Un dulce domingo de mayo, en 1972, a eso de las once de la mañana, un tal Laszlo Toth entra en la basílica de San Pedro y, abriéndose paso entre atribulados turistas y fervientes fieles —era Pentecostés, esto es, celebraban la llegada del Espíritu Santo— , sus ojos alcanzan rápidamente La Pietà de Miguel Ángel, ubicada muy cerca de la suntuosa entrada del templo. Podemos imaginar cómo durante unos minutos Toth contempló, mudo, la asombrosa obra que representa a la Virgen María sosteniendo entre sus brazos el cuerpo de Jesús, su pobre hijo muerto. Y desde este lado del futuro podemos intuir, casi masticar, el azoramiento de Toth —treinta y tres años, pelo algo largo y barba rubia— ante la quietud de la pieza y, a su vez, ante la desolación que emana de ella. Después, sabemos que, de repente, nuestro protagonista hizo lo siguiente: de un manotazo se sacudió su chaqueta, extrajo de su interior algo amenazante, se puso a gritar en italiano «¡Yo soy Cristo y he resucitado de entre los muertos!», y empezó a sacudir hasta quince martillazos a la Virgen, destrozando parte de su cabeza, brazos y casi toda su hermosa cara.
Imaginamos un aire de estupefacción general, de silencio contenido en el interior de la basílica y, después, al cabo de unos segundos, un runrún y voces desbocadas. Y así fue. Las primeras reacciones para detener al iluminado destroyer vienen de un policía de tráfico —Marco Ottaggio— y un escultor estadounidense —Bob Casilly—, quienes lograron detener el río de martillazos y, de paso, las patadas y golpes que, poco después, una multitud enfurecida pretendía propinarle al pobre Toth.
Conmoción mundial, los medios desbocados, la fotografía del penoso estado en el que quedó la estatua y un amenazante retrato de Toth en todos los periódicos. Al cabo de pocos días se supo que al final el amigo Laszlo no sufrió acusación alguna, que fue internado en un hospital psiquiátrico romano por un tiempo y que fue deportado a Australia, de donde procedía.
Efectivamente, el autor de este extraño magnicidio artie resultó ser un geólogo australiano con raíces polacas, un loco de los mármoles que trabajaba en una fábrica de jabón. Como tantos a lo largo de tantos siglos, podemos imaginar que tal vez Toth lo abandonó todo —su próspera tierra, el olor de sus jabones— para dirigirse a Italia y tratar de buscar respuestas a los misterios de la vida y la muerte. Parece que no encontró mucho —de ahí quizás su iracundo arrebato— pero seguro que, en su agitado camino, percibió ese enigma conocido como la esencia italiana. Aquí no hablamos de trajes de chaqueta exactos ni de quesos, albahaca y tomates, si no de esa capacidad innata de Italia para mezclar, indefectiblemente, lo más terrenal con lo más hueco y ampuloso. La esencia italiana es esa mirada cruda, desnuda —un punto piadosa y casi cómica— con la que percibe al ser humano frente a sus más fastuosas ínfulas. Ni más ni menos. Quizás conocer eso tampoco ayudó mucho al atribulado Toth.
Tal vez percibió cómo La Pietà, la estatua más hermosa del mundo —tan real y tan perfecta a su vez, tan calladamente dolorosa, la obra preferida de Miguel Ángel y la única que el orgullo le impulsó a firmar con un contundente «Miguel Angel Buonaroti, florentino, hizo esto» en el mismísimo pecho de mármol de la Virgen—, habita y, a su vez, destrona con su humana belleza, uno de los lugares más grandes, suntuosos y poderosos del mundo: la basílica de San Pedro. En ese espacio inmenso que cubre un área de más de dos hectáreas, donde hay cuarenta y cinco altares y once capillas, y que acoge las tumbas de casi un centenar de papas, brilla con luz propia, inasible al paso de los siglos, la desolación más real: el dolor de una madre, viva y entera frente a la muerte de un hijo. Lo soberbio del edificio enmudece ante los ojos bajos y tristes de María. Eso es Italia —la humanidad— en estado puro.
Curiosamente, siglos antes, el propio Miguel Ángel, también en un arrebato, agarró un martillo de grandes dimensiones y destrozó La Pietà. En este caso era otra obra, era la Pietà conocida como «florentina», una estatua que el maestro estaba preparando para que presidiera su propia tumba. Parece que su incontrolable ataque vino de la frustración ante la poco convincente apariencia de una de las piernas de Jesús.
En todo caso, los motivos de Miguel Ángel están, probablemente, relacionados con la libertad de expresión que emana de la autoría. ¿Y los de Toth? Me temo que solo están relacionados con una (temeraria) expresión. Así, a secas. Y nunca lo sabremos, porque el autor del ataque ya murió y, de momento, no se ha reencarnado. Quizás con su acción quiso destrozar esa verdad —lo pequeño y verdadero, al final, brilla frente a lo impostado— que emana La Pietà de Miguel Ángel. O tal vez creía que, efectivamente, era Cristo y que, por tanto, quería salvar a María de su dolor. A martillazos, eso sí. O tal vez Toth era un artista posmoderno llevando hasta las últimas consecuencias su performance artístico-terrorista, su idea de ataque a lo intocable, al Estado, a lo pequeñoburgués, tan de la época. No sé. De algún modo, su descabellada acción tuvo sus admiradores y sus sesudos analistas. Por ejemplo, el humorista y guionista Don Ravello se apropió de su nombre para escribir cartas satíricas a celebridades del mundo entero bajo el epígrafe de «Laszlo´s Letters» —en homenaje al australiano destructor—, una obra que le catapultó a entrar en el equipo del Saturday Night Live. A su vez, el nombre de Laszlo Toth fue utilizado por el autor de cómic Steve Ditko —poca broma, cocreador de Spiderman, ahí es nada— en su serie Laszlo´s Hammer, lanzada, a la sazón, con el brillante lema de «Are you a user or a victim of Laszlo´s hammer?».
Quizás es más fácil. Quizás, sencillamente, los nervios de Toth no fueron capaces de soportar tanta perfección y tanto talento: no olvidemos que Miguel Ángel tenía menos de veinticinco años cuando acabó esta estatua, que fue un concienzudo trabajo de menos de veinticuatro meses, un tiempo en el que deben incluirse sus numerosos viajes a diferentes minas de Carrara en busca de las mejores piezas de mármol. En su momento, la obra de Miguel Ángel sembró de estupor los pasillos, las calles y las conversaciones: el dramatismo de las figuras de Jesús y María, el realismo de la visión de la muerte, la perfección de las heridas, la querencia por la exactitud en el deterioro de la anatomía por parte del autor. No en vano para elaborar el cuerpo de Jesús el autor trabajó muchos bocetos de cadáveres del cementerio de Florencia, y eso se nota.
En fin. Los expertos en arte elogian la serenidad, la honda calma de la Virgen en la obra, escriben largas páginas sobre el triunfo ante la muerte y las pasiones humanas, pero yo solo veo dolor y desolación. Quizás Toth también y, simplemente, un día no pudo soportarlo más.
Pobre Toh?
Dolor y desolación. Ve bien, señora.