«En un futuro no muy lejano» la sociedad ha emprendido una revolución médica: los procesos de fertilidad permiten concebir seres humanos genéticamente perfectos de excelentes prestaciones físicas, libres de enfermedades cardiovasculares, respiratorias o digestivas, absolutamente saludables. Los padres primerizos adoptan progresivamente el nuevo sistema, de lo que resulta una generación mixta con dos clases sociales que conviven en desigualdad de oportunidades: de un lado, los nacidos de las bondades de los avances tecnológicos. De otro, los «de-Gen-erados», es decir, los concebidos naturalmente, con todas sus taras. Los primeros pronto copan las mejores profesiones del mercado, la de astronauta incluida. Los otros son relegados a limpiar retretes. Vincent (Ethan Hawke) pertenece a los segundos. Al nacer, una gota de su sangre bastó para que un ordenador determinara matemáticamente sus riesgos de ansiedad, depresión, problemas pulmonares y su esperanza de vida, que una dolencia cardíaca congénita fijaba en torno a la treintena. Sus padres, apesadumbrados por el diagnóstico, concibieron artificialmente a su segundo hijo, Anton.
El resentimiento creciente de Vincent, nacido de la clara preferencia de sus padres por su (repelente) hermano menor, le mueve, llegada la adolescencia, a escapar de casa. Entra entonces a trabajar en las oficinas de Gattaca, el programa de exploración espacial de Titán, una de las lunas de Saturno. Pero lo hace para limpiar los baños, evidentemente. Sueña con pasar al otro lado, el prohibido, el de los privilegiados astronautas nacidos dentro del programa de fertilidad. Sin embargo, el establecimiento ha construido, siguiendo los nuevos estándares sociales, un mecanizado proceso de análisis continuo de retina, sangre, pelo y demás residuos orgánicos que permite delatar a los «de-Gen-erados» en segundos. Vincent concibe entonces una manera de engañar al sistema: adoptar la identidad de Jerome Morrow (Jude Law) un privilegiado genéticamente superior al que un fracasado intento de suicidio ha postrado en una silla de ruedas. Ambos se ponen de acuerdo para idear un complejo proceso por el que Vincent pueda presentarse cada día en las oficinas de Gattaca ofreciendo a los sistemas de seguridad restos orgánicos de pelo, piel y sangre que el desengañado y depresivo Jerome pone meticulosamente a su disposición. Si la treta funciona, Vincent logrará su sueño: volar a Titán.
Gattaca (Andrew Niccol, 1997) es una película cuyo fracaso comercial en los noventa le teje hoy hechuras oportunas de película de culto. A ello contribuye también que sea un raro caso de cine distópico y optimista, muy socorrido en estos tiempos en que la actualidad política, científica y medioambiental empieza a convertir a Black Mirror en una serie de miraditas al pasado, de documentales históricos, cuando debería ser al revés. Gattaca tranquiliza porque exhibe cierta glosa heroica del hombre que lucha contra los peligros del progreso y escapa a su destino. En una sociedad preconfigurada matemáticamente, que ha eliminado de la fórmula todo resto de la cultura del mérito personal, el protagonista se propone demostrar al mundo con su esfuerzo que la tiranía genética no le ha robado su futuro. A los veinte minutos de película ya parece claro que lo conseguirá: Vincent reta a una carrera de natación a su perfectísimo hermano Anton (interpretado oportunamente por un actor —tres en realidad, porque lo vemos crecer— de rasgos que emparentan al director de casting de Gattaca con el de El triunfo de la voluntad). Vincent, que para eso se llama Vincent, vence la apuesta contra todo pronóstico, y halla entonces la motivación para buscar las fisuras del sistema por las que pueda escapar del destino gris que un frío determinismo matemático prevé de antemano para los «de-Gen-erados» como él. Como lo que se propone entonces es ser aceptado en Gattaca para una misión espacial a una luna de Saturno, el hecho evidente de que al final de la película logrará su objetivo, con subida de música incluida, carece de las revelaciones fatales de un spoiler: puro determinismo matemático del guionista.
Decía Dostoyevski por boca del protagonista de Memorias del subsuelo que la ciencia lograría un día sintetizar todos nuestros procesos cerebrales, decisiones y emociones en una fórmula aritmética precisa. Sirviéndose de la variable de entrada de los acontecimientos externos, la fórmula sería capaz de prever, desde nuestro nacimiento, qué íbamos a pensar, sentir y percibir en cada momento de nuestras vidas. Obtendríamos entonces la piedra de Rosetta de la emoción humana, todas las relaciones de causa y efecto de los procesos químicos de nuestro cerebro, y el libre albedrío de los hombres moriría al perder la percepción de nuestros grados de libertad dentro de ese mastodonte matemático que Dostoyevski llamaba «el palacio de cristal», y que ya asoma en el horizonte en forma de algoritmos de big data progresivamente inquietantes. Véase ese de Cambridge Analytica que, dicen, es capaz de orientar el destino de nuestros votos en las elecciones, y que prefigura una opinión pública convertida en mero hámster entretenido en su ruedecita. La señora Distopía parece haber entrado ya por nuestra puerta y saluda al personal, y sin embargo a mí me parece que hay motivos para el optimismo. Porque el protagonista de Memorias del subsuelo contaba con una variable salvadora que acudiría rauda a burlar el destino preconfigurado: la infalible ineptitud de los hombres y su indomable capacidad de equivocarse. El guionista de Gattaca también cuenta con esa variable, y lo hace por medio de un hallazgo estupendo por su parte y aparentemente involuntario. Porque Gattaca asegura que hasta el más elaborado artefacto científico es incapaz de domeñar totalmente al ser humano y a su libre albedrío. Pero, contrariamente a lo que parece, no lo hace por medio de su personaje principal.
Tengo escrito en otra parte que los perdedores son la salsa del cine. No sé a usted, pero a mí me pasa que cuando me siento en la sala y empieza la cosa los ojos se me van hacia ellos con (sí) determinación matemática. En Gattaca el derrotado honorable de la función es Jerome, el personaje que interpreta Jude Law. Un tipo ojeroso, pegado a una botella y con aire general de llevar varias noches encerrado en una obra de Tennessee Williams. Jerome nació dentro del programa de perfección genética, pero un día se inscribió en un campeonato de natación y le pasó lo mismo que al hermano de Vincent: quedó segundo y no pudo soportarlo. Y es que, cosas del guion, los ingenieros genéticos de Gattaca crean tipos esbeltos, rubios, perfectos y sanotes, pero en cuanto se echan al agua cualquier asmático con chepa los supera en tres brazadas.
Jerome y Vincent tienen por tanto algo en común: la vida les depara lo contrario de lo que la sociedad había programado para ellos. Con la diferencia de que Jerome nació para ganar, perdió y decidió entonces suicidarse lanzándose delante de un coche. Y sin embargo sobrevivió. «Tampoco eso se me dio bien», dice en uno de sus muchos momentos derrotistas de la película en los que, sentado en su silla de ruedas, enumera los errores de su vida mientras recupera de su cuerpo muestras orgánicas de sangre, cabello y demás para que Vincent persiga sus sueños espaciales. Gattaca construye su discurso triunfalista sobre un hombre que se rebela ante su destino, desafía a la máquina matemática opresiva y gana, logrando su ansiado viaje a Titán. Pero gana porque la máquina no es perfecta y comete errores: crea unos nadadores de risa, entre otras cosas. Es más: mucha alegría y optimismo, mucho éxito heroico y retumbar de clarines, pero, si en la película no llega a haber un depresivo incapaz de suicidarse, ahí te quedas, Ethan Hawke.
Y es que a veces la especie humana sobrevive no pese a sus errores, inseguridades y debilidades, sino gracias a ellos. Volviendo a las Memorias del subsuelo, dice ahí el protagonista que el «palacio de cristal» será derrotado, que no logrará someter al libre albedrío del ser humano «porque el hombre, quienquiera que sea, siempre y en todas partes, prefiere hacer lo que le da la gana a lo que le aconsejan la razón y el interés; puede incluso que quiera hacer algo contra su propio interés, y a veces es absolutamente imperativo que lo haga». Quizá cuando seamos plenamente conscientes de hasta qué punto algoritmos como el de Cambridge Analytica orientan nuestro voto, cambiemos de papeleta en el último momento, solo por contradecir al mastodonte matemático que pretende domeñarnos. La cita de Dostoyevski recuerda también a esos ciudadanos iracundos que entregan un voto suicida al populista radical de turno, aunque solo sea por ejercer su libre derecho de joder la marrana. Pero hay algo muy humano y muy altivo en creer que con eso se está construyendo una versión del futuro. Con eso y con cualquiera de nuestras acciones, en general. Porque de un par de milenios a esta parte suele ser grande la distancia que media entre las consecuencias de nuestros actos y las que habíamos vaticinado. Es en lo imprevisible, en lo inesperado, en lo que no podía pasar y mira tú, en lo que reside el latido vital y vivífico de esta vida nuestra.
Y si no, fíjese: en Gattaca hay un personaje que intenta suicidarse y lo que consigue con ello es preservar la libertad del hombre perdido en la distopía, nada menos. La humanidad salvada por un suicidio mal ejecutado, qué cosas. Así que mire a su alrededor y procure sonreír: los votantes, en juego temerario creciente, sacan a pasear el bajo instinto eligiendo a los políticos más deslenguados y desaconsejables del orbe, sin sospechar que lo mismo la ironía del destino acaba por descubrir a un estadista imprevisto en alguno de ellos. Ya ha ocurrido antes. Es el consuelo que nos queda.
En Gattaca no hay políticos, porque los malos tienen mucho más estilo: son detectives de cine negro con sombrero bogartiano, y cuando hacen su entrada en los speakeasies placa en mano desatan las clásicas estampidas con grititos de las grandes películas de toda la vida. El diseño de producción, estupendo, es de un futurismo vintage multirreferencial que evoca memorias cinéfilas en blanco y negro y que incluye coches de época (con motor eléctrico) y astronautas que vuelan al espacio sin quitarse el traje y la corbata. Por el filme deambulan, algo perdidos en unas subtramas mejorables, nada menos que Gore Vidal y Ernest Borgnine. También Uma Thurman, la novia del protagonista, atormentada porque los ingenieros de Gattaca le han descubierto una dolencia congénita que la excluye de la conquista espacial. Un abrazo a esos tipos incapaces de detectar que sus superhombres nadan casi a perrito, pero que luego le encuentran cualquier defectillo a toda una Uma Thurman. Gattaca es una distopía ma non troppo que narra el enfrentamiento de un héroe contra una superestructura estatal tiránica, con la salvedad de que esta dispone de tantos métodos de exclusión como de fallos de diseño y agujeros de seguridad. A lo mejor el cine distópico funciona mejor con villanos de hierro y finales sin esperanza. Puede ser. Pero he aquí la lección imprevista de Gattaca: en el fallo está la salvación. Mientras erremos, estamos protegidos. Así que desbarre usted sin miedo, que a veces el mundo depende de sus errores. Fuera distopías: aquí hemos venido a equivocarnos.
«Aquí hemos venido a equivocarnos». Excelente mensaje, cuna y origen de todo sistema científico: ensayo, error, aprendizaje. Qué poco se prodiga estos días de filtros de instagram. Buen artículo, buena película.
La escena en la que Vincent y Anton compiten de adultos en la playa me encanta. Hace unos años tuve que preparar una oposición compitiendo con gente con mejor expediente y (quién sabe?) mayor capacidad intelectual y memorística, y aquella escena me servía de motivación para esforzarme más que los demás.
Exelente articulo para una epoca del año, llena de propositos de año nuevo, condenados de antemano a no cumplirse. Muchas gracias
Y una manera de equivocarnos sería votar lo contrario a lo que dicen las consultoras de encuestas o tendencias, no comer, beber o vestir lo que aconsejan la publicidad, estar deprimidos perennemente ya que ese es nuestro soto fondo natural (inhibido por «un diáfano y radiante futuro» de cristiana-marxista memoria). En definitiva, si se pudiera, castrar nuestros espermatozoides.
Yo a esa clase de distopías prefiero llamarlas «antiutopías». Son distopías que ni siquiera se dignan a funcionar como deberían. La auténtica distopía se supone que funciona o, al menos, lo hace razonablemente bien.
y el articulo se olvida que ni siquiera el plan era perfecto, que un doctor se dio perfecta cuenta de todo y decidió no revelar la verdad por ser su hijo concebido también naturalmente. Siempre que veo la película para mi es el detalle que más me gusta