Estamos viviendo lo que los griegos llamaban el kairós (‘el momento justo’) para «una metamorfosis de los dioses», de los principios y símbolos fundamentales. Esta peculiaridad de nuestro tiempo, que desde luego no hemos elegido a propósito, es la manifestación del hombre inconsciente que habita en nosotros y que está cambiando.
Carl Jung, Civilización en transición, 1952. Obra Completa, vol. X.
La razón, como regulador absoluto del mundo, y el sujeto, elemento activo de ese proceso, nos han traído, dicen los demócratas, mucha riqueza, mucha igualdad y mucha paz. Sí, pero un jaleo de proporciones bíblicas. La traza de la historia, atendiendo exclusivamente a la ciencia, la economía y el Estado, ha dado lugar a una sociedad controlada y que controla, formada por elementos que dicen conocer sus límites, pero nada saben de sí mismos. Por si fuera poco, la ciencia sobre la que se sustentaban estas ideas del dominio del mundo por el hombre y su batería de explotación técnica y monetaria ha dado un giro copernicano, lejísimos de la física newtoniana y del sujeto cartesiano, o incluso del revolucionario marxista. Bueno, ese se ha convertido en un espectro, tal y como reescribió el posmodernismo, cercada la interpretación material por un ejército de presencias mediáticas imposibles de reducir a un sistema binario de objetos e ideas.
Antes de concebir a ese sujeto racional, la naturaleza era el único origen de nuestros desvelos. La especie humana estaba incluida en el flujo perpetuo de ciclos y transformación de todo lo visible e invisible. Solo los dioses y algunos personajes principales podían hacer y deshacer a su antojo. Cuando creamos al sujeto pensante, con sus límites bien marcados, y lo pusimos a dar forma a la vida singular y colectiva, nadie quiso reparar en que iba a ser de muy poca utilidad, al ser también objeto, luego herramienta, del sistema que estaba ayudando a fabricar. Por lo tanto, prisionero de sí mismo, encapsulado en una forma que se terminaría por rebelar. Todo lo que se salía del «marco referencial» de la sociedad poscapitalista, que aún se maneja con los conceptos del siglo XIX, es decir, todo lo que representa lo femenino, lo híbrido y lo cambiante ha resultado tener el verdadero poder, tan decisivo como las revoluciones sociales, o tan destructivo como la mutación de las células, lo que por otra parte llevaban afirmando las filosofías y las religiones desde el principio de nuestro tiempo.
Lucrecio ya lo exponía en De rerum natura: lo que nos distingue es la capacidad de la transformación, de provocar esa infinitesimal desviación en nuestra morfología. No existe una noción de identidad mítica, esencia intocable, dada a priori por alguna autoridad exterior a lo humano, salvo como herramienta de control, otorgar certificados de ser y excluir aquello que no se ajuste a la definición instrumental. Hay una diferencia, sin embargo, con esas ideas del pasado sobre el hombre finito y entregado a los cambios, y es paradójicamente divertida: gracias a la ciencia actual, el sujeto moderno ya no es el reflejo del dios del mundo, sino una traslación de sus objetos. De ser productor o propietario con inquietudes espirituales y deportivas, ahora más que nunca es una máquina que se transforma con rapidez. Un cíborg con implantes de cirugía, con órganos de otros seres y piezas insertadas con materiales resistentes, diseñadas para que se mueva, vea u oiga —por no mencionar el uso de la genética para curar enfermedades o crear una posible raza de superhumanos—, demostrando que la unión entre materia y ser es mucho más íntima que la mera anécdota. Las fantasías de la ciencia ficción, aquellos androides de la literatura o el cine, han cobrado vida en una dimensión completamente inesperada. Y no solo de la ciencia ficción. Contemporáneo de Descartes, el médico La Mettrie escribió una serie de tratados sobre el carácter esencialmente «material» del ser humano y la importancia de las funciones del cerebro sobre su forma de pensar, lo que le valió la condena de las autoridades. Estas teorías, sin embargo, son ahora estudiadas en los laboratorios, convencidos los científicos de que, fuera de nuestros limitados cuerpos, es poca cosa la que podemos saber con alguna certeza, ahora que las dimensiones del espacio y el tiempo de lo que quiera que sea el universo no concuerdan en absoluto con las nuestras.
El estudio tecnológico va muy por delante de los sistemas políticos y económicos. En el arte y los videojuegos se puede captar un mundo conformado por redes, corporaciones, estados de conciencia, vidas virtuales…, pero no por sujetos decimonónicos, a pesar de las trazas de barbarie que arrasa el planeta. Somos cuerpos que se desdoblan en formas que no están sujetas a los modelos de ser y amar establecidos. Las autoridades se resisten a aceptar un lenguaje nuevo que las aglutine y, sobre todo, una economía que las respalde; seguimos siendo esclavos del sistema obsoleto de explotación salvaje de los recursos de la naturaleza y de la dominación abstracta del capitalismo, y de la resistencia de los centros que acumulan el dinero para acabar con la pobreza. De ahí los problemas que tiene el discurso político para comunicar su entramado de contradicciones y trampas retóricas. El lenguaje ha de ser cambiado y pensado con otros ojos. Filósofas como Luce Irigaray, Rosi Braidotti, Donna Haraway, Naomi Wolf, Judith Butler… llevan años defendiendo ese nuevo lenguaje para la transformación. Repasemos algunos precedentes sobre las ideas del ser humano como cuerpo-mente que se modifica y fluctúa. Sobre cómo la materia es invadida por la ficción.
Metamorfos ejemplares
El primer «cambiante» que me provocó un impacto emocional fue Maya, la extraterrestre que debutaba en la segunda temporada de Espacio 1999. Fue esta una serie británica, creada por Sylvia y Gerry Anderson, los inventores del sistema Supermarionation en los sesenta, pero esta con personajes de carne y hueso. La historia narraba las peripecias de los científicos de una base en la Luna que, debido a un accidente nuclear, eran lanzados al espacio con el satélite incluido, vagando sin rumbo entre planetas poco amistosos. Maya (interpretada por Catherine Schell) era un exótico remedo del Sr. Spock. Un genio de la informática que lucía unas curiosas cejas en 3D, pero además guardaba un poder increíble: podía transformarse en cualquier organismo vivo. Con esto ayudaba a la tripulación en los momentos difíciles y provocaba graciosos malentendidos. Podía mutar entera, o solo modificar partes de su cuerpo. Imaginen el potencial de este personaje y las lecturas sobre su naturaleza, siendo a la vez femenino y proteico: Maya podía convertirse en una enorme bestia o un asesino del espacio. Yo estaba fascinada por esta mezcla de mujer alien y mutante consciente. Además, con todos los problemas de una chica de finales de los años setenta (Maya demostraba sentido del humor, se enamoraba de un médico de la base, tenía un serio problema con la autoridad paterna…). El público, sin embargo, no se sintió nada atraído por la serie, que incidía más en el drama personal que en la aventura, y fue cancelada a las dos temporadas. Los productores intentaron un spin off con el personaje de Maya, pero este quedó en nada. La mayoría del fandom, como supe con cierta desolación muchos años después, detestaba profundamente a este personaje y aseguraba que la serie había tenido tan malos resultados debido a su presencia, porque desvirtuaba el tono original, más en sintonía con obras como La vida futura (William Cameron Menzies, 1936), donde no había cabida para chicas metamorfos del espacio exterior. En mi recuerdo, sin embargo, perdura como el ideal al que yo aspiraba. Más que ser detective sexy, doctora abnegada o novia del detective o el doctor: un poderoso mutante.
Por la pequeña pantalla desfilaron un buen número de seres cambiantes en aquellos años. Hay que precisar que casi todos tenían un rasgo distintivo: eran femeninos, bellas envolturas de mujeres a la moda; si no, entraban en la taxonomía de horribles criaturas con dientes y garras, por lo que la consideración sobre el poder de la evolución quedaba bien clara. Frente a la identidad masculina, permanente, sólida y de confianza, lo femenino era alteración, flujo y una amenaza fija. La serie con más metamorfos ha sido, sin duda, Star Trek. En el curso de su evolución, ha incluido a personajes como los kelvianos, que aparecen en su primera etapa. Los kelvianos adoptan formas humanas para conseguir atraer a la nave Enterprise y hacerse con su control. Kelinda (Barbara Bouchet) conquista al capitán Kirk con su envoltura de atractiva rubia y atuendo muy ceñido, pero luego resulta ser una especie de calamar gigante. La idea de la alienígena que cambia de forma para importunar a los terrícolas y, a veces, causar el apocalipsis ya está presente en estos episodios camp. En la versión Star Trek Enterprise, de 2001, dos guapas mujeres, Dee’Ahn y Latia, seducen a los protagonistas con el fin de robarles el dinero. Al final, resultan ser dos nativos de un planeta con aspecto de cenobitas, uno de los cuales es masculino, para hacer la situación más apurada y cómica. Una situación mucho más adulta se produce en esta misma precuela de Star Trek del 2000. Los tripulantes llegan a un planeta interestelar donde los nativos se dedican a la caza deportiva de los animales. Poco después, los protagonistas descubrirán que esos «animales» son los verdaderos habitantes del planeta y que tienen la facultad de mutar sus células. Su único punto débil, que aprovechan los cazadores, es que cuando tienen miedo emiten un rastro. El capitán Archer entabla una etérea relación con uno de estos metamorfos, Wraith (Stephanie Niznik), que se le presenta en la forma de una mujer como salida del poema de Yeats «La canción de Aengus, el errante». Esos versos en los que el joven dios atrapa un pez en un río y este se convierte en una mujer, y que son recordados por el personaje que interpreta Scott Bakula.
Más festiva es la aparición del metamorfo en la sexta película de la franquicia, Aquel país desconocido (Nicholas Meyer, 1991), la sorprendente (por lo buena) película que cierra la etapa de Gene Roddenberry. En ella se realiza una reflexión sobre el racismo, explicitada en el odio del almirante Kirk hacia sus rivales, dentro de otra más general, sobre qué será del mundo tras el desmoronamiento del imperio Klingon, en paralelo al de la Unión Soviética. La producción utiliza el entonces popular efecto morphing para crear a Martia, el cambiante que provoca un sinfín de líos, pues además de mutar en enormes bichos del espacio, personifica al propio Kirk. Para el papel se eligió a la modelo Iman, que aparece espectacular, caracterizada de pirata galáctico, con un puro y lentes de contacto amarillas. Al año siguiente, Iman se casaría con David Bowie, el artista mutante que prestó una canción para el remake de La mujer pantera (1982, Paul Schrader), la obra maestra de Jacques Tourneur. No creo en las coincidencias.
John Landis utilizó el morphing en el explosivo vídeo de Michael Jackson, Black or White, de ese mismo año. Los rasgos físicos de una serie de personajes se fundían uno en el otro, para expresar la protesta del cantante contra toda clase de discriminación racial y sexual. Además, mostraba a Jackson mutando en pantera negra y causando destrozos en el decorado del plató. Landis ya le había convertido en licántropo adolescente y zombi en Thriller, pero el artista no se quedó ahí. La recopilación de sus éxitos de 1988 en cine, Moonwalker, es la glorificación de Jackson como el shapeshifter más popular del mundo, encarnación de las alucinaciones de Alicia a través del espejo. Le vemos adoptando la forma de varios actores de Hollywood (¡Pee-Wee Herman!), se convierte en un coche deportivo, un conejo, un robot enorme… Jackson siguió hasta el final la ruta de las ficciones. En 2000, reavivó el tema del muerto viviente en Ghosts, reivindicándose como triste fantasma de sí mismo, atrapado en un baile infinito e imaginario.
Además del polémico Michael Jackson y su lucha en contra y a favor de la naturaleza, hay otras figuras muy conocidas en el proceso de metamorfosis y transición de un estado a otro: el hombre condenado a ser un horrible animal en su apariencia (La bella y la bestia); la maldición contra el tabú sexual (Lady Halcón, Richard Donner, 1985); los ritos adolescentes de transformación mediante los cuentos de licántropos y vampiros (de Buffy, Cazavampiros a Crepúsculo); la mujer «salvaje» y «sabia», que puede adoptar formas de animal (el mito de Sheena, reina de la selva); el hombre alienado de sí mismo que se convierte «realmente» en un insecto monstruoso (la novela de Kafka) o el mutante, enfrentado a la «normalidad», que utiliza esta facultad para causar el mal (Mística, de la Patrulla X, o Sylar, el personaje de la serie de NBC Héroes [2006-2010], el villano más feroz de los últimos tiempos).
Mutantes aparte, el sistema nos advierte de que, cuando la ciencia se utiliza a lo loco, suceden auténticas catástrofes a cuenta de la configuración del ADN: eso pasa en el clásico La mosca (1958, Kurt Neumann). ¿Qué me dicen del alien que vive escondido entre los seres humanos, con siniestros propósitos? Como dicta el canon, el extraterrestre o se camufla en un vegetal (las vainas replicantes de La invasión de los ladrones de cuerpos) o en una mujer que utilizará a los hombres como carne para alimentarse y como donantes para crear una nueva raza: la lujuriosa Sil de Species, la humanoide asesina de Los vampiros del espacio, el alien existencialista de Under the Skin… En ciencia ficción, da igual que la historia la protagonice un programa informático o un cíborg: hablando en general, si exceptuamos a Hal, de 2001, y los dos primeros Terminator, el resto de máquinas que se transforman en una amenaza casi siempre son femeninas. No veremos a un extraterrestre bajo la piel de un señor o un cíborg masculino provocando la catástrofe. Será una niña en apariencia inocente (la Reina Roja de Resident Evil) o los sofisticados y complejos Número Seis de Battlestar Galactica.
Como epílogo a una historia que no ha pasado de su primera fase de desarrollo, me gustaría mencionar un cuento de Robert Sheckley, titulado Forma, donde se resumen estas ideas con la maestría de su autor. Una expedición de la raza grom, individuos con aspecto de masa amorfa, cae por accidente en la Tierra y se camufla adoptando el aspecto de algunos seres vivos. Tras probar con varios ejemplos, encontrarán el más adecuado, el mejor diseñado, el que ofrece mayor libertad. No será un humano, porque es demasiado torpe y rígido: los pájaros ofrecen mucha más versatilidad.
1. Maya, una extraterrestre de la especie psychon en la serie Space:1999. En la imagen, Catherine Schell como Maya en The Metamorph (1976). Fotografía: Group 3 / ITC / RAI.
2. Martia, una extraterrestre de la especie chameloid en la franquicia Star Trek. En la imagen, Iman como Martia en Star Trek VI: The Undiscovered Country (1991). Fotografía: Paramount Pictures.
3. Sil, una criatura artificial en la franquicia Species. En la imagen, Natasha Henstridge en Species (1995). Fotografía: MGM.
4. Mystique, una mutante en la franquicia X-Men. En la imagen, Rebeca Romijn en X-Men (2000). Fotografía: 20th Century Fox.
5. Zam Wessell, una cazarrecompensas de la especie clowdite en la franquicia Star Wars. En la imagen, Leeanna Walsman en Star Wars: Episode II – Attack of the Clones (2002). Fotografía: Lucasfilm / Disney.
6. Número seis, una serie de cylons en la franquicia Battlestar Galactica. En la imagen, Tricia Helfer en Battlestar Galactica (2004). Fotografía: Sci Fi.
7. Anna, la líder de los reptiles interpretada por Morena Baccarin en V (2009). Fotografía: The Scott Peters Company / HD Films / Warner Bros.
8. Annie Leonhart, una recluta y luego policía militar en Attack on Titans (2013). Imagen: Wit Studio/ Netflix.
9. Los zygon en Doctor Who. En la imagen, Joana Page encarna a uno que toma la forma de Isabel I de Inglaterra en The Day of the Doctor (2013). Fotografía: BBC / Netlix.
10. La Reina roja, una inteligencia artificial en la franquicia Resident Evil. En la imagen, Ever Anderson en Resident Evil: The Final Chapter (2016). Imagen: Constantin Film / Davis Film / Impact Pictures / Screen Gems.
11. Rita Repulsa, una extraterrestre en la franquicia Power Rangers. En la imagen, Elizabeth Banks en Power Rangers (2017). Fotografía: Lionsgate / Saban Films / TIK Films / Temple Hill.
12. La criatura en Annihilation, la película y el libro homónimo. En la imagen, Natalie Portman en Annihilation (2018). Fotografía: DNA Films / Paramount Pictures / Scott Rudin Productions / Skydance Media.
A la reflexión de Jung agregaría la poesía de la cueca Todo cambia. “Cambia lo superficial, cambia también lo profundo, cambia el modo de pensar, cambia todo en este mundo…” Crea inquietud saber que estamos en el mundo para cambiar. A menudo, y exagerando, pienso que desde el inocuo resfriado hasta las más devastadoras consecuencias de los tumores son un intento de cambio de nuestro organismo, para defenderse de un entorno que nos es extraño y hostil, y que nunca será el nuestro. Extraño destino de los privilegiados condenados a la incertidumbre. Gracias por la lectura.