Fotografía: Anja Neuhaus
—¿Quieres hablar con Kandamai? Le podemos llamar ahora mismo.
Sin esperar respuesta, Ahmed Koki sacó su móvil y marcó un número con prefijo de Chad. En el extremo sur de Libia también corría el otoño de 2013, y estábamos a unos seiscientos kilómetros de donde sonaría el teléfono de un tipo al que Koki y los suyos idolatraban: Kandamai era el seudónimo de un norteamericano, un tal Mark Ortman, que llevaba casi veinte años viviendo entre ellos y les había hecho un alfabeto. Kandamai significa ‘ambicioso’ en la lengua de los tubus.
No pude hablar con él entonces porque la línea no siempre era capaz de atravesar las moles de roca del Tibesti. Allí vivía Kandamai. En realidad, tampoco era imprescindible escucharle para saber cómo respiraba otro de esos pueblos ignotos de este mundo.
Empecemos con un cliché bonito: imaginen una caravana de camellos atravesando el desierto del Sáhara en la que solo viajan mujeres; de todas las edades, eso sí. Se dirigen a un mercado a cientos de kilómetros en el que cambiarán camellos por provisiones, mantas, platos y cuencos… Para orientarse observan el movimiento del sol y las estrellas y, sobre todo, cuentan las dunas más grandes. Las pequeñas son engañosas y desaparecen, o aparecen de un día para otro. La más «anciana», de casi cincuenta años, enseña todo esto a las niñas porque un desvío de cien metros puede suponer perder un pozo de agua, y la vida. No suele pasar porque son expertas navegantes del vacío: llevan atravesando las rectilíneas fronteras de Libia, Chad y Níger miles de años, desde antes de que existieran —¿existen realmente?—, y lo siguen haciendo a día de hoy. Los tubus son camelleros y camelleras, pero también están los que instalan grifería turca por la que corre agua fósil o extraen petróleo en refinerías levantadas en mitad del desierto… Algunos, muy pocos, tienen estudios universitarios; un amigo mío incluso llegó a ser ministro de Cultura de uno de los varios gobiernos fallidos de Libia. Y también hay quien publica libros y revistas en su propia lengua —se llama tedaga—, aunque esto último es bastante novedoso.
Los tubus nunca lo han tenido fácil, pero nacer en la que se dice que es la zona más seca de África no es, ni de lejos, lo peor que les pudo pasar. Durante las cuatro décadas de Gadafi fueron represaliados y expulsados de sus arenales, privados de documentación, sanidad y educación; en definitiva, condenados al ostracismo más atroz. En 2011 compartieron ese fervor revolucionario de muchos libios, pero con un componente añadido: ya no serían perseguidos por hablar su lengua o negarse a ser «árabes». Ni siquiera son magrebíes, sino subsaharianos, como ya lo anticipa el color de su piel. Una vez linchado el libio más universal, se lanzaron en una carrera contrarreloj para recuperar el tiempo perdido. No habían cubierto sus necesidades más básicas cuando empezaron a escribir en su lengua por primera vez en su historia.
Pocas horas antes de aquel primer intento de hablar con Kandamai, Koki y otro activista llamado Osmán me habían llevado a dar una vuelta por Murzuk, así se llamaba su pueblo, para demostrarme que lo de escribir iba en serio. Me presentaron a Abdel Salam, profesor de francés que impartía clases de lengua tubu a niños de cinco a siete de la tarde, cuando estos acababan la escuela. La siguiente parada fue el también recién inaugurado centro social de los «Hijos del Sáhara»; más voluntarios ofreciendo clases de inglés, francés e internet… Uno de sus coordinadores subrayaba la importancia que tenía el acceso a la red global para la que describió como «la región más inhóspita de uno de los países más aislados de la tierra».
«Los libios pensábamos que vivíamos en el mejor país del mundo hasta 1997, cuando llegó la televisión por satélite. El acceso a internet es como una nueva revolución para nosotros», explicó aquel tubu de treinta y un años que se encargaba de mantener a punto las diez terminales del centro. La «primavera tubu», permítanme llamarla así, trascendía las cuatro paredes del aula y el centro cultural para extenderse por toda la región sudoccidental libia de Fezán (Zalaa, en tedaga). Casi en cualquier lugar uno podía encontrar el diario Sodur Zalaa (El Eco de Zalaa) o la revista Labara Zalaa (Noticias de Zalaa), que había comenzado su andadura justo cuando Gadafi perdía el control del sur del país.
«Empezamos con quinientos ejemplares en agosto de 2011 hasta llegar a los dos mil que imprimimos hoy», explicaba orgulloso su impulsor y editor desde su pequeña redacción en el centro cultural. La revista traía noticias, entrevistas, crucigramas, canciones e incluso un reportaje sobre el que era, y sigue siendo, el auténtico centro neurálgico de la cultura tubu, el de Tibesti. Varios intentos más tarde, pude escuchar la historia de su propia voz a través del teléfono. Ortman había llegado a Chad en 1993 con su mujer, Sheryl, y sus cuatro hijos (el quinto nació en Chad) a través de una ONG que desarrolla programas con lenguas minoritarias. Tibesti fue su casa hasta 1999, cuando fueron obligados por el Gobierno a marcharse. Para entonces, Ortman ya había desarrollado un alfabeto para sus anfitriones. No tardaría en volver a Chad donde, en 2001, impartió la primera clase de tedaga en Yamena, la capital del país. No parece una lengua fácil: Ortam dice que llegó a contar hasta doscientas conjugaciones para el verbo «dar». Su ejemplo favorito era la forma neroo, ‘si te lo diera’, siendo la n «tú», la e, la raíz del verbo «dar», la r, «yo» y las dos oo el futuro condicional.
«Lengua de leche»
Que una lengua cuente con un alfabeto propio no tiene nada de raro, como lo demuestran a diario griegos, georgianos o coreanos, entre otros muchos. Piensen, si no, en las runas o en el gaélico irlandés, que se escribía de abajo arriba (alfabeto de Ogham) antes de adoptar la norma latina. ¿Sabían que los azeríes cambiaron de alfabeto tres veces (árabe, cirílico y latino adaptado) durante el siglo XX? Tampoco es tan extraño que un filántropo idee un código de signos para una gente de la que el resto del mundo no tiene noticia. Diría que el antecedente más inmediato a Ortman fue Wolfgang Feuerstein, un lingüista alemán que hizo lo mismo en la década de los ochenta con los lazes. Es un pueblo caucásico de ojos verdes perdido a ambos lados de la frontera entre Georgia y Turquía, a orillas del mar Negro. Tras ser expulsado por una policía turca siempre recelosa de occidentales fuera de los circuitos turísticos, Feuerstein se vio obligado a continuar su labor desde su aldea en la Selva Negra. Se trata de una apuesta vital muy parecida a la de Ortman, pero sin olvidar que los cinco hijos de este cursaron toda la educación primaria en Chad, muy lejos de su Kansas natal.
«Nuestros hijos han crecido entre los tubus, formamos parte de esta comunidad y cada día que pasa soy más consciente de todo lo que hemos llegado a compartir», me dijo el americano una vez. El siguiente paso fue la creación del centro cultural tubu que mencionamos antes: ese es el auténtico núcleo irradiador de la lengua. La idea fue de Edji Mahmoud, un tubu de Bardai con quien Ortman había trabajado desde el principio. El azar quiso que su camino se cruzara con el de los Neuhaus, una joven pareja suiza que viajaba por el país en 2011. Tras escuchar estupefactos la historia del «amanecer» tubu, Simon y Anja hicieron un último viaje a Suiza para volver a Chad en 2012 y quedarse a ayudar. Resultó que también eran lingüistas. Contacté con ellos tras ponerme Kandamai en copia en un e-mail. La mitad del año la pasan en Tibesti y la otra en los Alpes, donde trabajan desde casa en vídeos y demás contenidos on line.
Todavía no había nada de eso durante mi primera visita a la tierra de los tubus, en 2013. Desgraciadamente es la última hasta la fecha: he viajado a Libia muchas veces durante los últimos años, pero las dificultades para acceder al inhóspito sur del país me han impedido volver a Murzuk y saludar a Koki y Osmán. Con los que sí he estado en prácticamente todos los viajes ha sido con los bereberes, otra minoría que comparte con los tubus una historia de represión similar en los años de Gadafi y los mismos anhelos posrevolucionarios. Los bereberes, o amazighs, también pusieron en marcha un proceso para recuperar su lengua de la noche a la mañana, aunque no necesitaron de nadie que les hiciera un alfabeto porque ya contaban con el suyo. Las primeras inscripciones en piedra del mismo son de hace más de dos mil años; hoy se puede descargar la fuente para smartphone.
El año pasado los bereberes organizaron una conferencia para enseñar a los tubus cómo estaban normalizando su lengua antes prohibida. Era una ocasión perfecta para volver a ver a Koki en Zuara, en la costa y muy cerca de la frontera de Túnez, pero no hubo suerte por los problemas de seguridad habituales: una milicia bloqueaba el aeropuerto tubu y nadie podía volar desde el sur. Viajar por tierra no era una opción porque el número de milicias y bandidos desperdigados por esos ochocientos kilómetros entre Murzuk y Zuara hacen la carretera impracticable. El encuentro se acabaría celebrando tres meses más tarde en Trípoli. Kandamai me dijo que Koki y Osmán no paraban de hablar del avión en el que habían volado y del hotel de cinco estrellas donde les habían alojado en la capital. Y, por supuesto, de lo avanzados que estaban los bereberes, que cuentan ya con todo un Departamento de Filología Amazigh en la universidad. Probablemente se trataba de la primera vez que una minoría africana invitaba a otra sin ayuda del exterior para intercambiar ideas sobre normalización lingüística.
Uno de los primeros frutos de aquel intercambio de ideas ha sido una app. con un diccionario de tedaga. Koki y Osmán le han dedicado muchas horas. Por su parte, los suizos de Chad siguen trabajando con un exitoso programa de alfabetización, seis semanas que culminan con premios para los ganadores de un concurso de redacción y diplomas para todos. Los temas propuestos son del tipo «¿Por qué los tubus usan nombres árabes y no los suyos para bautizar a sus hijos?», o «¿Por qué abandonan su música? ¿Te parece bien?». Participan ellos y ellas, y no hay límite de edad. Merece la pena echar un vistazo a la página web del centro (busquen «Mosko Hanadii-ĩ») donde, además de vídeos y fotos de todas las actividades, uno puede ver qué pinta tiene el tedaga escrito.
«Cuando los niños lo aprenden es como una iluminación, como si les sorprendiera obtener información de un texto», comentaba Simon. Según el suizo, en las escuelas de Chad los niños leen mecánicamente y en voz alta en francés, pero sin entender apenas nada. Koki lo confirmaba. Durante aquella visita de 2013, el tubu ya me explicó el concepto de ka yuu-a —‘lengua de leche’ en tedaga—, la lengua materna. Según decía, no es que una lengua oral sea inferior a una escrita, pero a sus hablantes les costará pensar que es tan válida como las que cuentan con publicaciones en todo tipo de formatos.
«En realidad, es una cuestión de autoestima: si esta falta, la lengua muere», resumió Koki, sin levantar la vista de una publicación que acababa de llegar de Chad. Apenas era un puñado de fotocopias grapadas por la mitad, pero había listas de vocabulario, tablas de declinaciones, algunos crucigramas y muchas ilustraciones. Aún la conservo: a la araña se le dice dunu, gumar al saltamontes y dûguli al león. Dicen que la palabra «mariposa» es bonita en todas las lenguas; en tedaga la llaman popur. Juzguen ustedes mismos.
Qué buen artículo! Hermosas las fotos de los niños. Me permita discrepar con usted con respecto a la afirmación que la palabra «mariposa es bonita en todas las lenguas», pero antes agreguemos al palmarés de la belleza sonora «popur» junto a farfalla, mariposa, papillon, butterfly y otras que desconozco y que supongo transmitirán esa sensación de levedad, transitoria elegancia y colorido…, salvo la Schmetterling alemana porque, teniendo parientes adquiridos de esa nacionalidad, he podido percibir que también ellos, aunque a regañadientes, coinciden con mi apreciación de poca belleza sonora. (Ese sibilante sonido de la sch inicial es horrendo). Por supuesto que no comparten mi metáfora que reconozco un poco extrema: una esponja de metal chirriando en el fondo de una olla con cubiertos y cuchillos de aquí para allá. Ellos me han concedido una versión menos ofensiva y con algo de poesía: Schmetterling es una mariposa de metal con las bisagras de las alas sin aceite. Gracias por la divulgación.