Lo de utilizar animales para masacrar a los que tenemos enfrente (esos que son, sin duda, malvados, incivilizados y, en general, personas de poco fiar) viene de antiguo. De muy antiguo, vaya, seguramente con el mismo nacimiento de la humanidad. Los hay en la guerra de Troya, aparecen en la epopeya de Gilgamesh. Tenemos, incluso, el ejemplo de Cambises, que durante la batalla de Pelusium (siglo VI antes de nuestra era) sometió a los egipcios utilizando gatitos como arma de combate. Bueno, como arma arrojadiza, más bien, porque se dedicaba a tirarlos contra las murallas de esa fortaleza, así, en plan globos de agua. Los egipcios, que consideraban a los gatos animales sagrados (como muchos hacen hoy en día) se rindieron para que la sangre de sus ronroneantes dioses no fuese derramada.
(Al menos es lo que nos cuenta la crónica, que uno tiende al cinismo de forma natural y le cuesta creerla… dicho queda).
El caso es que de una u otra forma perros (y, evidentemente, caballos) se fueron convirtiendo en actores principales en todas las batallas de la antigüedad. Solían ser bichos enormes, raza molosa y similares, que acojonaban con solo mirarlos. Polivalentes, además, porque no solamente servían para las cargas más directas (vía colmillo), sino que también eran muy útiles contra la caballería (confundiendo y aterrorizando a las monturas) y actuaban como guardas en campamentos. Ah, también servían como elemento intimidante, porque un perro salvaje ladrando y mordiendo el aire a pocos centímetros de tu rostro es algo que debe de soltarte la lengua un montón (esta saludable práctica se ha mantenido hasta la actualidad, como demuestran algunas simpáticas fotografías de Abu Grahib o Guantánamo). Vamos, un soldado que valía para todo. Y disciplinado, muy disciplinado.
Además, esto de los perros se utilizaba preferentemente contra enemigos considerados indignos (que, de aquella, eran prácticamente todos), porque al final las cosas solían acabar en mordiscos, miembros roídos y polvo bermejo. En otras palabras, que ya se era consciente de la brutalidad del asunto, y los romanos, por ejemplo, podían usar sus «perros italianos» contra pueblos bárbaros, pero jamás harían lo propio contra otro ciudadano de la Urbe. Oh, gran civilización del Imperio.
Precisamente por eso (por el tema del gore) el uso ofensivo de perros en las guerras se fue abandonando poco a poco. Qué es eso de azuzar a los dogos contra otros cristianos. Cosa de infieles, de tipejos sin civilizar. Y luego los filósofos escolásticos, que empiezan a teorizar sobre qué es guerra justa y qué no, cuándo se puede derrocar a un tirano, cuándo hay que rezar y en qué momento es mejor soltar una buena ristra de hostias…Todo eso les sonará de sus clases de Filosofía Medieval. Resumiendo, que según un cierto pacto de «caballeros» (o lo que fuesen), en Europa los perros se dejaron de utilizar para desmembrar enemigos a finales de la Edad Media. Quedarían para labores de logística, rastreo o vigilancia, que no es poco. Pero llenarse las fauces con la dulce carne de los malvados… eso no. Al menos en el Viejo Continente.
En otros lugares ya…
Perros durante la conquista de América
Dicen que fue Cristóbal Colón el primero en llevar perros europeos a América. Lo hizo en el segundo de sus viajes. Veinte ejemplares, entre galgos y mastines. Es decir, rastreadores y estiletes de ataque. También llegaron en esa expedición becerros, cabras, ovejas, cerdos, gallinas y caballos. Por si en aquellas tierras no tenían, que con estos salvajes nunca se sabe, vaya.
En realidad en el nuevo continente sí que había perros. Grandes y fuertes al norte, con capacidad para tirar de trineos. Lo de Centroamérica era diferente, y haría las delicias de cualquier pija de Instagram. A aquellos bichejos los llamaban gozques, y eran pequeñitos, regordetes, mansos y adorables (bueno, salvo los llamados xoloitzcuintli, a los que untaban una resina desde cachorros que los dejaba totalmente calvos y, se presupone, con cara de bastante mala hostia). También silenciosos, porque no ladraban. Ya ven, una monada. Y muy nutritivos. Porque a estos perritos se los comían. No por sistema, pero sí de vez en cuando. Bien churruscaditos por la espalda estaban deliciosos, en palabras del conquistador Guillero Coma. Porque los castellanos cuando apretaba el hambre, también se zamparon a los graciosos gozques (no me miren así y pregunten a sus abuelos si los gatos son comestibles o no), hasta extinguir esa raza. Eso sí, lo hacían con algo de repelús, para qué engañarnos. Hay que ver estos salvajes, comiéndose perretes. Están sin civilizar.
Mucho más normal es lo contrario, claro. Esto es, lo de embarcar perrazos que se comieran salvajes. Pero perrazos cristianos, ojo, así que igual no es ni siquiera pecado, vaya usted a saber. Así que para allá que se llevaron alanos, mastines, lebreles, podencos y sabuesos. Unos se orientaban a labores de vigilancia. Otros, al rastreo. Los más grandes, los más fieros, los realmente excelentes, estaban reservados para el ataque. Eran, sobre todo, alanos y mastines. Para encuadrar lo que vamos a contar a continuación tengamos en cuenta un dato: la estatura media de un azteca en tiempos de la conquista era de 1,60 metros. Los mayas, incluso más bajitos. En aquel tiempo un buen mastín español podía alcanzar los ochenta centímetros desde el suelo hasta esa adorable cabecita que tienen. Es decir, que llegaban al pecho de los aterrorizados indios. Eso sin contar que de peso andarían parecidos, seguramente con unos kilos de ventaja para el perro. Acostumbrado a los abrazables gozques, aquellas bestias ladrando y enseñando los dientes debían de ser visión poco menos que infernal.
Porque a los perros en América, queridos amigos, se les usó, sobre todo, para matar. Bueno, también para acojonar, pero el fin era el mismo. El castigo del aperreamiento, que llevaba unos siglos prohibido en Europa, se utilizó frecuentemente allá, porque todo quedaba muy lejos, y mire usted qué expresión torva traen estos aztecas, y además ni alma tienen, no como mi perrito, que es el asesino más fiel y majo de todos, ¿verdad Becerrillo?, Becerrillo guapo, Becerrillo lindo… Becerrillo fue, por si ustedes no lo saben, uno de los bichos más sanguinarios y eficaces que poblaba en aquellos tiempos el continente. Una mezcla de dogo y mastín descomunal, de color rojizo con rayas negras, que era propiedad de Sancho de Aragón y llegó a tener rango de ballestero, por lo que recibía doble ración de rancho. Su hijo, Leoncico, fue el perro preferido de Vasco Núñez de Balboa. Otro héroe castrense, se pueden imaginar, con dientes de color rojizo «de tantos indios que ha matado», según rezaban (curioso verbo) las crónicas.
Imágenes de pesadilla. ¿Piensan ustedes en perrazos gigantescos, Cujo style, babeando y ladrando, dispuestos a saltar sobre algún incauto? Pues añadan aderezos. Porque no iban estos animales a piel descubierta, claro que no. Al contrario, los vestían con cotas de cuero cubriendo lomo y barriga. En la cabeza una especie de casco con cuernos de metal, por aquello de destripar con más eficacia. Y en el cuello, oh sí, las carlancas o carracas, gruesos collares con agujas de hierro con las que desgarrar, protegerse y, en general, crear agobio visual y lesiones físicas. Ah, los perros más dotados para la guerra iban equipados también con las carlancas de lanceta, que era lo mismo que el abriguito que indicamos más arriba, solo que recubierto con pinchitos. Una auténtica máquina de matar. La orden de atacar era muy clara: «Tómalo». Insistimos en la idea. Piensen que el bicho les llegaba por el pecho y pesaba más que ustedes…
Los perros, además, tenían pillado el gustillo a la carne humana, porque por aquello de abaratar costes (que es cosa muy de ejércitos desde la antigüedad) a los canes les daban de comer restos de los infaustos atacados. Todo dentro de la más estricta legalidad, ¿eh?, que siempre había un escribano allí para tomar nota de lo que ocurriera. A veces, si se portaban muy bien, les echaban carne de niños, que es más tierna y sabrosa (debemos advertir que esto lo cuenta fray Bartolomé de las Casas, quien, es bien sabido, resultaba algo exagerado a veces, aunque tuviera buen fondo).
Los actos de aperreamiento fueron utilizados como castigo puntual (vamos, como una forma de ejecutar al condenado a muerte) o como una estrategia ofensiva sobre todo en los primeros compases de la conquista. Santo Domingo, Cuba, Mesoamérica, Venezuela, Colombia…en todos esos lugares se usaron perros como armas. Con mayor eficacia que las normales, añadimos. Los arcabuces, por ejemplo, resultaban frecuentemente inútiles en humedales, porque la pólvora quedaba inservible, y en la larga distancia los castellanos tenían todas las de perder frente a arcos y flechas. Así que lanzaban a los perros. Los perros, que podían perseguir el rastro de los indios durante kilómetros. Que entraban en terrenos impracticables para sus dueños, que no sufrían con los troncos afilados que tantas hemorragias provocaban entre la tropa. La estrategia era sencilla: se azuzaba a los animales, se les soltaba a la entrada de un espacio donde estuvieran refugiados los enemigos, y se esperaba unos minutos. Había muchos gritos, algunos (menos) gañidos. Un rato después mastines y alanos salían, belfos bermejos, cuerpo cubierto de sangre. Sus amos los llamaban y ellos se acercaban, moviendo el rabo. Volvían a ser animales cariñosos y juguetones.
En realidad se convirtieron en la gran tropa de élite durante este episodio de la historia.
Convenciones, prohibiciones y pasadas por el forro de ambas
Pero bueno, seguro que ustedes piensan que después de tales barbaries los perritos han quedado únicamente para hacer compañía a los soldados, darles lametones por las noches y recibirlos muy contentos cuando volviesen a los campamentos, ¿no? En tal caso les felicito: tienen mayor confianza en el género humano de la que este merece.
No amiguitos, no. El paso de los siglos no ha ido alejando a los perros de la primera línea de fuego. Si acaso lo que ha hecho es modificar sus pautas de uso.
Quizá ni eso, porque Estados Unidos adiestró durante la Segunda Guerra Mundial a miles de perros en una isla supersecreta situada en el golfo de México y que llevaba el cachondo nombre, lo juro, de Cat Island. La idea era realizar un desembarco en las costas japonesas al estilo de Normandía, solo que lanzando a canes furiosos contra los soldados japoneses. Alguno caería entre dentelladas, y desde luego todos iban a estar bastante confusos con aquel asunto, pensaron los yanquis, así que aquella locura podía funcionar. La gracia es que todo fueron problemas en este proyecto. De primeras (lo vuelvo a jurar) Estados Unidos tenía dificultades para encontrar suficientes prisioneros japoneses como para enseñar a los perros a odiar su olor. Además, los escogidos (los de cuatro patas, digo) se mostraron demasiado cariñosos con los reclusos, saltando a sus brazos en busca de mimos en lugar de exhibir las homicidas intenciones que buscaban sus adiestradores. Ah, y en las playas tendían a despistarse, porque aquello debe de ser un paraíso de olores interesantes para un perrito. Así que la cosa no parecía apuntar a exitazo, y los Estados Unidos optaron por la vía más expeditiva, soltando un par de pepinos en Hiroshima y Nagasaki.
Pero no era lo habitual. Ahora los perros se utilizan de manera más sibilina, más traicionera. Hasta en eso se han perdido las formas. Así, durante el siglo XX se generalizó el uso de perros bombas, que se lanzan contra los enemigos en misión kamikaze (lo crean o no esto mismo se ha venido realizando, a lo largo del tiempo, con pollos, boas, delfines o leones marinos). En la Segunda Guerra Mundial los soviéticos se especializaron en el entrenamiento de perros antitanque para evitar el avance de los Panzer. Una estrategia llena de errores, que apenas arrojó pérdidas para los nazis. Se estima que unos treinta carros blindados fueron destrozados por esta «patrulla canina». Los problemas venían desde el principio del entrenamiento, ya que los soviéticos habían adiestrado a los perros para que situasen la carga de voladura justo debajo de un depósito diésel… y luego llegaron los boches, en plan sinvergüenza, con sus modernos tanques de gasolina. Y claro, los canes no sabían muy bien a dónde ir, despistados por los aromas. Lo que, por otra parte, era mejor para ellos. Aunque en los momentos iniciales de la operación estaba previsto que los chuchos soltasen la bomba y pudiesen huir del lugar antes de la explosión, los continuos fracasos hicieron que se optase por solución más sencilla: detonaciones a distancia, que incluían vehículo pesado, bomba, perro y, si había suerte, un par o tres de nazis. Al final todo fue un enorme fracaso.
Ya ven, está todo inventado si de matarnos se trata. En la actualidad, como dijimos, se siguen usando estos perros explosivos en todos esos conflictos que hay abiertos por el mundo (y que son muchos más de los que usted cree). No son lo más habitual (en esto se llevan la palma los burros-bomba, juro otra vez más) pero aún hay.
Ya ni siquiera las armas especializadas son lo que eran.
Sería conveniente retocar el título, a no ser que haya un juego de palabras que se me escapa.
bellum et canes sería «guerra y perros»; bellum et canis, «guerra y perro». Pero bellum et canum significa «guerra y blanco (o canoso).
Muchas gracias por el apunte… el autor asume que la culpa fue suya y que, quizá, no debería haber copiado en su examen de latín de COU. Sí, profesora, si usted me lee procedo a declararme culpable…
No te preocupes, Marcos, lo sabía e hice la vista gorda porque no quise truncar tu carrera prematuramente XD
Citado en elrobledaldetodos
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¡Qué calidad de artículo y comentarios! Felicitaciones. Con respecto a usar los gatos como alimento, le hago notar que el equipo de fútbol del Vicenza Club, tiene como logo y mascota un gato, y que el apodo “mangiagatti” de todos los vicentinos proviene de una dudosa leyenda del tiempo de las guerras, cuando escaseaba el alimento. De la ferocidad del hombre no podían estar exentos estos animales maravillosos. En sus honores propondría adoptar una trinidad laica hogareña para recordar sus virtudes y utilidades: un papagayo colorido y charlatán para suplantar la TV; un perro, para que recordemos que de fidelidad también se muere, y un antipático, engreído e independiente gato…que no sé para qué sirve.
“Mi viejo gato haragán se estira perezoso para luego enroscarse blandamente y quedar barruntando cual filósofo el extraño sino de la vida. Entrecierra sus ojos perspicaces y se olvida que en las grietas y recovecos de su presente las lauchas de la alegría duermen grises al amparo, un momento de tregua en el ensueño mágico de lo existente. Su misión hoy reposando es otra: es dar lecciones de abandono ahorrando astucia y eficacia para aquel que camina, fuma, piensa y se pasea arrastrando las dos patas”. Excelente lectura.
Existe por allí hasta la receta de el gatto alla vicentina…no sé cuánto filologicamente fiable.
Servidor tiene en un libro sobre gastronomía cántabra la receta del gato con vinagre…
Gracias por leerlo
Es muy probable que los gatos hayan sido comidos en algún momento de la historia, y no solo por los vicentinos, pero me inclino a creer en una explicación bastante plausible de ese apodo. En dialecto veneciano la pregunta «has comido?» suena más o menos así: guetu mañá?(Hai mangiato?, en italiano) Del guetu al gato hay poco distancia y si hay hambre desaparece, la filología y el gato. Me olvidaba de mi perro.
Mi amigo fiel.
Si continúa así perderá su agilidad. / No es sano que consuma su tiempo / desganado y en silencio frente al hogar. / Ojalá supiera qué es lo que piensa, ya. / Somos distintos, hablamos diverso, / pero bastantes civilizados, al fin y al cabo / como para entender lo que callamos. / En verano por lo menos anda inquieto; / lo llevo a pasear a través del bosque / y su instinto curioso se despierta de repente, / busca señales de otra vida en las hojas, / descubre como nuevo el sendero viejo, / examina todos los árboles, uno tras otro, / siempre los mismos, como sospechando / de que tienen memoria, hasta que llega / otra vez el otoño y de nuevo esa melancolía / a la luz del fuego y de las horas que son duras / de hacerlas pasar. Tal vez le falte una hembra, / pero ahora solo espero que me saque a pasear, / es el tiempo de la salida nocturna con la luna alta / y su inquietud oscura se presenta otra vez, / después, seguramente me dará un hueso y al final / los dos continuaremos a ignorarnos mutuamente / sin darnos cuenta del fuego tibio en el hogar.
He leído por ahí que en la última posguerra, en Alemania, denominaban a los gatos «conejos de tejado»…