Dios es un tipo carismático. Tiene flow. Esas cosas se notan. Hay gente así, con un determinado tipo de atractivo del que uno se da cuenta enseguida. Se trata de cierto magnetismo personal que nunca pasa desapercibido. Entre lo singular y lo chocante. Entre lo clandestino y lo manifiesto.
En el caso de Dios podría decirse que lo rodea un aura extraordinaria. Prácticamente divina. Ese gesto adusto, esa barba y esa túnica, al fin y al cabo, solo están al alcance de personajes magníficos como Rasputín, El Nota o Pai Mei, el monje chino que adiestra a Beatrix Kiddo en Kill Bill: Volumen 2 y le enseña la técnica de los cinco puntos de presión para reventar el corazón. Mucho nivel.
Ya nos fijemos en su aspecto o en su conducta —basta con verlo hecho hombre en el cuadro de la última cena, con los brazos abiertos en el medio de todos los demás, descartando la modestia y el retraimiento e incluso el anonimato—, el carisma de Dios resulta indiscutible. No en vano, son millones los que lo siguen. Y uno no acumula tantos seguidores por simple casualidad. Tiene una gran cantidad de fieles que lo adoran ocurra lo que ocurra. Haga lo que haga. Más o menos como Arcadi Espada.
Y eso resulta especialmente llamativo. Porque en realidad Dios nunca ha hecho gran cosa por nadie —salvo crear el mundo y un par de pijadas más—. No se digna a evitar una catástrofe. No erradica el hambre, ni el sufrimiento ni la enfermedad. No detiene el cambio climático. No castiga a la gente que se inventa gerundios ingleses a partir de verbos castellanos: «Estoy aquí, desayunanding», «me pasé la noche sobanding», etcétera. Qué hostia tiene esa gente…
Pero a pesar de ello, la multitud lo venera. Es adorado de forma incondicional aunque nunca haya hecho demasiado para merecérselo. Porque resucitar a Lázaro o multiplicar los panes y los peces pueden parecer actos admirables, de una generosidad pasmosa. Pero lo cierto es que para alguien todopoderoso no requieren de ningún esfuerzo. Es como si Amancio Ortega dejase diez euros de propina por un café. Convertir el agua en vino es un efecto visual que podría ejecutar incluso Anthony Blake. Pero a Dios no le importa racanear con los milagros.
Y no le importa porque no necesita hacer más. La gente lo sigue igual y él se ha venido arriba. Tiene el guapo subido. Con un par de trucos le basta para ir por ahí en plan omnipotente. Tanto se ha crecido que hasta se ha atrevido a establecer una lista de diez reglas y a castigar a todo aquel que no las cumpla. ¿Que te ha dado por no santificar las fiestas? Al infierno. ¿Que últimamente estás teniendo algún que otro pensamiento impuro? A chamuscarte en el fuego eterno. Menudo bravucón.
Aunque es justo reconocer que apuntaba maneras desde el principio. El tío necesitaba sentir que sus órdenes eran obedecidas. Aunque resultasen de lo más arbitrario. «Vamos a colocar al hombre y a la mujer en una especie de Cabárceno nudista para ellos solos. Que haya praderas y fuentes y árboles y animales. A todo tren. Pero que no se les ocurra probar ni una sola de las manzanas. Que hagan lo que les plazca, pero por sus ancestros —es un decir— que como muerdan una manzana se van a enterar».
Que alguien me explique cómo es posible que por comerte una manzana te echen del Cabárceno. Y que además te obliguen a parir con dolor y a ganarte el pan con el sudor de tu frente. ¿Dónde queda el principio de proporcionalidad? Es de una prepotencia injustificable. Claro que, si tenemos en cuenta que la decisión proviene del mismo tipo que, para alardear, creó el universo en seis días y el séptimo se echó a descansar, como queriendo subrayar lo mucho que se estaba sobrando, a nadie debería extrañarle.
Hay que perder un poco el norte para ir por la vida en modo hippie y luego ser un cabrón vengativo, pero suele ocurrir con algunos cargos no democráticos. Y ese es el problema, en el fondo: Dios sabe que difícilmente se le puede echar de su puesto y actúa en consecuencia. Por eso se atreve a exigir que creamos en su naturaleza divina sin aportar ni una sola prueba de ello. Es una cuestión de fe. Qué fácil es ser Dios e ir por ahí diciendo que no necesitas demostrarlo. Tampoco Nicolás Maduro necesita demostrar que manda él. No te jode.
Sin embargo, los suyos no dejan de ensalzarlo. No importa que a cambio solamente haya hecho un par de trucos hace dos mil años. Y, a fin de cuentas, puede que sea precisamente esa devoción inquebrantable y absoluta la causante de una conducta tan consentida. Puede que ahí resida la raíz del problema. Porque en su situación, a ver quién es el chulo que no se crece. Que no se envalentona. Que no termina creyéndose mejor de los demás. Somos nosotros los que hemos conseguido, a base de malcriarlo, que Dios esté irremediablemente endiosado.
Divertidas y originales divagaciones. Hago notar que el dios hebreo, según el Talmud, no solo se echó a descansar después de crear el Universo. Las respuestas que daban los sabios rabinos a tantos hebreos que querían saber qué hizo luego de la creación, y no eran pocos, iban desde que estaba ocupado en combinar matrimonios (ya, porque no permitiría una pagana o pagano entre sus seguidores) y la otra, muy inquietante: estaba ocupado en crear y destruir mundos.