«Pase, señor Casciari: el presidente le está esperando», anunció la secretaria con una sonrisa industrial, casi metálica. Llevaba suficientes años en el negocio como para reconocer un funeral a varias millas de distancia y aquella cordialidad superficial, aquel calor leve, no hacía más que confirmar su sospecha: iban a despedirlo esa misma tarde.
El despacho había cambiado mucho desde la mañana en que Olivares Gil, el viejo presidente, lo recibiera con efusividad y una botella de champán francés lista para ser descorchada. «Este es un club familiar, Casciari; aquí va a estar usted como en su casa, ya lo verá», había dicho don Jaime invitándolo a tomar asiento en un enorme sofá de cuero negro. Su lugar lo ocupaba ahora una extraña estructura con aspecto de columpio cuyo color alternaba del rojo al amarillo, los nuevos colores del club. Aquel modesto equipo de extrarradio, en el que aterrizó procedente de su Argentina natal, se había convertido en un verdadero gigante, la cara amable de un régimen asiático con dinero suficiente para comprar la tolerancia y el aplauso de medio mundo. «¿Qué le apetece tomar, Alfredo? Menos alcohol, tengo de todo», preguntó Olivares Scott, nieto del finado don Jaime. Pensó en algún tipo de veneno mientras respondía que una copa de agua estaría bien, gracias.
Treinta años después allí estaba Alfredo Aldo Casciari, el último de su especie, escuchando las ocurrencias de un muchacho educado en los mejores colegios y universidades del mundo para conquistar el futuro. Debajo de aquel traje de diseño y su insufrible palabrería, Casciari seguía reconociendo al nene que visitaba los entrenamientos con su abuelo y devolvía los balones con la mano, nunca con el pie. «Pero este pibe nació para el handball, don Jaime; no patea una ni parado», solía bromear con el viejo patrón mientras se fumaban un cigarrillo y charlaban sobre la familia. Ni él ni tampoco su malogrado hijo Esteban habían osado interferir jamás en su labor como conductor del equipo, a menudo elogiado y a veces criticado, pero siempre respaldado por unos dirigentes, una familia, que valoraban sus capacidades y lealtad como la garantía de estabilidad que todo proyecto necesita. «Los inversores, la dirección técnica y yo mismo estamos muy preocupados por la imagen del equipo, Alfredo», comenzó Olivares tras advertir que había llegado el momento de ir al grano.
Durante un tiempo indeterminado que le pareció una eternidad, el presidente le expuso sus preocupaciones apoyándose en una serie de gráficos virtuales que se proyectaban sobre su escritorio como por arte de magia. Le habló de impacto en las redes sociales, de imagen de marca, de expansión, de mil cosas que había escuchado otras tantas veces pero que nunca le sirvieron de mucho a la hora de entrenar o alinear su mejor once. «No podemos seguir dando la espalda al futuro. El fútbol moderno ya no consiste solo en ganar o perder partidos, Alfredo. Debemos fidelizar al espectador, enamorarlo, hacer que se sienta chairman, entrenador, jugador… Lograr que se crea parte fundamental del día a día». Dos semanas antes, tras un importante partido en Melbourne, se le había acercado uno de los principales ejecutivos del club para mostrar el malestar de la cúpula por la suplencia de Solo, un extremo canadiense con más peligro bajo los pantalones que en sus botas. «No hemos fichado al veinteañero más influyente del mundo según Prime para que usted lo tenga sentado en el banquillo mascando dinero, Casciari; espabile». Esa misma noche, en una de las redes sociales del momento, el propio Solo había colgado una foto suya empuñando una pistola. «Should I shoot the coach?», preguntaba a sus fans. En pocos minutos había recibido más de dos millones de respuestas afirmativas.
«Mi abuelo le estimaba como a un hermano, Alfredo», dijo de repente Olivares. Había llegado el momento de soltar la bomba y nada mejor que la memoria del viejo para amortiguar los posibles efectos de la explosión. «Le buscaremos un lugar en el que se sienta usted cómodo, un cargo honorífico que enaltezca su compromiso con este club y esta familia, viejo amigo. Será el colofón perfecto para una carrera intachable, justo lo que se merece». Casciari clavó la mirada en el pasado, en un punto muy alejado de aquel despacho ridículo que le devolvía la imagen del fútbol auténtico, el mismo al que muchos juraron odio eterno por tratarse, ya entonces, de un deporte moderno. Recordó el abrazo con Leo Messi, el día de su retirada, y la confidencia del 10 tapándose la boca para escapar a la vigilancia de las cámaras: «No deje que esto se joda más, profe». Al año siguiente, la nueva FIFA aprobaba la obligatoriedad del casco como elemento de protección y Casciari estuvo a punto de abandonar. De regreso al presente, preguntó a Olivares por el nombre de su sustituto.
«Le presento a Football Data Manager», dijo Olivares mostrando un pequeño dispositivo electrónico escondido en la palma de su mano. En su larga carrera, el argentino había convivido a regañadientes con todo tipo de nuevas tecnologías, infinidad de novedosas herramientas que prometían convertir a un gato en el nuevo Maradona. Primero fueron los drones, los sensores en las espinilleras de los jugadores y en el balón, todo enfocado a orientar y precisar la posición de los jugadores sobre el terreno de juego. Luego llegaría el Footbonaut, una jaula robotizada que, supuestamente, mejoraba exponencialmente la reacción, el dominio de la pelota, la visualización de oportunidades y la precisión del futbolista; miren por dónde, seguía sin aparecer el nuevo Pirlo o el nuevo Iniesta, ni siquiera alguno que les respirase en las botas. Ahora era el momento del cachivache definitivo, ese complejo sistema de cámaras, bases de datos y algoritmos capaces de tomar decisiones en tiempo real y elegir siempre la mejor opción: en definitiva, la madre de todas las pavadas.
Cuando salió del despacho, Casciari miró a la secretaria, quien simuló estar muy ocupada para no mantenerle el envite más que un breve instante, el necesario para cumplir con su protocolo estipulado de sonrisas mecanizadas. Abandonó el edificio sin decir una sola palabra y al salir a la calle sintió, por primera vez en muchos años, un fuerte deseo de fumar. Se palpó los bolsillos de la chaqueta en busca del paquete de tabaco, luego los del pantalón, hasta que comprendió que sus instintos se habían quedado anclados en un pasado que ya no existía, un primate en un mundo mecanizado que se había cargado la buena comida, la buena música, los códigos sagrados del fútbol y hasta el tabaco. «Me cago en mi puta vida», exclamó a modo de despedida bajo el gran escudo —también profanado meses atrás— de la novísima fachada del estadio.
El escudo no se toca. Afición, despierta de una santa vez.
El fútbol posmoderno es el béisbol del presente…
Por desgracia, Manuel tiene razón. Lo único bueno que le veo al Cambio Climático es que, si el mundo está definitivamente jodido en 2045, como dicen que pasará, el fútbol será un bonito recuerdo del pasado idílico que no volverá y habrá escapado a su triste destino. Tan mal lo veo.
Es que no me hallo con estos muchachos
sanos, musculosos y bellos, más actores
fracasados y de difícil labia que punteros,
o dueños del centro campo, o arqueros.
Me es innatural que estén preparados a
correr así tanto, obligados a correr otro
tanto y más aún en el próximo encuentro,
con un botón de arranque en la espalda.
Será porque me estoy poniendo viejo
y solo recuerdo a pibes flacos o gordos
por quienes no apostabas ni un cobre,
despeinados, medios vagos, feos, chuecos
con las medias bajas, no depilados,
y todos sin excepción, de extracción pobre.
Paciencia, hermano, ¡qué se le va’hacer!
Ya lo dijo el poeta: cambia todo cambia
y en el “fulbo” también.