He calculado que a lo largo de mi vida he hecho cerca de dos mil entrevistas. Hablo de entrevistas largas, de las llamadas de personalidad, que merodean en torno a la figura del entrevistado e intentan arañar unas cuantas lascas de la corteza exterior para mostrar un atisbo de su verdadero yo. Son encuentros pautados, dramatizados, muy rituales, en los que cada una de las partes juega su papel; por lo general, el personaje trata de mantener la imagen que cree que le es más favorable, de la misma manera que el periodista procura aparentar conocimiento, control de la situación e inteligencia. Quiero decir que ninguno llega inocentemente a la entrevista, salvo aquellos personajes o aquellos reporteros muy novatos.
De entrada, una entrevista es como una pequeña batalla de ingenios o una partida de ajedrez. Cada parte cuenta con sus armas: el periodista ha estudiado previamente al entrevistado y sabe más o menos lo que va a preguntarle, mientras que el personaje escoge por lo general el lugar de encuentro, el día, la hora y el tiempo que te va a dedicar, variables todas ellas muy importantes. Dentro de ese marco se establece el juego, que se desarrolla en realidad como un pequeño acto dramático, porque a lo largo de la entrevista suceden cosas, hay un desarrollo del encuentro, una evolución emocional que puede llegar hasta una curiosa intimidad o hasta la bronca más áspera y el enfrentamiento.
Toda entrevista tiene tres fases. La primera es la preparación, que ha de ser obsesiva y meticulosa. Hay que documentarse lo más posible sobre el entrevistado, leer libros suyos si los ha escrito o libros sobre él o ella si es que existen, y, a ser posible, hay que hablar en secreto con personas que le conozcan íntimamente para que te cuenten ese tipo de detalles que no aparecen en las biografías públicas. Además, toda esa información hay que estudiarla para tenerla más o menos fresca en la cabeza, de modo que si el personaje dice, por ejemplo, «yo no he militado jamás en ningún partido», a ti se te encienda mentalmente enseguida la ficha que muestra que estuvo en tal o cual formación política desde 1979 hasta 1980.
Una vez aprendido todo esto con ahínco de opositor, es necesario preparar la entrevista en sí, teniendo en consideración las condiciones que ha puesto el personaje. No es lo mismo saber que dispondrás de un par de horas en el domicilio del entrevistado —lo cual sería el mejor de los panoramas, porque las casas particulares ofrecen muchísima información del sujeto y proporcionan un ambiente más relajado y propicio a las confidencias, y porque dos horas es mucho tiempo: si te equivocas al empezar y pierdes media hora calentando, puedes reconducir la entrevista— que tener tan solo media hora en un despacho oficial o, aún peor, en una habitación de hotel en mitad de una jornada de promoción, embutido entre otros periodistas.
Cada una de las circunstancias ha de ser tenida en cuenta a la hora de preparar la charla. Personalmente yo me hago un plan de preguntas, un programa más o menos abierto de los temas que quiero plantear y en qué orden, pero manteniendo siempre la cabeza totalmente abierta para seguir el reguero de la conversación por donde vaya y aprovechar las oportunidades del diálogo. Eso sí, las dos o tres primeras preguntas las he preparado siempre con rigor porque es una entrada esencial que marcará el tono del resto del encuentro, sobre todo si se tiene poco tiempo y las condiciones son difíciles. Por ejemplo, si entrevistas a un famoso en plena promoción tan solo media hora en un hotel, es mejor entrar con un par de cuestiones originales, distintas, que no le hayan podido plantear los diez periodistas que te hayan precedido, para sacarle de su sopor y su aburrimiento. Por otra parte, en la preparación de ese comienzo también hay que tener en cuenta al personaje. Recuerdo que le hice una entrevista a Fraga en los setenta, cuando el político estaba en su máximo esplendor furibundo y daba mucho miedo: la semana anterior había arrojado a la calle a un periodista agarrándolo por el cuello. De modo que lo primero que le dije fue: «Me han dicho que tiene usted mucho sentido del humor» (lo cual era verdad, me lo habían dicho). A él, como es natural, le encantó la observación, de modo que se apresuró a confirmarlo. Entonces añadí: «También me han dicho que pierde usted los nervios fácilmente, que tiene muy mal genio y que cogió por el cuello a un periodista la semana pasada y lo arrojó por las escaleras». Fraga se demudó, tartamudeó, rechazó la acusación, intentó explicar lo del periodista… Con esta estrategia lo que conseguí fue que don Manuel se esforzara en tener sentido del humor (como había alardeado) y en no perder los estribos (porque había negado tener esos arranques de furia), y esa contención me permitió hacerle una entrevista muy dura sin que me echara. Todo esto, en fin, forma parte de la preparación.
La segunda fase es, claro está, el encuentro en sí. En realidad, el éxito de un buen entrevistador reside en algo tan simple y sencillo como tener genuina curiosidad por el entrevistado. En querer saber del otro, más allá de los propios prejuicios. Todos ansiamos ser escuchados de verdad, y si el entrevistado percibe esa curiosidad sincera, termina por abrirse. Por eso es esencial hacer un esfuerzo consciente por suspender siquiera por un instante los prejuicios que uno tiene. Siempre nos hemos formado una cierta idea del personaje antes de conocerlo, pero debemos hacer un esfuerzo para acudir con la mayor apertura mental posible, dispuestos a ver, a profundizar en su personalidad y a intentar entender. Y por entender no digo justificar al personaje. Detesto las entrevistas aduladoras, de la misma manera que detesto las entrevistas gratuitamente agresivas. Se puede y se debe enfrentar al personaje con sus contradicciones, sus responsabilidades y sus errores; pero lo que a mí me interesa es saber cómo se siente de verdad frente a todo ello. Qué tipo de individuo es para comportarse así.
Para eso, para sacar al entrevistado de su coraza de personaje público, hay dos estrategias principales. Una es el enfrentamiento dialéctico, las entrevistas duras, de batalla, en las que se discute y se oponen argumentos. La otra, por el contrario, consiste en cultivar la empatía, en ponerte en el lugar del otro e intentar atisbar su interior. He usado ambas vías y en ocasiones una mezcla; las dos me han sido muy útiles, aunque yo diría que me siento más cómoda y he utilizado más a menudo la estrategia del entendimiento. A veces, cuando practico este tipo de acercamiento, cuento cosas mías personales que vienen al caso con lo que pregunto, confesiones reales que luego por supuesto no incluyo en la entrevista, pero que sirven para crear un clima de confianza. Así, poco a poco, a veces se crean unas maravillosas burbujas de intimidad, instantes milagrosos en los que adviertes que el personaje te está contando cosas que quizá no ha dicho a nadie. Son momentos de una rara intensidad, semejantes a sesiones de psicoanálisis, porque en efecto los dos sabemos que es una intimidad artificial, un poco alucinada, y que después de esa entrevista probablemente no volveremos a vernos nunca más. Y, sin embargo, ahí está esa fugaz apertura de la coraza, ese hueco entre las nubes del disfraz. Cuando algo así sucede, se te despierta una suerte de instinto cazador: te quedas inmóvil, suspendida en el tiempo, casi sin respirar, para no romper el delicado momento de franqueza. Es una magia que nunca dura mucho; enseguida vuelven a cerrarse las cortinas. Pero tras esos episodios te quedas casi temblando, con la emoción de haber atisbado una pizca de la carne cruda del sujeto. Sucedió algo así, por ejemplo, con Lou Reed, un entrevistado duro y correoso que, en un determinado momento, me contó que, yendo un día solo en su coche, una voz que provenía del asiento de atrás le aconsejó que abandonara la droga, y que eso le salvó la vida. ¿Y saben por qué me lo dijo? Porque yo no le juzgué, porque le escuché con toda mi atención, porque intenté de veras comprender cómo sería vivir en un mundo en donde hay voces que te hablan de redención desde asientos vacíos.
Un punto peliagudo que ha originado no pocas confusiones es el off the record, es decir, aquellas cosas dichas fuera del marco oficial de la entrevista o acordadas como confidencia no utilizable entre el periodista y el personaje. En primer lugar, los off the record deben respetarse escrupulosamente. Es inmoral cazar a traición al entrevistado; si antes o después de encender o cortar la grabadora, es decir, fuera del tiempo de la entrevista, el personaje dice algo sustancioso, hay que pedirle permiso para reproducirlo, porque puede creer que está hablando de manera privada. Pero, por otro lado, es recomendable no caer en la trampa de los off the record impuestos por los entrevistados. Y es que, para eludir una pregunta incómoda, el personaje recurre a menudo a la falsa intimidad del «mira, eso te lo puedo contar a ti personalmente, pero no lo digas», como si fuera amigo tuyo, que no lo es, y como si confiara en ti, que no confía; tan solo quiere neutralizar la cuestión, porque si aceptas el secreto ya no vas a poder mencionar ese punto en tu texto. Yo soy una firme partidaria de no admitir la estratagema; hay que dejar claro que lo que se dice ante micrófono abierto forma parte de la entrevista, y que tienen que contestar todas las preguntas de alguna manera, incluso diciendo que se niegan a responderlas.
Como es natural, esta segunda fase de la entrevista es la más importante. Es la de la acción, la adrenalínica. Por muchas entrevistas que hayas hecho en tu vida, siempre tienes que sentirte al menos un poco nervioso, porque esa tensión hará que rindas más, que estés más alerta. Resulta muy útil ser una esponja y anotar mentalmente todo: los detalles de la casa, si la entrevista es en el domicilio; el tipo de despacho y cómo os colocáis, si es en el trabajo; la manera de presentarse del entrevistado, de sentarse, de moverse, de relacionarse con sus subalternos o con sus compañeros. Los tics físicos, su nerviosismo o su aparente serenidad. Su ropa, sus zapatos. Todo sirve, y algo que sirve muchísimo es que el entrevistado pierda los papeles. Si el personaje se cabrea contigo, se irrita, incluso te insulta, no hay que sentirse en absoluto ofendido, antes al contrario. Las pocas veces que me ha pasado me he relamido de satisfacción, porque eso desvela el verdadero yo del personaje. Eso sucedió, por ejemplo, con la entrevista que le hice al estupendo escritor Orhan Pamuk un mes antes del premio Nobel. El hombre estaba en un momento especialmente malo de su vida, perseguido y amenazado por extremistas turcos, y creo que esa situación le hizo ser más obsesivo y fastidioso que de costumbre. Me dio muchísima lata a lo largo de la conversación, refunfuñó y gruñó y me regañó un montón de veces, pero al final quedamos tan amigos y la entrevista resultó deliciosamente fresca y original, una de las más divertidas que he hecho en mi vida. Y funcionó porque no me piqué, porque no me sentí ofendida, porque iba disfrutando mentalmente de la formidable actuación que Pamuk me estaba regalando para mi texto. Por eso siempre me han parecido patéticos esos periodistas que están empeñados en resultar más inteligentes que sus entrevistados. Esa no es nuestra función: lo que buscamos es radiografiar los intríngulis del otro. Una buena entrevista es la que logra que el envés del personaje pueda ser entrevisto.
Y así hemos llegado ya a la tercera fase, que es la escritura en sí. No lo he dicho antes, pero desde luego es esencial grabar las entrevistas, a ser posible con dos grabadoras a la vez (en un par de ocasiones me fallaron). De modo que lo primero que es necesario hacer en esta fase es pasar la conversación a texto. Un trabajo tedioso y odioso, y aun así necesario. Hay periodistas que hacen que alguien les transcriba las grabaciones, otros utilizan herramientas técnicas que convierten los archivos de audio en texto. Ambas cosas me parecen un error: no solo el entrevistador es el único que puede transcribir esa grabación sin errores de interpretación, sino que, además, al escuchar otra vez la conversación percibes pequeños detalles que te pasaron inadvertidos en el fragor del encuentro y de alguna manera tienes por primera vez una comprensión global de lo que ha sido verdaderamente la entrevista, de la tensión y del ritmo interno.
Una vez tengamos la transcripción, es el momento de pensar qué hacemos con eso. Una entrevista que en el cara a cara fue vulgar, que no arrancó ninguna declaración sustanciosa del sujeto, puede arreglarse y mejorarse en la escritura, y me refiero, por supuesto, a escribirla bien, no a cambiar ni una sola coma de lo dicho. Claro que, a veces, una entrevista que ha sido buenísima en la conversación, luego puede empeorar con la escritura. En cualquier caso, hay que sopesar la calidad y la abundancia del material que tenemos respecto a la longitud que queremos darle; y también, si la conversación ha ido medianamente bien, hay que discernir esa línea de acción dramática que suele dibujarse bajo cada entrevista: cómo era el personaje al principio del encuentro, qué pasó a lo largo de la charla, cómo terminó. A eso hay que darle una forma adecuada que a veces viene obligada por el espacio del que disponemos, sobre todo en papel. Por ejemplo, si la conversación ha sido realmente formidable y hay muchísimo material de primera y poco espacio, a lo mejor no vas a tener más remedio que prescindir de los diálogos y de tus preguntas, y poner las palabras del personaje entrecomilladas y enhebradas entre los datos biográficos y tus observaciones.
Es esencial ser riguroso y absolutamente fiel a la conversación que se ha mantenido. Ahora bien, la transcripción de la palabra hablada no se puede dejar tal cual en un texto escrito, resulta chirriante y, paradójicamente, poco natural. Al transcribir conviene evitar las repeticiones, los titubeos, los puntos suspensivos sin sentido del lenguaje hablado y, manteniendo estrictamente la voz del personaje y su modo de expresarse, hacer una versión escrita de la oralidad: por muy sorprendente que parezca, queda más real.
Debemos ser conscientes de que, al escribir una entrevista, manejamos un poder casi absoluto. Quizá hayas acordado enseñarle el texto al personaje antes de publicarlo, que es lo que siempre he hecho en El País porque está en las normas de estilo y no me parece mal. El entrevistado debe de estar de acuerdo con lo que dice, no hay que pillarle a traición. Pero, aunque se la enseñes y él o ella corrijan sus palabras (desde luego no las tuyas), siempre puedes manipular la presentación de esas palabras y dejarle como un imbécil. Por eso creo que hay que ser exquisitos a la hora de escribir el texto. De entrada, se deben enfriar las emociones que el personaje te ha producido, tanto si te ha enamorado como si lo odias, porque, en el segundo caso, quizá le hayas pillado en un mal día o quizá tú mismo estuvieras cruzado; y, en el primer supuesto, es posible que el personaje te haya engañado, te haya seducido y haya logrado venderte una burra coja. Así que conviene enfriar la pasión, intentar contemplar al individuo en su contexto, alejarlo de uno mismo. Por otra parte, al resumir sus argumentos —cosa casi siempre necesaria por cuestión de espacio—, hay que tener un cuidado meticuloso para no obviar ningún punto esencial, esto es, hay que lograr decir TODO lo que el personaje quería decir en menos palabras. Por último, no se puede manipular el texto para resultar uno mismo más inteligente; no puedes poner preguntas que no has hecho, no puedes reformular tus cuestiones de manera más incisiva o más ingeniosa, no puedes poner réplicas estupendas que no se te ocurrieron en el momento. Todo esto quizá parezca de perogrullo, pero lo cierto es que más de un periodista reescribe y falsea su propia voz para quedar mejor.
Si uno sigue con cuidado todas estas precauciones, en fin, y respeta lo que sucedió y las palabras del entrevistado, puede ocurrirte algo tan curioso como que estés convencido de haber dejado fatal a un personaje y que luego te lo topes en un acto público y se muestre encantado con tu trabajo. He llegado a la conclusión de que este enigmático entusiasmo se debe a que se reconoció en sus palabras y, aunque tú crees que solo dice mentecateces, él o ella se encuentran estupendos. Son los misterios y la magia de este género periodístico, a medio camino de la sesión psicoanalítica y del sainete, o quizá de la tragedia. De una pequeña representación teatral, en cualquier caso.
Ejercer un poder casi absoluto da escalofríos, pero viniendo de la prensa se podría aceptar porque el objetivo es siempre informar, en especial modo sobre la actuación de los personajes de la política y el arte en los cuales el ego y la vanidad sobresalen y hay un campo infinito para investigar (y diría hasta para divertirse amargamente). Es una peculiar casualidad que este excelente artículo haya coincidido con el final de la lectura de las entrevistas a los jerarcas nazis de León Goldensohn, Cuadernos de Nûremberg, manuscritos que estuvieron a punto de perderse después de su muerte. El autor no era un periodista, era un psicólogo curioso de saber cómo pudo suceder el horror de los campos de exterminio, y su interés como profesional era tratar de conocer la psiquis de esos seres humanos que participaron a tal barbarie. En sus notas no hay esas sutilezas que usted narra porque el marco histórico y temporal era simple y contundente: cómo pudieron hacerlo. Hay algunas confesiones y medias confesiones que ponen los pelos de punta. Gracias por la lectura.
Pingback: Manejar un poder casi absoluto (reflexiones sobre la entrevista por Rosa Montero) – Portal de la Comunicació InCom-UAB