Los artistas no pueden crear en el vacío ni en condiciones ideales, porque entonces no podrían crear nada. Debe existir algún tipo de presión. Los artistas existen porque el mundo no es perfecto. Si fuese perfecto, el arte sería totalmente inútil, pues el hombre ya no buscaría armonía, sino que viviría en ella. El arte nace de un mundo mal diseñado. Ese es el tema de Rubliov: la búsqueda de la armonía, de una relación armónica entre los hombres, y entre el arte y la vida, entre el tiempo y la historia. De eso trata la película. (Andréi Tarkovski)
No existen caminos fáciles hacia la armonía. Bueno, casi. Yo conozco uno directo y sin pérdida, de ruta y destino conocidos: el que desciende por unas escaleritas a la planta baja de la Galería Tretiakov de Moscú, el gran museo de pintura rusa de la capital. Allí se custodia una tabla del siglo XV, de 142 por 114 centímetros, que representa a tres ángeles sentados en torno a una mesa en la que se sirve un sencillo banquete: un plato de cordero. Son, según la tradición, los tres ángeles que predijeron a Abraham (Génesis, 18) el nacimiento de su hijo Isaac. Pero la tabla es un icono ruso tradicional, por lo que fue concebida como objeto de veneración y como tal no pretende un impacto momentáneo ni busca un simbolismo reducible a una fórmula conceptual, a una idea rápida encerrada en 142 por 114 centímetros. Persigue en cambio una imagen absoluta, un vistazo a lo eterno, un mosaico infinito de apreciaciones y consideraciones, un carrusel sin fin de interpretaciones. La más evidente de ellas: el ángel del centro viste ropajes celestiales (azules) y terrenales (rojos). Detrás de él se alza un árbol. Es el árbol de la vida y el ángel central es el hijo de Dios. Sostiene una mirada serena, reposada, hacia el ángel de la izquierda, que viste colores etéreos, difusos, indescifrables: es el Padre Eterno, que observa beatíficamente a sus compañeros de mesa. A su espalda se erige un edificio con una entrada sin picaporte, sin bisagras, sin goznes; sin puerta. Está siempre abierta porque es la morada celestial. El ángel de la derecha inclina la cabeza en un ángulo inferior al de las otras dos figuras. Muestra su respeto, también orienta su mirada dócil hacia el Padre Eterno y viste ropajes azules, verdes, colores fértiles. Tras él se alza un paisaje rocoso: el difícil mundo de los hombres a los que sirve de guía, orientando serenamente su mirada hacia la promesa de la morada celestial a través del compromiso del árbol de la vida. Es el Espíritu Santo.
La disposición simétrica de las dos figuras laterales, Padre y Espíritu Santo, y la curva de sus brazos, tronco y piernas diseñan una forma claramente identificable, que encierra a la figura central, al hijo de Dios: es la forma de un cáliz, en cuyo centro se sitúa armoniosamente el plato de cordero servido a la mesa del banquete. La disposición de las tres cabezas forma también una elipse incompleta, que solo cierra su recorrido al atravesar el eje de la mirada de una figura externa al cuadro: su observador, el espectador al que se invita a ese banquete, a sentarse a esa mesa para participar en el diálogo eterno, infinito, salvífico, de Padre, Hijo y Espíritu Santo. A vivir en la armonía perpetua de su silencioso juego circular de miradas. La tabla es La Trinidad, el icono ruso más célebre e importante de la historia, pintado por el monje Andréi Rubliov en torno a 1420 en el monasterio de San Sergio de Rádonezh, a las afueras de Moscú, y a cuya realización el cineasta Andréi Tarkovski dedicó en 1966 una película tan descomunal que el propio término «película», que designa cualquier cosa en soporte metálico que se mete en un DVD, se le queda bien pequeño.
Tarkovski defendía que el objetivo de la fijación de la realidad en imágenes no debe ser imponer un sentido oculto expresado por el director, sino trascender el pensamiento del artista, pues este siempre está por debajo de la imagen por él creada. «El pensamiento es efímero; la imagen, absoluta», escribió en Esculpir en el tiempo, su largo ensayo sobre el arte cinematográfico. Detestaba las formas conceptuales, especulativas, limitadas. Tenía razón. Por eso conviene aclarar que la descripción de arriba no es sino una de las infinitas maneras de acercarse a La Trinidad. Del mismo modo, se debe advertir que no hablamos aquí necesariamente, o solamente, de religión, sino quizá de (y esto, lamentablemente, es una forma especulativa, conceptual y limitada, pero lidiar con el infinito tiene estas cosas) la religiosidad no adherida a ningún dogma en concreto, por decirlo de una manera torpe pero más o menos comprensible. Porque los dogmas sirven de guía, pretenden indicar un camino, pero inevitablemente fijan de alguna manera nuestra percepción de la realidad.
Tarkovski defendía también la lógica de lo poético en el cine: «Me resulta más cercana que la dramaturgia tradicional, que une las imágenes por la evolución lineal, lógica y consecuente del tema». Por eso Andréi Rubliov, pese a ser una larga película sobre la vida de un pintor dividida en un prólogo y ocho capítulos, tiene algunas particularidades notables. En el prólogo el protagonista ni siquiera aparece, y de hecho no le ponemos cara hasta la media hora de función, aunque comprendamos entonces que le hemos visto pasearse ante la cámara desde el minuto diez. Increíblemente, nunca le vemos pintar en las tres horas de metraje: hay una escena, una sola, en la que el artista porta sus utensilios de trabajo, pero está en pleno bloqueo creativo, se pasea torturado por una iglesia desierta y mira desolado a una pared desnuda tras haberse pasado días subido ahí arriba con todo el fresco en blanco. Durante un largo tramo de la película ni siquiera habla, pues hace un voto de silencio. Y, pese a todo ello, no existe en la historia del cine una obra mejor (yo al menos no la he visto) sobre el sentido y misión de la creación artística.
El argumento, que lo hay, es el siguiente: Andréi Rubliov es un monje y pintor de principios del siglo XV bien instruido en los dogmas de su fe. Ha vivido toda su vida en un monasterio de Moscú, pero no sabe aún que el verdadero sentido del pecado, de la caridad, de la fraternidad o del perdón solo le serán revelados cuando abandone el monasterio y afronte la terrible realidad de su país: una tierra dividida, asolada por los conflictos fratricidas, el egoísmo, el orgullo y la permanente amenaza de invasión y saqueo de los ejércitos tártaros. En su viaje de descubrimiento de la vida rusa conocerá el paganismo, el asesinato y varias formas de pecado, y aunque su ansia de trascendencia no desaparecerá nunca, perderá momentáneamente toda fe no en Dios, sino en el género humano. Se sentirá entonces incapaz de pintar, pues la salvación de los hombres que contemplan sus obras es el objeto de su trabajo, y no cree en ella. Solo tras recuperar la fe en el prójimo concebirá La Trinidad, el icono con el que invita al pueblo a participar del banquete eterno de la salvación espiritual y que representa la unidad de los rusos bajo el manto protector de la plenitud eterna.
Pero la película no llama a los espectadores (solo) desde la fe, en este caso ortodoxa. Es decir, no los llama necesariamente al rezo, como hacen las campanas de las iglesias. Andréi Rubliov, que tiene (literalmente) su propia campana, convoca a sus espectadores a una búsqueda de la armonía que es común a todos los seres humanos, ya sean creyentes, agnósticos o ateos. La misma búsqueda, por cierto, a la que los convoca el arte. Porque Andréi Rubliov es un tratado colosal sobre la plenitud espiritual, la creación artística y el carácter indisociable de ambas. Sobre el tortuoso camino del artista y su culminación, que es la completa realización emocional. Sobre el diálogo eterno establecido entre el hombre y el arte desde hace siglos, irresoluble, nunca definitivamente descifrable, sin coordenadas medibles, infinito, no muy diferente del ejercido por el juego de miradas entre las tres figuras de La Trinidad.
Andréi Rubliov es eso y mucho más, porque Tarkovski se declaraba enemigo acérrimo de las interpretaciones cerradas, de las fórmulas conceptuales, en las que veía un frío cálculo que renunciaba a participar en la infinitud de nuestras percepciones. Para él, la explicación subrayada del sentido de una obra no consigue otra cosa que limitar la fantasía del espectador, presentándole todo un conjunto de ideas, fuera del cual solo hay vacío. No protege los límites de un pensamiento, sino que recorta las posibilidades de penetrar en su profundidad, de liberar los propios mecanismos perceptivos. Y sin embargo, para desgracia de Tarkovski, los medios del rodaje de Andréi Rubliov, el presupuesto, la distribución de la película y de hecho toda la vida personal del director estaban entonces supeditados a gente experta en imponer el vacío a quien quisiera penetrar en la profundidad de sus propias ideas, a tipos muy aplicados a encerrar a los ciudadanos por la fuerza en los límites cerrados de sus contadas categorías sociales, a una burocracia feroz que no entendía de infinitudes y mucho menos de liberaciones.
Cuando el Goskinó, la sociedad estatal soviética de cine, vio terminada la película cuyo rodaje había autorizado y financiado, se escandalizó por su componente religioso, pero es justo preguntarse qué diablos se esperaban: la obra de Rubliov, con La Trinidad al frente, un icono que concentra en apenas dos metros cuadrados varios dogmas espirituales, no es que sea indisociable de la Iglesia ortodoxa rusa: es que es parte integral de su sustento iconográfico. Por decirlo aproximadamente, la rabieta del Goskinó es el equivalente a afearle a Caravaggio que pintara una cruz en su Crucifixión de San Pedro, por ejemplo. Tarkovski finalizó el rodaje en 1966, pero las autoridades limitaron su distribución en el extranjero y no estrenaron el filme en la URSS hasta 1971, de manera casi clandestina y en un número reducido de salas. En 1973 se emitió por la televisión estatal en un montaje mutilado de apenas cien minutos de duración. Los dirigentes soviéticos también la mandaron a regañadientes al Festival de Cannes de 1969, pero increíblemente pusieron como condición que se proyectara fuera de competición, en un único pase de madrugada el último día del festival. Los críticos se apilaron en la sala a las cuatro de la mañana y la saludaron como la mejor obra del certamen. Ahí nació su mito.
Lo más desconcertante del asunto es que viendo la película se comprende inmediatamente que el Estado puso a disposición todos los medios posibles (presupuesto, vestuario, localizaciones y un número impresionante de extras) para que Tarkovski lograra el tono épico deseado y la proporción de un filme gigantesco que funciona como perfecto contrapunto a la búsqueda interior de su protagonista. Ello hace la actitud del Goskinó doblemente inexplicable. O no: a lo mejor comprendieron que Tarkovski había concebido una epifanía tal que pondría al pueblo a rezar en masa. Y ya se sabe cuál era la actitud de los comunistas ante la fe ortodoxa: la persiguieron, porque ya traían ellos una religión de fábrica. Pese a ello, la Iglesia ortodoxa aún sobrevivía a la caída de la Unión Soviética. El propio Andréi Rubliov fue canonizado en 1988, en los días de la perestroika.
El pasado verano hice una ruta por Moscú, Súzdal, Vladímir, Bogolyúbovo, el monasterio de San Sergio de Rádonezh y otros escenarios de la vida de Andréi Rubliov y del rodaje de la película, y en todos ellos topé con alguna variante de esa contradicción: los soviéticos clausuraron monasterios y volaron iglesias literalmente por los aires, pero buena parte del patrimonio religioso sobrevivió al comunismo. La fe ortodoxa es una parte tan integral del alma rusa que a lo mejor aniquilarla por completo era quedarse con una ideología, pero sin país. Quizá por eso el Goskinó jugó al palo y la zanahoria, haciendo de Tarkovski la víctima del juego. Los años angustiosos en que Rubliov no terminaba de ver la luz no fueron sino el principio de un calvario de quince años que impregnó toda la carrera de Tarkovski en la URSS, país del que acabaría por exiliarse en los ochenta para rodar sus dos últimos filmes en el extranjero, alejado de su familia y arrasado por la nostalgia antes de morir de un cáncer en París en 1986.
El director compartía nombre y algo más con el protagonista de su película. La suya fue una vida terrible pero plena, en perpetua búsqueda de la armonía bajo el caos de una Rusia no amenazada por los tártaros, pero subyugada por otro tipo de totalitarismo. Uno intuye que Tarkovski experimentó varias veces en primera persona algo parecido al éxtasis del epílogo musical de su Andréi Rubliov, y ello no es sino la prueba de que vivió de acuerdo a sus principios, a sus postulados sobre el arte, la experiencia artística y la imposible transmisión de esta a los hijos. Porque la experiencia no se hereda: se construye. La media hora final de Andréi Rubliov habla mucho y muy bien de esto. Análogamente, el viaje del monje Rubliov desde su monasterio de Moscú a través de la cruda realidad del país es el de todo artista que parte del vacío y que no entiende el objeto de su obra hasta que las heridas le estallan, la verdad descubierta asoma a sus ojos y halla la manera de concebir la imagen artística perfecta, que no es aquella que define y delimita la totalidad de esa verdad (pues el mundo siempre seguirá ofreciendo visiones contradictorias y sentimientos contrapuestos), sino la que logra una expresión de esa totalidad, la ilusión momentánea de lo absoluto, su eterno misterio y sus respuestas inagotables.
La catedral de la Trinidad del monasterio de San Sergio de Rádonezh custodió durante siglos la tabla homónima de Rubliov antes de que fuera trasladada a la Galería Tretiakov de Moscú. Una réplica se erige hoy en el iconostasio del templo, junto a la tumba del santo. El extraño silencio del pequeño recinto, siempre repleto de peregrinos que acuden a besar la tumba, solo se rompe por el canto permanente, embelesador e hipnótico de varias personas apostadas a la entrada, relevadas por turnos de manera continua durante todo el día. Ahí, mirando la réplica de la obra de Rubliov, puede uno recordar que, pese a que el mundo esté mal diseñado, la cosa esta de la armonía no es tan esquiva en el fondo. Que hay sitios en los que uno siempre encuentra esa «relación armónica entre el arte y la vida, entre el tiempo y la historia». También en Andréi Rubliov, una película que invita al espectador en cada nuevo visionado a sentarse a su propia versión de un banquete eterno de salvación espiritual.
Muy bello este artículo. Gracias.
Genial.
Salvo mi gratitud, no voy a añadir nada más.
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Maravilloso. ¡Gracias!
Merecidas felicitaciones y un reconocimiento a su persona, señor Iker Zabala