Cine y TV

Amor de mono / mono de amor

kong

No decía palabras,
acercaba tan solo un cuerpo interrogante,
porque ignoraba que el deseo es una pregunta
cuya respuesta no existe.

Luis Cernuda, La realidad y el deseo.

En Las normas de la casa de la sidra (Lasse Hallström, 1999), las niñas y niños de un idílico orfanato —dirigido por un magnífico Michael Caine— ven todas las semanas la misma película: King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933), que sistemáticamente se interrumpe al despegarse la cinta en la escena en la que la bestia gigante se dispone a pelar cual plátano a la bella Fay Wray.

Ni la elección de la película invitada ni la del momento de su interrupción parecen casuales, aunque es probable que lo fueran, o que el realizador, simplemente, quisiera rendir un pequeño homenaje a un icono de la cultura de masas y a una cinta de culto, que, por una vez, es además una obra maestra.

En cualquier caso, no podía ser más oportuna la inserción de la escena nodal de King Kong en una historia que gira alrededor de las tribulaciones del deseo.

La realidad y el deseo

Si el mito del gigante remite al padre, cuya ambigua imagen se graba en las profundidades de la mente desde la vulnerable perspectiva —el indefenso contrapicado— de la infancia, el mito del mono gigante remite al padre primigenio, al ancestro simiesco. O sea, al animal que lleva dentro el pater-patria-patriarcado. King Kong simboliza, entre otras cosas, el gigantismo regresivo de una civilización que pretende controlar lo salvaje reprimiéndolo, y más concretamente del país cuyo inarmónico crecimiento lo llevó a la Gran Depresión de 1929 (no es casual que la película que dio origen al mito se estrenara en 1933 ni que obtuviera un éxito sin precedentes). King Kong es la «monstruación» de la Estatua de la Libertad, el ídolo gigante con pies de barro.

Pero King Kong es algo más que un símbolo coyuntural, algo más que una hipérbole del mito de Némesis o del de la bella y la bestia. La singularidad y la potencia del mito del gorila gigantesco estriban, sobre todo, en el hecho de que expresa con una deslumbrante metáfora directa un conflicto básico cuyos términos se suelen invertir. Porque la frustración, la caída, no se debe, como a menudo intentan hacernos creer, a que nuestros objetivos sean demasiado grandes para nuestras limitadas fuerzas, sino a todo lo contrario: la fuerza del deseo es demasiado grande como para consumarse/consumirse en los diminutos objetos que la realidad —una realidad moldeada por la cultura— le ofrece.

King Kong simboliza la omnipotencia del deseo, del Amor che muove il Sol e le altre stelle. Lo que Dante manifiesta mediante la sublimación religiosa, King Kong lo expresa en términos paganos, y por ende trágicos: el deseo es omnipotente en la medida en que nada puede reducirlo, mantenerlo confinado en la «isla del cráneo»; pero a la vez es impotente, puesto que no puede hallar plena satisfacción en una realidad «civilizada», basada en su represión sistemática, sistémica.

Deseo irreductible frente a realidad reducida (y reductora): ese es el conflicto metafórico —o metonímico— que subyace a la tragedia de King Kong, el enorme mono enamorado de la diminuta humana, la fuerza irresistible que choca contra un objeto inamovible. Lo primario-desmedido frente a lo civilizado-contenido incapaz de contenerlo, como expresa de forma sobrecogedora la brutal metáfora de la cópula imposible.

Mitopoyesis

Merian Cooper empezó a pensar en King Kong en 1931: al fracasar su proyecto de ir a África para filmar un documental sobre la vida de los gorilas, se le ocurrió la idea alternativa de realizar una película de ficción protagonizada por un gorila gigante. Cooper conocía el excelente trabajo de ambientación y de recreación de animales antediluvianos llevado a cabo por Willis O’Brien en The Lost World (adaptación cinematográfica de la homónima novela de Conan Doyle), y antes de escribir una sola línea del argumento le encargó unos bocetos.

O’Brien hizo algo más que bocetos: realizó toda una serie de minuciosos y fascinantes dibujos que por sí mismos sugerían un mundo y una historia, y que han sido comparados a las ilustraciones de Gustave Doré. Solo que O’Brien no ilustró una obra literaria, sino un sueño personal. O más bien uno de esos «grandes sueños» que los mal llamados salvajes se sentían compelidos a contar públicamente, al intuir que atañían a la colectividad tanto o más que al individuo.

El gran mérito de los realizadores fue ceñirse fielmente a los dibujos de O’Brien, que acabó abocetando la película entera, secuencia a secuencia. Cooper y Schoedsack, que ante todo eran excelentes documentalistas, tuvieron el acierto, genial en su simplicidad, de plantearse la película como si fuera un documental: el documental del sueño de O’Brien. Esta es seguramente la explicación de la paradoja que ha desconcertado a tantos críticos cinematográficos: que una de las obras maestras del cine fantástico haya sido realizada por un par de documentalistas, cuya especialidad era filmar la realidad.

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11 Comentarios

  1. No había prestado atención al simbolo del nombre de esa tétrica “Isla del Cráneo” con todas sus consecuencias. Pareciera que uno (entre tantos) de los motivos preferidos del inconsciente a través del arte es el patriarcado omnipresente y sus resultados, y creo que no se equivoca al presentárnoslo de tal manera. Con respecto a la imposible atracción sexual del animal hacia el humano, es probable que los autores de la serie “La familia Griffith” hayan querido rendir un homenaje en miniatura a nuestro gran gorila. Es desconcertante ese perro enamorado en más de un capítulo de su ama, con todos los hilarantes síntomas caninos de tal estado. Si no fueran tan cómicas sus consecuencias sería difícil no sentir bochorno, el mismo que, supongo, hemos padecido todos aquellos que han tenido un perro y en las visitas confundían piernas con perras. También hay un bebé muy inquietante. Me parece que el arte explica mejor el ánimo humano que la psicología, por lo menos en la visibilidad del objeto y sujeto. Gracias, Carlo.

    • Frabetti

      Yo tampoco me di cuenta de la simbología de la Isla del Cráneo hasta mucho después de ver la película por primera vez; solo al comprender que King Kong era algo más que una versión hiperbólica del mito de la bella y la bestia vi que el nombre no era casual (aunque seguramente los realizadores no pensaron que hacía falta un cráneo enorme para contener a un ello gigante).
      Y, sí, el arte, aunque no «explique» en el sentido fuerte del término, abre ventanas donde la ciencia aún no ha encontrado la puerta. Gracias a ti, Eduardo.

  2. Si hay algo fascinante cuando se habla del inconsciente es que “dobbiamo fare i conti” continuamente con él, especialmente en las creaciones verbales y literarias. No sé usted, (y esperando haber entendido su reflexión) pero encuentro divertido que me responda “aunque seguramente los realizadores NO PENSARON que… (si no lo pensaron y eran artistas, alguien decidió). Y hablando de creaciones literarias me gustaría saber su opinión sobre cuánto hay de inconsciente o no cuando, en esos personales estados íntimos, se escribe poesía, una carta sentida y, sí, hasta una constitución. ¿Somos nosotros que con una veloz búsqueda elegimos de nuestros archivos experienciales palabras e imágenes, o es ese otro que con un “innato” sentido estético nos las ofrece? Esto último sería bastante inquietante. Si tiene sugerencias de lecturas sobre el tema, agradecido.

    • «No pensaron» es equívoco, tienes razón (por cierto, no me hables de usted; como mucho, admito el voseo :). Lo que quiero decir es que seguramente nadie dijo: «Vamos a llamarla Isla del Cráneo para subrayar que Kong es un gran ello».
      La pregunta que planteas es sumamente compleja. Creo que hay un continuo diálogo entre lo que aflora de lo inconsciente y nuestra capacidad/voluntad de reflexionar sobre ello. El peso relativo de la intuición y la reflexión varía de una persona a otra y de un «producto» a otro (no es lo mismo hacer un poema que un teorema matemático), pero siempre intervienen ambas, En este sentido (y en muchos otros) te recomiendo «La angustia de las influencias», de Harold Bloom.

  3. Haremos un esfuerzo para darle del vos, ya que «inconscientemente» ese pronombre me lleva al otro porteño más inmediato del «che» que me suena algo grosero. Entonces, gracias por el título, che.

  4. El «che» me persigue. El argentino deriva probablemente del «cioè» italiano, pero en Valencia, donde viví unos años, es la exclamación por antonomasia, y probablemente es aféresis de «mascle»; por eso los valencianos puristas no lo usan cuando se dirigen a una mujer. Pero algunos filólogos lo relacionan con un interjección árabe… Y aquí me paro, pues voy camino de escribir otro artículo (el tema lo merece).

  5. Creo que no es casualidad que usaran la película de King Kong en “Las normas de la casa de la sidra”, ni que se cortara en ese preciso momento. Al inicio de la película, el chico puede sentir-se como King Kong, encerrado en un orfanato en vez de una isla y aislado por el sentimiento de lo que es correcto (el superyó) en vez de por agua. Después de conocer a la chica, tanto King Kong como el protagonista salen al mundo exterior, con resultados muy distintos (creo que es por eso que la cinta de King Kong se corta luego de conocer a la protagonista, porque los caminos de King Kong y el protagonista se separan).

    • Sutil observación. Dudo de que alguien del equipo de «La casa de la sidra» manifestara algo así en voz alta; pero es probable que inconscientemente el realizador y/o el guionista obedecieran a motivaciones similares a las que apuntas.

  6. No, che. No. No lo creo. Para mí es guaraní que todavía, por suerte, andan por ahí y con los cuales compartimos Historia, pobreza y calamidades y que ya estaban antes de la llegada de «gallegos» (españoles, de todas las regiones), «tanos» (italianos,idem), turcos (todos los árabes) y gringos. Las provincias de Entre Ríos y Corrientes son sus feudos postreros, lindantes con el Paraguay, sus tierras de origen. De patriotero de balde no buscaré en Wiki para continuar creyendo que al igual que cancha, gurí y poncho son vocablos indígenas. Y no tenemos problemas para usarlo con las mujeres. Todo lo contrario. Hay un desconocido chamamé, su danza por excelencia, que dice en unos de sus versos y refiriéndose a nuestro San Martín: Che, general. Y aquí también me paro, porque corro el riesgo del síndrome Les Luthiers por culpa de este bendito rectángulo, o sea «razonar fuera del tarro». Chao, che.

    • Como sin duda sabrás, no solo se asocia con el guaraní, sino también con el quechua y otras lenguas precolombinas. Mi teoría es que, al tratarse de un monosílabo con gran fuerza expresiva, casi onomatopéyico, surgió independientemente en muchas lenguas, y que en el che porteño confluyeron varios de ellos. En cualquier caso, es poco probable que el che valenciano proceda del guaraní :)

  7. La última y basta, che. Tengo que aceptar que tu teoría de que surgió independientemente en muchas lenguas, es avalada en el escuche cotidiano de los vicentinos. No hallaba explicación al parecido del «cho», que usan como nosotros el «che», en este caso para llamar la atención de alguien: Cho, Bepi= Che, José) (con una sola p, como buenos vénetos) Ahora puedo dormir tranquilo.

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