La tierra, entendida como parcela, como área cultivable, ha vuelto a ser un bien de inversión después de la crisis de 2008. En África, la más débil para defenderse, multinacionales y fondos de inversión compran ávidamente extensiones de cultivo equivalentes a varias de nuestras provincias. No es que haya renacido el interés por alimentar al mundo, como planteaba Vaclav Smil, ni un intento de paliar el cambio climático. Lo que quieren los brokers es un valor seguro de inversión, y este lo es, dicen, porque comer siempre hará falta
Detrás de ese razonamiento facilón está la oportunidad que vieron en 2007, cuando se produjo una escasez histórica en las cosechas de maíz y arroz de los principales países productores. En bolsa la comida sin procesar es una «commodity», un producto básico al que solo diferencia su precio. Y ese precio puede pactarse antes incluso de empezar a plantarlo en el mercado de futuros, que es como apostar a cuánto se venderá. La idea no es nueva, incluso la popularizaron en el cine de los ochenta Eddy Murphy y Dan Aykroyd con Trading Places, De mendigo a millonario.
La diferencia actual, y de ahí el interés bursátil, es que se intenta además controlar la producción en origen, razón por la que los fondos de inversión invierten cada vez más en tierras de labranza. Incluso es ya una moda en Wall Street, ese lugar dónde la gente va en Rolls Royce a ser asesorada por personas que van en metro. «La mejor inversión a largo plazo» anuncian. «Como el oro pero con rendimientos», postulan.
Pero también hay un interés geopolítico, como evidencia el que China sea uno de los principales compradores en África, seguida por Reino Unido. El gigante asiático teme el aumento de demanda de su población, a la que en realidad no puede alimentar porque apenas un 10% de su territorio es tierra arable. Los intentos históricos por controlar su producción fracasaron, y ahora que se están convirtiendo en un país rico salen al mercado a adquirir tierras, haciendo que el valor de los terrenos esté en alza.
Los británicos, por su clima, también dependen de las importaciones, Europa resulta aún vital para alimentarlos, y tras el Brexit tendrán, en esas tierras extranjeras, una alternativa que, a diferencia de la UE, podrán controlar.
Aun así África es apenas un 4% de la tierra de labranza que mercadean los inversores a nivel mundial. Las grandes corporaciones de los grandes países compradores, comenzando por Estados Unidos, India, Noruega, Alemania y Malasia, tienen en Norteamérica un 53% del mercado y otro 16% en América del Sur. Y por supuesto también extienden sus compras de manera selectiva por España, concentrándose en áreas con buenos recursos hídricos, como la cuenca del Guadalquivir y los olivares andaluces. Las tierras adquiridas se convierten en explotaciones empresariales con un modelo de gestión altamente especializado, pero también con un modelo de explotación que perjudica al pequeño propietario. No es solo que el agricultor individual no tenga la más mínima oportunidad de competir con el gigante. Es que de forma gradual y consciente, en ese modelo de explotación, la agricultura se ha uberizado. A fin de cuentas conseguir crecimientos anuales compuestos (CAGR) del 17% y márgenes del 20 y hasta el 40% no es sencillo.
Si combinamos todos estos factores empezamos a entender por qué en España, octava potencia en exportación agroalimentaria del mundo, cada vez hay menos agricultores autónomos y más empleados por cuenta ajena. De las 945 024 explotaciones agrícolas registradas tan solo 300 000 están explotadas por tractoristas como los que salieron a protestar frente al ministerio de Agricultura en Madrid y frente al ministro en Extremadura. Sus quejas no son nuevas, como refleja este artículo del año 1980, el cual evidencia además que el problema sigue siendo más o menos el mismo: mucho riesgo, mucho trabajo, fuerte inversión y todo para obtener un bajo precio por sus producto y la escasa capacidad de negociación frente a las centrales de compra.
Está de moda también culpar a las cadenas de hiper y supermercados de este fenómeno. Parece más bien que ese dudoso honor corresponde a las empresas de capital riesgo que están detrás de las centrales de compra. Coordinadas con las grandes cadenas de distribución europeas, marcas como Carrefour o Lidl, compiten con ferocidad por tener unos céntimos más baratos el precio de sus pepinos. O de lo que sea. Para conseguirlo llevan veinte años pagando el mismo precio al agricultor por sus productos, al que ahora ahogan unos mayores costes del gasoil, semillas, abonos, fertilizantes… Pueden venderles a ellos, o dejar el producto sin recoger en el campo.
¿Su ruina? No exactamente. El trabajo del agricultor está subvencionado, les pagan por sembrar y cosechar. España recibe anualmente 6000 millones de la UE como «ayudas» a la agricultura. El tractorista recibirá su importe en función de lo que haya cosechado los dos últimos años, y en el peor de los casos, sin vender nada de su cosecha, vivirá como mileurista. Pero incluso esa percepción está en peligro. Bruselas ya ha advertido a Pedro Sánchez de que su estrategia al respecto no la van a financiar ellos, ya que recortarán un 10% o quizá hasta un 25%. Su gobierno lo ha comprendido, y eso explicaría la rápida reunión de Trabajo con el sector agrario para facilitar el acceso del PER a los jornaleros.
Los agricultores se quejan con razón, se les viene encima un buen golpe, otro que sumar a la subida del SMI, contra la que también han protestado aquellos que tienen empleados a cargo. Como muchos otros empresarios de nuestro país, su competitividad depende de pagar sueldos de miseria. No esperen excepcionalidad para este sector, porque el salario mínimo, además de popular entre los trabajadores, incrementará la recaudación de la Seguridad Social en más de 1300 millones de euros. No hay más que ver cómo ha evolucionado la recaudación por IRPF en los últimos años. Como siempre, pegarse con la fiscalidad de las grandes empresas atrincheradas tras legiones de abogados es más lento y complicado que dar al botón del IRPF o del autónomo. Gobierne quien gobierne.
El socio de gobierno, Podemos, propone como solución la Ley de Precios Mínimos que llevaba en su programa. También ha sacado al socaire de las propuestas otras soluciones, como que los agricultores vendan directamente sus productos a colegios. Parecen motivar la iniciativa emprendedora, el comercio desde el origen y una nueva logística «puerta a puerta», tipo Amazon o Glovo. Pero a la vez ignoran la complejidad y regulaciones legales en algo tan sensible como el manejo y transporte de alimentos. Como en la oposición se enteren además de que esa ley propuesta puede estar inspirada en la Ley de Precios Justos de Venezuela, tenemos turra asegurada para meses.
El problema no es solo español, sino mundial. En la UE se ha producido una revolución de los tractores en Francia y Alemania. Sus reivindicaciones son las mismas que las del campo español. Además de quejarse por el precio a que se les paga la cosecha, se lamentan de ser atacados por ecologistas, veganos y animalistas. Y por las regulaciones que les obligan a cuidar el medio ambiente, moderando el uso de herbicidas y fertilizantes. Exageración o desesperación, lo cierto es que en Francia se suicida un agricultor o ganadero cada dos días, habitualmente porque se siente ahogado por las deudas.
Ha sido la propia UE quien ha generalizado el ahogamiento de los agricultores al firmar los tratados CETA con Canadá y el alcanzado con con Mercosur (Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay). Sorpresa: Canadá es una de esas naciones poseedoras de tierras extranjeras bajo modelo de explotación comercial que les permite jugar con los precios pagando a mano de obra de países con legislación laboral diferente a la suya, por decirlo de manera suave.
Los países del Mercosur no se quedan atrás, sus latifundios están adquiridos por empresas extranjeras, que explotan la tierra con mano de obra ultrabarata. Así es como acabamos encontrando en el lineal pepinos más baratos que los españoles, aunque hayan cruzado un océano para llegar hasta nosotros. No olvidemos que Argentina, conocido a menudo como «el granero del mundo», ha pasado hambre y escasez. Maravillas de un mundo globalizado y un poco loco, y de un país maravilloso que se afana por volver y volver… a los mismos problemas.
Puede que el último cartucho que le queda al campo sea la reacción del consumidor a gran escala, comprar al productor al precio justo. Pero el modelo funciona si el producto puede llegar a las centrales de compra para distribuirse en las grandes cadenas, como ha demostrado la cuarta leche más consumida en Francia. Y conseguirlo parece complicado. Negociar con productores individuales cada vez está menos de moda, y la eficiencia o la innovación tecnológica no parece que les vayan a permitir competir contra las economías de escala y la globalización. O contra los fondos, inversores y centrales de compra. Cada vez menos gente se apunta al carro de trabajar en el campo, más allá de algún emprendedor que se anima con los vinos «de autor».
No olvidemos que la inversión inicial de comprar un tractor, maquinaria para equiparlo, una nave agrícola, y parcelas, puede estar entre 100 000 y 250 000 euros de desembolso inicial. Hoy es más rentable comprar una vivienda y alquilarla para conseguir un sueldo de mileurista sin sudar, ni mancharse. Y esos son en general los ingresos limpios que quedan al agricultor independiente después de pagar gastos, abonar impuestos, y cobrar las subvenciones. No es de extrañar que el biólogo alemán Josef H. Reciholf llegara a la conclusión de que el ser humano se hizo agricultor sedentario para poder fabricar cerveza durante todo el año.
El paso porcentual de la agricultura en el PIB mundial ha ido cayendo paulatinamente en las últimas décadas. En España ha pasado de suponer el 36,5% del empleo en 1960 a poco menos del 5% y cayendo, mientras los servicios pasaban de una cifra similar a ser más del 75%. En países como EE. UU. la cifra es inferior al 2%. Para alimentar a una población creciente, la clave es la concentración y la eficiencia. ¿Futuro? No en el campo.
Los sectores más «sexi» son los servicios tecnológicos, con los que pedimos comida preparada directa a la puerta de casa, el inmobiliario, y la logística, que hay que mover productos de un lado a otro a nivel mundial y a nivel sofá. Da igual cómo lo hagamos. Siempre dependeremos de lo que produzca la tierra.
El futuro es imperfecto, también en el campo. La España vacía no estará más llena mañana. Al menos, no de pequeños agricultores.