Amañaron todas las velas, y quedaron con el treo, que es la vela grande sin bonetas, y pusiéronse a la corda, temporizando hasta el día viernes, que llegaron a una islita de los Lucayos, que se llamaba en lengua de indios Guanahaní.
Un genovés al que apenas unas horas antes todos habían tachado de loco desliza la pluma suavemente sobre las páginas de su diario. En concreto, las líneas que aparecen sobre el blanco y que hemos reproducido centímetros arriba fueron escritas el 12 de octubre de 1492, justo el día en el que todo cobró sentido, y ya dejan constancia de la primera grieta que hubo de originarse tras el choque entre las dos culturas: la comunicación. Aquel crisol de lenguas de fonética diabólica (vaya usted a saber qué sonidos escuchó aquel que transcribió el término «Guanahaní») fue mezclándose poco a poco con el idioma que había cruzado el océano a lomos de las tres carabelas. Los dialectos nacidos de aquella suave mezcla conformarían, varios siglos después, la segunda lengua materna más hablada del mundo.
Comenzaba un big bang cultural del que daría testimonio, como siempre, el arma más certera en manos del intelecto: la literatura. Desde el Inca Garcilaso hasta Borges. Desde los mapuches hasta el caldillo de congrio. Desde Moctezuma hasta la Maga. La historia del texto hispanoamericano es, en cierto modo, la crónica de la evolución de un idioma al otro lado del océano. El vocabulario, lejos del viejo dialecto peninsular, se desmelena hasta legarnos una riqueza léxica inigualable. A nivel fonético, un castellano plagado de andalucismos se va maquillando con tonos aborígenes y africanos. La semántica se multiplica. La sintaxis se engalana. Todo al servicio de las costumbres americanas, que evolucionan junto a esa palabra que, poco a poco, se va moldeando.
Han pasado innumerables vidas desde aquella primera hoja del diario. El siglo XXI observa a través de la lejanía cómo los dialectos hispanoamericanos se ven irremediablemente condenados a abandonar la casa. Llegará un día en el que habrán conseguido separarse tanto de aquel viejo idioma garabateado por Colón, que darán pie a nuevas lenguas, hijas de un desembarco en el que nadie creyó. Se olvidarán de la vela, el treo y la corda. Del caldillo de congrio, de la Maga y del otro lado del océano. ¿Qué nos quedará entonces? Una lengua madre, el español, que fue testigo de cómo un pueblo crecía allende los mares. Que sea la literatura la que hable.
La crónica de un encuentro
El Inca Garcilaso de la Vega acaba de encontrarse con un lisiado, héroe de la guerra contra el Turco, en el pequeño pueblo de Montilla (Córdoba). El tipo es un simple recaudador de impuestos, pero se ha quedado prendado de las traducciones que el Inca ha publicado de los Diálogos de amor de León Hebreo. Cervantes, el lisiado, no lo sabe, pero el indígena que tiene delante no es un indígena cualquiera. Su padre, gran conquistador, descendía de dos españoles célebres por su notable capacidad literaria: el marqués de Santillana, introductor del soneto en Castilla, y el poeta toledano Garcilaso de la Vega. Por las venas de su madre corría, además, la sangre de Atahualpa, el gran emperador inca. Garcilaso peleaba por hacer valer ese mestizaje no solo racial sino también lingüístico. Para ello viaja por la península ibérica intentando difundir esta idea de igualdad, algo que le traería no pocos problemas.
Incansable, aquel hombre nacido en Cusco publicaría su obra cumbre, Comentarios Reales de los Incas, en Lisboa, allá por 1609. En ella se contempla parte de la grandeza indígena del actual Perú y el efecto que la llegada de los españoles tuvo en su cultura. Entre sus páginas podemos ver cómo alaba al quechua como lengua de uso, utiliza novedosos términos hoy desconocidos como acatanca (escarabajo) y chipana (pulsera) junto a otros que terminarían quedándose para siempre en nuestro imaginario como chili o caymán (caimán). Es el encargado de colocar los primeros puentes. Se despediría de España tras efectuar ciertos movimientos comerciales con otro renovador del lenguaje. Góngora, como Cervantes, también quedó prendado de aquel extraño acento exportado por el primer mestizo espiritual de América.
Al mismo tiempo que el Inca se pateaba Europa reivindicando el orgullo indio, Alonso de Ercilla caminaba al pie de los Andes demandando, esta vez, dignidad para el colono. Cuentan que don Alonso arrancaba cortezas de árbol para poder escribir en ellas la crónica de la guerra entre españoles y mapuches. De aquella crónica salió una composición poética llamada La Araucana, escrita en tres volúmenes (1569, 1578 y 1589). Sus versos describen a la perfección el arte bélico indígena, con varias octavas reales que pasarían a la historia por conformar el primer poema épico culto del Nuevo Mundo. Al narrar los hechos acontecidos durante la batalla, acepta ya americanismos como propios del castellano. Por ejemplo, el término «cacique»:
De diez y seis caciques y señores
es el soberbio Estado poseído,
en militar estudio los mejores
que de bárbaras madres han nacido.
Esa es la gran diferencia con respecto a los Comentarios del Inca. A pesar de que la Araucana ha sido escrita varios años antes, la cercanía con el continente permite que ciertos términos hayan sido masticados por el idioma de los colonos hasta digerirlos para siempre. También se acentúa una cierta uniformidad entre el tono que va asimilando el castellano más norteño del Cusco garcilasista con el recogido por Ercilla en Chile. En cierto modo, el español iba conectando todo el territorio americano: de Lima a La Plata, del Cono Sur a Florida.
Precisamente allí, al norte, los ecos del gongorismo y del conceptismo rebotan sobre una pequeña cama en Ciudad de México. A la moribunda mujer que la ocupa ya se lo habían avisado: «Nueve de cada diez mexicanos se contagian». Poco le importó, sor Juana Inés de la Cruz siguió auxiliando a los enfermos hasta que la epidemia terminó por llevársela también de la pequeña cama una mañana de abril. Atrás queda una extensísima obra formada por comedias, autos sacramentales, sonetos, villancicos, sueños de lo más culterano… Una de las primeras figuras literarias al otro lado del ecuador.
Ella, nacida en una tierra exprimida hasta el tuétano, vivió siempre con un ojo puesto en Europa, empapándose de las corrientes barrocas que allí se gestaban, y con el otro oteando los problemas que azotaban a un continente al que le costaba despertar. Nunca renegó de su pasado, siendo consciente de los motivos que la colonización esgrimió durante años.
Que yo, señora, nací
en la América abundante
compatrïota del oro,
paisana de los metales.
Pero tampoco se olvida de la ascendencia mexicana. De aquellas raíces politeístas que crecieron sobre el dialecto Náhuatl.
Nobles mejicanos
cuya estirpe antigua,
de las claras luces
del Sol se origina.
Hasta ahora, tanto el Inca como Ercilla han desarrollado sus publicaciones en Europa, alejándose del ámbito indígena. Son mentalidades españolas tratando el tema colonial a miles de kilómetros de distancia. Sin embargo, sor Juana se va independizando: su vida y sus publicaciones se potencian en América. No obstante, la obra todavía se alimenta del tono que reina en el Viejo Continente. Nadie se atreve, por ahora, a mirar exclusivamente hacia el Nuevo Mundo.
La crónica de un desencuentro
Durante el siglo XVIII, la relación política entre la península y sus colonias camina por un filo que terminará hiriendo apenas entrado el XIX. Por la América más caribeña circulan entonces unos manuscritos que no se imprimirían hasta muchos años después, pero que relatan una historia que, gracias a estos papelajos y al boca a boca, sería conocida en toda la franja comprendida entre Nueva Granada, Venezuela y Quito. La historia era conocida como El Carnero, y narra la caída de los últimos caciques de Bogotá y Medellín.
La obra de Juan Rodríguez Freyle, el obeso labrador que ideó esta obra mientras hundía en la tierra sus aspiraciones como poeta, no adquiere su fama tanto por la narración de la caída del imperio como por la aparición de numerosas historias cotidianas, en cierto modo picarescas, que muestran cómo el habitante de aquellos páramos, ya firmemente mestizo, se desenvuelve de una manera autónoma con respecto al habitante español «europeo». Costumbres, talante, color de piel… todo lo que rodea al colono ha cambiado y no queda más que exhibir su mezcla, aunque no con demasiado orgullo aún. El Carnero es testigo de ese mestizaje generalizado. Ojo a los matices lingüísticos, ya diferentes a los apreciados en Europa, con términos que rivalizan entre sí:
En diciendo Guatavita era lo propio que decir el Rey, aquello para los naturales, lo otro para los españoles; y la misma razón corría en el Ramiriquí de Tunja. […] había otras con títulos de caciques, […] unos con sobrenombres de ubzaquet, a quien pertenece el nombre de duques; otros se llamaban yuiquaet, que es lo propio que decimos condes o marqueses; y los unos y los otros muy respetados de sus vasallos.
Nótese cómo Freyle intercala los términos castellanos con los autóctonos de manera natural. Pero lo más curioso es que, de entre aquellas costumbres a las que nos hemos referido anteriormente, hay algunas que se adelantan al boom que habría de llegar ya en el siglo XX. Por las páginas de El Carnero aparece un cura que se funde con el demonio para robar el oro indígena o una bruja negra capaz de volar desde la iglesia de las Nieves hasta Monserrate. El imaginario americano, plagado de leyendas, hechizos, mitos y embrujos, va calando en el ánimo del colono.
Pero el siglo XIX avanzaba, demasiado lento para las colonias, quizá. Bolívar y José de San Martín, el libertador del norte y el libertador del sur, se entrevistan en Guayaquil para ponerle la etiqueta de colonia independiente a prácticamente todo el territorio. El lenguaje y las costumbres, como no podía ser de otra forma, también se han independizado. El mestizaje entre lo latino y lo indígena ya es total, el espíritu nacionalista ha calado hondo en los habitantes del continente y esto se ve reflejado en la literatura.
Una de las pruebas de esta independencia, de este mestizaje y de este espíritu nacionalista se encuentra en el Martín Fierro, de José Hernández. Leopoldo Lugones llegó a decir que estábamos ante «el libro nacional de los argentinos», tal era la importancia que se le daba a este retrato de la Argentina de la segunda mitad del XIX. Y no es para menos, pues en este poema genial Hernández nos muestra la sociedad más suburbial, plagada de asesinatos, de codicia, de odio. El gaucho ha de convivir en el exilio obligado con las raíces sudamericanas, con los indígenas de la Pampa, con las viejas leyendas. Allí, condenado por sus múltiples crímenes, Martín Fierro exhibe todos los argentinismos y gauchismos que demuestran el distanciamiento en el lenguaje.
Otra vez en un boliche
estaba haciendo la tarde;
cayó un gaucho que hacia alarde
de guapo y peliador;
a la llegada metió
el pingo hasta la ramada,
y yo sin decirle nada
me quedé en el mostrador.
Por cierto, el Martín Gaucho pasa por ser una de las grandes reivindicaciones americanistas del XIX, un siglo marcado como ya se ha dicho por la ruptura con la soberanía española. José Hernández critica el acercamiento a Europa del presidente argentino Domingo Faustino Sarmiento. La obra pasaría a la historia como un canto al pueblo trabajador, a la raza encargada de labrar los campos y conducir el ganado. De aquellos polvos, por cierto, surgirían buena parte de los lodos políticos que azotarían el continente poco después.
Soy gaucho, y entiéndanlo
como mi lengua lo explica:
para mí la tierra es chica
y pudiera ser mayor;
Ni la víbora me pica
ni quema mi frente el sol.
Una explosión necesaria
Enero de 1914. Un viejo alcohólico, de esos que han coqueteado con la locura, relata en un bistró de París su último intento de suicidio. Los jóvenes observan al enfermo detenidamente: es el hombre que ha modificado las leyes del idioma español a través de su poesía. Desde Machado a Eduardo de la Barra. Desde Amado Nervo a Juan Ramón Jiménez. Aquel viejo de sonrisa eclesiástica no ha dejado de ser «el Príncipe».
Rubén Darío habría de marcharse muy poco tiempo después dejando en la memoria de la literatura en castellano su quemadura. El nicaragüense ha renovado el léxico; ha mezclado cultismos con americanismos, castellanismos con arcaísmos. Y no solo afecta al plano del lenguaje, también ha conseguido reconstruir los puentes entre el Nuevo y el Viejo Continente. Por fin las miradas vuelven a cruzarse. Su tierra sigue ahí, a punto de florecer. Él mismo hizo alusión al «movimiento de libertad que me tocó iniciar en América».
Cuando en vientres de América cayó semilla
de la raza de hierro que fue de España
mezcló su fuerza heroica la gran Castilla
con la fuerza del indio de la montaña.
Pocas décadas más tarde, un hombre cruza Los Andes para escapar del gobierno chileno que amenaza con destruirlo. Allí, subido al jumento que habrá de salvarle la vida, dialoga en soledad con su tierra. Es la década de los cincuenta, y ya todo el panorama literario mira hacia ese terreno otrora baldío. América produce y produce. Produce tanto, que pocos años después le otorgaría un Nobel a ese hombre obeso que lucha por llegar al París que había legado Darío al otro lado de las cumbres andinas. Neftalí Reyes, más conocido como Neruda, sabía que aquel premio estaba basado en la mezcla, en siglos de maravillosa fusión. Lenguas, tradiciones, pensamientos, instintos… todo ello se puede admirar en, por ejemplo, una de sus odas.
Ellos,
los poetas
de mi pueblo,
errantes,
pobres entre los pobres,
sostuvieron
sobre sus canciones
la sonrisa.
La mecha está prendida. Unos años antes, el cubano Carpentier también ha pisado París, pero, hastiado de no encontrar allí lo que sí ve al otro lado del océano, en el célebre prólogo de El reino de este mundo explica qué es aquello que diferencia a América del resto del mundo. Se encuentra con ello durante un viaje a Haití, y lo define como «real maravilloso». Es un plano entre la realidad y la sorpresa que nunca antes se ha visitado, el germen de la novela que estaba por llegar. En ese plano, lo extraordinario, aquello que tiene capacidad para sorprender, es abrazado con total naturalidad. Lo extraordinario, además, está dentro del alma criolla, en sus creencias, en su espiritualidad. Carpentier termina el prólogo preguntándose: «¿Qué es la historia de América Latina sino una crónica de lo maravilloso en lo real?».
Al calor de esta hoguera prendida por Carpentier bailaron los grandes nombres del siglo XX. Borges, García Márquez, Onetti, Vargas Llosa, Asturias, Fuentes, Sabato… La catarata no cesa. El último que dio en la tecla fue otro de sus integrantes, Julio Cortázar: «Lo que me apasiona del fenómeno del boom son dos cosas. Primero, que hemos sido leídos por primera vez por nuestros compatriotas. Y segundo, que, por fin, los españoles nos leen fraternalmente. Después de tantos años de distanciamiento, ahora somos un conjunto».
El diario sigue acumulando páginas desde que aquel octubre renacentista. A esta lengua se arriman, en pleno siglo XXI, un disparo de Bolaño, un antipoema de Parra, una columna de Poniatowska… tan iguales y tan distintos, tan uniformes y tan ricos en matices, tan hispánicos, tan únicos. Mañana escribiremos, quién sabe, la última página.
Qué excelente artículo, señor. ¡Y qué prosa!, con infinidad de evocaciones que, si no fuera que conozco como cualquier otro los pormenores navales del descubrimiento, no hubiera entendido casi nada de ese castellano retorcido e innatural. Una imagen sin par son recorrer los subsiguientes hechos históricos lexicales que tuvieron origen en esa página pocos días después del descubrimiento que, y me perdone la obviedad, como todo descubrimiento es hijo de la ignorancia, pero en este caso una ignorancia que dio lugar a un nuevo mundo, a una nueva y desconocida humanidad tan distinta de los resultados de los descubrimientos científicos que también son hijos de la ignorancia. Y aquí no se puede no estar de acuerdo con los versos de la polaca Wislawa que decía con velada resignación que no se estaba tan mal sobre esta Tierra mientras hubiera paraguas, zapatos y pañuelos para llorar y en donde la ignorancia tiene tanto trabajo (en el sentido de que, como nosotros, animales privilegiados, también la ignorancia se esforzaba por no ser tal) Gracias y aplausos por el momento literario
Bien dicho, que sea la literatura la que hable,
pues con ella es como hablar con el vientre
de la madre, oquedad tibia de una página
virgen e ingenua de las babilonias por venir
refrendadas por contratos de costumbres,
versos, sangre, más pasión que sano juicio
pa’ hacer cuadrar el círculo de la Constitución,
donde todos los hombres de buena voluntad
son iguales y tienen derecho y la obligación de
vivir juntos en contrapunto, como una payada
entre el Diablo y Santos Vega a la lumbre de
Las Tres Marías y del Lucero frio y mañanero
que nos dieron este idioma nuevo e irreverente
que a España le tomó el pelo truncando acentos,
ignorando las aristocráticas declinaciones y dobles ele:
«ustedes y vos son muchos más que mil vosotros»,
que no es pa’todos la bota e’potro de la lengua
cuando las madres cambian de estrellas y de paraje,
que es más nutriente un choclo, un che, una cancha,
o un poncho guaraní que una espada de Toledo
o los oros mal habidos de Sevilla y de Madrid,
que es mejor un Sarmiento reaccionario, aunque
haya llenado de inútiles gorriones parisinos
Buenos Aires mientras escriba para la eternidad
camino al exilio “Necios, las ideas no se matan”
o el desmadre lexical de un loco revolucionario
con esa frase enigmática “hasta la victoria siempre”
sin considerar que vivir es, aunque no queramos
una gramatical derrota existencial solo consolada
por ese sistema de sonidos más de barrio, de calle,
de potrero, de amores clandestinos en los zaguanes,
de velorios graves con mate, Cristos y hondos patios
en poder de la noche, de la luna, el aljibe y los espejos,
que no necesita de tratados para saber lo que el otro
dice, estaba por o ha dejado de decir con el silencio.