Las leyendas son criaturas de naturaleza caprichosa, fábulas traviesas nacidas de manera incierta que juegan a enredarse con la verdad para confundirse con ella. Relatos que ocasionalmente anidan con éxito en una sociedad dispuesta a creer que las funciones del rey de Ítaca incluyen clavetear el ojo a cíclopes de ascendencia divina, que en los bosques de Sherwood alguien calza mallas para prorratear entre los necesitados dinero sisado a los ricos, o que el rey Arturo ostenta el supremo poder ejecutivo porque una furcia natatoria le tiró una espada durante una absurda ceremonia acuática. Los cronistas transcriben los hechos, pero son las leyendas las que se encargan de convertirlos en historia.
La Conquista
Las paredes del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York dan cobijo en la actualidad al óleo Florinda, elaborado por el alemán Franz Xaver Winterhalter en 1853. Un voluminoso lienzo que pincela una escena donde once lozanas zagalas matan la tarde junto al río sopesando darse un chapuzón mientras mesan sus cabellos, posan dramáticamente para la foto e ignoran por completo el hecho de que sus ropajes tienen problemas serios para mantenerse abotonados, un detalle que convierte la sentada campestre en una postal de nudismo pícaro. Una estampa bucólica que mutaba en algo mucho más perturbador cuando el espectador atento descubría, en la parte superior izquierda de la pintura, la corona atornillada a una cabeza barbuda que se esforzaba por permanecer oculta entre las ramas de los arbustos. Una testa que era propiedad de Don Rodrigo, rey visigodo del siglo VIII, que en aquel momento no estaba jugando al escondite sino stalkeando al corrillo de chavalas en toples tras haberse encaprichado de una de las jovenzuelas: Florinda la Cava.
Ella era hija del conde de Ceuta, un noble llamado Don Julián que había enviado a la primogénita a la corte de Toledo con la esperanza de que recibiese una buena educación y de paso localizase marido con posibles. Pero aquel plan de acercar a la chica a la nobleza y la joyería opulenta no se cumplió como los interesados esperaban: entre las filas aristocráticas Florinda acabó ocupando el puesto de encargada oficial de limpiarle la sarna a Don Rodrigo con un alfiler de oro. Aquella estrecha relación entre el monarca y la mujer degeneraría en algo mucho más desagradable: durante una escapada silvestre, muy similar a la reflejada en el lienzo de Winterhalter, el deleznable soberano forzaría a la chica a mantener relaciones sexuales. Un suceso que varios textos musulmanes y cristianos (los textos de Al-Razi, la Crónica de Alfonso III o la Crónica silense, entre otros) reflejaron en la sección de leyendas del romancero, con versos presuntamente escritos por algún pollavetusta de la época: «Florinda perdió su flor, el rey padeció el castigo / ella dice que hubo fuerza, él que gusto consentido / Si dicen quién de los dos la mayor culpa ha tenido / digan los hombres: la Cava, y las mujeres: Rodrigo».
Poco después, al buzón de Don Julián llegó una voluminosa misiva en forma de ofrendas con el nombre de Florinda apuntado en el remite. Un lote de obsequios entre los que se ocultaba un mensaje secreto para el progenitor: un huevo podrido como símbolo de que la joven había sido mancillada y desflorada. Con la sangre en ebullición, el conde encargado de custodiar el puntal sur del reino visigodo sacó a Florinda de la corte de Rodrigo y decidió vengarse a lo grande: se reunió con el militar yemení Musa ibn Nusair, prometiéndole barra libre de saqueos e invasiones en la Península y cediéndole las llaves de un puñado de barcos para efectuar el ataque. En el año 711 Musa embarcó en aquellas naves a su lugarteniente Táriq ibn Ziyad acompañado de seis mil hombres que, tras cruzar el Estrecho y antes de empezar a liarla en el reino visigodo, se asentaron sobre la roca más grande con la que se encontraron. Un peñón que en el futuro sería conocido con un nombre en honor al musulmán: «Gibraltar» es el derivado en español de la denominación árabe Ẏabal Tāriq, que significa ‘Montaña de Tariq’.
Cuando las tropas sarracenas se arrancaron a avanzar por el sur de la Península pillaron a Rodrigo de espaldas, en Navarra y tratando de contener un levantamiento de vascones. El monarca cruzó el reino y se enfrentó el 19 de julio del 711 a las huestes de Musa en la batalla de Guadalete, una contienda a la orilla del río donde el rey, traicionado por los nobles witizanos que lo flanqueaban, sería derrotado. La historia oficial supone que Rodrigo murió en el mismo campo de batalla. La leyenda afirma que el hombre deambuló tras el combate, lamentando sus errores y deseando purgar su culpa, hasta encontrar una sepultura abarrotada de serpientes entre las cuales se acomodó permitiendo que se lo comieran vivo. Las malas lenguas dicen que en realidad se fugó de puntillas hacia la antigua Lusitania disfrazado de seto, algo que explicaría por qué en la portuguesa ciudad de Viseu es posible encontrar una lápida que reza: «Hic requiescit rodericus rex gothorum» («Aquí yace Rodrigo, rey de los godos»).
Tras la victoria, el ejército musulmán se envalentonó y conquistó Medina-Sidonia, Sevilla, Écija, Córdoba, Málaga, Granada, Cáceres, Toledo, León, Zaragoza y, en general, toda la península ibérica en apenas dos años. Toda, a excepción de los terrenos norteños dominados por un grupúsculo de irreductibles cafres que, subidos a unas piedras, amenazaban con dar guerra al enemigo musulmán que ya había pillado sitio en Gijón.
La Reconquista
Entre las tropas que formaron filas a las órdenes de Rodrigo, y ocupando un puesto destacado dentro de la guardia real, se encontraba su primo Don Pelayo, hijo del conde Favila, esposo de Gaudiosa, padre de Favila y Ermesinda, nieto del rey Chindasvinto, sobrino del rey Recesvinto y habitante de una época en la que parecía existir una competición por ver quién bautizaba a la descendencia con el nombre más espantoso. Se trataba de un hombre cuyos orígenes resultaban tan inciertos como para mantener a los historiadores más estudiosos debatiendo durante horas si sus raíces eran astures, cántabras o kryptonianas. Don Pelayo sobrevivió a la sangrienta gresca que tuvo lugar a la vera del río Guadalete, buscó cobijo en Toledo y acabó encaminándose hacia tierras asturianas.
Allí elaboró un discurso en que llamaba a la rebeldía contra el invasor, la defensa del honor de los ancestros y la necesidad de vivir en libertad. Unos ideales que lo encumbraron como líder y superhéroe medieval capaz de encabezar lo que ya se consideraba como una guerra de religiones, donde la Hispania cristiana ansiaba volver a imponer su fe. Resultaba irónico: el descendiente de una estirpe de antiguos invasores godos había sido elegido para capitanear la sublevación contra los nuevos usurpadores de las tierras. La leyenda, muy aficionada a estas alturas a meter unas faldas en la ecuación para justificarlo todo, aprovechó para afirmar que el gobernador musulmán Munuza comenzó a rondar y pretender a la hermana de Don Pelayo contra la voluntad de este, una situación que funcionó como detonador de los enfrentamientos contra los invasores.
En el 718 Pelayo se negó a pagar los impuestos musulmanes, el jaray y el yizia, y comandó una revuelta rebelde por la que sería apresado y trasladado como rehén a Córdoba, de donde escapó al año siguiente para refugiarse en los montes de Cangas de Onís. Acompañado de un grupo de entre cien y trescientos hooligans astures, vascos y cántabros, el líder de la nueva resistencia estableció su base de operaciones en el monte Auseva, entre los riscos de la Cova Dominica, futura Covadonga, colocando a dos tercios de sus tropas entre los acantilados y las laderas cercanas y parapetando al resto en la propia cueva para aguardar la comparecencia del enemigo. En el año 722, el ejército árabe envió a un general llamado Al Qama, junto a ciento ochenta mil guerreros, en dirección a los Picos de Europa con intención de limpiar la zona de morralla rebelde. Al Qama plantó el camping frente a la entrada de la cueva donde se refugiaban los norteños y envió al obispo Oppas, hermano del rey godo Witiza, como negociador para intentar llegar a un acuerdo entre el ejército árabe y los cristianos montaraces, pero los segundos no cedieron.
Instantes antes de iniciar la batalla, Don Pelayo sufrió un trenecito de visiones: contempló cómo emergía de entre los cielos un inmenso pendón bermejo (un estandarte godo perdido durante la batalla de Guadalete), se le apareció la mismísima Virgen para confirmar que la victoria sería cristiana o no sería, y recibió la visita de un ermitaño surgido de una bruma misteriosa que le entregó una cruz formada con dos ramas de roble (la Cruz de la Victoria) para lucir durante la pelea. Envalentonados, los rebeldes hicieron frente a los hombres de Al Qama desde las alturas, beneficiándose de aquellos acantilados estrechos que resultaban incómodos para los ejércitos organizados y aprovechando que la orografía de la zona ponía las cosas muy complicadas a quienes no estaban acostumbrados a trotar por el monte como una cabra. Los árabes, equipados con lanzas, saetas, espadas, hondas y catapultas, se toparon con fuerzas divinas jugando en el bando de Pelayo: la Virgen María, que habitaba la propia cueva, practicó su swing con los proyectiles enemigos y los invasores contemplaron atónitos como todas las rocas y flechas que disparaban contra los rebeldes retornaban de manera inexplicable para caer sobre el propio ejército musulmán. Los cristianos aprovecharon que los sarracenos estaban intentando asimilar lo potente de la contraofensiva para abalanzarse sobre ellos y diezmarlos definitivamente. La resistencia norteña dividió el ejército de un Al Qama que murió en aquella contienda junto a ciento veinticinco mil de sus hombres, apresó al obispo Oppas y persiguió hasta dar caza a los más de sesenta mil soldados árabes restantes que escaparon tomando la primera salida en dirección a Liébana. Don Pelayo se alzó como un glorioso héroe y su victoria supuso el inicio de la Reconquista.
Asturias es leyenda
Todo lo anterior es la historia sobre los orígenes de la Reconquista tal y como la dictan las páginas de la Crónica de Alfonso III y los diversos escritos cristianos que pretendían forjar a Don Pelayo como un superhombre. Textos de veracidad discutible que es necesario sujetar con pinzas de cristal por haber sido confeccionados ciento cincuenta años después de que los hechos hubiesen tenido lugar sin notario a la vista y redactados por gente muy aficionada a las hipérboles. En realidad, el ejército de Al Qama nunca estuvo formado por ciento ochenta mil personas sino por unos más modestos veinte mil soldados, Covadonga no se pavimentó con los cuerpos de millares de musulmanes sino con un puñado de hombres escaldados, y lo de la Virgen utilizando sus superpoderes para despachar al enemigo fue una evidente licencia de los cronistas para dotar de espectáculo y tono sagrado al relato. Mil años más tarde, el dibujante Forges aventuró en su Historia de aquí que todo aquello de las flechas recayendo sobre los arqueros que las habían disparado a lo mejor tenía más que ver con lo que viene a ser la fuerza de la gravedad que con las intervenciones divinas.
Lo simpático ocurría a la hora de repasar la historia desde el punto de vista del bando enemigo, porque los árabes ni siquiera consideraron lo acontecido en Covadonga como un suceso destacable. El historiador argelino Ahmed Mohamed al-Maqqari se hizo famoso escribiendo un tochazo de título cursi hasta niveles dolorosos: Exhalación del olor suave del ramo verde del Alándalus e historia del visir Lisan ed din ben Aljathib, una obra que, por un lado, estudiaba la figura del poeta, filósofo y político Ibn al-Jatib, y, por otro, recapitulaba la historia completa de al-Ándalus, desde la ocupación de la Península hasta el momento en el que les enseñaron dónde estaba la puerta de salida, pasando por los monumentos que se dejaron por el camino. En sus páginas, el enfrentamiento con Don Pelayo era poco más que una anécdota ridiculizada: «Los musulmanes se apoderaron de su país y no había quedado sino la roca donde se refugia un asno salvaje llamado Pelayo con trescientos hombres. El ataque no cesó hasta que los soldados del rey Pelayo comenzaron a morir de hambre no teniendo que comer sino la miel dejada por las abejas en las hendiduras de la roca. En su compañía no quedaron sino treinta hombres y diez mujeres. La situación de los musulmanes llegó a ser penosa, y finalmente los despreciaron diciendo “Treinta asnos salvajes, ¿qué daño pueden hacernos?”». Para los invasores la legendaria victoria cristiana había sido una escaramuza, una pelea a pedradas en el monte, un suceso que ni siquiera era destacable o significativo.
Y el resto, tierra conquistada
Lo único real y verdaderamente importante de las leyendas siempre ha sido saber cómo creérselas. A pesar de lo fantasiosas que puedan llegar a ser las desventuras de Don Pelayo, la historia corrobora que en aquellos años los musulmanes, tras ser frenados en Francia, tuvieron que desviar tropas hacia el norte de la Península porque realmente estaba ocurriendo algo gordo entre los riscos de aquellos Picos de Europa. Los mitos se vuelven auténticos desde el momento en el que los aceptamos: Don Rodrigo condenó al reino visigodo y murió sobre una almohada de sierpes que devorarían sus entrañas, trescientos norteños se montaron su propia batalla de las Termópilas aniquilando a un ejército colosal, y las fuerzas divinas más sagradas acompañaron a un hombre llamado Don Pelayo en la batalla más gloriosa de cuantas tuvieron lugar en el país. Y el resto es leyenda.
Diego hijo no te enteras; Pelayo ers toledano o cordobés, al 100%. Después de la derrota de don Rodrigo en la guerra civil se esfuma por el norte. Aburridos de estar en Gijón los musulmanes se vuelven al sur, más que nada por que en el norte no hay nada que rascar. Covadonga no es nada y si es algo son unas rocas y cuatro heridos.
Como curiosidad quizá os interese escribir sobre la teoría que expone Emilio González Ferrín en Historia General de Al-Ándalus, según la cual nunca hubo conquista musulmana por las armas, sino conversión de las élites godas por afinidad entre el islam y el arrianismo-priscilianismo, frente al «politeísmo» trinitario. Está desacreditada, pero supone una nota de disidencia en el consenso académico (algo necesario en ciencia).
Pelayo era cordobés y del Betis, Ed, tenía acentazo hispano-romano y el norte celta le dio todos sus hombres porque PATATA. Pedro de Cantabria le acoge como espatario por que era del Betis desde chiquetito y le nombra objetivo de todos los endófobos que no paran de repetir que «ej que la nasió nace en el siglo XIX»
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