Música

¡Ya no hay marcha atrás! La mercurial obcecación de Van Morrison

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Van Morrison en el Festival de Glastonbury, 1989. Fotografía: Dylan Martinez / Cordon Press.

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Desnudé mi alma a la multitud, y a qué precio
La mayoría se rio como si nada fuera
Hipócritas, parásitos, sanguijuelas
Dime por qué siempre debo explicarlo.

«Why Must I Always Explain?».

Sabido es que el genio suele carecer de virtudes anímicas que lo equilibren. Se puede ser un creador excepcional, un traductor de fenómenos externos o profundas convicciones al ámbito de lo emocional, pero esto no garantiza, más bien al contrario, la adecuación al entorno, que dicen es la medida de la inteligencia, ni la empatía íntima o colectiva por el prójimo. Los creadores extraordinarios, salvo honrosas excepciones, suelen ser tipos asociales, individuos hoscos, figuras intempestivas. Por ejemplo, George Ivan Morrison (Belfast, 1945). Tan legendarias son sus capacidades melismáticas, su expresividad conductora de escalofríos sensuales y ahondamiento espiritual, como su antipatía. Cuando sale a escena activa un cronómetro que, impertérrito, irá restando segundos desde los noventa minutos estipulados. No regala ni un instante más de su tiempo; no saluda al público, ni presenta las canciones, ni agradece los aplausos. Y, ante el escrutinio público al que todo artista popular se ve sometido, sigue opinando que, si a carpinteros y lampistas no se les inquiere sobre su vida privada, por qué habría de contarnos él la suya. Y no le falta razón…

Su carácter neurótico y esquivo, que abriga y protege bajo varias capas de ropa, sombrero y gafas oscuras, es tolerado por sus oyentes fieles, que siguen embelesados a este feroz o liviano intérprete de acomodaticia trayectoria. Al embutido retaco cuyo arte vocal encierra un cierto bálsamo o quizás tan solo una artesanía que a los demás, en ocasiones, nos ha parecido mística pura del deseo o la desazón, esas dinámicas universales que nos hacen como somos. Pero quizás el viejo malcarado esté en lo cierto, pese a nuestra curiosidad impertinente, y su misión sea únicamente cantar, huyendo de lo trivialmente simbólico que a partir de los años sesenta impregnó la música pop. Culpemos a los Beatles y su evolución sartorial, de las chupas de cuero a los uniformes y de ahí a las casacas decimonónicas y el look casual e hirsuto. También a quien transformó definitivamente lo sonoro en audiovisual, David Bowie al encarnar a Ziggy Stardust en maquillada y viscosa otredad. A partir de ahí, lo icónico iba a ser crucial para lanzar una canción, un disco, un artista. Esto no iba con el menudo gruñón, que sufría pánico escénico y cerraba los ojos al cantar para olvidar que estaba ante público. La peor de las condenas: una persona privada y adusta en un negocio público y extrovertido.

Lo que él quiso y quiere es cantar… y que le dejen en paz. ¿Tan difícil resulta entenderlo? Es la magia de las melodías y la voz humana lo que le cautivó desde niño, cuando escuchaba la radio y las placas de jazz y blues de sus padres. Más tarde fueron los vinilos desembarcados de Norteamérica y las emisoras piratas flotando en aguas internacionales o las emisiones llenas de interferencias de Radio Luxembourg, captadas a hurtadillas bajo las sábanas con los murmullos que llegaban desde las orillas del río Beechie, allí en su Belfast de la infancia, territorio que nunca abandonó totalmente, que sigue inspirándole en la vejez. Los años de «conjuntero», primero con The Monarchs tocando guitarra y saxo por Alemania, a partir de 1964 al frente de los legendarios Them, le hicieron sentir que el oficio era anterior al genio inaprensible, más fiable y provechoso. Luego, su primer contrato en Estados Unidos con el compositor y empresario Bert Berns le enseñaría la punzante lección de ser estafado y desposeído de tus más preciadas posesiones, tus canciones, tus entrañas. Fue símbolo del hippismo con sus primeros discos en solitario, pero detestaba aquella dejadez e inopia. Su revolución era interna; su búsqueda, espiritual.

¿Es posible haber palpado las llamas de un fuego eterno y vivir el resto de tus días abasteciéndote de rescoldos, revisiones y recuerdos? La carrera profesional de Van Morrison confirma que así es, aunque a veces parezcan regresar la musa y el arrebato. Quien una vez ardió en su propia hoguera de confusión y deleite, exploración y trascendencia —ahí quedó Astral Weeks (1968) como sombría laguna del alma en la que zambullirse una y otra vez, sintiendo que sus aguas han cambiado de luces y densidad orgánica, que sus corrientes internas dibujan otras realidades— ha entregado desde entonces una obra prolífica, en ocasiones estremecedora o paliativa, otras indecorosamente funcional. Del ilocalizable lugar en la mítica Caledonia donde sentimiento y emoción se interpelan y el cantante parece mero transmisor de fuerzas ignotas, atávicas, hasta el opiáceo conformismo del sonsonete apenas consciente de centro comercial, y de vuelta al punto de partida. Esta ha sido la vida creativa del ángel huraño norirlandés y él, tozudo y huidizo, se pliega a los más prosaicos designios de su profesión. La poesía es otra cosa, algo precioso y privado, reservado al deleite en la intimidad.

La ha rondado y conjugado, en sus muchos momentos de soledad, paseando por el campo, esperando en el camerino. En sus versos, tanta importancia tienen las palabras como su dicción, azorada o dúctil. Quizás por ello cita a poetas en títulos y letras, y se cabrea ante cualquier interpretación intelectual de las mismas. Su encuentro con la lectura que ilumina una revelación personal lo propiciaron un ensayo sobre budismo zen, Los vagabundos del Dharma de Kerouac y La náusea de Sartre. Muy clarificador. Y así nacerían temas sobre filósofos y rapsodas, «Alan Watts Blues» o «Tore Down a la Rimbaud». «Tennessee, Tennessee Williams / Deja que fluya tu inspiración», canta en «Wild Children». En «Rave On, John Donne» se aparecen Whitman y Yeats, Omar Khayyam y Kahlil Gibran; en «Summertime in England», Wordsworth y Coleridge, William Blake y T. S. Eliot. Ellos informan su arte tanto como los ancestrales músicos, para él inmortales, que le pusieron en el camino: Lead Belly, Woody Guthrie, Jelly Roll Morton, Hank Williams o Ray Charles. En todos ellos ha buscado el alivio a la sinrazón de vivir, la nunca plenamente conquistada sanación y «una búsqueda de lo espiritual en lo ordinario, la esfera personal dilatándose en una dimensión universal», como escribe Ian Rankin en el prólogo de la antología de sus letras Toma interior.

Me volví a ti y dije: 

«Ni gurú, ni método, ni maestro
Solo tú y yo, la naturaleza y el Padre
En el jardín

Ni gurú, ni método ni maestro
Solo tú yo y la naturaleza
El Padre y el Hijo y el Espíritu Santo
En el jardín empapado por la lluvia».

(«In the Garden»).

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Van Morrison, Bob Dylan y Robbie Robertson, 1976. Fotografía: Cordon Press.

No conviene fiarse del inesperado tono de ligereza, bonhomía y hasta cierta amabilidad que desprende su nuevo disco, el rutinariamente aclamado Keep Me Singing. Estas nuevas canciones transmiten una utilitaria serenidad que anestesia el vitriolo de otras suyas en tiempos recientes y quizás dibujen una ventana mental desde la que finalmente otear el futuro sin la brusquedad y la irritación de antaño. Son doce nuevas composiciones de raigambre melódica, elegantes y fluidas, características de su cancionero, pero la veteranía del calloso artesano impide cualquier posibilidad de éxtasis, de genuina pasión. No tienen yarragh, lo que el poeta Yeats describía como un lamento del corazón, un sonido inquietante y obsesivo habitual en las baladas celtas. «El yarragh es —como escribió Greil Marcus— su versión del arte que le ha conmovido: del blues y el jazz, también de Yeats y Lead Belly, la voz que alcanza una nota tan exaltada que no podría proceder de un ser humano, una nota tan inacabada e insatisfecha que comprendes que lo eterno parezca estar cabalgando a su lomo».  

Ocurre que, poco antes de la aparición de este nuevo trabajo donde implora que se le mantenga cantando —¿o querrá decir contratado en teatros, clubes y hoteles?—, se editaba una colección integral que restaura los cuatro conciertos registrados entre junio y julio de 1973 —en Los Ángeles, Santa Mónica y Londres— para confeccionar el incomparable doble álbum en vivo It’s Too Late to Stop Now (1974). Tal es el embrujo de aquellas actuaciones que apenas se oye a los miles de espectadores presentes, silenciados por la excelsa confabulación en escena. «¡Ya no hay marcha atrás!», aúlla al final de «Cyprus Avenue», y se presiente que ha tocado techo como intérprete y solo resta emplear el futuro zascandileando en lo genérico. Rodeado por una banda de diez instrumentistas que incluye secciones de cuerda y metales, el hombre se enzarza en una refriega con las tonadas y consigo mismo, a veces casi pugilística, otras de contagiosa placidez. Los músicos levantan un entorno mágico hecho de virtuosismo pero sobre todo minuciosa pasión; el cantante habita ese espacio explorando sus márgenes, sustanciando su centro gravitatorio, arremetiendo fieramente contra las canciones o acariciándolas suavemente, emulando a sus mentores afroamericanos: John Lee Hooker, Bobby Bland, Sonny Boy Williamson, Muddy Waters, Sam Cooke… 

No hay otra grabación —sea el clásico doble elepé original o la citada publicación integral de aquellos conciertos (que incluye la impagable filmación de uno de los mismos)— donde el arte de Van Morrison crepite con mayor fulgor. Es posible que alcance lugares más remotos e inexplicables en Astral Weeks, o resulte más eufónico y gozoso en Moondance (1970) y Tupelo Honey (1971), pero estas son grabaciones de estudio, mesuradas, elaboradas, perfeccionadas. En It’s Too Late to Stop Now asistimos al registro de una verdad sin apenas manipulación: el tiempo se expande, o se detiene justo antes de saltar precipicio abajo, mientras la incomodidad escénica del protagonista transmigra en vigorosa comunicación. Y renacen jubilosas sus primeras canciones, los éxitos junto a Them «Gloria» y «Here Comes the Night», su primera diana en solitario «Brown Eyed Girl», mientras clásicos como «Caravan» o «Listen to the Lion» adquieren cualidades aéreas… Un tema inédito hasta la fecha, «Paid the Price», capta la exactitud de la Caledonia Soul Orchestra: la guitarra de John Platania, el piano de Jef Labes, el bajo de David Hayes y la batería de David Shaw delinean sus partes individualmente, pero el conjunto queda densamente sellado junto a la voz principal. El secreto está en los espacios vacíos que dan sentido a cada nota, en el contrapunto.

El hierático cantante en escena puede enfilar una tonada con gusto y gozo, o ensimismarse y vomitar una inconsciente letanía. Como si meditase y murmurase, buscando acallar su entorno por un momento, desconectar momentáneamente, perderse en la inmensidad de sí mismo y sentir que se aleja hacia la nada. Abducido por un torrente expresivo que valora su paradoja, el silencio sin el que la música no existiría. Devora las tonadas y las escupe en vibrante secuencia de lamentos, gruñidos y sofocos, como poeta oral que comprendió instintivamente que el fulgor de lo poético no está en los versos ni en el lenguaje mismo, sino en lo que estos esconden en sus elipsis e inercias, lo que intuimos entre líneas revelando fugazmente su significado al desvanecerse. Persigue captar el instante, fogoso o volátil, y para ello repite frases obsesivamente, en un proceso que nos transporte a un liviano trance, quizás una fugaz visión de lo que significa estar vivo. Nunca comprenderlo, que esa instancia nos fue vetada al nacer, y si así fuese, si pudiésemos llegar aunque sea a vislumbrar algún sentido, este brotaría del mismo aliento vital, nunca de la razón. 

Cabría concluir tras estos párrafos que nada posterior a It’s Too Late to Stop Now merece ser atendido. Y no es exactamente así. Discos como The Healing Game (1997), Hymns to the Silence (1991), Poetic Champions Compose (1987), Beautiful Vision (1982) o Into the Music (1979) son obras espléndidas, henchidas de canciones que se fundamentan en un tiempo y un lugar, en la aspiración de hacer presente el pasado y de que esa memoria palpite con vida propia. Basta con olvidar que una vez Van Morrison estuvo al otro lado —y regresó intacto… aunque tocado— para disfrutar del indómito arte de alguien a quien valdría la pena escuchar leyendo el listín telefónico. Dejémosle seguir cantando.   


Referencias:

  • Keep Me Singing (Caroline-Music As Usual).
  • It’s Too Late to Stop Now Volume I y Volumes II, III, IV & DVD (Legacy-Sony Music).
  • Toma interior. Letras escogidas por Van Morrison, edición de Eamonn Hughes (Malpaso Editorial).

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5 Comentarios

  1. Otra actuación portentosa de Van the man para recordar se encuentra en el concierto de despedida de The band, «The last waltz». Cuando empieza a atronar con los primeros versos de «Caravan» y ves la cara de Robbie Robertson con expresión de «este tío nos va a robar el show»…

    • Wladimir Rojo Carrillo

      Jordi, quizas sea usted un fan incondicional de Van the Man, no pasa nada, pero en el concierto, o mejor dicho conciertos de the last waltz, la actuacion de Van Morrison , notable en todo caso, para nada supero a la de dr John, Joni Mitchel, Eric Clapton , y en ningun caso a la de Muddy Waters, ni siquiera a un Paul Butterfield que ya casi estaba dando sus ultimos coletazos. Esta claro que para gustos hay colores, pero Van Morrison para mi aqui solo se lucio en plan Show. El Show, a Robertson, se lo robo Eric, pero era logico, porque Robertson , un buen guitarrista a todas luces, no llegaba al nivel de otros. Un saludo.

  2. Jordi_BCN

    La primera vez que lo vi, 1/7/1992, Poble Espanyol de Barcelona (gracias, Setlist.fm), es uno de los conciertos de mi vida. Y sí, Hymns to the silence o The healing game son discos magnificos. También añadiría Avalon sunset y Back on top, y el irresitible maridaje con The Chieftans que es Irish heartbeat.

  3. Un disco que no suele ser recordado de Van Morrison es «Common one» para mi al mismo nivel ques sus mejores obras

  4. Antonio Ruiz Fernández

    Yo también tuve la suerte de verle en Julio de aquel 92, en el Conde Duque de Madrid, y también lo recuerdo como uno de los conciertos de mi vida. Y es que llevaba un grupazo detrás, el mismo, creo recordar, que luego haría «A night in San Francisco » que a mí ,personalmente, me parece de los mejores discos en directo ever, como «It’s too late…», sí. También me encanta «Days like this», los 90 fueron buenos para él creo yo, o para nosotros, sus incondicionales. Pero, para mí «Moondance» es el uno, por varias razones. En fin, que yo le perdono todo, que pueda ser acomodaticio o que sea un borde, total, no me voy a ir de cañas con él… Me conformo con su arte. Por cierto, » War children», no wild. Saludos.

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