Lo llamamos «cine de tacitas» y la imagen no puede ser más evocadora. Inmediatamente se nos vienen a la mente nombres como Jane Austen, Emma Thompson o James Ivory y escenas situadas a la hora del té en algún elegante salón o terraza, cuyo desarrollo de apariencia incruenta y exquisita permite intuir sin embargo un fuerte conflicto soterrado. Los personajes parecen estar sujetos a un estricto y complicadísimo código de conducta, en el que hay que medir cada gesto y cada palabra bajo pena de ostracismo o, lo que es peor, de murmullos y miradas de reprobación. El contexto de todo ello… ¿hace falta decirlo? Ingleses del siglo XIX de clase alta. Es decir, la época victoriana.
Para situarnos en la mentalidad de la época hay que entender en primer lugar lo que significaba para ellos el Imperio británico. Su hegemonía marítima y la vastedad de los territorios y poblaciones que controlaba era una inagotable fuente de arrogancia patriótica, en ocasiones abiertamente racista, que queda bien reflejada en esa frase que se atribuye a Lord Palmerston acerca de que «Dios cometió un gran error el día en que creó a los extranjeros». Lo cual evoca aquel diálogo de El hombre que pudo reinar, cuando un temeroso afgano preguntaba a los colonos recién llegados si eran dioses y le respondían «algo parecido, somos ingleses». Pero ese poder también les planteaba la exigencia de estar a la altura, de tomar conciencia de su supremacía mundial y cumplir con su deber de mantener la Pax Britannica. Ser inglés era una cosa muy seria.
Casi indisociable de ese ideario imperialista resultaba la rígida jerarquía social y el acendrado sentimiento de superioridad —que, como veremos, se volvería muy contagioso— de la aristocracia y la alta burguesía, la élite que controlaba el país y que llegó a conocerse como los «Upper Ten Thousand» (aunque la expresión originariamente es norteamericana). Resulta muy interesante en este aspecto conocer el origen del término snob. En las listas de examen de Oxford y Cambridge para distinguir a los estudiantes no aristocráticos se escribía junto a su nombre sine nobilitate o su contracción «s. nob». El señalado como esnob pronto mutaría con la fe del converso en alguien tremendamente preocupado por su estatus social, por aparentar más del que tenía y por menospreciar a quienes considerase en un escalón más bajo. Dado que la gran mayoría de la sociedad quedaba excluida de esos «diez mil de arriba», el empeño por distinguirse alcanzaría proporciones de epidemia, o así lo describía en su época el escritor William Thackeray, para quien los esnobs habían «proliferado en Inglaterra como las vías férreas. Ahora se les conoce y reconoce en todo un imperio en el que nunca se pone el sol». Finalmente, otros condimentos de este singular potaje que representaba la mentalidad victoriana eran el auge del capitalismo y la preeminencia del anglicanismo más severo. El nuevo hombre burgués podía ascender socialmente gracias a su férrea disciplina; la vagancia, el hedonismo y la laxitud eran cosa de pobres. Respecto al puritanismo y el rigor moral religioso pocas anécdotas resultan más clarificadoras que aquella del abuelo de Virginia Woolf, quien tras su primer cigarro no volvió a fumar nunca más… precisamente porque le había gustado.
Y bien, ¿cómo podía alguien hacer ver a los demás que tenía todo lo anterior debidamente asimilado, que era un caballero o una dama de la más elevada posición, piadoso hasta la médula y más rematadamente inglés que una de esas cabinas de teléfono rojas que aún no existían? Pues entre otras cosas demostrando su riguroso cumplimiento de unas normas de etiqueta social tan enrevesadas y sutiles que solo el ojo del iniciado igualmente en ellas podía distinguir. Naturalmente, no puede decirse que fuera algo exclusivo de ese país y de esa época. Siempre se ha considerado en todas partes el cumplimiento de ciertas convenciones sociales más o menos arbitrarias como un indicativo del estatus socioeconómico, la inteligencia y la catadura moral de una persona; ya decía De Quincey aquello de que se empieza asesinando y se termina faltando a la buena educación. Simplemente, en este caso que nos ocupa se fue un poco más lejos.
¿Cuándo y dónde debían seguirse las normas de etiqueta?
Evidentemente, en cualquier situación en la que se estuviera acompañado, pero el momento álgido tendía a ser lo que se conocía como «temporada». Era el periodo de tiempo entre abril y julio en el que, una vez terminada la temporada de caza, los miembros de la buena sociedad regresaban a Londres de sus residencias campestres. Era entonces cuando se acumulaban los eventos en los que dejarse ver en compañía de las personas adecuadas y con el vestido acorde a cada ocasión. Como establecía The Ladies’ Book of Etiquette and Manual of Politeness, publicado en 1860, «una dama nunca está mejor vestida que cuando no puedes recordar qué vestía». Es decir, si su vestimenta estaba perfectamente integrada en el contexto de manera que no llame en absoluto la atención es que conoce bien las normas. Y es por tanto un potencial buen partido, pues al fin y al cabo estos eventos tenían su parte también de mercados del matrimonio en los que exhibirse, ya se tratase de representaciones en teatro u ópera, recepciones, presentaciones en la Corte, carreras de caballos, regatas, cenas o paseos por el parque en apariencia intrascendentes… aunque nada más lejos.
Si el paseo era en carruaje, el caballero debía sentarse no al lado sino enfrente de la dama, de espaldas a la dirección en la que se marchase y una vez llegados al destino ayudarla a descender del vehículo. Para este cometido también podía valer cualquier hombre que se encontrara cerca en ese momento aunque fuera un desconocido, quien, una vez ella hubiera descendido, debía saludarla cortésmente y retirarse sin pretender iniciar ninguna conversación. Es decir, nada de buitrear, según la terminología actual. A lo largo del siglo XIX fueron haciéndose cada vez más habituales las bicicletas y por supuesto también pasaron a estar sometidas a etiqueta. En Lady Cycling: What to Wear and How to Ride su autora daba toda clase de prudentes consejos como por ejemplo evitar jugar a carreras con otras ciclistas: «¡Tales locuras no pueden conducir más que al desastre!», advertía alarmada.
Pero no se vayan a pensar que caminar durante el paseo era una tarea más sencilla. Había mil detalles de los que estar pendiente. Un caballero podía llevar del brazo a dos damas, señalaba el Manual de formas sociales, pero una dama jamás podía agarrar del brazo a dos caballeros. Una mujer no debía caminar cogida del brazo de un hombre que no fuera su marido a menos que ya fuera una señora de cierta edad, en tal caso el hombre debía prestar su ayuda. Aunque había también circunstancias atenuantes como un suelo cubierto de baches o encharcado. En tales casos una dama podía levantar ligeramente su vestido pues no era elegante arrastrarlo al caminar, pero debía cogerlo con la mano derecha. Usar ambas era una auténtica vulgaridad. Si sorprendía la lluvia a los paseantes, la mujer podía aceptar el paraguas que le ofreciera un caballero siempre y cuando él la acompañase en la misma dirección, para no arrebatárselo. Así mismo un caballero nunca podía fumar delante de una mujer, e incluso debía tirar el cigarrillo si se encontraba con una conocida.
Precisamente este acto de encontrarse a amigos y conocidos era una cuestión delicada, dado que debía evitarse cualquier situación que diera lugar a habladurías. Era preferible no saludar ni responder a saludos en ciertos casos. Pero lo que nunca debían hacer un hombre y una mujer en ninguna circunstancia era detenerse a hablar en medio de la calle, en todo caso al encontrarse, y si tenían algo importante que decirse, podían caminar un rato juntos. Si la chica se sentaba en el césped, el acompañante masculino no podía sentarse a su lado hasta que ella no se lo pidiese. Y, como era de esperar, nada de abrazarse o besarse en público. Hoy en día existen ciertas leyendas urbanas en torno a supuestos códigos secretos de comunicación con abanicos y sombrillas entre amantes. En realidad no era algo tan formalizado, aunque sí había algunas recomendaciones básicas, como no balancear el parasol ostensiblemente o ponerlo muy cerca de la cara de forma que impida ver lo que se tiene delante. Por supuesto nada de correr, ni de ir comiendo, ni agitar los brazos, ni reír ruidosamente e ir dando voces llamando la atención de otros viandantes, ni mucho menos quedarse mirándolos y susurrando a su paso. Era, en resumen, un código de comportamiento que aunaba algunas exigencias disparatadas, una buena dosis de constreñimiento puritano y también, no puede negarse, un gran respeto hacia los demás. Pensándolo bien tampoco hay que descartar cierta dosis de juego para gente con mucho tiempo libre, pues un monótono paseo por el parque se convertía así en un recorrido con más trampas que una prueba de Humor Amarillo.
En casa
Aunque la mentalidad victoriana veneraba el hogar como un espacio de calidez y recogimiento, dentro de sus muros la etiqueta podía llegar a ser tan estricta como en el exterior. No era correcto permanecer con el sombrero puesto dentro de una habitación, tomar posturas poco elegantes como poner los brazos en jarras, apoyarse en la pared, poner el pie sobre una silla o sentarse a horcajadas en ella. Formalidad, en definitiva. Una dama distinguida debía estar vestida adecuadamente para recibir visitas todos los días a media tarde para la hora del té. Esta ceremonia, que tantas veces hemos visto en el cine, requería una invitación en los días previos por medio de tarjetas de visita, aunque en general era un momento más desenfadado e informal que las cenas.
Celebrar una cena con invitados era un acontecimiento de la máxima formalidad que requería en primer lugar enviar invitaciones a los participantes. Una vez llegaban a casa se les hacía permanecer unos minutos en el salón hasta que se anunciaba que la cena estaba lista, entonces debían desfilar al comedor según un riguroso orden de importancia de cada invitado, un momento propicio para que alguien se sintiera agraviado y que exigía mucho tacto. Los modales una vez sentados a la mesa requerían no solo un uso adecuado de los cubiertos (¡el bacalao se corta en diagonal!), sino una conversación apropiada para la ocasión. Ojo con las bromas, pues el mencionado The Ladies’ Book of Etiquette era categórico al respecto:
Debo censurar con la mayor severidad el hábito de usar frases que admitan un doble significado. No solo es enfermizo y falto de delicadeza, ninguna persona de cierto refinamiento debe hacerlo jamás. Si tiene usted la mala suerte de conversar con alguien que utilice este tipo de frases, no debe dar muestras mediante palabras, miradas, o gesto alguno de que entiende cualquier significado más allá del lenguaje llano.
Pero, en general, la mayoría de los consejos tendían a girar en torno a respetar a los demás comensales y evitarles situaciones incómodas (si por ejemplo un invitado rompía algún vaso o cubierto, el anfitrión debía fingir en la medida de lo posible que no se había dado cuenta), de manera que muchos siguen teniendo validez. De hecho, según otro de los manuales de buenas maneras de la época nunca debía hacerse uno mismo el héroe de la historia que esté contando y, francamente, es una lástima que esta norma haya caído tan en desuso. Las normas se extendían a todos y cada uno de los aspectos de la vida y podríamos extendernos páginas y páginas, pero no quisiéramos transgredir otra que aconsejaba brevedad y evitar extenderse monopolizando la atención de los demás, así que es momento de dejar paso al siguiente artículo.
Un artículo maravilloso: gracias.
Espero la continuación con ganas. La historia social es fascinante: especialmente cuando es suficientemente reciente como para que algunos retazos aún existan en el presente.
Como terapeuta, me pregunto hasta qué punto las rígidas normas sociales que describes se internalizaron a la vida interior de las personas: me parece que hay una línea bastante fina entre el «no poder hacer o decir (X)» (socialmente) y «no ser consciente de querer o sentir (X)» (psicológicamente).
Lo ha clavado usted. Cualquiera que haya vivido en UK sabrá de lo importante que son todavía allí las formas, las jerarquías, las clases, esos pequeños detalles (Best Regards vs Regards), las apariencias, el leer entre líneas… Y desde luego cómo de contenidos están por todas esas cosas. Tanto que solo se permiten desfogar en el pub. Igual con el racismo, aunque yo diría más clasismo. Esta, muchos lo son, lo disimulan… hasta que explotan.
Hay que decir también que esa forma de ser les hace ser muy cucos, finos, punzantes, sarcásticos, etc. cuando quieren. Y como ejemplo el humor británico.
Una sociedad con sus cosas pero muy interesante.
Leyendo estos consejos tendría que aceptar como verdadera esa historia en la cual se aconsejaba tapar con el mantel las patas de las mesas de estilo victoriano con un ligero parecido a una pierna, femenina, por supuesto. Da la impresión de que era un mundo claustrofóbico, de porcelana, timorato y de gestos predecibles que se puede entender y aprobar por medio de las últimas consideraciones del autor de este excelente artículo: respeto por lo demás, no contar historias con el narrador como héroe y escribir moderadamente. Pero con este “bendito rectángulo” es difícil no hacerlo. Por eso terminaré recordando el film Un pez de nombre Wanda, en donde el exageradamente británico abogado le confiesa a su imprevisto amor, y para nada inglesa, lo terrible que significa ser inglés. Desgarrador. Como para sentir compasión. Buena pregunta se hace Pablo. Gracias por las lecturas.