de su declaración: «Lo que esencialmente digo es que hay valores que forman parte de nuestra liga desde sus primeros días, y eso incluye la libertad de expresión». Irónicamente, este reconocimiento de la Primera Enmienda no serviría ni para calmar los ánimos asiáticos ni para evitar, poco después, el azote del presidente Donald Trump por las habituales críticas de un mayoritario sector de la NBA.
La cadena CCTV no solo retiró de su parrilla los duelos de pretemporada. Tras la rueda de prensa de Silver, millones de pantallas en todo el país pasaron a enunciar un hostil editorial, lo que en China equivale a una declaración estatal: «Silver ha fabricado mentiras de la nada y ha tratado de pintar a China como implacable». La cadena despreció su exposición como un meeting sentenciando que «la declaración política a sus colegas estadounidenses de libertad de expresión solo busca encubrir la difamación de Morey».
Mientras, ajenos al seísmo, los Lakers eran trasladados en un autobús del aeropuerto al hotel. A mitad del trayecto, de una media hora, los jugadores fueron informados que el acto de los Nets en el marco del NBA Cares había sido suspendido. Pero la sorpresa fue mayor cuando al presentarse el autobús en la imponente entrada del Ritz-Carlton nadie los esperaba. No había recepción oficial. Todo se hacía más extraño cuando los aledaños del hotel estaban presididos por lonas gigantes, de más de nueve metros, luciendo imágenes de las estrellas de ambos equipos, Lakers y Nets. Pero a excepción de un puñado de compatriotas alojados en el hotel y varios medios americanos allí no había nadie. No aficionados chinos. «Cuando aterrizamos no teníamos ni idea del alcance que habían adquirido las cosas —relataría tiempo después LeBron James—. Fue allí cuando empezamos a percibir que algo muy serio estaba pasando».
De costumbre la llegada de los equipos NBA al extranjero, más aún en territorio asiático, además de recepción oficial, equivale a la de las estrellas de la música o el cine. Solo la semana anterior se habían congregado diariamente frente al hotel cerca de ochocientos entusiastas aficionados cruzando los dedos por si acertaban a verlos. Esta vez lo único que les aguardaba era una enorme bandera china recién colocada sobre la puerta principal.
Agotados por el largo viaje, los jugadores se refugiaron en sus habitaciones a descansar. Al día siguiente arrancaba una nutrida agenda de actos y promociones empezando por el primer entrenamiento y toma de contacto con el Mercedes-Benz Arena.
Durante el desayuno, no sin que algunos mostraran secuelas de mal sueño por el desfase horario, fueron informados que, al igual que los Nets, su acto oficial previsto con NBA Cares había sido suspendido. «¿Pero qué coño pasa?», estalló entonces uno de ellos. Y tampoco supieron darles una respuesta convincente.
El coste de los actos suspendidos no era una pequeñez. Lo firmado por LeBron James, Anthony Davis, Kyle Kuzma y Rajon Rondo rondaba en conjunto los diez millones de dólares. James, por ejemplo, de costumbre el de agenda más apretada, tenía cerrados dos eventos con Nike y uno más con Beats by Dr. Dre. Al igual que sus compañeros los perdió todos.
Sin ningún acto que presidir los Lakers adelantaron la sesión de entrenamiento, por lo que una hora después los jugadores se presentaron en el pabellón, se uniformaron en vestuarios y saltaron a la pista a entrenar. No pasaría ni media hora cuando fueron expulsados por un escuadrón de operarios. Los trabajadores habían sido apremiados a hacerlo, a lijar y revestir el parqué bajo la orden de eliminar los logotipos de los patrocinadores cuyos contratos habían sido suspendidos.
Otra vez de vuelta en el autobús los jugadores, que a excepción del malestar por el tuit de Morey tenían una información muy vaga del resto, fueron informados de la cadena de acontecimientos que aquello había provocado y de la que ya estaban siendo testigos directos. Hasta entonces, en aquella siniestra mañana, no fueron conscientes de que detrás de cuanto les estaba sucediendo estaba el gobierno chino, con capacidad para reducirlo todo a cero.
Por eso les resultó aún más inquietante el regreso al hotel. Todas las lonas y banderas que presidían la avenida de entrada habían desaparecido. Invadió entonces a la expedición angelina la sensación de que no estaban allí, de no saber qué sería lo siguiente. Una sensación recrudecida cuando las preguntas del staff técnico a varios empleados del hotel obtenían como respuesta el silencio y la media vuelta. Ahora sí, el lujoso recinto adquiría la impresión de un refugio. Era momento de establecer contacto inmediato con Adam Silver.
Pero Silver no estaba disponible. Volaba entonces de urgencia de Tokio a Shanghai. La hoja de ruta del comisionado solo tenía clara la prioridad de reunirse con los desplazados Lakers y Nets. Todo lo demás se había retorcido en un improvisado plan a la desesperada por verse con la cúpula directiva de la federación y liga, así como contar con el apoyo de su presidente, Yao Ming, como enlace con algún alto mando del gobierno. Las cosas se habían puesto tan feas que durante el vuelo miembros de su comitiva llegaron a alertar a Silver de que en el peor caso «podría tener prohibida la entrada al país». Finalmente lo haría, pero no sin antes pasar un exhaustivo y sospechoso control de seguridad que incluiría técnicas de reconocimiento facial. Para entonces su teléfono no daba abasto con las nerviosas comunicaciones de los presidentes y propietarios de la liga que gobernaba.
Como era de esperar Silver tampoco dispuso de recepción oficial. Pero a su llegada al hotel se vio sorprendido por la presencia de grupos de jóvenes chinos entonando gritos de protesta y luciendo pancartas hostiles con su rostro y el de Morey.
La cita con los dos equipos, prevista para las cuatro de la tarde, se adelantó a las dos y media. De las diversas salas de reuniones del Ritz-Carlton en Shanghái, la más grande, la más suntuosa es un amplísimo teatro conocido como Grand Ballroom 2 con capacidad para trescientas sesenta personas. Bajo decenas de lámparas de cristal suspendidas de techos a gran altura y cuya iluminación reverbera en placas espejadas y marcos de mármol, la superficie de la estancia, veintisiete metros por catorce de ancho, diseñada para acoger a las más altas instancias de Estado, acariciaba el tamaño de una pista de baloncesto.
Silver entró sin demora. Luego de una rápida presentación general subió al estrado, agarró el micrófono y se separó del atril que el hotel dispone para las ponencias. Desde allí detectó una excesiva seriedad en los rostros que bajo su posición salpicaban las primeras filas, algo próximo a la intranquilidad. De las cuarenta personas, entre miembros de Lakers y Nets, staff técnico, oficiales y comitiva, unos aguardaban sentados y otros de pie, cuyos brazos cruzados apremiaban el doble. La megafonía no solo daba empaque a las palabras de Silver. Remitían a cualquiera de los actos que un comisionado frecuenta durante una temporada NBA. Solo que esta vez todos eran conscientes de estar al otro lado del mundo, dominados por una extraña sensación de aislamiento.
Tras un cuarto de hora de alocución, durante la que todos fueron informados de la gravísima repercusión de lo ocurrido, y en la que los testigos pudieron advertir en Silver un tono suplicante y vulnerable, los jugadores entendieron que les estaba pidiendo algo. Y efectivamente así era. Algo cercano al ruego.
Era que quienes se vieran más capaces dieran la cara delante de dos centenares de periodistas que, Silver creyó entonces, tendrían a su disposición para expresar una opinión firme como embajadores de la liga, y sobre todo, validando las libertades como él, en nombre de la NBA y de la nación, había hecho. En suma, pidió a los jugadores atender a los medios ratificando una postura de libertad.
—No entiendo —prorrumpió James—. ¿Por qué no lo haces tú?
Silver intentó suavizar la pregunta indicando que habían cancelado sus ruedas de prensa —en realidad toda declaración pública durante su estancia en el país—. Y el alero no pudo evitar rematar sus dudas.
—Te lo han prohibido.
—No, no exactamente —repuso Silver—. Puede que yo no pueda hablar. Pero vosotros sí.
Acto seguido el comisionado abrió turno de palabra y LeBron James se erigió una vez más como portavoz. Se mostró firme, creyendo hablar en nombre de los presentes, tal y como había hecho años atrás en Nueva Orleans, rodeado de estrellas y con Silver como destinatario, convenciéndole de abrir un parón mayor en el calendario de fechas aledañas al All Star.
—Adam, no me entiendas mal —advirtió de inicio—, pero déjame decirte que si el autor del tuit hubiera sido uno de nosotros, un jugador cualquiera, no habría contado con el mismo apoyo que Morey. Creo que la liga lo habría gestionado de forma distinta y que, siendo ese jugador el único responsable y causando las consecuencias que esto ha tenido, la NBA habría tomado alguna medida.
Silver se defendió. Su objeción remitía por habilidad a su predecesor en el cargo, David Stern, cuya mejor defensa era siempre el ataque.
—Nosotros nunca hemos tomado una medida en contra de vuestras posturas. Habéis sido libres para cuestionar, por ejemplo, al presidente Trump —lo que siempre situaba a la liga en una posición delicada por un sector de propietarios abiertamente favorables a su Administración.
—Lo sucedido —prosiguió Silver— me podrá gustar más o menos, que obviamente no me gusta, pero lo que ha hecho Morey es lo mismo que hacéis vosotros valiéndose de la misma libertad.
—Es que Morey no está aquí para responder a esas preguntas —objetó ahora LeBron ante la atenta mirada de los demás—. Es él quien debería hacerlo. Es Morey quien debería responder por un acto que solo él ha cometido.
La sensación de ambas plantillas, ante el hecho de que Silver no pudiera dirigirse públicamente a los medios, redobló la sensación de vulnerabilidad. No solo del comisionado. También la de ellos ante la evidencia de que los estaba requiriendo para algún tipo de solución. Solución que los jugadores no alcanzaban a ver.
—Mi pregunta es —insistió LeBron— ¿Por qué hemos de dar la cara los jugadores? Ninguno de nosotros, creo, tiene la más mínima idea de lo que Morey estaba defendiendo. Nada del problema político, racial, o económico o lo que sea que aquí puedan tener.
Era cierto. Y Silver observó que los jugadores asentían.
—¿Qué podemos decir nosotros?
—Defender su libertad —repuso enseguida.
La conversación tuvo un último tramo en el que James pedía más claridad en la situación creada antes de que ellos pudieran hacer algo, expresando a Silver su temor de que el riesgo podía agravarse —aclaró con fuerza este punto— para los jugadores y la propia liga. No solo no tenían ni idea de la naturaleza del problema creado. Era la convicción general de que pagaban la imprudencia de un ejecutivo y no era justo delegar en ellos su responsabilidad. A esas alturas de gira solo les invadía un caótico cúmulo de oscuridades, con aparentes secuelas en sus ingresos y la vaga noción de una repentina crisis internacional mientras estaban de visita en un país extranjero, China para mayor inquietud.
Cuando el cruce de opiniones se animó otros jugadores sumaron las suyas, entre ellos Kyrie Irving y Kyle Kuzma. «Nos estás pidiendo que nos pronunciemos públicamente sobre algo muy complejo y con unas implicaciones que ahora mismo ignoramos». En esto todos coincidían. «¿Por qué somos nosotros los que corremos el riesgo de hablar en China cuando la liga debería ser la primera en abordar el asunto, y si acaso entonces, nos sumemos?».
—No os estamos obligando —insistió Silver—. Creo que es algo que nos haría bien a todos.
—Yo no sé qué decir ni qué responder a esas preguntas —repuso Irving antes de ir un paso más allá—. Empiezo a creer que no sé si tiene sentido que juguemos en un ambiente así.
Aquel fue el momento en que Silver mostró mayor firmeza. Los partidos se jugarían. Irving recordó entonces al comisionado, como si este no lo supiera, que aquel era el único motivo de que estuvieran allí.
—Si la condición para jugar en paz —remató Irving— tiene que ser que nosotros reparemos el daño que ha causado Morey yo prefiero no jugar.
A este órdago que tensaba más la cuerda dedicó Silver sus últimos minutos de charla, tratando de calmar a los presentes y asegurando que todo tendría lugar en condiciones normales. En aquel momento los jugadores pidieron quedar a solas unos minutos, a lo que Silver accedió siendo acompañado fuera por los cuerpos técnicos y directivos.
En el vestíbulo Rob Pelinka, el director deportivo de los Lakers, junto a su homólogo en los Nets, Sean Marks, aprovechó para abordar a Silver. Pelinka apoyaba las palabras de LeBron, dando una curiosa interpretación del asunto. Le pedía aprobar en aquel momento la versión dada por los jugadores. A su juicio, tenía una gran oportunidad de fortalecer la unidad. Si en aquella difícil situación ellos sentían que Silver velaba con el corazón por sus mismos intereses, se ganaría un espacio de confianza mutuo que emplear en el futuro. «Será una gran victoria para ti», le dijo. Las palabras de Pelinka le podían saber a bálsamo, pero Silver era consciente de que ya no habría ninguna victoria.
Dentro de la sala LeBron había tomado otra vez el mando.
—Cualquier decisión que vayamos a tomar tiene que ser de total acuerdo.
Entre los demás incluso habían ganado terreno las palabras de Irving. Era como si ahora pesaran las jornadas que tenían por delante.
Como recogería Dave McMenamin, uno de los destinatarios de lo conversado en aquellas tensas sesiones, el instinto ya habituado de LeBron era «prevenir a sus colegas de un abismo de relaciones públicas casi imposible» para ellos. Durante la improvisada asamblea James veía la perplejidad en los rostros más jóvenes, nada experimentados en situaciones así. Sobre aquellos minutos a solas el alero declararía tiempo después: «Siento esa responsabilidad de protección con los jugadores. Es algo que siempre tengo en mente. Nunca hablo solo por mí, no por mis intereses. (…) Trataba de protegerlos en aquella situación». Y tampoco veían motivos para disfrazarse de héroes.
La postura saliente de la asamblea se resumía, pues, en: primero, dejar claro a Silver que no se negaban a hablar; segundo, que lo único que rechazaban era tener que pronunciarse ellos antes que la propia NBA; y tercero, que si la NBA se pronunciaba de nuevo, acaso los más capaces podrían apoyar la postura oficial.
Silver lamentó que los jugadores no asumieran que la postura oficial ya había sido expuesta por él en Tokio y que ahora no podía volver a hablar. Estaba siendo testigo del típico defecto de las estrellas de actuar bajo el cómodo margen de seguridad de algo que hubieran visto y oído, como una resonancia cercana.
En aquel preciso momento, para los jugadores no era tanto un problema financiero, no relativo a sus inversiones, cuanto el temor y la inseguridad de agravar el problema por algún error humano. De ningún modo querían cargar con las consecuencias del capricho de un directivo al que nadie —así lo creyeron— había pedido cuentas. «No vamos a asumir ese riesgo». Ellos solo estaban allí para jugar y promocionar la liga. En el fondo todo aquel asunto los superaba.
De las fuentes anónimas que más tarde sumaron piezas al puzle de aquellos días, una daba en el clavo. La impresión de los jugadores era que el problema había cruzado una línea manejable por ellos para adentrarse en el oscuro terreno de las relaciones comerciales y diplomáticas entre dos países. Sobre suelo chino, aseguró esa fuente, «era prácticamente imposible para ellos gestionar una situación así». De otro modo, de haber estado todos en territorio americano las cosas habrían sido distintas.
Cuando Silver y los demás regresaron a la sala y fueron informados de la postura acordada por los jugadores, el alto cargo se resignó a cerrar el capítulo de la única forma posible.
—Si sentís no estar preparados para defender públicamente nuestra postura, nadie os va a obligar a hacerlo.
Acto seguido añadió que los partidos se jugarían, que todo el equipo trasladado velaría por la seguridad de la expedición al completo y que esperaba que pasado un tiempo las aguas volverían a la calma.
Eso fue todo.
Irónicamente, que los jugadores hubieran decidido otra cosa perdería pronto el sentido. Las ruedas de prensa previstas para los partidos fueron también suspendidas. Como los protocolarios himnos. Como el parqué, limpio de firmas. Y como todo accesorio que no fueran banderas chinas, debidamente repartidas a la entrada del pabellón.
Terminado el sábado el segundo encuentro los jugadores fueron trasladados al hotel, del hotel al aeropuerto en hora y media de trayecto, otra hora de controles y dos más a bordo del avión en la pista por un fuerte temporal en las proximidades. Otra vez sintieron que les aguardaba un mundo hasta llegar.
Siempre alivia pisar tierra. Pero aquella vez mucho más.
***
El malestar de los jugadores se agitaría, pese a todo, en un plano muy inferior al que sentían otros miembros de la liga. Los altos cargos sí que estaban de verdad enojados.
La mañana del miércoles 16 de octubre los presidentes de las franquicias se vieron las caras por videoconferencia. Durante la sesión, en la que Silver habría de informarles puntualmente de los contratos rotos y las pérdidas derivadas, las tensiones fueron palpables. Y en gran medida en una sola dirección.
Un sector de ejecutivos había visto confirmados todos los recelos que durante años habían venido gestando hacia Morey, al que culparon de la catástrofe. Era como si lo ocurrido destapara una sospecha largo tiempo silenciada que observaba al director de los Rockets como el gran disruptor de la liga, a la que seguía apretando como una tuerca hasta pasarla de rosca. De la salvaje introducción del proceso conocido como Moreyball, que consagraba la analítica como el nuevo mantra que humillaba a los rezagados, a su reciente trampa contractual con el brasileño Nenê, el enredo en el que había metido a todos era la gota que colmaba el vaso. Uno de los presentes dijo sentir tal repulsión por lo ocurrido como ver vomitar a su perro. Otro proponía a la liga una línea común que afrontar en mercados cuyas circunstancias políticas, o de cualquier otra naturaleza, ignoraban. Y puso como ejemplo a la India. Era una opción razonable, pero con ello atacaba la línea individualista de Morey, al que acusaban de ir siempre a su bola empleando como prueba su condición de ejecutivo multitasking, capaz de abrazar un día Silicon Valley y al siguiente la industria de los musicales. Eso ponía a muchos de los nervios, como si estuviera siempre buscando «protagonismo y su propio interés».
Alentados por el calor de sus críticas ninguno se vio inhibido por la presencia del enérgico Tad Brown, uno de los jefes de Morey, como si intuyeran que también podía estar hasta el gorro de él. Brown eludió pronunciarse, exponiendo con claridad las colosales pérdidas que se avecinaban. No en vano era el mejor informado y su organización la más afectada, estimando que a los Rockets les volaban solo en los siguientes meses más de treinta millones de dólares. A diferencia de Morey, Brown era un tipo muy respetado entre sus homólogos. Desde su llegada a los Rockets se había demostrado un gestor impecable, atando en corto cada dólar disponible. Once años atrás, apenas incorporado al cargo, firmaría el contrato por cable más lucrativo hasta entonces —seiscientos millones de dólares—, y al abrigo de Yao Ming el primer bocado al mercado chino a través del grupo Yanjing Beer.
Brown tampoco omitió lo que más temían. Las pérdidas estimadas reducirían la cifra del futuro tope salarial, derivando un BRI (Basketball Related Income) inferior que tanto percute en los salarios de los jugadores como en los beneficios generales. Esto sin contar los patrocinadores directos de algunos jugadores. «Aún no sabemos qué decisión tomará SPD Bank Credit con el contrato de James Harden, pero también puede estar en riesgo». Como podían estarlo los de Klay Thompson, CJ McCollum y Gordon Hayward.
Para los demás era difícil tragar con todo aquello y no sentir impotencia por que Morey no hubiese sido enviado al infierno. Lo que muchos además ignoraban era que el directivo había contratado años antes los servicios de una compañía china para gestionar sus redes en el mercado asiático con especial cuidado en Weibo. Tras lo sucedido y sin previo aviso, la empresa china canceló toda relación con su cliente. El departamento informático de la liga advirtió entonces a Morey que modificara de inmediato las claves de todas sus cuentas como medida de seguridad.
Este fue el convulso panorama de apertura de la temporada NBA 2020, una edición maldita de principio a fin. Al mundo solo trascendió la furibunda reacción china, las amenazas de cancelar monumentales contratos y las primeras declaraciones de LeBron James al poco de pisar suelo americano.
Tal y como habían acordado en la reunión, James declinó responder a la cuestión esencialmente política del conflicto. No así a las consecuencias sobre la liga, los dueños, los equipos y los jugadores que el alegato de Morey había desatado y de cuyos avatares más terrenales él y los jugadores fueron testigos. «No voy a entrar en una disputa (verbal) con Morey —declaró—, pero creo que sin estar informado del todo sobre esta situación en concreto, habló. Y había mucha gente a la que podía perjudicar, financiera, física, emocional, espiritualmente. Hay que tener cuidado con lo que tuiteamos, decimos y hacemos, y claro que tenemos libertad de expresión, pero también debemos ser conscientes de las consecuencias negativas. (…) Cuando dices o haces ciertas cosas, debes saber que puede haber personas y familias a las que eso puede afectar. Las redes no siempre son la vía más adecuada».
Era inevitable. Sin más información que titulares oportunamente lisiados buena parte de la opinión pública percibió esta declaración como decepcionante, hipócrita y cobarde. Y las mismas redes donde todo comenzó desataron un diluvio de reproches y memes que ridiculizaban a James, como postrado al dinero chino. El hombre que se había erigido como portavoz de las grandes causas sociales, el líder comprometido con cualesquiera aspiraciones de justicia en el mundo había defraudado a una masa que aguardaba desde la calidez del hogar una defensa a ultranza no ya de la libertad de Morey, sino de los ciudadanos de Hong Kong, de paso de los habitantes chinos y por extensión de los derechos humanos. Un magma de dificilísima costura.
Cuando poco después LeBron, que nunca se ha visto capaz de eludir cuanto la masa le devuelve, y como siempre afectado por ello, matizó en sus redes —«No discuto la sustancia. Sobre ella otros pueden pronunciarse mejor. Mi equipo y la liga pasamos allí una semana difícil. Solo trato de hacer ver que la gente necesita entender lo que un tuit o una declaración puede causar en los demás. Y creo que nadie se detuvo a pensar lo que podría ocurrir. Tal vez podría haber esperado una semana para publicarlo»— no había nada que hacer, instalando una vez más en su biografía deportiva otro de esos capítulos combustibles del odio universal.
«Desde el punto de vista político era una situación muy delicada. Personalmente, sabéis que cuando hablo de algo lo hago porque lo conozco bien y me apasiona. En esta situación en particular no estoy lo suficientemente informado. Ni yo ni ninguno de mis compañeros. Y todavía sentimos lo mismo», terminó.
No deja de ser curioso lo particular de la situación creada y las responsabilidades exigidas con arreglo a una panorámica mayor. No es necesario acudir a las poderosas relaciones comerciales entre Estados Unidos y China en innumerables esferas. Sino tal vez hacerlo solamente en el escenario deportivo. Nadie había pedido antes una declaración de esta naturaleza a deportistas estadounidenses en relación a China. No al menos en los términos directos que el conflicto comportaba. Ni en los partidos de exhibición del lejano 1979, ni al momento de fundarse NBA China en 2004, ni en adelante con las giras de Basketball Without Borders, ni por los Juegos Olímpicos de Pekín, ni siguiendo el ejemplo en otros deportes, a los tenistas que participan anualmente en los torneos ATP y WTA con sede en China. Habría sido como hacerlo con el más habitual de los invitados allí durante buena parte de su carrera, Allen Iverson, o con el más célebre emigrado NBA, Stephon Marbury. En suma, a ninguno hasta entonces.
Lo sucedido aún desprendería las semanas siguientes una cascada de declaraciones de diverso signo, palabras y puntos de vista que ya no trascenderían a Europa. El delicado Etan Thomas, hoy escritor y poeta, y con gran peso en el activismo político desde su retirada en 2011, lo expresaba de la siguiente manera: «Asiste a cada deportista el derecho de emplear su posición de la forma que estime más conveniente, no a conveniencia de los demás». Asimismo, el alero de los Celtics Jaylen Brown, uno de los deportistas más preparados en el orbe profesional americano, lo reconocería en el Boston Globe con una sentencia que resumía a la perfección el estado de quienes estuvieron allí. «No quiero comentar nada porque no quiero soltar nada incorrecto».
No obstante, de la difícil costura de ambos mundos con la democracia como eje separador, nada iguala al más aventajado paladín de la realpolitik que haya conocido el deporte mundial, David Stern, al mando del único periodo de crecimiento exponencial en la historia de la NBA. Allá por 2006, con los Juegos de Pekín en el horizonte, respondía así a una solicitud para posicionarse: «Créanme, la situación de China me perturba. Pero al fin y al cabo yo tengo la responsabilidad de que mis propietarios ganen dinero. Nunca puedo olvidarlo, y no importa cuáles puedan ser mis sentimientos personales».
En aquellos días de octubre al mundo llegaría, como siempre, la superficie de lo sucedido. Un polémico tuit, una indignada represalia, una repentina y amorfa aspiración de libertades individuales al otro lado del mapa y, finalmente, un chivo expiatorio. Todo un perfecto resumen del mundo actual.
Así arrancaba una temporada repleta de sacudidas.
Las cosas, también en términos económicos, templarían con el paso de los meses. Y con las crueles ironías del destino, nadie imaginaba entonces que las mayores pérdidas las terminaría provocando, una vez más, otra causa invisible.
¿Os imagináis si en lugar de China, se habla de EEUU en las mismas circunstancias, qué pasaría? Pues nada. Nos vamos a acordar mucho de cuando EEUU era LA potencia. Váis a flipar con China.
Si ya se viene diciendo desde hace muchos años, cuando china levante la cabeza… el mundo temblará.