Esta entrevista está disponible en papel en nuestra revista trimestral número 13
Aquí me tienen. En el vermut que ha organizado Duomo en honor de J. R. Moehringer (New York, 1964), biógrafo de Andre Agassi —recuerden el celebrado Open— y autor de El bar de las grandes esperanzas, un libro que cronológicamente antecede al del tenista, aunque acabe de publicarse aquí. Se trata de las memorias del autor: la historia de un niño sin padre adoptado por un bar entero. Un bar y los hombres que lo poblaban como educación completa.
Moehringer, por cierto, es premio Pulitzer y reportero estrella de The New York Times, así que imagino que es lógico que la expectación que despierta su entrada al bar sea harto parecida a la de algún rey mesopotámico en una ciudadela conquistada. El escritor aparece por la puerta envuelto en un aura noble, bromeando con todos, seguro de ser el centro de la devoción seglar. A su paso se abren los mares y de repente la muchedumbre empujadora le planta delante de mí, un poco como al Hitler de Indiana Jones y la última cruzada, cuando se da de morros con Indy en pleno Berlín. Al instante le arrancan de mi vera, a Moehringer (no a Hitler), pero no me importa. Voy a tenerle para mí solo una hora entera esa misma tarde.
Soy rico, sí (en moneda puramente intelectual).
Ya en el hotel, cuando lo tengo ante mis narices —él con su pinta de diplomático yanqui bien alimentado, sonrisa cegadora y modales exquisitos— y buscando romper el hielo, le comento que mi pueblo natal, Sant Boi, debe ser un poco como su Manhasset, famoso por «el lacrosse y el alcohol». El mío, le digo, lo era por el alcohol y el rugby. Ah: y el hospital psiquiátrico. Moehringer levanta las cejas, periodista nato, y me acribilla a preguntas sobre el centro. Cuando le suelto que mi madre trabajaba allí, veo a Moehringer tomando notas mentales, como el impenitente cazador de buenas historias que es. Y entonces, hablamos. De bares (y pasar mucho rato en ellos) y deportes, de mito y realidad, de masculinidad y traumas, del poderoso sentimiento de pertenencia a algo, de padres ausentes e hijos geniales, de llorar en público, Jimmy Connors y el 11S. Y de Andre Agassi.
O qué se creían.
Pasaste una buena parte de tu vida en un bar [el Dickens] acompañado de otros tipejos. Resulta sorprendente la cantidad de hombres dignos y decentes con los que te topaste. Me preguntaba si decidiste esconder un poco sus partes menos atractivas a la hora de escribir sobre ellos.
¿Si los había idealizado? Claro. Yo no diría «esconder», pero tienes razón. Decidí mostrar a estos hombres de la forma idealizada en que los vi desde que yo tenía siete años. Esa mirada solo se altera moderadamente a lo largo de los años, así que quería que el lector entendiese cómo me sentí cuando Smelly, un tipo del bar, me agarró por el cuello a los veinticuatro. Fue como si hubiese ido de visita a Disneylandia y Mickey Mouse me hubiese intentado estrangular. Así que te estoy ofreciendo mi punto de vista, desde los cero a los veinticinco años, para que también puedas sentir mi shock. Asimismo, nunca tuve que esconder mucho, porque tampoco me enteraba de mucho. Había muchas cosas que no se contaban en aquel bar, y de las que me enteré décadas después, cuando entrevisté a todos aquellos hombres. Me quedé horrorizado. Suerte que de niño no me contaron todo esto.
¿Eran temas de abuso familiar, por ejemplo? ¿Es eso?
No tanto de violencia. Más bien temas como el problema de mi tío con el juego. O lo de la bebida en general. No quise camuflarlos, porque ni siquiera entraban a formar parte de mi conciencia de entonces, cuando estaba en el bar. Tuve siempre presente que no estaba escribiendo el libro desde mi punto de vista de hoy, sino el de entonces. En todo caso, como escritor y periodista de un gran periódico no tuve la opción de inventar nada. Más bien lo contrario: tuve que contratar a un verificador de información pagado de mi bolsillo, entrevisté a todos los personajes… Casi sufro un ataque de nervios. Estaba aterrado por si alguien decía que Manhasset no estaba a diecisiete millas de NY, sino a diecinueve. Usé frases de entrevistas donde la gente recordaba esto y aquello, y tomé muchas notas en el bar, en la época. Lo que impresionaba a la gente cuando lo presenté era que no hubiese inventado nada del diálogo. Que reconstruye lo que de veras decía la gente. No es narrativa. Ojalá pudiese decirte que tengo esa capacidad de inventiva, que me inventé a alguien como Poli Bob o Cager. Pero no. De hecho, mucha gente me dice que se va de vacaciones a Manhasset a intentar encontrar a algunos de los personajes, y a menudo lo hacen [sonríe]. Y les invitan a copas, y es (de nuevo) como la Disneylandia del borracho, solo que en lugar de encontrar a Goofy… [ríe]. Muchos memoristas de tradición me han dicho que no hacía falta contrastar tanto los hechos, que las memorias son imperfectas por definición, pero yo no pude hacerlo de otro modo. Me enorgullece poder decir: esto pasó así, y aquel dijo esto, y estos hombres existieron. Y los vi de aquel modo.
Un niño admirará a sus mentores, por defectuosos que sean.
Sí. Cuando conoces a alguien en un bar, las dos personas están en la barra al mismo nivel. Estamos aquí por lo mismo. Todo el mundo está en un bar por una razón; a no ser que se les haya pinchado una rueda y hayan entrado a utilizar el teléfono. Pero digamos que lo escribo hoy, y decido utilizar lo que se viene a llamar «la mirada de los treinta mil pies»: quizás el libro sería más fiel a la verdad pero mi tono sería más sentencioso, y el lector se cansaría antes de todos aquellos tíos. Y del narrador.
Rompes el mito poco a poco. Cuando dices cosas como «los hombres del Dickens se caían muy a menudo». Poco a poco pasan de dipsómanos heroicos a meros borrachos trastabillantes.
Son más oscuros de lo que esperas, sí. El bar mismo es más oscuro. Pero a la vez me salvó la vida. El bar estaba lleno de malos ejemplos, y necesitaba abandonarlo algún día, pero a la vez me salvó; es extraño decirlo así. Esto es algo que solo alguien cuya madre trabajaba en un hospital psiquiátrico podría entender [sonríe]. El bar era dicotómico. Podrías decir cualquier cosa de él, y todas serían verdad. Hay dos líneas [gesticula]: la línea de mi idealización del lugar, que va descendiendo, y luego está la idealización de mi madre, que es una línea recta. Nunca sube ni desciende. Y es el retrato fidedigno. Como digo en el libro, resulta irónico que todas las virtudes que yo asociaba a la masculinidad las ejemplificara mi madre, en realidad. La persistencia, la fiabilidad, la honestidad, la integridad, el coraje…
Supongo que uno de los mayores atributos de aquel bar era que te otorgó un indispensable sentimiento de pertenencia. Sentirte parte de algo, una comunidad o familia o panda.
Sí. Eso es cierto. Pero suceden dos cosas: por un lado estaba toda esa gente que me animaba y que quería lo mejor para mí, y que cuando conseguí mi primer trabajo o cuando accedí a la universidad lanzaron posavasos al aire. Y luego está, como decías, el sitio donde perteneces. En mi día a día veo muchos chavales que no pertenecen a ningún lugar. Los ves en plazas, en mitad de la ciudad, y no sienten que puedan dejar huella en nada. Pero tener un lugar donde, cuando entras, eres bienvenido, es algo distinto a tener gente que te adopta. Y yo tenía ambas cosas. Por otro lado, lo de aprender a estar solo suele costar una vida entera. Aquel sitio fue para mí como las rueditas de aprendizaje de la bici. Es una parte fundamental de la tarea de ser humano. Seguro que conoces a mucha gente que no puede estar sola, y es una situación jodida. Porque este mundo quiere que estés solo, y te hará sentir solo [sonríe]. Así que mejor que estés preparado.
Quizás todos aquellos mentores de nuestra adolescencia eran un desastre en ciernes, pero yo me alegro de haber topado con ellos. Aún hoy creo que escogí bien, que aquellos hombres me dieron algo valioso, un tesoro. ¿Opinas lo mismo?
Muy bien dicho. Pienso mucho en eso. De joven vas a escoger a alguien. Todos los chicos de diecisiete, como dices, escogen una opción. Y mientras escojas a alguien que es bueno contigo vas a salir ganando. Pero muchos chavales escogen a depredadores y explotadores. Hay muchas madres solteras que me preguntan: «¿Crees que tu experiencia es la mejor posible para un niño?». ¡Claro que no! Lo mejor hubiese sido tener un padre que fuese buen tío, y estuviese en casa, y no mintiese. Pero si no tienes eso, vas a tener que buscar un sustituto. La naturaleza va a darte recursos para que, como niño, rellenes ese vacío. Porque un niño sin padre va a sentir un gran vacío. Lo vemos en los periódicos cada día: un joven que ha rellenado esa carencia con vete a saber qué. Aquellos tíos no eran ideales para mí, pero cualquier hombre adulto con algo más de experiencia que tú (o mucha, a poder ser), y que sea amable contigo, y te preste atención, va a ser mejor que nada. No importa dónde lo encuentres. Que te escuchen cuando hablas, y te tomen en serio, y te otorguen el beneficio de su experiencia, y te traten como un adulto, y crean que eres capaz de asumir una responsabilidad.
Los consejos que aquellos tipos te dieron en el Dickens eran un mapa para ir por el mundo con la cabeza bien alta: no te quejes por tonterías, aprende a caer, no culpes al mundo de tus errores, acepta la culpa, tómate lo malo con humor…
[Ríe gozosamente] Sin duda. Aprende a andar a través de las llamas. Aprende a aguantar. Yo escuchaba a mi padre por la radio, y desarrollé una creciente apreciación por el rock’n’roll, pero también por las voces. Siempre aprendí cosas de esas voces. De niño, con la oreja pegada a la radio, yo era como un descifrador de códigos inglés en la Segunda Guerra Mundial [sonríe]. Tenía esa máquina Enigma en mi cabeza, y aprendí a descifrar voces. Y sé a ciencia cierta que un joven tiene que aprender a hablar como los demás hombres. No ser condescendiente, no ser un llorica, no terminar las frases en pregunta… Es un arte. Y tienes razón: hay trucos. En mi adolescencia nunca puse en palabras todo lo que había aprendido en aquel bar, y cuando empecé a hacer una lista en mi oficina, de mayor, me quedé paralizado. Por otra parte, muchas veces pienso: ¿Y si en lugar de vivir al lado de aquel bar llego a vivir a cien pasos del Proyecto Manhattan? ¿O de la mesa redonda del Algonquin? ¿Y si Hemingway llega a ser mi vecino? Mi cerebro era de plástico. Podría haber aprendido cualquier cosa. Idiomas, lo que fuese. Aprendí lo que aprendí, qué le vamos a hacer, pero jamás diría que aquello era la mejor opción posible [carcajada]. Nos apañamos con lo que tenemos a mano. Es así.
Hablas de los insultos que aprendiste, de cómo eran una herramienta multiusos: te hacían sentir adulto, te permitían liberar ira, asustar a tus enemigos, manifestar gozo, hacer reír a la gente…
Me has hecho pensar en un tío que conozco que no dice palabrotas. A ver: no hace falta que vayas a decirle a la reina «esa tiara es bonita de cojones», pero si nunca puedes soltar tacos… Tío, no sé si puedo fiarme de ti [ríe]. Sé que está feo decirlo, pero soy un tío. Sé que esto se da también en las mujeres, pero hablaré solo desde el punto de vista de mi sexo: si tienes algún tipo de política sobre los tacos, si no te sientes cómodo diciéndolos, si no forman parte de cómo te expresas… Hay algo cuestionable en todo eso.
A no ser que seas el maestro de nuestros hijos. Entonces está bien. Sigue así.
[Carcajada] ¡Claro! No quiero que alguien vaya a decirles a mis hijos que se aprendan el PUTO abecedario. Pero si acabas de aplastarte el dedo gordo del pie, y descubres que has perdido el pasaporte, y ni siquiera puedes decir «mierda», no vamos a ser amigos. Lo siento.
Harry Crews decía que todas esas bromas compartidas e insultos y muletillas eran la forma que «un hombre tenía de recordarles a otros hombres quiénes eran». O sea: todas aquellas chorradas eran también la forma de explicar una conciencia colectiva. Ese lenguaje procaz explica quién eres, quién es la gente de aquel bar en cuanto a grupo.
Sin duda. Es un lenguaje oral, pero nunca subestimes el poder del lenguaje corporal. Tengo amigos a quienes me encanta visitar para ver cómo se mueven. Tienen una cierta elegancia para moverse por la vida: preparar un sándwich, hacer la maleta… Andre Agassi es un buen ejemplo. Es como una danza. Cuando se pone el reloj, cuando escribe en su bloc de notas… Yo estudio la forma en que lo hace. De muy niño nunca tuve la oportunidad de ver a un hombre andar por la calle, o rascarse las pelotas, o desperezarse tras una noche dura. No tenía un ejemplo de hombre adulto en casa. Pero todo eso forma parte del conocimiento. Y esas cosas, en efecto, les recuerdan a los hombres quiénes son. Estar en aquel coche con aquellos cuatro tíos del bar de mi tío (que para mí es un momento clave del libro), escuchándoles hablar de sus cosas por primera vez, fue como haber llegado al fin a mi propio planeta. Me dije: «Así que esto es lo que soy…». Había pasado toda la vida con mi madre, mi abuela, mis primas, y eran muy buena gente, pero desde otro punto de vista (algo limitado, si quieres), no eran del todo mi gente. Aquella era mi gente. Y su modo de hablar me impresionó mucho.
La clase obrera habla así. Guasa mezclada con paridas mezclada con batallitas mezcladas con pensamientos profundos y emotivos y de vuelta a la guasa…
Claro. La gente no suele hacer hincapié en lo que voy a decirte, pero los hombres del mundo entero se tocan los huevos los unos a los otros. En un bar, en un partido, donde sea. Ese criticarse en tono de befa es la forma en que los hombres hablan. Las mujeres no lo hacen. Ese rito no existe. Cuando se unen no empiezan a lanzarse insultos en cachondeo, y no hay un solo sociólogo que yo conozca que haya tratado de explicar este fenómeno [sonríe]. Es así en Barcelona y en Boston: unos cuantos fulanos se juntan donde sea, y lo primero que sueltan —haciendo el payaso— es algún comentario despectivo hacia el otro. Yo pasé mucho tiempo en este planeta hasta que vi que esto era así. No es que esté permitido, es que es obligatorio. Y demuestra afecto.
Existe una especie de telepatía masculina, que nace de adivinar lo que les sucede a tus compinches. Si a tu mejor amigo acaba de abandonarle la novia, ni él va a hablar de ello ni tú vas a preguntar. Hay otras maneras de capear la tragedia y demostrar cariño que no son decirle al tipo «Estás fatal, ¿no?».
[Carcajada] «¿Te ha llamado hoy o no?». Asimismo, cuando los hombres deciden sortear esa reticencia y hablar, entonces es algo muy poderoso. Mi tío estaba abriendo el bar una mañana y se encontró a uno de los camareros, un chaval de trece o catorce años, durmiendo detrás de la barra. Mi tío le preguntó qué pasaba y el chaval le enseñó un ojo a la funerala. Había sido el padre. Mi tío agarró al chico, lo llevó a casa en coche, llamó a la puerta, y cuando apareció el padre le dijo: «Hola, me llamo Charles, trabajo con (no soy el jefe de) su hijo, y me dice que le has puesto las manos encima. Así que le he traído a casa, y si vuelvo a verle en estas condiciones voy a venir con tres tíos que me doblan en tamaño, y vamos a repetir contigo esto que has hecho. Durante mucho tiempo». Dijo todo esto muy poco a poco y enunciando cada palabra. Aquí no hubo telepatía, ni esperó que el hombre se diese por aludido.
Otra cosa de los tíos: siempre estamos «bien».
[Carcajada] William Boyd tiene un libro que te encantaría, Any human heart. En él se encuentra una de las mejores últimas frases que he leído jamás: «No hubo obituarios». Porque el protagonista nunca se quejaba. Nadie accede jamás al corazón de un hombre, a sus penas y sufrimientos. Todos estamos «bien».
Creo que la clave para averiguar de veras cómo está el otro reside en la pronunciación de ese «bien».
Recuerdo cuando cubrí las secuelas del 11S para mi periódico. Meses después de los ataques. Y estaba en un restaurante cenando, y en la zona del bar había un bombero sentado con una mujer, y mientras iba hablando las lágrimas le resbalaban por las mejillas [pausa]. Nada de esa imagen tiene sentido. ¿Un hombre adulto llorando en un bar? Ni siquiera era de madrugada, debían ser las ocho de la noche o así. ¿Un bombero? Es una muestra de lo extraordinaria que era la vida en NY en aquel periodo. Todas las normas se habían cancelado. Era el mundo al revés.
Yo nunca he visto a ninguno de mis amigos llorar. Estoy seguro que todos lo hacen, al igual que hago yo; solo que nunca en público.
Claro, claro. A Andre Agassi le encanta contar que me preguntó cuándo había llorado yo por última vez, y yo le dije: «1987» [ríe].
Tu vida tuvo otro gran protagonista: el alcohol. Por supuesto, el alpiste puede ser una cosa maravillosa o terrible, depende de cómo lo utilice uno. Tú ya no bebes. ¿Cómo lo ves desde tu perspectiva presente?
El alcohol tiene muchos usos. Me encanta aún ir a bares y ver cómo bebe la gente, a Andre Agassi le encanta beber, y a mí me chifla observarle mientras se toma un Martini. Me relaja todo el proceso. Al tío se le derrite la piel de puro placer. Pero a la mañana siguiente, tras unos cuantos de esos, llamo a Andre y suena hecho mierda, mientras que yo estoy fresco como una rosa. Mira: me encanta la idea del alcohol, la cultura de los bares, y escribí mi último libro en una habitación que daba a una viña y donde había una fábrica de vino. Me dije: «¿No sería magnífico poder vivir aquí, bebiendo vino bajo un árbol cada día?». Pero eso es solo mi bagaje romántico. Por desgracia, me conozco muy bien, y sé que jamás me he podido desprender de la perspectiva juvenil del todo o nada. Es lamentable, pero no puedo hacer nada a medias. Me encantaría poder tomar un poco de vino de vez en cuando, pero sé bien que esa posibilidad me está negada. Jamás podré hacerlo. Mi relación con la bebida es muy rara: empecé muy temprano, lo dejé sin problemas (dejar de fumar fue mucho más problemático), nunca acudí a reuniones de AA… De hecho sí que fui alguna vez, pero solo para documentarme para un libro, y lo que vi allí no se me antojó una forma muy divertida de vivir. Recuerdo que uno de aquellos tíos dijo que era un borracho de pérdida de conocimiento. Que cada mañana se levantaba e iba a la cocina buscando manchas y pisadas de sangre, y cuando veía allí a su mujer haciendo café se decía: «Gracias a Dios que no la maté ayer».
¡Jesús!
Sí. La gente tiene relaciones distintas con el alcohol. Muchos exalcohólicos que conocen mi historia vienen a ofrecerme sus chapas de sobriedad, pero —aunque soy muy amable con todos ellos— esa no es mi experiencia. Yo nunca lo viví así. Dejar de beber no fue nada traumático. Yo quería ser un escritor, más que un borracho. Y me encantaba escribir por la mañana. Sin sentirme suicida. Entre emborracharme o leer un libro, prefiero leer un libro. Aprenderé más, y a la mañana siguiente me sentiré una persona mejor. Es muy simple. Pero no me engaño: sé que me estoy perdiendo muchos placeres. Cuando he estado con Andre en Las Vegas, él siempre toma su Martini, y yo café. Le encanta el ritual. Todo es un ritual para Andre.
Andre Agassi parece obsesivo hasta la locura, ¿no?
Sí y no. Con algunas cosas es muy puntilloso. Le encanta hablar de determinados filetes, de la forma en que los marinas y luego cocinas lentamente, y con qué vino van… Y eso está muy bien. Yo le escucharé con mi taza de Starbucks y llegaremos al mismo sitio por senderos distintos.
No querría ser frívolo, pero el padre de Agassi era un cabrón, y obtuvo resultados. El tuyo se largó, y has terminado siendo un escritor de éxito. Si uno examina a los padres inmundos en la historia de las artes (los Jackson Five, el padre ausente de Lennon, etc.) parece que su presencia o ausencia siempre produce hijos geniales. O psicópatas, claro.
Hay otra modalidad que deberías añadir a tu lista: grandes escritores con padres arruinados: Twain, Melville, Fitzgerald, Hemingway, Dickens… Y yo. A mí me tocó la gorda: mi padre lo perdió todo, y encima era un cabrón, y encima se largó. ¡Triple! Lo que sucede en estos casos —al menos con hijos varones— es que quieres demostrarte algo. Si a esa edad vulnerable no tienes una figura sólida en la que apoyarte se va a crear ese vacío del que hablábamos. Pero ese vacío es a menudo el germen de un artista.
Y ni siquiera hace falta que sea un completo bastardo. Puede tratarse de un padre que no demuestra afecto. O que no te quiere, aunque no te zurre. Y eso crea lo que tú llamas «rabia heredada». Agassi la tenía. Tú también.
Es una rabia muy difícil de entender. Documentándome para mi nuevo libro he hablado con chicos en situaciones desesperadas, en Missouri, niños sin padres ni madres, y los trabajadores sociales que se ocupan de ellos utilizan el término «pérdida ambigua». Es una pérdida que no se puede cuantificar ni especificar ni describir. Es una frase muy poética y obsesionante. Lo de Agassi es distinto, porque ahora se lleva de perlas con su padre. Es increíble.
Imagino que se ablandaría con la edad, de otro modo no lo entiendo. En Open se pinta al padre de Agassi como un auténtico gilipollas.
En todas las explicaciones de Agassi se veía que intentaba decir la verdad. Y la verdad es que nunca vio a su padre como a un monstruo. Quería el afecto de su padre. En cierto modo creo que si su padre llega a ser un monstruo de veras, a un nivel como el del padre de Michael Jackson, Agassi habría sido incluso mejor tenista. Y peor persona. Pero tienes razón: es un fenómeno común, el de los padres cabrones y los hijos con talento. Hace poco escribí una historia sobre el beisbolista Alex Rodríguez, que es una leyenda, y que está obviamente dañado por la ausencia de su padre. Me pregunto si puede ser así de simple. ¿El tío está así de motivado y lanza setecientos home runs solo porque su padre era un mierda que le abandonó? El propio Rodríguez me contó que nunca conoció a su padre, así que su mujer propuso encontrarle. Cuando lo logró, e iban a reencontrarse padre e hijo, surgieron imprevistos (paparazzis y cosas así) y el padre tuvo que volar directamente al partido que Rodríguez estaba jugando en Minnesota con los Yankees. Rodríguez le regaló al hombre asientos de primera fila en los tres partidos de Minnesota. Y Rodríguez se volvió loco. Conseguía un home run con cada bateada. Llegó a tal punto que en Minnesota creyeron que tenía algún tipo de problema con ellos, que iba a machacarles porque les tenía ojeriza. Y era porque el padre estaba allí, trajeado, en primera fila. Ese deseo de amor y seguridad y aprobación solo puede originarlo un padre. Es una cosa muy básica, sí, pero para mí muy difícil de escribir.
Agassi recuerda hasta los detalles más infinitesimales. Imágenes que se quedan grabadas en tu memoria para siempre: Andre y Philly planchando los billetes de dólar. Su padre arrancándose los pelos de la nariz de un pellizco. Debe tener una memoria prodigiosa.
Es prodigiosa, sí, no fotográfica. Esa es otra modalidad. Lo fascinante es que los detalles que sugieres aparecieron muy tarde en el proceso. Porque si te sentabas allí con él y le pedías que te listara sus diez mejores partidos, Agassi se bloqueaba. Su mente no funciona así, le era imposible recordar eso. Era una agonía, no se le ocurría nada. Si le preguntabas sobre el matrimonio con Brooke Shields, lo mismo. No se acordaba de nada, un desastre. Entonces me enfrenté a ello desde otro ángulo. Entrevisté primero a otra gente, Brooke Shields incluida, tracé un borrador, y entonces empecé a preguntarle cosas concretas. Cogíamos un suceso de su vida, y le preguntaba sobre olores, sobre el tiempo, el paisaje… Del Open francés recordaba vivamente el olor a puros en el ambiente. De golpe, cuando no tenía que preocuparse de estructura ni jerarquía, le venía todo de nuevo. Se quedaba clavado en el recuerdo, y era asombroso. Para mí fue una lección. Nuestro cerebro almacena los recuerdos en carpetas, y primero tenemos que acceder a las carpetas. Si no encuentras el nombre de la carpeta, si solo te haces preguntas generales o vagas, nunca accederás a los detalles. Agassi no encontró esos detalles hasta que tuvimos el libro trazado. Había días en que acabábamos empapados en sudor. Yo agarraba una escena, y le preguntaba absolutamente todo tipo de pormenores sobre ella. Le decía: voy a leerte un poco de esto, y dime si falta algo aquí. Agassi me decía: «Ah, vale, creía que ese trozo no era importante. Mira, lo que sucedió fue que…». Y me lo contaba todo. Y te voy a contar algo a ti en exclusiva que no le he confesado a nadie: estábamos a pocos días de terminar el libro, y yo estaba muy contento. ¡Lo habíamos conseguido! De repente Agassi me dijo: «¿Cuándo vas a preguntarme sobre tenis?» [ríe]. Me quedé de piedra. «Sí, que cuando vamos a hablar de los detalles del tenis y todo eso». ¿Cómo? Entonces escogió un partido, y empezó a describírmelo con inmenso detalle. Oh, no. Detalles fascinantes. ¿Me entiendes? Yo ya daba por terminado el libro. ¿De dónde salía todo aquello? «Nunca me lo preguntaste», me dijo. ¿Cómo iba a preguntarte lo de que Becker apuntaba con la lengua hacia el lado opuesto del que iba a lanzar el saque? ¿Cómo iba a imaginar algo así? Pero Agassi necesita que le preguntes los detalles. Y entonces los detalles brotan a chorro.
Open está lleno de imágenes y metáforas estupendas. Asumo que esas imágenes sí son obra tuya. No está muy claro dónde terminaba el trabajo de Agassi y empezaba el tuyo.
Depende. Algunas imágenes son suyas. Mucha gente, lectores y amigos míos, han tratado de averiguar cuáles de esas comparaciones son mías y cuáles suyas, y siempre se equivocan. Lo que sucede es que Agassi y yo terminamos siendo hermanos. Lo mejor que saqué de ese libro fue a Andre. Tenemos una relación muy estrecha, y el trabajo fue colaborativo. Al final es difícil etiquetar las frases, porque algunas son mías, otras de Steffi [Graf], otras de Agassi, pero la línea divisoria entre ellas es bastante difusa. Era una conversación, y no recuerdas cada intervención de una charla. Quién dice qué.
Agassi cae bien. Me pregunto si es porque era un tipo majo y humilde, o porque (de nuevo) tú te llevaste bien con él y decidiste pintarle positivamente. Quiero decir: ¿podrías haber hecho lo mismo con Jimmy Connors, o Sampras?
Connors seguro que no, porque es un famoso cabrón. Entiendo lo que dices, pero tu visión no es la universal. A mucha gente no le caía ni cae bien Agassi, incluso tras leer el libro. En los comentarios de Amazon, o Goodreads, mucha gente afirma que era orgulloso, egocéntrico, un notas, que se divorció… Para mucha gente hay un montón de factores negativos en la historia de Agassi. Para que él te caiga bien tienes que ser el tipo de persona que sabe perdonar, que no juzga a los demás duramente.
Hombre, de joven debió de ser bastante chulín. Y algo bocas. Pero eso no es una ofensa capital.
¿Te acuerdas de aquel tío que le llamaba «garrulo» [«punk» en el original] en el libro? Pues le telefoneé. Porque a Agassi se le quedó clavado para siempre, y le jodía mucho cada vez que alguien se lo decía. Y aquel tipo me contó mil historias de Agassi, lo maravilloso que era, cómo esperaba que no estuviese ofendido por aquello… Yo le dije que de hecho seguía bastante ofendido, y que aún se acordaba del asunto. El fulano aquel se lo pensó un rato y, después de algunas alabanzas más, soltó: «¿Sabes qué? Que sí que era un garrulo». [Carcajada]. Así que me alegro de que te cayera bien, pero tampoco es una cosa tan común. Hay muchas cosas negativas en el libro, y cada uno toma una posición sobre ellas.
En la vida de Agassi suceden dos o tres cosas que son casi imposibles de creer. Como lo de «Gracias, Margaret» que suelta siempre el padre de Agassi mirando al cielo, por una señora que le salvó la vida de niño.
Eso es increíble. Una gran imagen. Al principio de nuestro trabajo me había proporcionado otra historia así, y yo le dije: «Dame treinta más como esa y tenemos un librazo». Imagina lo que ese número le hizo, a él, un deportista de competición. Se obsesionó con la cifra. Según iban pasando los años de su vida, Agassi seguía contando: «¿Por qué historia vamos ya?». La de «Gracias, Margaret» es una historia genial, a mí me encanta. Otra favorita es la de Brooke Shields y la foto que tenía colgada en la nevera para recordar qué eran unas piernas perfectas. Y las piernas eran las de Steffi Graf. Alucinante. No puedes inventar algo así.
De Open me pirra que sea un libro sobre un tenista, Andre Agassi, no sobre tenis. O sea, sobre un ser humano que resulta que juega muy bien a un deporte.
Creo que es un libro que habla de perfeccionismo, y de la búsqueda del amor y la felicidad. Es muy difícil hallar a alguien que sea feliz de verdad. Pero Andre es feliz. Pasó por mucha infelicidad a lo largo de su vida, pero lo ha conseguido. Se las arregló para terminar siendo feliz. Pasar de torturado a feliz es un viaje que no todo el mundo puede realizar. Y es algo que todo el mundo quiere. Si le preguntas a cualquier persona qué es lo que quiere sacar de esta vida, sea cual sea la respuesta lo que en realidad te está diciendo es: «Quiero ser feliz». Y Open es una búsqueda de felicidad. Y de paz. Hay un momento del libro en que Agassi dice: «la única perfección es ayudar a los demás». Creo que él halló esa verdad, y la hizo suya, y la vivió desde entonces. Todos los eventos que organizó en Las Vegas para recaudar dinero para la escuela que fundó fueron increíbles. La atmósfera era bonita: mucha gente donando dinero para mantener la escuela con vida. El discurso que daba cada año era conmovedor. Así que creo que tienes razón: no importa si Agassi es pianista o carpintero. Si escribes sinceramente sobre la búsqueda de la felicidad de alguien, la gente no podrá dejar de leer.
Mil gracias por la entrevista, Kiko, me compré el libro El bar de las grandes esperanzas después de leer en El País tu crítica y también por la insistente recomendación de un amigo. Gran libro.
Leí Open por casualidad (como siempre ocurre en estas ocasiones) en el año de su lanzamiento. El libro me absorbió y cuando posteriormente leí «El bar de las grandes esperanzas», el efecto emotivo que tuvo en mi fue muchísimo mayor. No hubo capítulo y pasaje que no significase para mi un retrato juvenil tan auténtico, simpático y adorable. Me vi identificado en tanto y caló tanto en mi que he leído el resto de libros que hasta hoy ha producido Moehringer en repetidas ocasiones. Mi pasión por todo lo que ha escrito ha sido enorme, incluso tuve la suerte de contactar con él por Twitter para agradecerle cuanto había significado su literatura para mi.
Muchísimas gracias por la entrevista, es un autor que respeto y tengo en un pedestal tan alto como el tuvo a sus héroes o modelos juveniles. Es totalmente cierto que las búsquedas de felicidad ajenas enganchan a uno.
Los Jones, a Hitler van a buscarlo a Berlín, no a Nuremberg.
Un apunte para Kiko a propósito de «No querría ser frívolo, pero el padre de Agassi era un cabrón, y obtuvo resultados». Creo que la lista de padres cabrones que no obtuvieron los resultados deseados es bastante más larga que la contraria. Por otro lado, la pregunta me ha recordado bastante a la letra de A boy named Sue, de Johnny Cash.
Muy interesante la entrevista, muchas gracias.
Gracias, por la entrevista. Ha supuesto un gran descubrimiento para mi.