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Elefantiada veneciana

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Vero Ritratto dell’elefante Condotto a Venezia l’anno 1774. Pietro Longhi ca. 1701-1785. (Clic en la imagen para ampliar).

Todas estas criaturas pesadillescas —dragones, gárgolas, basiliscos, esfinges con pechos de mujer, leones alados, cerberos, minotauros, centauros, quimeras— que llegan a nosotros de la mitología (que por derecho propio debería poseer el estatuto de surrealismo clásico)
son nuestro autorretrato.

Joseph Brodsky, Marca de agua

Se acerca muy despacio. Es apenas una premonición del agua de los canales, que se turba con una vibración desconocida. Sigue avanzando. La laguna todavía no comprende, pero tiene un pálpito distinto al presentimiento ondulado del viaje de la góndola. No se detiene. Y el presagio se vuelve un estremecimiento salpicado de olas que contagia a los pilotes crujidos ahogados. Un paso y otro más. Ruge la marejada. Los gemidos de los cimientos son ya un coro de alaridos y blasfemias que salen de las bocas de los pozos. Hasta la última bricola chilla de espanto. La bestia continúa impasible su marcha. Y las piedras veneradas por Ruskin se cuartean sin remedio. El paquidermo, cinco toneladas de inconsciente poder, descarga de nuevo su maciza andanada. Los tres arcos ceden, los puentes sucumben y las arquitecturas góticas se desmoronan con el estrépito del Apocalipsis. El elefante berrea y la ciudad aúlla. Solo un segundo antes de sumirse toda ella en el fragor de la vorágine final, Venecia despierta de la pesadilla. 

La ciudad emerge del sueño y vuelve en sí poco a poco, pero se le ha quedado prendida una tos de cieno y angustia. Por más que lo intenta, es incapaz de escupir el pánico. Entonces, ofuscada por un miedo supersticioso, toma su decisión: desterrará por siempre al elefante. Y así lo hizo ella, precisamente ella, que acoge a animales de todas las especies, géneros, familias y órdenes, animales rampantes y reptantes, dóciles y salvajes, minúsculos y gigantes, animales raros, exóticos, imposibles, monstruosos, mitológicos: cocodrilos, águilas, perros, chuchos, dromedarios, víboras, camellos, lobos, tortugas, corderos, puercoespines, asnos, grullas, zorros, abejas, peces espada, gatos, venados, caballos, pelícanos, cangrejos, ratas, osos, aves y serpientes del paraíso y de los infiernos, grifos, cancerberos, quimeras, centauros, basiliscos y dragones, seres deformes y prodigiosos y nacidos de coyundas fantásticas.

Los ejemplares de este infinito catálogo zoológico son representados a menudo como depredadores: «Todos los animales de piedra de Venecia —advirtió Jan Morris— están en actitud de roer, descuartizar, pelear o morder, o enzarzados y retorcidos en un amasijo de patas, dientes, pelo, orejas y saliva». Pero la ciudad no se asusta de su instinto carnívoro, de su voracidad asesina. No teme la dentellada de ninguno de los ejemplares de su bestiario y la que menos, la del león, el emblema multiplicado por la propaganda de la Serenísima en una redundancia nunca satisfecha y centuplicado por las ferreterías en aldabas y pomos. La fiera está por todas partes: es un animal doméstico. Véase si no el león que dibujó Carpaccio acompañando a san Jerónimo en su entrada al convento, en el lienzo expuesto en la Scuola di San Giorgio degli Schiavoni: tuerce la cabeza en un gesto manso como si fuera un tierno e inofensivo gatito, convirtiendo en cómico el susto de los monjes que, con revuelo de hábitos, salen corriendo despavoridos al verlo.

Ni siquiera es su antónimo el león alado que el mismo pintor hizo para el Palacio Ducal. Podría parecerlo, tan imponente y soberbio, superpuesto al perfil monumental que ofrece la Piazzetta vista desde el bacino de San Marcos, posando sus patas traseras en el Adriático, que fue la primera conquista de la talasocracia veneciana, y sujetando con una de sus zarpas delanteras un libro abierto por las páginas en las que figura inscrita la consabida leyenda, Pax tibi, Marce, Evangelista meus. Y, sin embargo, su estampa es más majestuosa que amedrentadora. Sus ojos miran con una solemnidad regia, con una gravedad inteligente, gatuna y humana; ni un punto de ferocidad leonina mancha el iris.

No, Venecia no se siente amenazada por su fantástico bestiario. No teme en absoluto al león y por eso su figura pudo hacerse omnipresente. Es el elefante, el proscrito, el que la hace temblar de pánico. La ciudad llegó a creer que bastaba despintarlo de la iconografía para sacudirse los malos sueños y disolver el terror ácido que estruja el despertar, pero la criatura resiste haciendo de la terca mansedumbre su disciplina, oponiendo a los manoteos con los que se decreta su deportación el fabuloso vigor de su cuerpo áspero y lento. El animal se afirma con su natural complexión, dueña de la potencia indeclinable de las verdades oníricas, esas que impugnan el relato mentiroso que amañan los cronistas oficiales. 

El elefante ha sobrevivido en el secreto de los delirios venecianos y en las páginas no escritas de una historia clandestina. No se busquen indicios en las fastuosas estancias de los palacios del Gran Canal, porque será inútil. La ciudad no tiene inconveniente en exhibir el cuadro que Pietro Longhi hizo de un rinoceronte hembra. Clara, ese era su nombre, fue arrastrada en una gira por toda Europa y llegó a Venecia en el carnaval de 1751. Un grupo de hombres y mujeres enmascarados contemplan la exótica atracción de la abada, rendida y salvajemente desposeída de su cuerno, en el lienzo que forma parte de las colección de Ca’ Rezzonico. Y, sin embargo, Venecia no encontró cuartucho para el elefante de Longhi, en realidad, para ninguna de las versiones que el pintor hizo en 1774 de la misma escena. En ella el animal, aupado sobre una tarima de madera, se ofrece a la alevosa curiosidad pública, embozada también, en algún caso, por marchere nobili.

Funciona aquí idéntico costumbrismo al de allí, al de La mostra del rinoceronte: complaciente, grosero y necio. Si acaso hay alguna diferencia es el miedo que ahora inspira la bestia sometida, un miedo no confesado, por supuesto, pero que delata la argolla del grillete que aprieta una de las patas delanteras. El elefante ha sido menguado, menoscabado y humillado, algo que no se permitirá Goya al dibujar el Disparate de bestia. Este ejemplar conserva íntegra su natural dignidad. Las interpretaciones han procurado casar la extraña estampa con el título bajo el que fue publicada por primera vez: Otras leyes para el pueblo. Así, el elefante sería una metáfora del pueblo, al que los cuatro hombres con caftanes y turbantes orientales quieren colocar un collar de campanillas. El animal, ignorante de su poder y del miedo que inspira, es adulado por los persas del Gobierno de Fernando VII que le presentan un libro con la nueva legislación despótica. Esta explicación enroma el afilado enigma de la imagen. Eugenio Granell volvió a aguzarlo al proponer otra lectura:

Siempre nos pareció este un dibujo misterioso. ¿Qué significa? ¿Qué llevó a la mente del artista ese elefante solitario en su creación? […] Si pensamos en cuánto gustaba Goya de autorretratarse, mejor se ve en dicho grabado un nuevo autorretrato del pintor, solo que esta vez es un autorretrato paquidérmico. Es Goya mismo, sin duda; Goya transformado en elefante. […] El Príncipe Don Carlos, hijo desdichado de Felipe II, cuando estudiaba (?) en Alcalá de Henares, recibió de su primo, el Rey de Portugal, un elefante como presente. Siempre que al príncipe se le antojaba, explica Ludwig Pfand, «había que subírselo a su habitación, donde le daban el pienso, montaban en él y lo usaban para toda clase de diversiones […]».

Disparate de bestia
Disparate de bestia, de Francisco de Goya, 1815 – 1819. (Clic en la imagen para ampliar).

En el Disparate de bestia no es el pueblo ese elefante, sino el mismísimo Goya. Pues como aquel elefante regalado por el monarca lusitano, Goya fue víctima también de torpes exigencias y frecuente desconsideración en las nobles mansiones, y, como aquel, conocía a maravilla los vericuetos y rendijas de las reales estancias.

Goya, de recia complexión orgánica, cuya robustez pudo fácilmente comprobarse en su esqueleto años después de su muerte, era fuerte y pesado como un elefante. Un reciente retrato póstumo hecho a Goya por el pintor uruguayo Torres García nos confirma en la idea de identificar al elefante del grabado dicho con el grabador. En tal retrato, el rostro rechoncho y grandote del artista se alarga para adquirir clara fisonomía de trompa paquidérmica. Del límite de la chistera a la base del cuello, Goya se tubulariza aquí en formal equivalencia de trompa de elefante.

Ya pueden mostrarme leyes, vestirse de mojigangas y tocar campanillas; permaneceré en mi terreno impávido, firme, dueño de mí —parece decir Goya Elefante Lucientes, aragonés ciento por ciento, en su autovisión elefantiásica». 

Quizás también Granell se quiso elefante y se autorretrató en el formidable paquidermo de una de las diez serigrafías que acompañaron los manuscritos de Claudio Rodríguez Fer en Rastros de vida e poesía (El Gato Gris, Valladolid, 2000). Qué aventura irresistible explorar la propia identificación con el elefante, entregarse al disparate surrealista como lo había hecho Goya y, casi por las mismas fechas, también el veneciano Pietro Buratti. Este fue el autor de Elefanteide. Storia verissima dell’elefante, un largo poema inspirado en un suceso real, la peripecia de un elefante indio que fue exhibido en 1819 en la Riva degli Schiavoni a la incredulidad de los venecianos. El día en que se da por terminado el circo, el animal ha de cruzar una plataforma de madera para embarcar en la nave que lo espera. Pero no obedece las órdenes y después de matar a uno de sus carceleros, desmandado, emprende la huida.

Las crónicas hablan de la persecución que organizan policías y alabarderos; hay que imaginar lo que ellas no cuentan: el majestuoso paseo de la criatura a su libre albedrío en la noche veneciana, porque ha caído la noche y llegado la hora en la que las pesadillas se hacen realidad. Tantas veces se lo han dicho y repetido que la ciudad ha terminado por asumir la idea enfermiza de su extrema fragilidad, por eso contempla horripilada el avance de la mole que no precisará siquiera embestir con toda la violencia de que es capaz para desencadenar el cataclismo; le bastará uno de sus gestos indolentes, un torpe traspié, cualquier estúpido descuido. Venecia, de cristal y azogue, va a deshacerse en esquirlas que serán engullidas por el fondo cenagoso de la laguna. Tal vez había aceptado su destino, cuando el elefante es apresado en el sestiere de Castello, en el interior de la iglesia de Sant’Antonio, la cacharrería donde había causado un estropicio de mármoles y defecado su despreocupada blasfemia.

Las autoridades condenan a muerte al animal, por rebelde y sacrílego. Buratti narró este episodio en ciento cuatro octavas de endecasílabos en dialecto veneciano. En su poema, el elefante es descrito como una criatura de extraordinaria potencia sexual e inteligencia, un prodigio desbordado de semen, un portento de libérrima insolencia. El genio satírico que escribió la Elefanteide sabía, y así lo hizo constar en los primeros versos, que no iba a merecer la celebración de la fanfarria pública. Acertó: la obra fue censurada y él mismo, arrestado y encarcelado durante seis meses. El poema fue interpretado como un alegato en contra de la dominación austríaca, pero admite una lectura más radical. Si San Marcos y el león alado fueron los símbolos en los que afirmó su independencia la Serenísima República con respecto al papado de Roma, el elefante de Pietro Buratti puede ser considerado un símbolo de la insumisión contra el Estado veneciano. El león declara su rebeldía civil frente a la teocracia. El elefante proclama su rebeldía individualista frente a la plutocracia y mesocracia de todos los Estados. Buratti pudo entender el significado del elefante porque él mismo se hizo elefante en una autovisión elefantiásica que nunca tentó a Pietro Longhi. Este no se retrató en la bestia, sino en uno de los fatuos engalanados que la contemplan. 

Venecia no ha sido capaz de conjurar el pánico y aleja de sí, todo lo que puede, al elefante. El esqueleto del que inspiró a Buratti es un patético trofeo en el museo de zoología de la Universidad de Padua. De los cuatro paquidermos que pintó Longhi, los dos que han ido a parar más cerca se encuentran en Vicenza. El único elefante que ha tolerado Venecia es un elefantito que se arrima a la base de una de las columnas que flanquean la puerta de entrada de la Scuola Grande di San Rocco. Pequeñísimo, está muy lejos de poseer la envergadura que le permitiría sujetar la columna como hace con un obelisco egipcio el elefante de Gian Lorenzo Bernini que se encuentra en Roma, junto al Panteón de Agripa y la iglesia de Santa Maria sopra Minerva, o como hace con la torre el elefante de los jardines de Bomarzo. Este minúsculo elefante es el sueño de un Polífilo disminuido o tal vez la fantasía asfixiada por Venecia que el joven retratado por Lorenzo LottoPier Francesco Orsini, desde que así lo quiso Manuel Mújica Laínez— tiene en las Gallerie dell’Accademia.

Los arqueólogos de la imposible Venecia elefantina buscarán otros paquidermos y, con un poco de suerte, quizás puedan encontrar en una librería de lance de Rio terrà dei Assassini un libro de fotografías del Novecento pertenecientes al archivo de Il Gazzetino. En él se incluye una imagen de 1907 que, según informa el pie, muestra a la elefanta Gelsomina encaramada a un barril frente al estudio fotográfico Ferretto en la Piazza Bressa de Treviso. Está rodeada por un grupo de hombres, todos con bombín y muchos bigotes, que prestan más atención al fotógrafo que al animal. Los arqueólogos se pueden entristecer aún más rebuscando en el yacimiento de YouTube los cuatro minutos y medio de una grabación de 1954 que registró la marcha por Venecia de los animales del Circo Nazionale Togni, recién instalado en el Campo San Polo. Los cinco elefantes que participan en la caravana caminan con parsimonia y hacen sus acrobacias sobre el Ponte degli Scalzi en una secuencia que posee la textura onírica de los 8 mm. Al final, en el angosto hueco que se abre entre edificios, en ese mínimo resquicio, asoma inverosímil la probóscide del paquidermo. ¡Es la trompa de Venecia que se enrosca insinuando las mismas curvas que dibuja la hechura de la forcola! Esa imagen final lo explica todo: Venecia no teme al león, porque ella es el león; Venecia teme al elefante, porque ella es el elefante. Admiramos la Venecia narcisista del león, pero amamos la otra Venecia, que diría Pedrag Matvejević, la Venecia que funda en el elefante totémico una nueva mitología cuando cede al disparate surrealista el par de segundos que dura un fotograma. 

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2 Comments

  1. Pareciera que el ensueño veneciano ha contagiado la prosa de la autora. Felicitaciones y agradecido por el momento. La “Serenissima” ha sido una peculiar y original república como sus símbolos, especialmente con ese mínimo canto de amor hacia su santo protector, “Paz a ti, Marcos, evangelista mío” y, al mismo tiempo declarar su independencia del poder religioso sin ninguna cruz visible en su estandarte, y no por esto sus habitantes, los de la laguna y los de tierra firme dejan de ser tan devotos. Venezia me parece aún más milagrosa cuando compruebo que un poco más allá de su centro transcurre una vida de barrio, mínima por la situación demográfica conocida, pero vida cotidiana a todos los efectos, con niños, empleados, bares semivacíos, personas que barren las veredas, jardines humildes y hasta diría insalubres por la estrechez de sus calles que no permiten el paso del sol, y si los antiguos ladrillos rojos con los cuales ha sido construida le dan ese color inconfundible, permítame hacer notar que no de menos son los otros, esos amarillos desvaídos. No conocía la historia del elefante, y supongo que habrá tantas que me llevarán a otras como esta de Goya. Muy buena lectura.
    «Ladrillos, entre el amarillo desvaído y el antiguo rojo ocre, consumidos, Venezia sobre el agua, semejante a sus cielos… y en aquellos cielos flota con el barrio de sus judíos y sus libros impenetrables de ese Dios, que ojalá se expresase con la belleza de sus puentes y sus ventanas sin gente a los canales, ¡Ventanas con arcos! ¡Arcos! de gusto gótico-árabe.

  2. Parlache

    ¡Gracias!

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