Arte y Letras Lengua

Amarrando palabras bajo un vendaval

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Michael Daniel Jones, circa 1890. DP.

A Jonathan Thomas le dijeron que escuchar galés en la Patagonia era poco menos que un disparate. ¿Qué podía quedar de aquella colonia celta en el fin del mundo? Pues fue tan fácil como pedir un mapa en español en la primera tienda nada más llegar a Trelew: la india tehuelche que atendía le respondió en galés.

Jonathan Thomas, un lingüista de rostro bizantino formado en Oxford, un galés risueño que casi siempre habla la lengua del país al que viaja, reconoce que no estaba preparado para aquello. ¿La decepción del explorador que encuentra sin apenas buscar? También, pero que aquella hija de la Pampa le diera todos los detalles sobre el lugar en la lengua de su madre —la de él— era algo con lo que no contaba. Ocurrió hace más de treinta años, pero aún recuerda con emoción tanto su «perfecto» galés como su discurso: la lengua es un tesoro que hay que preservar. Por lo visto, la nativa desarrolló la idea mucho más allá de una frase cargada de buenas intenciones. Y en galés, insistimos.

La explicación de esto se pierde en la visión mesiánica de un predicador del siglo XIX. Michael Daniel Jones llevaba años soñando con una «pequeña Gales fuera de Gales», un refugio en el que su lengua celta fuera la del comercio, la religión y la vida en comunidad, por pequeña que esta fuera. Resulta que la Gales de mediados del XIX era el paradigma del sometimiento económico, político, cultural y religioso por parte de Inglaterra; una opresión que se manifestaba en el avance de los terratenientes ingleses sobre sus tierras, la exclusión de los galeses en los gobiernos locales, la persecución de la iglesia anglicana contra los cultos no conformistas locales y un sistema educativo que prohibía el uso del idioma galés entre los niños. A ver quién se concentraba con la mirada fija en el Welsh Not, ese trozo de madera que cambiaba de manos entre aquellos chavales a los que se les escapaba una palabra en galés. Si quedaba sobre tu pupitre al acabar la clase, te sacudían delante de los demás hasta arrancarte las ganas de hablar una lengua que, según el establishment, era una «barrera para el desarrollo moral y comercial de las gentes».

Jones, de mirada fiera y barba aún más desbocada, sufría por su pueblo sometido y condenado a vivir, pensar y rezar en una lengua extranjera. Durante una estancia en Estados Unidos, el pastor comprobó cómo el galés se disolvía como un azucarillo en el líquido amniótico inglés que encapsulaba a los europeos nada más desembarcar en la isla de Ellis. Aislarse era imprescindible, pensó Jones, por lo que barajó zonas de Australia, Nueva Zelanda, e incluso Palestina. Pero había un problema: ni en las antípodas ni en Tierra Santa se librarían de sus vecinos ingleses. Un día llegó a sus oídos el rumor de que el gobierno argentino buscaba colonos para su vastísimo territorio. El valle del río Chubut, le dijeron los porteños, era un humedal muy parecido a las tierras bajas galesas. La tierra prometida estaba en algún lugar de la Patagonia.

Una mentira

El 28 de mayo de 1865, la primera expedición celta al fin del mundo zarpa desde el puerto de Liverpool a bordo del Mimosa: doce libras los adultos y mitad de precio para los niños, una cantidad más que justa cuando se huye de granjas donde los pollos cloquean escuálidos y de minas de carbón donde los hombres escupen sus almas. Tras dos meses de travesía y varios muertos en alta mar, los ciento cincuenta y tres supervivientes se agolpan en cubierta con el anuncio del avistamiento de tierra. En pleno invierno austral, y bajo la mirada curiosa de pingüinos, orcas y leones marinos, Hugh Hugues es el primero en pisar el nuevo mundo y Dafydd Williams el primero en desaparecer en él (el cadáver de aquel joven zapatero de Aberystwyth no aparecería hasta muchos años después). En la costa apenas hay agua potable, así que los colonos deciden adentrarse en la meseta patagónica, ya en los dominios de pumas y guanacos. María Humphreys es la primera galesa en nacer en la tierra prometida, pero se desconoce el nombre de los que murieron durante aquel trayecto. Para entonces, todos han comprobado ya que ese lugar «tan parecido a las tierras bajas de Gales» no es más que un pedregal inhóspito que el viento sueña con empujar hasta el mar. Nunca deja de intentarlo.

Y es que el éxodo de los colonos, vengan de donde vengan y vayan a donde vayan, arranca casi siempre desde una mentira, como la de que Groenlandia es una «tierra verde», o la costa del Labrador un inmenso viñedo (Vinland). Pero uno nunca encontrará el Pont Neuf en el París de Texas. El engaño se salda con más muertos en mitad de la nada más absoluta mientras se sigue buscando refugio para los vivos. Hace falta comida, pero también un techo para las familias: juncos y cañas sobre muros de adobe, y un almacén que hace las veces de capilla para el servicio de los domingos. Es ahí donde se reúne también el Cyngor y Wladfa, el consejo de la colonia, pero lo que realmente garantiza su supervivencia es la ayuda de los locales tehuelches, el único pueblo con el que comparten hábitat durante los primeros treinta años. En un principio, el trueque se encarga de limar asperezas iniciales y, si bien los indígenas se maravillan con los arcanos del pan y las telas de Cardiff, son los celtas los que más se benefician del intercambio cuando les enseñan a cazar animales silvestres. Pero sigue faltando el agua y, cuando llega, lo hace en forma de aluvión que acaba arrasando con lo poco que se le podía arrancar a la tierra. Richard Jenkins tiene poco más de dos años cuando sus padres, Aaron y Rachel, se ganan el respeto de la Wladfa tras diseñar un sistema de canales con los que irrigar los cultivos con el agua del río. Nos lo contaba Noelia Jenkins, tataranieta de Richard: 

Eso fue clave, pero también la relación con los tehuelches y, más tarde, con los mapuches. Prueba de aquello es que los indígenas se referían a los galeses como «hermanos del desierto», mientras que a los colonos españoles los llamaban simplemente «cristianos».

Noelia es una estudiante de Magisterio de veintisiete años residente en la localidad de Esquel. Luego volveremos con ella, antes necesitamos cerrar el capítulo del siglo XIX. Una cadena de calamidades, generalmente climatológicas, hace que el pasaje del Mimosa y su progenie se fragmente entre los que deciden quedarse y los que prefieren buscar tierras más fértiles en otra región, o incluso en otro país. Algunos aceptan la invitación del gobierno canadiense, pero la mayoría es demasiado pobre para costearse el viaje. Doscientos treinta y cuatro se gastan sus últimos ahorros en un pasaje de vuelta a Liverpool en 1902, cuatro años después de que el propio Michael Daniel Jones muriera en su Llanuwchllyn (norte de Gales) natal. Para entonces, la Gales austral contaba con sus canales de riego y sus molinos de viento, además de escuelas y capillas por las que la vida fluía siempre en galés. Solo el éxito de una aventura imposible podía garantizar la supervivencia de la lengua. 

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Lewis Jones, uno de los fundadores de la colonia galesa en la Patagonia, junto con seis aborígenes (Tehuelches y/o Mapuches) de Chubut (1867). Trelew (en galés: Tre = pueblo, Lew = Luis, «pueblo de Luis») lleva el nombre en su honor. DP.

Hijos de la Wladfa

La Primera Guerra Mundial provoca un nuevo éxodo desde Europa que convierte a los galeses en minoría en su propia tierra prestada. Habrá que esperar hasta 1965, cuando una numerosa comitiva llegada desde Gales visita Chubut en el centenario de la Wladfa. Dicen que el número de visitantes no ha parado de crecer desde entonces, lo mismo que el de los monumentos a los pioneros o las ayudas de Cardiff en forma de profesores de lengua galesa y becas para sus estudiantes. Un capítulo curioso a la vez que triste es el de la guerra de las Malvinas (1982), la única en la que lucharon hablantes de galés en ambos bandos. Leemos sobre Milton Rhys, nacido en el Chubut quien, con tan solo diecinueve años, participó en el conflicto como operador de radio y traductor de inglés. Rhys sobrevivió al conflicto, no así Ricardo Andrés Austin, el único soldado argentino de ascendencia galesa que falleció en la contienda. Era de Esquel, el pueblo de Noelia. Dimos con ella a través de Carlos Hughes, un periodista y escritor cuyo bisabuelo, Daniel Harris, fue el último de los colonos del viaje original en morir. No se les olvida en pueblos como Trelew, Esquel o Gaiman, donde se bebe té y mate a partes iguales, la mayoría de las calles llevan el nombre de los pioneros y se encadenan los concursos corales a la memoria de aquellos aventureros que eran demasiado pobres para soñar con tocar algún instrumento musical. Y hay mucho más, como el festival literario en lengua galesa y española del Eisteddfod. Bebe de la tradición celta más antigua pero ya se ha convertido en el acontecimiento cultural más importante de toda la Patagonia. Que no se nos olviden las escuelas bilingües levantadas por todo el valle. Carlos asegura que, tras años en los que se temió por la supervivencia de la lengua, esta atraviesa hoy un momento de revitalización y prestigio.

«El 150 aniversario del desembarco, que celebramos en 2015, ha sido uno de los puntos de inflexión en los últimos años. Se han celebrado muchos eventos desde entonces y publicado gran cantidad de material sobre nuestra comunidad», dice el periodista. Él mismo ha firmado una novela, El último tren a la colonia (Remitente Patagonia, 2015) sobre aquella epopeya, así como un sinfín de artículos sobre sus protagonistas. Del tatarabuelo de Noelia, por ejemplo, cuenta que fue el único hijo que sobrevivió tras llevarse el hambre a sus tres hermanos. El nieto de este creció sano entre tortas de maíz y carne de guanaco, pero un estómago lleno no lo libró del estigma que los suyos trajeron desde la otra punta del mundo.

«Mi abuelo no sabía castellano cuando llegó a la escuela. «Galenso come quaker (avena)», se burlaban de él en clase. Y así lo dejó de hablar», explica Noelia Jenkins. Si bien contaba con una connotación despectiva en un principio, «galenso» o «galense» es hoy el nombre con el que se identifican los galeses australes. Lejos de conformarse con suscribir un origen exótico bruñido de épica, Noelia se empeñó en recuperar la lengua perdida en el instituto de idiomas de su localidad. Fueron muchos años de estudio hasta conseguir aquella beca que la llevó hasta Gales en el verano de 2017. «A diferencia de cómo ocurre en Argentina, allí todos saben de nuestra existencia; todos estudian en la escuela que, además de los dialectos del norte y del sur de Gales, también está el de la Patagonia», dice Noelia. El último censo conducido por las comunidades galesas patagonas se condujo en 2015 y arrojó la nada desdeñable cifra de cinco mil hablantes. 

«¿Para qué sirve?»

Junto al bretón, el gaélico irlandés y el escocés, el galés es otra de las lenguas celtas que han sobrevivido hasta el siglo XXI. Recordemos que los celtas ya habitaban las islas británicas mucho antes de que llegaran los romanos o, siglos después, las tribus germánicas (anglos, jutos y sajones), de cuya habla evolucionaría el inglés tal y como lo conocemos hoy. De hecho, la mayoría de los británicos ignoran que topónimos como «Dover» derivan de Dŵr, el vocablo galés para «agua», o que también reivindican la lengua celta sin saberlo cada vez que pronuncian Dad («padre»), que no es sino una mutación del galés Tad. Contar en galés hasta 10 no es demasiado complicado (un, dau, tri, pedwar, pump…), pero la cosa se complica cuando 15, pymtheg, se convierte en la referencia (16 es 1+15; 17, 2+15…). La siguiente referencia es 20 ugain (30 es 10+20), pero la suma se convierte en multiplicación a partir de 40 (20×20), deugain. Además de una endiablada forma de contar, la aparente ausencia de vocales es otro de los rasgos distintivos del galés. No nos atrevemos a pronunciar tywyllwch («oscuridad»), pero nos dicen que la ‘y’ y la ‘w’ son vocales en boca de un galés. Tanto hablar de estas últimas y casi nos olvidamos de esa maravillosa consonante que no existe en ninguna otra lengua céltica. La ‘ll’ galesa se pronuncia de forma parecida a la ‘l’ simple, pero con un fuerte sonido de fricción por un aire expulsado con energía a ambos lados de la lengua; los ingleses intentan imitarla sin éxito pronunciando thl. La encontramos en llan, «iglesia» o «pueblo» en galés, y es la misma que la de la compañía de seguros Lloyd (del galés llwyd, «gris»).

Sobre su variante patagónica, Jonathan —recuerden, el galés que nos puso sobre la pista de esta gente— dice que hay muchos préstamos tomados del español así como de las lenguas indígenas. Otro rasgo evidente, añade, es la ausencia total del inglés. Thomas dice que nunca le faltaron ganas de volver a Chubut, y más ahora que le hemos ayudado a desempolvar el tema. «Nada más llegar me di cuenta de que América del Sur era el mejor lugar de la Tierra para ser galés. Incluso fuera de la Patagonia, ser «galense» es muy diferente de ser un «gringo»», suelta el filólogo. Un segundo más tarde, su memoria viaja hasta el día en el que descubrió a Eluned Morgan. Fue la hija de uno de los colonos fundadores y, según Jonathan, escribió la mejor prosa galesa del siglo XIX. 

«Era inmediata y dinámica, una auténtica hija de la Wladfa y, como tal, indiferente a la afectación que contaminaba la literatura de aquella época en Gales. También era una mujer audaz y aventurera a la que le faltaba tiempo para montar en su caballo y cabalgar para reunirse con cualquier nativo americano en su campamento. Ese tipo de cosas que les parecían increíbles a las autoridades argentinas era lo más natural para Eluned». En algún momento, la joven es enviada a Gales por su padre para que continúe con sus estudios y aproveche para conocer la tierra de sus ancestros. La patagona habla galés y español, pero apenas inglés, por lo que necesitará la ayuda para la traducción de Winnie Ellis, hermana de un prominente político nacionalista galés. «Eluned caminaba como una princesa y llamaba la atención por su piel y sus ojos oscuros. Un día lideró una marcha contra las políticas del Welsh Not en la escuela. El propio Michael D Jones tuvo que personarse en el lugar para mediar y evitar que aquello fuera a mayores», escribe Ellis en su diario. 

Nos recuerda Bernardo Atxaga, el escritor en lengua vasca más universal, que las palabras, las lenguas, viven y se mueven según la fuerza de la repetición, un fenómeno que depende del uso y de la cantidad de hablantes, pero también de la fuerza política y económica del momento. El Welsh Not y sus réplicas por todo el mundo solo buscan restar repeticiones al motor de las lenguas, y es cuando este empieza a ahogarse que escuchamos los ecos inquisitoriales del «¿Para qué sirve?». Como increpar a un molesto moribundo para que se vaya y deje de farfullar de una vez. 

¿Para qué sirven el galés, el gallego o el mapuche? Perdemos el tiempo con preguntas empapadas en el clasismo del que menosprecia todo código lingüístico para trocear la realidad que no sea el suyo. No existen lenguas «grandes» ni «pequeñas», solo las hay con más o menos repetidores. De hecho, hay más hablantes nativos de telugu o maratí que de francés o italiano, aunque probablemente sea muy superior el número de los que desconocen siquiera la existencia de las dos primeras. Puede que no sea tan importante, pero sí no olvidar que la lengua, la que sea, es la manifestación del logro más insigne para la raza humana: el desarrollo de un lenguaje articulado. ¿Acaso no es justo ahí donde nuestro ancestro homínido se desmarca del resto de las especies animales? 

«¿Para qué sirve el galés?», siguen preguntando en voz alta, que lo oiga el moribundo. Pues sepan que goza de cierta salud en el norte, y también que se ha demostrado indudablemente eficaz para amar, sembrar, llorar, reír, cantar y escribir hasta sobre un pedregal constantemente azotado por el viento. Ahí sigue.

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3 Comments

  1. … para todos aquellos hombres de buena voluntad que quieran habitar el suelo argentino… reza mi constitución. Y ya con esto, por ser argentino merecería ir al paraíso si existiera. Me ha hecho moquear, estimado señor recordando la generosidad y fuerza de voluntad de los pobres y excluidos que llegaron, y más aún cuando nombra a los mapuches como lo era mi abuela…
    ¿Por qué será que hoy me acuerdo de mi abuela?, india pía y silenciosa que paría hijos en pie aferrada a una soga, como tratando de sonar las campanas de su iglesia pobre de madera y chapas; un cojín de oveja a sus pies, una palangana de agua pura, cristalina y tibia, dos tijeretazos, el fajado, una sonrisa resignada y al trabajo. Chile, Chile, Chile! ¿Por qué será que hoy me acuerdo de la geografía de la mitad de mi persona? Estos excelentes artículos me convencen aún más de la miopía y mezquindad de los nacionalismos o patriotismos. Muchas gracias por la lectura.

    • Elvey MacDonald

      Eduardo. Creo que la informacion al pie de la fotografia es erronea. Los propietarios de la tierra colonizada por los galeses eran los Pampas (ver carta del Cacique Antonio). Los mapuches llegaron mas tarde. El articulo contiene tambien otros errores. Por ejemplo, el sistema de riego que conocemos hoy solo se comenzo en la decada del 1880. El gran descubrimiento de Aaron y Rachel Jenkins fue que la tierra ‘negra’, como la describian los colonos, era fertil. Ademas, los colonos sabian antes de zarpar de Liverpool que el riego seria imprescindible en el valle. Lei tambien en una publicacion anterior que alguien se refirio a “mis bisabuelas Rachel y Margaret Jenkins”. Como la primera fallecio antes de que Aaron se casara con la segunda”, ese comentario es erroneo, y solo una de las dos pudo ser su bisabuela. Supongo que es un error facil de cometer.

  2. Carlos Alfredo Jones

    Mi nombre es Carlos Alfredo Jones, mi abuelo era del pueblo de Bolívar Prov.de Bs.As. su nombre Bartolomé Jones y tenía otro hermano Isaac Jones. Sé que parte de la familia vivia en Bahia Blanca pero mi padre perdió todo vínculo familiar al venirse luego de hacer el servicio militar, para la Capital Federal. Me gustaría saber si alguien puede ayudarme a encontrar el rastro de mi ascendencia.

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