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Una lectura del azar

Paul Auster Foto Cordon Press
Paul Auster. Foto: Cordon Press.

Con el recorrido que trazan los pasos de una persona por la gran ciudad, se van formando letras; invitaciones a la lectura de una historia que da comienzo en Brooklyn, aunque, de momento, su protagonista no lo sepa. Se trata de un escritor que persigue sombras y lo hace envuelto en una piel tan suave al tacto como la niebla. Por ahora, desconocemos su nombre real; se muestra tan poco satisfecho consigo mismo que siempre anda a la búsqueda de otras identidades bajo las que ocultarse. Algo le dice que caminar con su verdadero nombre impediría sus movimientos. Por eso se hace llamar con nombres inventados, seudónimos que le van a dar libertad de acción por las calles de una ciudad que se renueva a cada paso.

De la misma manera que las novelas de caballería le fueron útiles a Cervantes para escribir su parodia, nuestro escritor se sirve de la novela negra para poner en marcha la suya. Se va a titular La ciudad de cristal y la culpa de que todo empiece la va a tener una llamada de teléfono en mitad de la noche.

—¿Quién es? —pregunta Quinn, el protagonista de la novela; un hombre que no merece que nos detengamos mucho en él.

—¿Oiga? —salta la voz al otro lado de la línea telefónica.

—Le estoy escuchando. ¿Quién es? —vuelve a preguntar Quinn.

—¿Es usted Paul Auster? —pregunta la voz—. Quisiera hablar con el señor Auster.

—Aquí nadie se llama así.

—Paul Auster, de la agencia de detectives Auster —vuelve a decir la voz, al otro lado de la línea telefónica.

—Lo siento, debe de haberse equivocado de número —dice Quinn, antes de colgar.

La idea de equivocarse de número de teléfono es, por sí misma, toda una intriga propia de las novelas policiacas que Quinn escribe bajo el seudónimo de William Wilson y que están protagonizadas por el detective Max Work. Por lo mismo, a Quinn no le será difícil comprender que se mueve dentro de un mundo ficticio donde nada es real, excepto el azar.

La suerte está echada y, con el impulso de unos dados sobre el tapete de juego, la novela se entrega a la casualidad. Unas noches después volverían a llamar por teléfono. Pero, esta vez, Quinn no vacila. Descuelga el teléfono y dice:

—Al habla. Yo soy Auster.

A partir de este momento, Quinn acepta un caso que está lleno de trampas y de lenguajes secretos. Un juego de espejos que, por sí mismo, se muestra vacío; el valor lo obtiene por el resultado de imágenes que el espejo contiene. Porque cada espejo es, en sí mismo, lo más parecido a una novela; el único lugar del mundo donde los desconocidos pueden encontrarse con total intimidad. Algo así ocurre cada vez que Quinn se asoma al cuaderno rojo donde va apuntando las observaciones que le salen al encuentro. Ha aceptado el caso y con ello también ha aceptado la irrealidad que lo envuelve. 

Llegará un momento en que la imaginación de Quinn será negada pero no suprimida, es entonces cuando se presenta en el piso de Auster, buscando al detective privado que le ayude a resolver el caso, a ganar el juego, a vaciar el espejo.

—Me temo que ha encontrado al Paul Auster equivocado —le asegura el propio Paul Auster cuando abre la puerta.

—Usted es el único que viene en la guía —replica Quinn.

—Puede ser —dice Auster—, pero yo no soy detective.

—¿Quién es usted? ¿A qué se dedica? —pregunta Quinn.

—Soy escritor —responde Auster.

Cuando Quinn se encuentra con Paul Auster en la novela, Paul Auster está ocupado escribiendo un ensayo acerca del Quijote; investiga acerca de su autoría. Como sabemos, y como sabe todo el mundo, aunque no se lo haya leído por completo, el Quijote empieza con una de las frases más conocidas de la literatura universal, donde la primera persona se muestra desde el arranque, aunque el «yo» aparezca escondido.

«En un lugar de la Mancha de cuyo nombre (yo) no quiero acordarme…».

De esta manera tan magistral para ocultar la primera persona, Cervantes se nos muestra como autor de su novela desde el principio de la misma. Pero, llegados al capítulo IX de la Segunda parte del primer libro del Quijote, la cosa se va complicando cuando Cervantes se introduce a sí mismo en las páginas para seguir jugando con sus lectores. Es cuando Cervantes finge recordar mucho más de lo que en realidad recuerda para contarnos que, estando un día en un mercadillo de Toledo, encontró por azar unos papeles viejos escritos en lengua árabe. Con ayuda de un morisco que andaba cerca, Cervantes se enteró de que aquellos papeles contenían la historia de un caballero andante llamado don Quijote de la Mancha. La historia venía firmada por un tal Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. 

A partir de este momento, en las andanzas del personaje más universal de todos los tiempos van a intervenir dos personas. Una real, Miguel de Cervantes, y otra ficticia, Hamete Benengeli, a la que se va a sumar también la figura inventada del morisco de Toledo encargado de traducir el texto. De esta manera Cervantes ya no es el autor, sino el recopilador de una novela que sobrepasa los límites de la misma para convertirse en un juego. «¿Dónde se esconde la bolita?».

Con estas cosas, en La ciudad de cristal, Paul Auster se nos muestra a sí mismo escribiendo acerca del enredijo que propone Cervantes y lanza la hipótesis a Quinn de que Cide Hamete Benengeli no es otro que Sancho Panza, el fiel escudero de don Quijote y testigo ocular de los hechos que a este le suceden. Lo que ocurre es que Sancho Panza es analfabeto, por lo cual Auster propone que Sancho Panza fue el encargado de dictar la historia a los amigos de don Quijote: el barbero y el cura que, a su vez, se lo pasaron al bachiller Carrasco para que este lo tradujese al árabe. Cervantes encontraría la traducción en el mercadillo de Toledo y con ayuda de un morisco la vertería de nuevo al castellano.

La razón de todo este vuelco, según explica Paul Auster a Quinn, es curar a don Quijote de su locura y uno de los trucos que utilizan para ello es el libro que han compuesto entre todos. De esta manera, el Quijote se convierte en algo más que un libro; es lo más parecido a poner un espejo delante de la locura de su protagonista como tratamiento de choque para que él mismo viese el ridículo de sus acciones. Sin embargo, el asunto no acaba aquí para Auster, que descubre a don Quijote como hombre vanidoso y, como tal, le preocupa pasar a la posteridad. Para dar cuenta de sus hazañas, ha elegido a un cronista que no es otro que Sancho Panza. Según Paul Auster, es don Quijote quien organiza todo este lío, incluso fue don Quijote quien tradujo el manuscrito árabe al castellano. Llegados aquí, Auster le propone a Quinn imaginarse a don Quijote bajo el disfraz del morisco que descifra a Cervantes su propia historia en el mercadillo de Toledo. Con estas cosas lo que quiere don Quijote, sobre todo lo demás, será poner a prueba la credulidad de sus semejantes, jugar con ellos y a su vez seguir jugando con nosotros por los siglos de los siglos.

Resulta curioso comprobar cómo el mismo juego que nos propone Cervantes nos lo está proponiendo Paul Auster en La ciudad de cristal, una novela cargada de trucos donde presenta la causa primera que llevará a su protagonista hasta su destino final, que quedará escrito en un cuaderno rojo al que el escritor Paul Auster va a dar forma. Pero no solo en La ciudad de cristal ocurren estas cosas; lo de colocar espejos a lo largo de un camino que recorre las calles de Brooklyn va a ser una constante en las novelas de Auster, el sello de la casa.

Sin ir más lejos, en otra de sus novelas, la que lleva por título La noche del oráculo, subyace una estructura parecida. Vamos con ella, pues, mientras Auster nos va descubriendo el misterio de su escritura; uno de sus personajes, que lleva el nombre de Trause —anagrama del apellido Auster—, hace una pequeña digresión al principio de la novela para contar una anécdota que sale en El halcón maltés de Dashiell Hammett y que, a su vez, es una parábola que cuenta su protagonista, el detective Sam Spade, sobre un hombre llamado Flitcraft que abandona la vida metódica y ordenada que lleva hasta entonces para desaparecer por completo. Lo hace tras darse cuenta de que el azar gobierna el mundo. La revelación le surge un buen día cuando va andando por la calle y una viga se desploma desde un décimo piso y le pasa rozando, lo que le va a hacer sentir «como si le hubiesen quitado la tapadera que cubre la vida, permitiéndole ver su mecanismo», escribirá Dashiell Hammett en una novela cargada de ecos cervantinos desde su arranque, cuando nos presenta al detective Sam Spade, alter ego del mismo Hammett que, antes de dedicarse a la novela, ocupó su vida trabajando como detective en la agencia Pinkerton en Baltimore.

Llegados aquí, valga la digresión, para volver a La ciudad de cristal, en cuya traducción al castellano por parte de Maribel de Juan, en una nota a pie de página nos dice que, en argot norteamericano, al detective privado se le denomina private eye —‘ojo privado’— y que a su vez la palabra eye se pronuncia igual que la letra i, que escrita en mayúscula significa ‘yo’, que a su vez, en castellano, se corresponde con la primera persona del singular y que contiene dos letras que separadamente son excluyentes, pues la y suma y la o resta. Tal vez por este motivo, su uso, el uso del yo, resulte tan difícil en castellano, de ahí el magisterio de Cervantes al ocultar el yo sin hacerle perder significado en la primera frase del Quijote a la que hacíamos alusión unos párrafos atrás.

«En un lugar de la Mancha de cuyo nombre (yo) no quiero acordarme…».

Ahora sigamos con La noche del oráculo, pues en ella, ayudado con diferentes planos narrativos, Auster escribe la historia de un escritor, de nombre Sidney Orr, que a su vez está escribiendo la historia de Nick Owen, un hombre al que Sidney abandona en un antiguo refugio antiaéreo. Porque llega un momento en el que Sidney Orr se queda atascado y le es imposible seguir escribiendo. Con esto, más que practicar el exorcismo con el fantasma personal de todo escritor —el bloqueo ante la página en blanco—, lo que nos muestra Paul Auster es algo todavía más sólido, pues se trata de los muros que rodean a las personas cuando los pensamientos nos atrapan dentro de nosotros mismos. Por decirlo con las mismas palabras de Auster en una de las entrevistas concedidas a I. B. Siegumfeldt: «El mundo está en mi cabeza. Mi cuerpo está en el mundo».

Tiempo después de publicar La ciudad de cristal y en uno de los capítulos de un libro posterior titulado El cuaderno rojo —una recopilación de historias sobre extraños sucesos que han ocurrido en la realidad—, Auster recordaría que un número equivocado había inspirado su primera novela. Ocurrió una tarde en la que, estando solo en su apartamento de Brooklyn, sonó el teléfono y al otro lado de la línea una voz masculina preguntó si hablaba con la Agencia de Detectives Pinkerton, a lo que Auster contestó que no, que se había equivocado.

Al día siguiente volvieron a llamar. Era la misma voz y preguntaba lo mismo. ¿Agencia Pinkerton? Paul Auster volvió a contestar lo mismo, que se había equivocado, pero esta vez, después de colgar, Auster sintió que había perdido una ocasión única y se quedó dándole vueltas a la cabeza con los condicionales. ¿Qué hubiese pasado si le hubiera respondido que sí? ¿Qué hubiese pasado si hubiese aceptado el caso detectivesco que sin duda le habría propuesto aquella voz al otro lado del hilo telefónico? Condicionado por los interrogantes, Paul Auster esperó a que llamara de nuevo, pero la esperada llamada nunca se produciría. Este error va a poner en marcha su novela La ciudad de cristal.

Años después, cuando la estrella de Paul Auster empezaba a brillar, otra llamada equivocada le dejaría sin palabras por unos segundos cuando, al otro lado de la línea telefónica, una voz con acento hispano preguntó por el señor Quinn. Al principio, Auster pensó que se trataba de una broma y así se lo hizo saber a la voz anónima. Pero no, no era una broma; aquel hombre quería hablar con el señor Quinn y le rogaba a Auster que le pasase el teléfono. Más que una casualidad, lo que sucedió es un ejemplo del poder de la literatura, la sustancia diabólica que cargan las buenas novelas que hacen posible que las historias continúen escribiéndose a sí mismas, sin contar ya con el autor que las hizo veraces, como esos espejos mágicos que conservan dentro —y para siempre— las imágenes que alguna vez han reflejado.

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3 Comentarios

  1. El párrafo del yo y del private eye me ha parecido brillante.

  2. Vaya con estas especulaciones que tienen un fondo de verdad. Restando dentro de la fantasía, tiempo atrás escuché decir a uno que, como cualquier hispano parlante, era imposible no sentirse consanguíneo con el Quijote, que hubiera sido un honor haberlo tenido como pariente, pero que no habría dudado en negar tener relaciones algunas con uno que andaba por ahí liberando condenados o presentando batalla a molinos de viento. Y terminaba filosóficamente diciendo que, lamentablemente, siempre hay una oveja negra en la familia. Era el mismo que a su vez afirmaba que Don Quijote fue un personaje histórico real que, no sabiendo escribir y queriendo hacer un poema de amor para su amada, tuvo que confiar en un amanuense, don Cervantes, un vagabundo sin escrúpulo que olfateó el éxito literario y tergiversó todo agregando fantasías. Estrafalarias conclusiones que no hacen más que dar lustre a este pasado común y entrañable. Muy buena lectura.

  3. Lo que Paul Auster no sabe, a día de hoy, 20 de marzo de 2020, es que la llamada telefónica preguntando por la Agencia de Detectives Pinkerton la realizará él mismo, el jueves 3 de febrero de 2028, a las 23:47, segundos después de fallecer.

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