Sociedad

Ciudades malditas

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Buffalo Central Terminal, 1989. Fotografía: Bruce Fingerhood (CC)

Nos habíamos perdido, y no era el mejor sitio donde perderse. Estábamos en Fillmore, un barrio perdido en el Lower East Side de Buffalo, Nueva York, dando vueltas más o menos al azar con el coche intentando alcanzar un edificio abandonado. Buffalo Central Terminal, la enorme estación de tren construida en 1929 por el New York Central, estaba ahí mismo, en medio de un descampado, con las agujas neogóticas de su torre art déco claramente visibles. Todas las calles alrededor parecían estar cerradas, en obras o ir en dirección contraria. El parque frente a la estación, años atrás espléndido, permanecía desierto. 

La estación, en desuso desde 1979, está cerrada al público; una magnífica, gigantesca terminal ferroviaria con catorce andenes construida para manejar más de trescientas circulaciones diarias, ahora un coloso tétrico y medio olvidado utilizado en raras ocasiones para eventos, siempre objeto de planes para su restauración que nunca se cumplen. Es un edificio maldito en medio de una ciudad maldita, una reliquia de glorias pasadas, como muchas otras estaciones del medio oeste del país. Claro que quería verla de cerca. 

La ciudad de Buffalo, al igual que muchas otras ciudades del antiguo corazón industrial de Estados Unidos, había vivido tiempos mejores. En 1950 era una ciudad de quinientos ochenta mil habitantes, rica y próspera gracias a sus fábricas y su privilegiada situación geográfica. Lo que era un pueblecito anodino a principios del siglo XIX se convirtió en un nudo clave de comunicaciones en 1825, con la construcción del canal del Erie. El ferrocarril no hizo más que reforzar su importancia, al estar en el camino natural de la ruta del New York Central entre Nueva York y Chicago. A finales de siglo, cuando el vapor empezó a dar paso a la energía eléctrica, la proximidad de la ciudad con las cataratas del Niágara y sus centrales hidroeléctricas hizo que Buffalo pudiera atraer acerías e industria pesada. Fue entonces cuando se ganó el apodo de City of Light, al ser una de las primeras ciudades del mundo que adoptó la iluminación eléctrica. Buffalo Central Terminal se construyó para servir a una ciudad que iba a crecer hasta tener un millón y medio de habitantes, en el centro de una urbe rica y próspera. 

Esta prosperidad, sin embargo, iba a ser efímera. La apertura del canal de San Lorenzo redujo la importancia de Buffalo como centro logístico. Los barcos mercantes en los grandes lagos tenían ahora salida directa al mar y no necesitaban ya la conexión ferroviaria con Nueva York. La industria empezó a desaparecer, la mayoría camino de los estados del sur. El automóvil y las autopistas interestatales empezaron a quitar tráfico al New York Central, y permitieron que las clases medias de la ciudad empezara a mudarse hacia los suburbios. 

La decadencia ha sido larga y dolorosa: en el año 2015 Buffalo tenía apenas doscientos cincuenta y ocho mil habitantes. De ellos, uno de cada cuatro vive por debajo del umbral de la pobreza. Poco queda ya de los viejos sueños de grandeza de sus líderes, aparte de una estación de tren abandonada. 

Buffalo, Nueva York, es una más de la larga lista de grandes ciudades de Estados Unidos convertidas en una sombra de lo que fueron. Por todo el medio oeste hay decenas de lugares parecidos, centros industriales que han perdido más de un tercio de su población. St. Louis, en Missouri, ha perdido un 63 % de su población desde 1950, más de medio millón de personas. Detroit, el caso más célebre, ha pasado de rozar los dos millones de habitantes a rondar los setecientos mil. Muchas de las ciudades de esta lista son relativamente pequeñas, casi notas a pie de página para todo el mundo que no vive en ellas. Sitios como Scranton, Pensilvania, que pasó de ciento cuarenta y tres mil a apenas setenta y seis mil habitantes, o Dayton, Ohio, de doscientos sesenta y dos mil a ciento cuarenta mil. Lugares que podrían haber sido y nunca fueron. 

En todas estas ciudades uno puede encontrar reliquias parecidas a Buffalo Central Terminal. Detroit, aparte de una gran estación de tren abandonada (Michigan Central Station, una ruina usada como escenario en varias películas recientes), cobija un número considerable de rascacielos vacíos. Rochester, Nueva York, y Cleveland, Ohio, tienen varios kilómetros de túneles de metro en desuso. Waterbury, Connecticut, alberga las ruinas de Holy Land USA, un sórdido parque temático en ruinas que celebraba la Biblia. 

A primera vista, cada una de estas ciudades es víctima de su propia maldición. St. Louis nunca fue capaz de anexionar sus suburbios, y el final de la segregación racial hizo que sus clases medias blancas abandonaran la ciudad en masa en los años sesenta. Detroit sufrió la combinación de los brutales disturbios raciales de 1967, que dejaron cientos de heridos y cuarenta y tres muertos, y la decadencia de Ford, General Motors y Chrysler. Scranton vio cómo sus minas de carbón cerraban en masa tras el desastre de Knox Mine en 1959. Sueños rotos, fallos de cálculo, pérdidas de fe de propios y extraños, y el lento éxodo de las clases medias. Ciudades malditas que se quedaron atrás. 

En cada una de estas historias, sin embargo, hay también un tronco común. Todo empieza con una de las paradojas más persistentes de la política americana, al menos desde tiempos de Andrew Jackson: la desconfianza hacia las ciudades.

Las grandes ciudades americanas son, y siempre han sido, la clave de la prosperidad económica del país. Siendo como es una sociedad relativamente nueva, los centros urbanos estadounidenses están en lugares que son útiles, no en sitios donde siempre ha habido ciudades. En Estados Unidos no hay un Madrid, una gran ciudad construida lejos de las costas y rodeada de montañas, o un Berlín, una capital de Estado sin salida al mar y lejos de su corazón económico. La única ciudad artificiosa del país es Washington D. C., y fue construida en un pantano adrede para quitarle la capital a Filadelfia o Nueva York. El resto siempre han sido centros de comercio e industria más que centros de poder; lugares abiertos, productivos, innovadores y un tanto anárquicos. 

Esta riqueza, precisamente, juega un papel central en la tradición populista del país. Desde su fundación, Estados Unidos estuvo dividido entre los estados del sur rural y esclavista y un norte más urbano, comercial e industrial, cada vez más rico. Desde el principio, los políticos populistas del sur han criticado a los ricachones del norte, contrastando el orden, la paz y los valores de la verdadera América con el caos, el ruido, la corrupción y el libertinaje de las grandes ciudades, llenas de inmigrantes, crimen e intelectuales que miran al resto del país por encima del hombro. 

Como todos los populismos, esta retórica solo resulta efectiva si tiene algo de cierto. En el caso de las ciudades del noreste y medio oeste en tiempos de la segunda revolución industrial la historia no iba muy desencaminada. Cleveland, Nueva York, Chicago o Buffalo eran lugares tan prósperos y creativos como caóticos y corruptos. Eran los tiempos de los robber barons, capitalismo salvaje y rapaz extracción de recursos. En Estados Unidos los gobiernos locales tienen muchísimo poder (educación, policía, bomberos y muchos servicios públicos son estrictamente municipales), y las administraciones municipales a menudo se convirtieron en máquinas clientelares. El poderoso motor del capitalismo industrial americano fue capaz de crear enormes cantidades de riqueza y sistemas políticos extravagantemente deshonestos.

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Restos de la Iglesia de los Mártires de Uganda, Detroit, 2011. Fotografía: Cordon Press.

Durante décadas, los vientos del capitalismo favorecieron a las grandes ciudades. Los ferrocarriles, como infraestructuras fijas, favorecían la densidad y concentración industrial. El motor de vapor, que exigía fábricas compactas, requería suministro constante de carbón desde esos mismos trenes. Los estados del sur, devastados por la guerra, rurales y agotados, dejaron a las urbes del norte como el núcleo económico incontestable del país. 

Todo esto empezó a cambiar, sin embargo, en el periodo de entreguerras por culpa de dos nuevas tecnologías: la electricidad y el motor de combustión interna. 

La electricidad hizo posibles dos innovaciones importantes. Por un lado, las fábricas ya no necesitaban estar conectadas a una línea férrea para tener acceso a carbón. La industria dejó de depender de los nodos de transporte ferroviarios para ser viable, y empezó a desperdigarse. El motor eléctrico hizo rentable y práctico el transporte ferroviario de pasajeros a corta distancia, fuera mediante trenes de cercanías, fuera gracias a la proliferación de líneas de tranvía. Los primeros suburbios nacen y crecen a lo largo de estas nuevas infraestructuras, permitiendo que los trabajadores puedan vivir lejos de su lugar de empleo. 

Esta tendencia no hace más que reforzarse cuando los motores de combustión interna y el automóvil empiezan a ser comercialmente viables. Los camiones liberaron a muchas industrias de los monopolios ferroviarios de esa época. El coche privado permitió que las clases más acomodadas se mudaran a las afueras de las ciudades, a suburbios lejos del humo y ruido de las fábricas. Estados Unidos, ya entonces, era un país extraordinariamente rico; el automóvil empezó a proliferar en muchas ciudades en los años veinte. Solo la Gran Depresión previno que el éxodo empezara antes. 

No fue hasta después de la guerra cuando la combinación de estas dos tecnologías y los cambios sociales que iba experimentar el país puso fin a los años de gloria del urbanismo americano. El tranvía primero, y el automóvil después, permitieron que las clases medias empezaran a abandonar la ciudad, dejando atrás el caos, ruido y desorden por la paz rural de los suburbios. El viejo populismo de tiempos de Jackson estaba bien presente; los suburbios debían ser sitios tranquilos, y eso a menudo se traducía como sitios racialmente homogéneos. Las ciudades empezaron a convertirse en el lugar del que los blancos huían, con minorías raciales e inmigrantes excluidas de los suburbios.

Esto era injusto, pero solo se hizo insostenible cuando las fábricas empezaron a marcharse. El transporte por carretera y la electricidad habían hecho que las ciudades ya no fueran el único lugar donde producir fuera viable. Esto hizo posible que los estados del sur del país, más pobres y con salarios más bajos, empezaran a atraer fábricas y actividad de las cada vez más inestables, segregadas y conflictivas ciudades del norte.

La desindustrialización no hizo más que abrir la puerta al descontento, y las décadas de gobiernos urbanos complacientes, corruptos y a menudo agresivamente excluyentes los hizo incapaces de responder de forma efectiva. En los años sesenta y setenta lugares como Detroit, Baltimore o Chicago sufrieron oleadas de disturbios violentos. Muchas de esas mismas ciudades, además, impulsaron extravagantes esquemas de renovación urbana, demoliendo barrios enteros para construir autopistas, centros comerciales o barrios modelo de oficinas, casi invariablemente fracasando en su empeño. 

En la era de Nixon y Reagan, sin embargo, esto no pareció importarle demasiado a nadie. Las ciudades no eran la «América verdadera». El caos, la pobreza y el desorden eran el resultado, fruto de su propia corrupción. Los problemas de Buffalo, Cleveland, Scranton, Trenton, New Haven o South Bend eran cosa suya. Las ciudades americanas, asediadas por el crimen, entraron en espirales autodestructivas de las que muy pocas consiguieron escapar. Lugares empobrecidos antaño poderosos, ahora evitados por las clases medias. 

Esa tarde en Buffalo, ante las ruinas de la vieja estación, lo que estaba viendo eran las consecuencias de esa maldición. Una torre de quince plantas, una playa de vías desierta, calles cortadas. A mi alrededor, un barrio lleno de casas vacías y calles llenas de baches. Una escena repetida en decenas de ciudades del país, con fábricas herrumbrosas, edificios tapiados y abandono. El viejo populismo sureño siempre fue antiurbano; la decadencia de las ciudades fue la confirmación de que estaban en lo cierto desde el principio. Las ciudades trajeron la modernidad, pero no sobrevivieron a ella. 

Estos últimos años, sin embargo, lugares como Pittsburgh, Filadelfia o incluso Buffalo tienen algunos motivos para la esperanza. Nueva York, tras andar cerca del abismo durante dos décadas, empezó a recuperarse en los noventa; la ciudad tiene hoy más habitantes que en cualquier otro momento de su historia. Pittsburgh está lejos de ser lo que fue tras el cierre de las acerías, pero es hoy una ciudad próspera alrededor de sus hospitales y universidades. Boston ha abrazado las nuevas tecnologías, y es una de los centros de investigación más importantes del país. Incluso Buffalo, tras décadas perdiendo empresas, está viendo un cierto renacer industrial. 

El motivo es simple: las ventajas de las ciudades siguen estando ahí, incluso sin el ferrocarril y el carbón. La densidad en sí misma es una virtud, al crear economías de red. La diversidad favorece la innovación. Las nuevas tecnologías permiten trabajar desde cualquier lugar, pero también hacen a quienes trabajan cerca mucho más efectivos. Los viejos núcleos industriales siguen siendo pobres en muchos casos, pero sus áreas metropolitanas, los grandes centros de población del país, son capaces de tomar el papel de las viejas urbes. Incluso sitios como Detroit casi han dejado de perder población. 

No todas las ciudades malditas del medio oeste y noreste resurgirán de sus cenizas. Lugares como Dayton, Waterbury, Holyoke o Gary son seguramente demasiado pequeños y lejanos para recuperar la vitalidad de antaño. Algunos lugares del país seguirán en las sombras. Pero, incluso en sitios como Detroit, Buffalo o New Haven, hay veces que las maldiciones se rompen.

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8 Comentarios

  1. Ataúlfo Llàdor

    Iba a decir que no hace falta ir tan lejos para hablar sobre esto, pero después he descubierto que el autor es un señor vecino de Connecticut, así que me callo.
    Muy interesante artículo.
    Estaría bien que un redactor de JotDown empadronado en España se diera un garbeo por Ferrol, Avilés, León o Salamanca, por poner unos ejemplos, y nos ilustrara sobre el declive de estas ciudades medias españolas.

  2. Al parecer, despues de varias décadas perdiendo poblacion, el censo de 2020 indicará que Detroit, Michigan, arrojará un número mayor de habitantes respecto al censo 2010…

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