De nada sirve que culpes a la dirección… Aunque la dirección sea muy mala. Para qué vamos a engañarnos, la dirección es horrible: aprovechados, impostores, mentirosos, lunáticos… Esos han sido los que han tomado las decisiones. Así de sencillo. Pero, ¿quién los eligió? ¡Tú! ¡Tú los buscaste! ¡Tú los nombraste! ¡Tú les diste el poder de decidir por ti! Admito que cualquiera puede equivocarse una vez pero cometer los mismos errores fatales siglo tras sigo me parece un tanto deliberado.
El vengador anónimo que se esconde tras la máscara de Guy Fawkes en V de Vendetta (Alan Moore y David Lloyd, 1982-1988) era un adelantado a su tiempo. Desde mayo de 2011 lo vemos gritando en España que «no nos representan» cuando en realidad, más que representarnos, eran ―y son― clavaditos a todos y cada uno de nosotros. Una verdad incómoda que lleva décadas en letra impresa, pero quién lee libros hoy en día. Ya que nadie lo hace confiemos siquiera en que se acerquen a los «de dibujitos», por aquello de que son «más fáciles» de leer. De eso va este artículo. De cómic, de distopías y ucronías más o menos reconocibles. De anarquía, libertad y de instrucciones más o menos explícitas para hacer una revolución, imperfecta como todas, y condenada al fracaso. Pero la intención es lo que cuenta. De la realidad nuestra de cada día. La que nos hemos dado cada uno de nosotros y la que un puñado de autores británicos se empeñaron en diseccionar en sus cómics desde bien entrados los años ochenta. Porque algo hay que reconocerle al cómic producido en la Pérfida Albión. A diferencia de sus hermanos estadounidenses, más preocupados desde sus inicios en mantener el statu quo santificado en el mantra del american way of life, los británicos se han dedicado desde el principio de los tiempos a mostrarnos sus defectos, a subvertirlo y, en el mejor de los casos, a hacerlo saltar por los aires.
Desde el primer cómic denominado oficialmente como tal ―descartemos la arqueología tipo las series de grabados de Hogarth a principios del siglo XVIII―, publicado en 1825 en un diario escocés donde se satirizaba a Francia (el eterno enemigo al otro lado del canal), la historieta británica ha tenido su mirada puesta en la realidad, especialmente en su vertiente más crítica desde un punto de vista político. Las viñetas, por ejemplo, fueron a principios del siglo pasado herramienta común entre las sufragistas para reclamar el derecho de la mujer al voto y recordar a la estirada sociedad inglesa que, si bien una mujer podía desempeñar profesiones de responsabilidad, no podía escoger a sus representantes; una facultad de la que sí disponían los hombres a quienes a su vez se les permitía ser además unos auténticos mentecatos.
El trasfondo sociológico en los cómics británicos se agudizó especialmente en la década de los años setenta. Y en ello tuvo un papel fundamental la aparición de publicaciones como la revista 2000AD que, situada al margen de los sellos más comerciales, otorgaba a sus creadores amplios horizontes de libertad expresiva. Allí nació en 1977 precisamente la serie Judge Dredd, el personaje creado por el guionista británico John Wagner y el dibujante español Carlos Ezquerra que, de alguna forma, está en los orígenes del boom de las viñetas distópicas y la crítica más o menos subrepticia a los totalitarismos adornados con pátinas democráticas que pronto floreció en los circuitos del cómic alternativo de otros países.
En este sentido, no es el cómic británico una isla pero sí son sus historietas las que con el paso del tiempo llegarían a tener una mayor influencia cultural. Prueba de ello es que, muchas décadas después de la publicación de la novela gráfica de Moore y Lloyd, es la máscara de V la que corona las protestas de los hoy llamados movimientos antisistema a lo largo de todo el mundo.
El espíritu idealista de los sesenta devino en el desenfreno economicista de los ochenta y, acabada la fiesta del bienestar social, fue precisamente Inglaterra la que asistió a las convulsiones sociales que iba a provocar el advenimiento de, esta vez sí, una primera revolución no solo triunfante sino, como vemos hoy día, duradera y tan indiscutible que ni el propio Milton Friedman podría estar más orgulloso. No es ningún secreto que cuando Moore ideó el guion de V for Vendetta estaba pensando en algo que conocía muy bien: la Inglaterra de Margaret Thatcher. La llegada al poder de la vieja Dama de Hierro como primera ministra desde 1979 a 1990 (y desde 1975 como líder del Partido Conservador) lo cambió todo. Muchos de los lodos en los que nos revolvemos hoy en día vienen de los polvos de aquellos años. Dos cuñas, una a cada lado del Atlántico —Reagan hizo lo suyo desde EE. UU.—, atacarían los cimientos de todo lo que era sólido en las sociedades occidentales salidas de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial.
El cambio brutal impuesto por quien defendía que no existía sociedad sino solo individuo convulsionó la sociedad británica de la época: paro, pérdida de derechos laborales, privatizaciones (para los amigos) y criminalización de la muy denostada clase obrera, comenzando por unos representantes sindicales convertidos hoy en una pieza más del engranaje del sistema. Si los desmanes de la Thatcher fueron temas de buena parte de la música británica de aquellos años ―el pasado 13 de abril de 2013, día del fallecimiento de la líder tory, cientos de personas coreaban por las calles inglesas el «We will laugh the day that Margaret Thatcher diez» de Hefner―, el cómic tampoco fue ajeno. Con permiso de V, Juez Dredd o King Mob, la Thatcher se convirtió ―directa, indirectamente o como alegoría―, en uno de los personajes predilectos de las viñetas salidas de las islas. Dejando a un lado las miles de caricaturas de prensa, el propio John Constantine (obra de Moore) fue torturado por los demonios de los mercados (en serio) siendo obligado a ver la tercera elección de la Thatcher como primera ministra. El propio Moore predijo en Miracleman su expulsión del Partido Conservador años antes de que esta se produjera, y un escocés como Grant Morrison incluso fantaseó con asesinarla en St. Swithin’s Day (1989), un cómic que generó una polémica tan grande que hasta llegó a la Cámara de los Comunes.
El problema
V hablaba directamente a los ciudadanos de aquel Londres posapocalíptico, distópico y fascista que Moore colocó en 1997 y en el que, casi veinte años después, podemos atisbar ciertas semejanzas: el control de la ciudadanía «por nuestro bien», la vigilancia de las comunicaciones y la todopoderosa razón de Estado frente a un enemigo exterior (a elección del consumidor) e interior, los «antisistema». Si los chicos de Milton Friedman proponían aprovechar las crisis para llevar a cabo la revolución neoliberal, en los cómics la crisis fundamental tenía siempre el tufo del apocalipsis atómico hecho realidad, al fin y al cabo los autores eran hijos de la guerra fría.
Así, el nuevo orden llega siempre tras la bomba. Es el totalitarismo con apariencia de imperio perfecto de la ley que reinaba en la Mega-City de Juez Dredd (1977) o el de la Inglaterra de V, con el partido Norsefire en el poder tras una guerra nuclear de alcance mundial, y del que clásicos de la literatura como 1984 hacía tiempo que nos habían advertido.
El despertar
En la distopía británica el bien es el mal, la libertad una cárcel y la normalidad cotidiana poco más que una simple apariencia. Solo los que viven en los márgenes del sistema son los realmente libres. Por ello, el paso previo y definitivo hacia la liberación es el despertar de las conciencias. V obliga a Evey Hammond a tomar partido mientras que sus bombas acaban por abrir los ojos de Eric/Edward Finch, el jefe de la Nueva Scotland Yard (la Nariz), encargado de atrapar al terrorista y cuya adhesión al régimen tiene más de practicismo que de ideología: orden a cualquier precio frente a un supuesto caos, no sé si les suena.
Este despertar es mucho más explícito en Grant Morrison, autentico enfant terrible del cómic británico, quien descargó todas sus obsesiones existenciales en esa magna, extraña y en ocasiones insondable obra que son los tres volúmenes que recopilan los arcos argumentales de Los Invisibles. Publicada entre 1994 y 2000, ya en un sello americano como Vertigo, Los invisibles narra la eterna lucha del bien contra el mal, de la libertad contra la tiranía. Por un lado la célula The Invisible College compuesta por Lord Fanny, chamán transexual brasileño; Boy, un antiguo miembro del departamento de Policía de Nueva York; Ragged Robin, una telépata maquillada como un arlequín; y Jack Frost, un gamberro juvenil de Liverpool llamado a ser el salvador de la humanidad. Todos capitaneados por King Mob, que no es otro que el propio alter ego de Morrison. Enfrente los Archons of Outer Church, dioses alienígenas que manejan los destinos del mundo.
El argumento no es ninguna novedad pero deténganse un momento en este dato para la galería: cuando en 1999 las hermanas Wachowski ―quienes, por cierto, produjeron la adaptación de V for Vendetta― rodaban la primera parte de Matrix, los números de la serie de Morrison eran un elemento más en el set de rodaje. Los paralelismos entre cómic y película alcanzan el paroxismo: más allá de la evidencia de la trama y de que Neo sea Jack Frost y Morfeo un King Mob afroamericano, hasta tenemos un Sr. Smith que, en el caso del cómic, se llama Sir Miles. No hay máquinas sino extraterrestres cuyos agentes en la tierra, además de demonios procedentes de todas las mitologías conocidas, son lo que algunos llamarían «casta» ―«“por favor”, el eterno grito de las clases bajas», gusta de repetir Sir Miles―, mientras que otros más dados a las teorías conspiranoicas identificarían con el célebre Club Bilderberg.
Podríamos decir que todo lo que conocemos o algunos se atreven a sospechar de nuestras sociedades modernas se encontraba ya en los primeros números de una obra que habla sobre la anarquía y la subversión y que, ya desde su primer número, apela al lector: «Di que quieres una revolución».
Caos y destrucción
Y la revolución comienza, cómo no, con una explosión. Si el sentido del humor británico es corrosivo, buena parte de la producción de sus principales autores de cómics es destructiva. Alan Moore por boca de V insistía en esta idea:
La anarquía tiene dos caras: la creadora y la destructora. Así, los destructores derriban imperios: crean un lienzo de escombros sobre el que los creadores pueden pintar un mundo mejor. Mas, una vez obtenido, los destrozos tornan irrelevantes las nuevas ruinas.
La regeneración previo paso por el caos es un continuo en la obra de Moore y la veremos desarrollada hasta el final en Watchmen (1986). Si el controvertido antihéroe Guy Fawkes trató de dinamitar sin éxito el parlamento británico en el siglo XVII para devolverle el trono a un monarca católico, en la versión de Moore V sí hacía saltar por los aires Westminster. Lo hacía en las primeras páginas de un cómic que, de alguna forma, no solo recogía la vieja tradición inglesa, sino que anticipaba lo que estaba por suceder. Una vez consumado su salto al mercado americano, los autores procedentes de las islas no dejarían ya títere con cabeza. No se trata de decidir si la violencia es o no necesaria, si es o no buena para conseguir un fin determinado, sino de exponerla y dejar al lector que saque sus propias conclusiones, algo que chocaba completamente con el tradicional maniqueísmo yanqui y su querencia por el final feliz. Por eso la explosión absoluta fue la de Watchmen. Merecida, según el argumento de Ozymandias y permitida por el Dr. Manhattan. Uno para crear desde las cenizas, el otro por el desdén de quien cree que la vida humana «es un fenómeno sobrevalorado».
Esa atracción por el fuego y la gasolina como inicio purificador está presente desde las primeras páginas también en Los Invisibles, cómic en el que Jack Frost se estrena lanzando un cóctel molotov contra la biblioteca de su instituto. El mensaje, que el propio Morrison se encargó de explicitar, no deja lugar a dudas: «lo que quiero es inspirar a la gente para que destroce sus pupitres en la escuela».
En realidad, tenía que ser un británico como Moore el encargado de hacer saltar por los aires por vez primera, en 1986, la idiosincrasia del cómic de superhéroes tal y como lo conocíamos hasta entonces. Y esto era así porque el cómic estadounidense apenas estaba despertando del tedio, insoportable como una aburrida y calurosa tarde de agosto, en el que la autocensura impuesta en 1954 lo había sumido. No fue el único. Cinco de los autores responsables del resurgir de la novela gráfica, con DC a la cabeza (vía sello Vertigo, su rama de cómics destinados a un público adulto, fundamentalmente), son británicos. A los mencionados Moore y Morrison hay que añadir a Neil Gaiman, Warren Ellis (cuyo gusto por matar presidentes o convertirlos en líderes fascistas con o sin superpoderes es legendario) y ese quinto Beatle que es Garth Ennis, el más joven y padre de una serie tan imprescindible como Predicador, cuya subversión radica en atacar el centro mismo de las creencias religiosas.
El desengaño
Pero nada es perfecto. V muere dejando en el aire y en las manos de la ciudadanía el futuro de una revolución incierta. Los vigilantes borran de la faz de la tierra NY haciendo real la amenaza atómica con la vaga esperanza de que el mundo, ocupado en la reconstrucción, pase de las carreras armamentísticas. Preguntado Moore en una entrevista realizada en 2006 por el sentido de la violencia en su obra ―particularmente en V for Vendetta―, y por si esta es una solución, declaró: «No me gusta decirle a la gente qué debe pensar, solo quiero que considere algunas de estas posibilidades ciertamente extremas que, sin embargo, se repiten con bastante regularidad a lo largo de la historia humana».
Moore no se equivoca. Y es de nuevo Morrison, visionario y psicodélico a partes iguales, en las páginas de Los Invisibles el encargado de acudir al parteaguas revolucionario (la francesa de 1789) para recordarnos que toda revolución es como un jarrón chino: al principio muy bonito pero a los pocos días ya nadie sabe qué hacer con él. Con la sangre desbordando los adoquines de la parisina plaza de la Concordia, uno de los agentes de contacto de los protagonistas les describe el ambiente de la ciudad:
El cielo es abolido y nos prometen una utopía sobre la tierra. ¡Jesús! ¿Cuántas cabezas deberemos cortar? ¿Cuán grande debe ser la montaña de cadáveres para que podamos divisar la utopía desde su cima? La llaman «espada de la libertad». Por el amor de dios, espero que el futuro sea mejor.
Es, por supuesto, solo una cuestión de perspectiva geográfica y temporal. Pero lamentablemente no parece que lo sea.
«Quizás algún incidente de tu propio pasado te proveerá el germen de una idea. De niño, por ejemplo, si mis padres me atrapan en un delito menor el cual yo estaba convencido que ellos no podían conocer, yo me convencía, en ocasiones, de que quizás los adultos tenían un poder especial para saberlo todo, y que lo mantenían oculto a los niños. Ciertamente, a veces, parecía que quizás todo el mundo tenía esa habilidad excepto yo, y que yo era la única persona excluida de esta conspiración telepática masiva. (Si sigues pensando esa clase de cosas cuando tienes más de nueve años o eres un paranoico esquizofrénico o un escritor de comics, asumiendo que te importe hacer la distinción).
Usando este miedo juvenil irracional como punto de partida, ¿sería posible crear una fantasía quizás al estilo de Ray Bradbury acerca del mundo de los niños, o quizás una oscura historia de terror psicológico acerca de la paranoia como un fenómeno en sí mismo, posiblemente teniendo al niño que sufre los delirios de persecución convirtiéndose en un prominente e inteligente agente trabajando de incógnito en el lado equivocado del muro de Berlín, en un mundo donde todos los sueños de niños se han vuelto reales y tangibles y reales?»
Alan Moore, «Escribir para comics»